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Black Hawk derribado - Mark Bowden

Date post: 10-Dec-2023
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«¡Super Seis Uno cayendo!»Mogadiscio, Somalia, domingo 3 deoctubre de 1993. Noventa y nuevesoldados de élite estadounidensesestán atrapados en medio de unaciudad hostil. Cae la noche y milesde enemigos armados los rodean.Los heridos mueren desangrados.Las municiones y las provisiones seestán acabando. Este es el relatode cómo y por qué llegaron allí y desu lucha por salir vivos.La dramática narración delperiodista Mark Bowden, ganadorde varios premios literarios,

reproduce esta experiencia terrible através de los ojos de los jóvenesque combatieron en aquella batalla.Bowden reúne aquí los testimoniosde entrevistas, retransmisionesradiofónicas y videos consideradossecretos.Una mirada fidedigna, turbadora yprofunda del terror y la euforia delcombate destinada a convertirse enun clásico de los reportajes bélicos.

Mark Bowden

Black Hawkderribado

La batalla de Mogadiscio

ePUB v1.0minicaja 24.08.12

Título original: Black Hawk DownMark Bowden, 1999.Traducción: Sofía Noguera MendíaDiseño portada: minicaja

Editor original: minicaja (v1.0)Documento base: Mónica y HéctorePub base v2.0

Para mi madre, Rita Lois Bowden,y en recuerdo de mi padre, Richard

H. Bowden

«No importa lo que piensen loshombres de la guerra», dijo el juez. Laguerra no ha dejado de existir. Es lomismo preguntar a los hombres lo quepiensan de la piedra. La guerrasiempre estuvo aquí. Antes de queapareciera el hombre, la guerra ya loesperaba. El oficio más remotoesperando al último trabajador».

Cormac McCarthyBLOOD MERIDIAN

E L

A S A L T O

1

Matt Eversmann rezó un avemariacuando despegaron. Estaba sentado,apretujado entre los dos oficiales devuelo, con las rodillas de sus largaspiernas a la altura de los hombros.Frente a él, encastrados a cada lado delhelicóptero Black Hawk, viajaba su«tiza»,[1] doce hombres jóvenes quellevaban chalecos antibalas conbolsillos y compartimientos sobre unosuniformes oscuros de campaña.

Conocía tan bien sus rostros que eracomo si fueran sus hermanos. Los

muchachos mayores de la tripulación, aligual que Eversmann, un sargento mayorque, a los veintiséis años, hacía ya cincoque servía en el Ejército, llevaban añosviviendo y adiestrándose juntos.Algunos habían compartido lainstrucción básica, la escuela de saltos yla de los Rangers. Habían viajado portodo el mundo, Corea, Tailandia,América Central… se conocían mejorque muchos hermanos. Juntos, se habíanemborrachado, metido en peleas,dormido en el suelo de la selva, saltadode aviones, escalado montañas, lanzadopor ríos encrespados con el corazón enla boca, se habían tomado el pelo

constantemente por las novias o la faltade ellas, habían salido corriendo de FortBenning en medio de la noche parabuscarse en algún baretucho o club destriptease de la Victory Drive despuésde haberse emborrachado y quedarsedormidos o sacado de sus casillas aalgún camarero. Mediante todos estosavatares, se habían preparado para unmomento como aquél. Era la primeravez que el sargento larguirucho ocupabaun puesto de mando y estaba muynervioso.

«Ruega por nosotros pecadores,ahora y en la hora de nuestra muerte,amén.»

Era la tarde del 3 de octubre de1993. La Tiza Cuatro de Eversmann eraparte de un cuerpo formado por Rangersdel Ejército de Estados Unidos yoperadores de la fuerza Delta, y estaba apunto de saltar de forma inadvertidasobre un grupo de líderes del clan HabrGidr en pleno corazón de Mogadiscio,la capital de Somalia. Este clandecadente, gobernado por el señor de laguerra Mohamed Farrah Aidid, habíaprovocado a Estados Unidos deAmérica y estaba, sin duda alguna,perdiendo soberanía. El objetivo deaquel día eran dos lugartenientes deAidid. El plan era capturarlos y

encarcelarlos junto con el númerocreciente de jefes del clan beligerante enuna isla situada a la altura de Kismayo,una ciudad de la costa sur de Somalia.La parte que le correspondía a la TizaCuatro en esta misión de llegar, ver yvencer era simple. Cada una de lascuatro tizas de los Rangers teníaadjudicada una esquina de la manzanadonde se hallaba el objetivo del asalto.Los hombres de Eversmann iban a saltara tierra deslizándose por unas cuerdasrápidas hasta la esquina noroeste a finde establecer allí una posición debloqueo. Con los Rangers en las cuatroesquinas nadie entraría en la zona donde

actuaba la Fuerza Delta, y nadie podríasalir.

Lo habían hecho docenas de vecessin problema, en las prácticas y duranteseis misiones previas del destacamentoespecial. Eversmann tenía una imagenmental clara de la secuencia de laacción. Sabía qué dirección debía tomaruna vez pusiera el pie en tierra y dóndeestarían sus hombres. Los que saltarandel helicóptero se reunirían en el ladoizquierdo de la calle. Los que bajasenpor la derecha se reunirían a la derecha.Acto seguido se dispersarían en las dosdirecciones, el médico y los másjóvenes en el centro. El soldado raso

Todd Blackburn era el cadete delhelicóptero de Eversmann, un muchachorecién salido de un instituto de Floridaque ni siquiera había asistido a laescuela de los Rangers. Tendría quevigilarlo. El sargento Scott Galentineera mayor que él pero carecía tambiénde experiencia en Mogadiscio.Realizaba una sustitución y acababa dellegar de Benning. La responsabilidadde estos jóvenes rangers suponía unapesada carga para Eversmann. Enaquella ocasión eran dos a quienesvigilar.

Como era el jefe de una de las tizas,llevaba con él los auriculares cuando

tomó asiento en la parte delantera. Eranvoluminosos, contaban con un micrófonoy se conectaban a un enchufe situado enel techo mediante un cable largo y negro.Se quitó el casco y se encasquetó losauriculares sobre las orejas.

Uno de los oficiales de vuelo le tocóel hombro.

—Matt, no te olvides de quitártelosantes de saltar —le dijo a la vez queseñalaba el cable.

Después se asaron estacionadossobre el caluroso alquitrán delaeródromo por un espacio de tiempo queles pareció una hora, durante la cualestuvieron respirando los humos acres

del diésel y el sudor que rezumaba bajoel chaleco antibalas y todo el equipo quellevaban; mientras jugueteabanansiosamente con sus armas y todos seimaginaban que, con toda probabilidad,la misión iba a ser abortada antes de quetuvieran ocasión de pisar tierra. Eso eralo que acostumbraba pasar. Por cadamisión real, había veinte alarmas falsas.Cuando llegaron a Mogadiscio, cincosemanas antes, su entusiasmo era tangrande que, cada vez que subían abordo, se intercambiaban gritos dejúbilo entre un Black Hawk y otro. Peroaquellas salidas no sólo se habíanconvertido en rutina sino que, por regla

general, no desembocaban en nada.Era un número ingente tanto de

hombres como de máquinas los queestaban a la espera de la palabra clavepara entrar en acción. Había cuatroimpresionantes Little Birds AH-6,helicópteros de ataque con dos asientosy burbuja frontal capaces de volarprácticamente a cualquier lugar. En estaocasión, por primera vez, los LittleBirds iban cargados de cohetes. Estabaprevisto que dos de ellos realizasen elbarrido inicial sobre el objetivo y queotros dos asegurasen la retaguardia.Además, cuatro Little Birds MH-6contenían bancos a cada lado para

trasladar a la punta de lanza de lasfuerzas de asalto, el Escuadrón C de laFuerza Delta, uno de los tres elementosoperativos de la unidad formada porcomandos ultrasecretos del Ejército. Aesta fuerza de ataque, le seguían ochoBlack Hawks, unos helicópterosalargados destinados a llevar a lastropas. Dos de ellos transportaban a losasaltantes de la Fuerza Delta y a sucomandancia terrestre, cuatro servíanpara llevar a los Rangers (Compañía B,3.er Batallón del 75.o de Infantería delEjército, el Regimiento Rangerprocedente de Fort Benning, enGeorgia), otro iba a trasladar a un

equipo CSAR (Equipo de Búsqueda yRescate en Combate) de primeracategoría, y el último a dos comandantesde la misión, el teniente coronel TomMatthews, encargado de coordinar a lospilotos del 160.o SOAR (RegimientoAéreo para Operaciones Especiales)procedente de Fort Campbell, enKentucky; y el teniente coronel de laFuerza Delta Gary Harrell, cuyaresponsabilidad recaía sobre loshombres en tierra. El convoy terrestre,alineado y a la espera junto a la entradaprincipal del objetivo, estaba formadopor nueve Humvees, unos vehículos decarrocería ancha sustitutos de los jeeps

para transporte militar terrestre, y trescamiones de cinco toneladas. Estosúltimos se utilizaban para evacuar deallí a los prisioneros y a las fuerzas deasalto. Los Humvees daban cabida a losRangers, a los operadores de la FuerzaDelta y a cuatro miembros del EquipoSeis del SEAL (Tierra, Mar y Aire),parte de la rama de las fuerzasespeciales de la Marina de guerra.Contando los tres aviones de vigilanciay el destinado a espiar, que volaba porencima de los demás, había diecinueveaeronaves, doce vehículos y alrededorde ciento sesenta hombres. Un ejércitoimpaciente sobre una cuerda tensa.

Había señales de que esta vez iba enserio. El general William F. Garrison, almando de la Fuerza Ranger de Asalto,había salido a despedirlos. Era laprimera vez que lo hacía. Garrison, unhombre alto, delgado y de pelo cano,que vestía el uniforme de campaña yllevaba su sempiterno medio puroapagado colgándole de la comisura,había paseado de helicóptero enhelicóptero y detenido ante cada uno delos Humvees.

—Id con cuidado —decía con unacento tejano que le hacía arrastrar laspalabras.

Inmediatamente se desplazaba hasta

el siguiente hombre.—Buena suerte.Luego al otro.—Tened cuidado.El mar de fondo que producían todos

aquellos motores en marcha hizo temblarla tierra y aceleró los pulsos de loshombres. Resultaba excitante formarparte de todo aquello, la flor y nata de lafuerza militar estadounidense. Pobre delque se pusiera en su camino. Cargadoscon granadas y municiones, agarrados alacero de sus armas automáticas, con elcorazón latiéndoles con fuerza bajo loschalecos antibalas, esperaban con unaembriagadora mezcla de esperanza y

miedo. Hacían un repaso mental deúltima hora a la lista de verificaciones,rezaban, comprobaban las armas portercera vez, ensayaban la precisacoreografía táctica, realizaban pequeñosrituales… cualquier cosa susceptible dedisponerles para la batalla. Todossabían que aquella misión podía tomarun cariz no deseado. Se trataba de unaincursión, que no carecía de audaciapues iba a producirse a plena luz deldía, al barrio Mar Negro, el mismísimocorazón del territorio Habr Gidr, en elcentro de Mogadiscio y baluarte delseñor de la guerra Aidid. El objetivo erauna casa de tres plantas de piedra,

enjalbegada y coronada por una azotea;una moderna casa modular situada enuno de los pocos lugares de la ciudaddonde todavía quedaban edificiosgrandes e intactos, y a la cual rodeabanmanzanas y manzanas de viviendas contejados de hojalata y paredes de piedrafangosa. En aquel laberinto formado porcalles sucias e irregulares y callejuelasflanqueadas de cactos, vivían cientos demiles de miembros pertenecientes alcitado clan. Carecían de planosdecentes. Puro país tercermundista.

Los hombres habían visto cargarmisiles en los AH-6. Garrison no lohabía hecho en ninguna de las misiones

anteriores, lo que significaba que sepreveían problemas. En mayor cantidadque de costumbre, los hombres habíanllenado de munición, recámarascargadas y granadas los bolsillos ycartucheras disponibles de los arneses, ydejado atrás cantimploras, bayonetas,gafas de visión nocturna, así comocualquier otro artefacto considerado unlastre para una rápida incursión diurna.No les preocupaba la perspectiva demeterse en apuros. En absoluto. Lesapetecía. Ellos eran unos predadores,unos vengadores duros, imparables einvencibles. Pensaban que, después deseis semanas de rutina, por fin iban a dar

una patada de verdad a algún culosomalí.

Eran las 15:32 cuando el jefe de lastizas que estaba en el Black Hawk decabeza, el Súper Seis Cuatro, oyó por elintercomunicador que el piloto, elbrigada Mike Durant, anunciaba con unavoz suave y llena de satisfacción:

—A por la jodida Irene.Y el ejército se lanzó a la acción

elevándose desde el destartaladoaeropuerto junto al mar para meterse enel paisaje azul y envolvente del cielo yel océano índico. Se abrieron caminocon facilidad por una franja cubierta dearena blanca y avanzaron a baja altura

aunque velozmente sobre unas olasgrandes y seguidas que formaban crestasapenas perceptibles paralelas a la orilla.En formación cerrada se ladearon ysobrevolaron el litoral suroeste. Decada helicóptero se vislumbraban,colgando de los bancos y de las puertasabiertas, las botas de los excitadossoldados.

Mogadiscio, cuyos límites seextendían hacia un horizonte desértico yenvuelto en la calima, resplandecía tantoal sol vespertino que parecía como si sehubiera abierto demasiado el objetivodestinado a fotografiar el mundo. Laantigua ciudad portuaria, vista desde

cierta distancia, con sus callejuelas dearena ocre y sus tejados de hojalataoxidada y tejas españolas, tenía un tonocastaño rojizo. Las únicas estructurasaltas que todavía seguían en pie trasaños de guerra civil eran las floridastorres de las mezquitas, pues el islamera lo único que Somalia considerabasagrado. Había muchos matorrales cuyaaltura no sobrepasaba las azoteas y,entre ellos, muros altos de pálidastonalidades amarillas, rosas y grises;restos a su vez en vías de extinción deuna bonanza previa a la guerra civil.Situada a lo largo de la costa, limitabaal oeste con el desierto y al este con un

reluciente mar azul verdoso que podíahaber pasado por un adormilado lugarde veraneo en el Mediterráneo.

Conforme los helicópterossobrevolaban la ciudad para planearhacia la derecha y luego hacia el norte alo largo del extremo oeste, Mogadisciose extendía bajo ellos en toda su terriblerealidad, una catástrofe, la capitalmundial de las cosas que han llegado aldesastre. Las pocas calles asfaltadasestaban en estado ruinoso, cubiertas demontañas de basura y escombros y deesqueletos oxidados de vehículosquemados. Los muros y edificios que nohabían sido reducidos a pilas de

cascotes grises aparecían acribillados.Los postes de teléfono se inclinabanformando ángulos siniestros semejantesa tótems vudú coronados por tiesasramificaciones; en realidad, cabos delos alambres cercenados (arrancadoshacía tiempo para ser vendidos en elfloreciente libreado negro). En losespacios públicos, los pedestales depiedra que antaño habían albergado laestatua del heroico dictador, MohamedSiad Bafte estaban vacíos, si bien aquelrecuerdo nacional no se había saqueadoPor un fervor revolucionario sino paravender el bronce y el cobre comochatarra. Los pocos edificios del antiguo

y orgulloso Gobierno y de launiversidad que todavía seguían en pieestaban ocupados ahora por refugiados.Todo cuanto era de valor había sidosaqueado, incluso los marcos metálicosde las ventanas, las manillas y lasbisagras de las puertas. Por la noche, enlas ventanas del tercero y cuarto pisosdel Instituto Politécnico brillaban fuegosde campamento. Todo espacio abiertoestaba ocupado por densos eimprovisados poblados dedesheredados, barracas redondas hechascon palos y cubiertas con capas deandrajos y chozas construidas conpedazos de madera encontrados entre

los escombros y trozos de hojalataoxidada. Desde arriba, ofrecían elaspecto del estado avanzado de unaenconada putrefacción urbana.

En su helicóptero, Súper Seis Siete,Eversmann repasaba el planmentalmente. Cuando pisaran tierra, loschicos D, de la Fuerza Delta, habríantomado la casa objetivo, habríanrodeado a los prisioneros somalíes yestarían disparando a quien fuese tanestúpido que se resistiera. Les habíanasegurado que en la casa había dospeces gordos, a quienes la fuerza deasalto había identificado como«personalidades de primera fila»,

hombres clave de Aidid. Mientras loschicos D hacían su trabajo y los Rangersmantenían a raya a los curiosos, elconvoy terrestre compuesto porcamiones y Humvees se abriría paso através de la ciudad hacia el objetivo.Una vez allí, debían meter a losprisioneros en los camiones. El equipode asalto y las fuerzas de bloqueo teníanque saltar por las cuerdas rápidas detrásde ellos para emprender juntos elregreso y pasar el resto de aquella tardede domingo en la playa. Se calculabaque tardarían una hora,aproximadamente.

Para hacer sitio a los Rangers en los

Black Hawks, se habían retirado losasientos de la parte posterior. Loshombres que no estaban en las puertasiban sentados en bidones de municioneso sobre paneles Kevlar a prueba deartillería aérea extendidos en el suelo.Vestían uniformes de campaña, llevabanchalecos de Kevlar, casco y veinte kilos,entre equipo y munición, sujetos a losarneses colocados en el chaleco. Todosdisponían de gafas y gruesos guantes depiel. Con todos aquellos pertrechos,incluso el más delgado parecíavoluminoso, robótico y amedrentador.Cuando vestían camiseta y pantalón,ambos de color marrón claro, el

uniforme habitual en la base, la mayoríaparecían lo que eran: adolescentes conacné (la edad media era diecinueveaños). Estaban orgullosísimos de serRangers. Les ahorraba la mayor parte dela entumecedora rutina del día a día sincombate que volvía locos a muchosalistados en el Ejército. Los Rangers seadiestraban para la guerra de formaintensiva. Estaban más capacitados, eranmás rápidos y los primeros «¡LosRangers abren el camino!» era su lema.Para llegar allí se habían alistadovoluntarios como mínimo en tresocasiones, para las fuerzas terrestres,las aéreas y los Rangers. Eran la flor y

nata, los jóvenes soldados másmotivados de su generación, habían sidoseleccionados para encajar con el idealdel Ejército; todos eran hombres y, demodo revelador, la mayoría de razablanca (sólo había dos negros en unacompañía compuesta por ciento cuarentahombres). Algunos eran soldadosprofesionales, como el teniente LarryPerino, de la promoción de 1990 deWest Point. Otros eran perfeccionistasen busca de un reto, como el especialistaJohn Waddell de la Tiza Dos, quien sehabía alistado tras acabar el instituto enNatchez, Misisipí, con una media deocho. Unos eran temerarios en busca de

retos físicos. Otros querían superarsedespués de haber ido a la deriva trasabandonar los estudios, o haber tenidoproblemas con las drogas, la bebida, laley, o las tres cosas. Estaban másendurecidos que la mayoría de losjóvenes de su generación, quienes aqueldomingo de principios de octubre hacíasemanas que habían iniciado el semestreen la universidad. A la mayoría deaquellos Rangers los trataron a patadasalguna que otra vez, conocían el sabordel fracaso. Pero no eran gandules. Sehabían esforzado para estar allí,probablemente más que en toda su vida.Aquellos con pasados turbulentos

tomaban medidas severas consigomismos. Bajo su apariencia de duro depelar, casi todos eran formales, patriotase idealistas. Aceptaban en sentido literalal Ejército y su consigna: «Sé todo loque puedas ser».

Se consideraban superiores a lossoldados corrientes. Con sus cuerposmusculosos, el característico corte depelo (a cero, con los lados y el cogotecompletamente afeitados) y el saludoHoo-ah, que lanzaban en un gruñido,creían ser lo más patriótico del Ejército.Muchos aspiraban, si llegaban aconseguirlo, a formar parte de losBoinas Verdes, a ingresar en la Fuerza

Delta, los robustos supersoldados delcontraespionaje que encabezaban aquelcontingente. Sólo a los buenos se lesinvitaría a ello y sólo uno de cada diezpasaría la prueba de selección. Enaquella antigua y masculina jerarquía,los Rangers estaban unos peldaños porencima de la base de la pirámide, perolos escalones superiores pertenecían alos chicos D.

Los Rangers sabían que el caminomás seguro para alcanzar la cima eraadquirir experiencia en el combate.Hasta aquel momento, Mogadiscio habíasido un aburrimiento. La guerra estabasiempre a punto de suceder. A punto de

producirse. Incluso las misiones, pormuy excitantes que fueran, les supieron apoco. Los somalíes, a quienes llamabanskinnies, por flacos, o sammies, por sernegros, les habían disparado algún queotro tiro aislado, lo suficiente para sacara los Rangers de sus casillas y provocaruna buena lluvia de balas comorevancha, pero nada que pudieracalificarse de genuino tiroteo.

Que era precisamente lo que ellosquerían. Todos. Si pasaba alguna dudapor su cabeza, la ataban corto. Alprincipio, muchos tenían tanto miedocomo cualquier hijo de vecino, perohabían expulsado el temor. Sobre todo

en la instrucción Ranger. Una cuartaparte de los que se alistaban voluntariosabandonaban, lo suficiente para quequienes al final salían con su charreterade ranger se sintieran plenamentedichosos por lograrlo con tan pocosaños. El débil se suprimía. El fuerteavanzaba. Después, semanas, meses yaños de adiestramiento constante. LosHoo-ahs no veían el momento de ir a laguerra. Eran un equipo estrella de fútbolque, habiendo soportado durísimas,agotadoras y peligrosas sesiones deentrenamiento durante doce horas al día,siete días a la semana, durante años,nunca tenía la oportunidad de jugar un

partido.Ansiaban la batalla. Se pasaban de

mano en mano unos libros en rústicamanoseados que eran relatos obiografías de soldados que vivieronconflictos anteriores, muchos escritospor ex rangers, saboreaban el tonoafectuoso y de camaradería de suhistorias y, si bien se lamentaban de lasuerte que habían corrido quienes lahabían palmado, se habían quedadoinválidos o mutilados, se identificabancon los que sobrevivieronmerecidamente. Escudriñaban viejasfotos, las mismas en todas las guerras,de jóvenes con aspecto sucio y cansado,

medio vestidos con uniformes decombate del Ejército, con placas deidentificación colgadas al cuello y conlos brazos ceñidos unos a otros por loshombros en tierras exóticas. Se veían así mismos en aquellas instantáneas,rodeados de sus compañeros, haciendosu propia guerra. Era «la prueba». Laúnica que contaba.

El sargento Mike Goodale, depermiso en Illinois, intentaba que sumadre —enfermera— lo entendiera.Ella mostró escepticismo ante subravuconería.

—¿Quién iba a querer ir a la guerrapor propia voluntad? —preguntó.

Goodale le explicó que era como siuna enfermera, después de prácticas yestudios, nunca tuviera la oportunidadde trabajar en un hospital. Eraexactamente lo mismo.

—Todo el mundo quiere estar segurode que puede hacer bien el trabajo parael que se ha preparado —concluyó.

Al igual que los jóvenes de loslibros, a ellos les ponían a prueba una yotra vez. Pertenecían a otra generación,a un nuevo turno de Rangers. Su turno.

Carecía de importancia que loshombres que iban en los helicópteros notuvieran mucha cultura y que fueranincapaces de hacer una redacción en el

instituto sobre Somalia. Aceptaron losprincipios del Ejército sin titubeos. Losseñores de la guerra habían asolado detal manera la nación al enfrentarse entreellos que su pueblo se estaba muriendode hambre. Cuando el mundo enviabaalimentos, los malvados señores de laguerra los interceptaban y mataban aquienes osaban detenerlos. Y entonceslos países desarrollados decidierondejar caer el martillo, es decir, invitar alos chicos malos del planeta para ponerorden. Eso decía Nuff. Lo poco quehabían visto desde su llegada en agostono había alterado esta percepción.Mogadiscio era como el mundo

postapocalíptico de las películas deMad Max de Mel Gibson, gobernadopor bandas errantes de gamberrosarmados. Estaban allí para poner fin alas maldades de los señores de la guerray restaurar la cordura y la civilización.

Eversmann siempre había queridoser un ranger. No estaba muy seguro decómo se sentía al estar en un puesto demando, aunque fuera provisional. Ganóel honor por defecto. El sargento de supelotón tuvo que marcharse a casaporque alguien de su familia había caídoenfermo. Y luego, el joven que loreemplazó fue víctima de un ataqueepiléptico y también tuvo que ser

repatriado. Eversmann era el mayor queles seguía. Aceptó el puesto sinconvicción. Aquella mañana, en la misaoficiada en la sala de rancho, habíarezado por ello.

Por fin a bordo, Eversmann casireventó de energía y de orgullo alobservar al ejército. Era una fuerzamilitar de vanguardia. Sobrevolando yaen círculos y a cierta altura del objetivo,se hallaba el servicio de informaciónmás hábil que pudiera ofrecer EE.UU.,constaba de satélites, un avión espíaOrion P3 que alcanzaba grandes alturas,y tres helicópteros OH-58 deobservación coronados con un pólipo

bulboso de algo más de metro y medio yparecidos a los Little Birds deabombado frontal. Los aparatos deobservación iban equipados concámaras de vídeo y radiofonía y elgeneral Garrison, al igual que losoficiales de categoría superiorapostados en el Centro de Operacionesinstalado en la playa de donde partierala expedición, se emplearían para seguirel curso de los acontecimientos endirecto. Sin duda, los directores de ciney los guionistas tenían que devanarse lossesos para imaginar las habilidades másrelevantes de los militaresestadounidenses y, sin embargo, allí

estaba a punto de estallar la acción real.Se trataba de una máquina militar definales del siglo XX, engrasada yequipada. Lo mejor de EE.UU. se iba ala guerra, y el sargento Matt Eversmanniba con ellos.

2

Sobrevolarían el objetivo en tresminutos. Eversmann llevaba losauriculares puestos y escuchaba lamayoría de las frecuencias en uso y lasintonía de la comandancia, queconectaba a los mandos de tierra conMatthews y Harrell, quienessobrevolaban en círculo a bordo delBlack Hawk encargado del mando ycontrol, y con Garrison y los otrosjefazos del Centro de Operaciones. Lospilotos conectaban con el comandante delas Fuerzas Aéreas Matthews, y laFuerza Delta y los Rangers tenían sus

propias conexiones internas. Mientrasdurase la misión, el resto de frecuenciasde emisión de la ciudad quedaríabloqueado. En medio del constante ruidoproducido por los parásitos, Eversmannoía una confusa superposición de vocestranquilas, las de los diferenteselementos que se preparaban para elasalto.

Mientras los Black Hawksdescendían sobre la ciudad desde elnorte para la aproximación final, losLittle Birds de avanzadilla se acercabanal objetivo. Aún se estaba a tiempo deabortar la misión.

Unos neumáticos que ardían en la

calle cerca del objetivo hicieron cundirel pánico durante unos momentos. Amenudo los somalíes quemabanneumáticos para indicar que surgiríanproblemas y así avisaban a la milicia.¿Cabía la posibilidad de que estuvierandirigiéndose hacia una emboscada?

—¿Sabéis si esos neumáticos llevanardiendo un buen rato o los acaban deprender? Cambio —preguntó el pilotode un Little Bird.

—Arden desde esta mañana, lohemos visto sobrevolando la zona —contestó el piloto de uno de losaparatos de observación.

—Dos minutos —informó el piloto

del Súper Seis Siete a Eversmann.Los Little Birds se colocaron en

posición de «rebote», un salto repentinoy una caída en picado para sobrevolar lacasa objetivo con los cohetes y lasarmas apuntando hacia abajo. Una a una,las distintas unidades repetirían «Lucy»,la palabra en clave que daría comienzoal asalto: Romeo Seis Cuatro, coronelHarrell; Kilo Seis Cuatro, capitán ScottMiller, al mando de la fuerza de asaltoDelta; Barbero Cinco Uno, el veteranopiloto Randy Jones, suboficial jefe queiba a la cabeza en el helicóptero decombate AH-6; Julieta Seis Cuatro,capitán Mike Steele, el comandante

ranger a bordo de la aeronave deDurant; y Uniforme Seis Cuatro,teniente coronel Danny McKnight, almando del convoy terrestre encargadode evacuarlos a todos. El convoy estabaestacionado a unas manzanas dedistancia.

—Aquí Romeo Seis Cuatro a todoslos elementos. Lucy. Lucy. Lucy.

—Aquí Kilo Seis Cuatro, a por lajodida Lucy.

—Aquí Barbero Cinco Uno, a porla jodida Lucy.

—Julieta Seis Cuatro, a por lajodida Lucy.

—Aquí Uniforme Seis Cuatro, a por

la jodida Lucy.—Todos los elementos, Lucy.Eran las 15:43. En la pantalla del

Centro de Operaciones, los comandantesveían mejor que nadie aquel concurridobarrio de Mogadiscio. El Hotel Olympicera el punto más prominente, un edificioblanco de cinco plantas que parecíanbloques rectangulares apilados conterrazas cuadradas en cada piso. A unamanzana hacia el sur, había otraconstrucción del mismo estilo. Los dosproyectaban largas sombras en laavenida Hawlwadig, la ancha calleasfaltada donde se hallaban. En loscruces donde unas callejuelas sucias

cruzaban Hawlwadig, una tierra arenosainundaba el pavimento. A la luz delatardecer, la tierra se volvía de unllamativo color anaranjado. En lospatios interiores y entre algunas de lascasas más pequeñas había árboles. Eledificio objetivo del asalto estaba alotro lado de la calle Hawlwadig, a unamanzana al norte del hotel. El tipo deconstrucción también estaba formadopor bloques apilados en forma de L; eledificio tenía tres plantas en la parteposterior y dos, acabadas en azoteas,delante. Detrás, en el lado sur, había unpequeño patio rodeado, al igual que ellargo bloque, por un alto muro de

piedra. Automóviles, peatones y carrosde burros se agitaban delante, enHawlwadig. Era una tarde de domingonormal y corriente. La zona que rodeabael objetivo estaba a sólo unas manzanasdel mercado Baleara, el más concurridode la ciudad. Acostumbrados ya a lapresencia de helicópteros, quienesdeambulaban ni siquiera levantaron lavista cuando los primeros dos LittleBirds avanzaron inexorablemente desdelo alto, procedentes del norte, paraladearse acto seguido dirección este ysalir de escena.

Ningún helicóptero disparó.—Un minuto —informó el piloto del

Súper Seis Siete a Eversmann.Los operadores de la Fuerza Delta

debían llegar primero y tomar eledificio. Los Rangers les seguiríandespués de bajar de los Black Hawkspor una cuerda rápida y formar unperímetro alrededor del bloque blancodel asalto.

La Fuerza Delta viajaba en unosbancos situados fuera de los armazonesabombados de los cuatro Little BirdsMH-6. En cada helicóptero iba unequipo formado por cuatro hombres.Llevaban gruesos chalecos negrosantibalas y unos cascos de yoqueihechos de material plástico sobre unos

auriculares y un micrófono delante quelos mantenía en constante contacto oralentre ellos. No portaban insignia algunaen los uniformes. Asomados a la callemientras se acercaban deprisa y a bajaaltura, observaron a la gente, susasombrados rostros vueltos hacia arriba,sus manos, su actitud, y se preguntabanqué pasaría cuando tocaran suelo. LosLittle Birds estaban a punto de posarse yel pánico empezó a cundir entre elgentío. Personas y vehículos empezarona dispersarse en todas las direcciones.El viento que levantaron los potentesrotores tumbó a algunas personas y leslevantó a unas cuantas mujeres los

llamativos trajes. Algunos rangers queestaban todavía a bastante altura vieronque había gente en la calle quegesticulaba furiosa en su dirección,como si los estuvieran invitando a bajarhasta las calles y pelear.

En medio de gruesas nubes de polvo,los dos primeros Little Birds aterrizaroncasi de inmediato al sur del blanco en laangosta y deteriorada callejuela. Laatmósfera estaba tan cargada que ni lospilotos ni los hombres sentados en losbancos laterales podían ver nada de loque sucedía abajo. Uno de loshelicópteros descubrió que el primerose había apropiado del sitio que

originalmente le correspondía paraaterrizar, y se vio obligado a ladearse ala derecha y realizar un rápido giro encírculo hacia el oeste para posarseenfrente del blanco.

El sargento primero Norm Hooten,un jefe de equipo que iba en el cuartoLittle Bird, notó que al quedarsuspendidos la hoja del rotor melló laparte lateral del blanco. Como seimaginaron que el aparato había bajadocuanto podía, Hooten y su equipo ledieron una patada a la cuerda rápida ysaltaron para alcanzarla con la intenciónde bajar lo que quedaba de caminodeslizándose por ella. Fue la cuerda

rápida más corta del mundo. Estabansólo a poco más de treinta centímetrosdel suelo.

Fueron directos hacia la casa.Asaltar un lugar así era la especialidadde la Fuerza Delta. La velocidadresultaba crítica. Cuando una casarepleta de gente se llenabarepentinamente de explosiones, humo yfogonazos, los que estaban dentro seasustaban y desorientaban durante unrato. La experiencia indicaba que lamayoría se tiraba al suelo y se refugiabaen los rincones. A condición de que losDelta pudieran capturarlos en esemomento de desconcierto, la mayoría

seguía las simples pero severas órdenessin rechistar. Los Rangers habíanobservado a los chicos D en acción envarias misiones y los operadores semovían con tal velocidad y autoridadque resultaba difícil imaginar que nadietuviera la suficiente presencia de ánimopara resistirse. Sin embargo, apenasunos segundos podían cambiar las cosas.Cuanto más tiempo disponían los dedentro para comprender lo que ocurría,más difícil resultaba someterlos.

El primer grupo de asalto queaterrizó en la calle sur, a las órdenes delsargento primero Matt Rierson, lanzóinofensivas granadas detonantes al patio

interior y abrieron de un empujón lapuerta metálica de acceso. Subieroncorriendo una escalera situada en laparte posterior y se adentraron en lacasa mientras gritaban a los de dentroque se echaran al suelo. El grupo deHooten, formado por cuatro hombres,junto con el que mandaba el sargentoprimero Paul Howe, cargaron hacia ellado oeste del edificio, que daba a laavenida Hawlwadig. Los hombres deHooten entraron en una tienda conabigarrados dibujos de máquinas deescribir, plumas, lápices y otrosartículos de oficina pintados en lasparedes frontales, la Olympic Stationery

Store. Dentro había seis o siete somalíesque, en respuesta a las órdenes ladradas,se apresuraron a arrojarse al suelo conlos brazos extendidos al frente. Hootenya oía algún que otro disparoesporádico fuera, muchos más de lo quehabía escuchado en misiones previas. Elgrupo de Howe entró en la siguientepuerta calle abajo. El sargento, unhombre con una muy buena musculatura,le dio a un somalí que estaba fuera unapatada en la parte baja de las piernasque le hizo caer. Howe barrió laestancia con su CAR-i 5, un arma negrade aspecto futurista que llevabaincorporada una escopeta con acción de

bombeo sujeta a la orejeta de labayoneta en la parte delantera. Eraimportante imponer el control inmediato.No encontró más que un almacén llenode sacos y trastos viejos.

Como los dos grupos sabían quebuscaban una residencia, se apresurarona regresar a la calle. Corrieron endirección sur por Hawlwadig y girarona la izquierda para encaminarse al patioque sus otros compañeros ya habíanallanado. Doblaron la esquina en mediode una tormenta de polvo que iba enaumento. Los helicópteros Black Hawksya estaban llegando.

El primero, donde iban el

comandante Delta de tierra y unelemento de apoyo, fulguró a la luz delsol y, mientras el capitán Miller y losotros comandos a bordo se descolgabanpor la cuerda, quedó suspendido a unamanzana al norte del blanco situado enla avenida Hawlwadig. Junto con otroBlack Hawk lleno de asaltantesconstituiría la segunda ola de asalto.Detrás de ellos, iban los Rangers encuatro Black Hawks; deslizándose porlas cuerdas, debían alcanzar lasrespectivas posiciones en las cuatroesquinas de la manzana con el objetivode formar el perímetro externo delasalto.

Descolgaron las cuerdas del BlackHawk Súper Seis Seis, suspendido sobrela esquina suroeste, y la Tiza Tresempezó a bajar a la calle en grupos dedos, un hombre desde cada lado delaparato. Un oficial de vuelo le gritaba«¡No tengas miedo!» a cada uno de losque salían por su lado de la aeronave. Elsargento Keni pensó mientras seagarraba a la cuerda: «Que te jodan, tío,tú te quedas aquí tan tranquilo».

El Súper Seis Siete estabasuspendido a bastante altura sobreHawlwadig, a dos manzanas direcciónnorte, y su piloto le dijo a Eversmann:

—Preparaos para lanzar las cuerdas.

La Tiza Cuatro se hallaba a unosdoscientos metros de altura. Nunca sehabían deslizado por la cuerda desde tanalto, y sin embargo el polvo de la callellegaba a las puertas abiertas. Esperabana que los otros cinco Black Hawks sesituaran en posición y a Eversmann lepareció que era muy peligroso mantenerinmovilizado el aparato durante tantotiempo. Los hombres oían lasdetonaciones del tiroteo incluso enmedio del ruido del rotor y de losmotores. Un Black Hawk colgado en elcielo de aquella forma resultaba unblanco perfecto. Las cuerdas de nailon,de ocho centímetros de grosor, estaban

enrolladas delante de cada puerta. Elartillero Dave Diemer esperaba en lapuerta de la derecha junto con elsargento Casey Joyce. Cuando, a laorden del piloto, arrojaron las cuerdasafuera, una fue a parar encima de unvehículo, lo que retrasó el ataque aúnmás. El Black Hawks dio una sacudidahacia delante para que la cuerda sesoltara.

—Nos hemos quedado un pococortos respecto a la posición deseada —le informó el piloto a Eversmann.

Estaban, más o menos, a unamanzana al norte de la esquinaadjudicada.

—No importa —replicó el sargento,quien creía que estarían más seguros entierra.

—Nos hemos quedado cien metroscortos —advirtió el piloto.

Eversmann le indicó con el pulgarque todo iba bien.

Los hombres empezaron a saltar. Losartilleros situados en las puertasgritaban:

—¡Fuera!¡Fuera!¡Fuera!Eversmann sería el último en saltar.

Se sacó los auriculares y durante unmomento el ruido del helicóptero, lasexplosiones y los disparos de tierra lodejaron sordo. Por regla general,

Eversmann se ponía tapones en losoídos, pero aquel día no los habíacogido porque sabía que llevaríaauriculares. Los colgó de la cantimploray buscó las gafas. En su lucha contra laexcitación y la confusión, todos susmovimientos se ralentizaban. Despuésde ponerse las gafas, permaneceríaatento a las instrucciones del oficial devuelo y dejaría los auriculares sobre elasiento antes de salir. La cinta de lasgafas se rompió. En un intento derecomponerla, forcejeó con ellamientras el último de sus hombressaltaba; como le había llegado el turnode deslizarse por la cuerda, arrojó las

gafas y saltó; pero arrancó el cable delos auriculares y los llevó consigo en susalida del helicóptero.

No se había dado cuenta de lo altosque estaban. En los entrenamientosnunca habían efectuado un descenso porla cuerda tan largo. A pesar de losgruesos guantes de piel, el roce lequemaba y las palmas le escocían,además, agarrado a la cuerda cuan largoera, se sentía vulnerable y los segundosse le hacían eternos. Se acercaba ya alsuelo cuando, a través del polvoarremolinado bajo sus pies, vio que unode sus hombres estaba boca arriba en elsuelo al pie de su cuerda. A Eversmann

le dio un vuelco el corazón. ¡Habíanherido a alguien! Sujetó fuerte la cuerdapara no aterrizar sobre el muchacho. Setrataba del soldado más joven.Eversmann puso pie en tierra junto a él ylos oficiales de vuelo en el aviónsoltaron las cuerdas, que cayeronretorciéndose golpeando el pavimento.Cuando los Black Hawks se alejaron, elruido y el polvo empezaron adesvanecerse, y se abrió paso el olor aalmizcle característico de la ciudad y elde la podredumbre.

Blackburn sangraba por la nariz ylos oídos. Lo atendía el soldado rasoMark Good, enfermero. El muchacho

tenía un ojo cerrado y el otro abierto. Lesalía sangre de la boca y emitía ungorgoteo. Yacía sin conocimiento. Goodlo había asistido aplicando susconocimientos de urgencias, peroaquello se le escapaba de las manos.Era la herida más grave que veía eldestacamento especial en Somalia.

A Blackburn no le habían disparado,había caído. De alguna forma le habíafallado la cuerda. Una bajada de unosquince metros en línea recta hasta lacalle. Acababan de asignarle el puestode ayudante del artillero 6o en la tiza y,como portaba una gran cantidad demunición, soportaba demasiado peso

para bajar por la cuerda rápida. Esto,sumado a los nervios, la altura de lacuerda por la que debía descolgarse…fuese lo que fuese, no se sostuvo. Dabala impresión de haberse reventado pordentro. Eversmann se alejó de allí e hizoun rápido recuento de su tiza.

Hawlwadig tenía una anchuraaproximada de quince metros y, como elresto de Mogadiscio, estaba llena deescombros. La nube de polvo era másfina y ya podía ver que sus hombres sehabían retirado a cada lado de la callecontra los muros de piedra fangosa.Eversmann permanecía en medio de lacalzada con Blackburn y Good. Hacía

calor, y la arena se le pegaba a los ojos,la nariz y las orejas. Les estabandisparando, pero sin precisión.Resultaba extraño, pero al principio, elsargento no se había percatado de ello.Cuando las balas vuelan por encima dela cabeza de uno llaman la atención,pero él estaba demasiado preocupadopara advertirlo. Sólo entonces se diocuenta. Las balas emitían un sonorochasquido al pasar, como si se rompieraun palo de nogal seco. Era la primeravez que le disparaban. «O sea que esesto», pensó. Como resultaba un blancoperfecto, consideró preferible ponerse acubierto. Entre él y Good cogieron a

Blackburn por debajo de los brazos y lacabeza, intentando que el cuello no setorciera, y lo arrastraron hasta la parteoeste del cruce, donde se agazaparondetrás de dos automóviles aparcadosallí.

Eversmann gritó a su operador deradio, el soldado raso Jason Moore, queestaba calle arriba, que conectase con elcapitán Mike Steele en la emisora de lacompañía. Steele y dos tenientes, LarryPerino y Jim Lechner, habían llegadohasta allí deslizándose por la cuerdajunto con el resto de la Tiza Uno en laesquina sureste del objetivo. La TizaCuatro estaba en la esquina noroeste.

Los minutos pasaban. Moore le contestóa gritos que no podía conectar conSteele.

—¿Qué quieres decir que no puedescontactar con él?

Moore se limitó a encogerse dehombros. El mascador habitual detabaco, aquel matón de Princeton, enNueva Jersey, llevaba unos auricularesbajo el casco que le permitían hablar sinlevantar las manos. Antes de salir, habíapegado el interruptor de encendido yapagado del micrófono al rifle —«untoque elegante», pensó—. Sin embargo,al deslizarse por la cuerda, no se habíadado cuenta de que el cable de conexión

rozaba con ésta. La fricción lo habíaquemado. Pero Moore todavía no losabía y por lo tanto no entendía por quésus llamadas no eran atendidas.

Eversmann probó el walkie-talkieque llevaba consigo. Steele seguía sincontestar, pero tras varios intentos elteniente Perino hizo su aparición en lalínea. El sargento sabía que aquél era suprimer combate, y la primera vez queestaba al mando, así que se esforzó porhablar despacio y claro. Explicó queBlackburn había caído y estaba herido,grave. Debían evacuarlo. Eversmanntrató de transmitir urgencia sinalarmismo.

—Repite —dijo Perino.La voz del sargento iba y venía en la

radio y Eversmann repitió sus palabras.Una pausa. A continuación, se oyó denuevo la voz de Perino.

—Repítelo todo otra vez, cambio.Eversmann gritó entonces al repetir:

—¡Hombre herido! ¡tenemos QUEEVACUARLO CUANTO ANTES!

—Tranquilízate —replicó Perino.Sus palabras sacaron de quicio a

Eversmann. Era el colmo del descaro.Como resultado de la llamada,

aparecieron dos enfermeros de la FuerzaDelta por la avenida Hawlwadig: lossargentos primero Kurt Schmid y Bart

Bullock. Estos hombres, másexperimentados, se apresuraron aecharle una mano a Good. Schmid leintrodujo un tubo en la garganta paraayudarle a respirar. Bullock clavó unaaguja en el brazo del muchacho y leconectó una bolsa de suero intravenoso.

El tiroteo era cada vez más intenso.Los oficiales que observaban laspantallas en el centro de mando tenían laimpresión de haber metido un palo en unavispero. Observar una batalla entiempo real era algo asombroso ydesconcertante a la vez. Las cámarasque podían captar la lucha desde arribamostraban montones de somalíes

levantando barricadas por todas partes eincendiando neumáticos para atraerayuda. Miles de personas se lanzaban alas calles, muchas armadas. Salíancorriendo de todos lados y se dirigían almercado Bakara, donde los muchoshelicópteros que veían en el cielomarcaban claramente el lugar de laciudad donde se libraba el combate.Procedentes de los lugares más lejanos,aparecían vehículos con individuosarmados. Daba la impresión de que lamayor parte acudía por el norte y, porconsiguiente, se dirigía hacia la posiciónde Eversmann y de la Tiza Dos, cuyoshombres habían aterrizado en la esquina

situada más al noreste.Los chicos de Eversmann se

desplegaban en abanico y disparaban entodas las direcciones salvo hacia eledificio blanco del asalto. Al otro ladode la calle, donde los enfermerosatendían a Blackburn, el sargento CaseyJoyce apuntaba con su M-16 hacia lamultitud creciente de la parte norte.Doblando las esquinas de variasmanzanas calle arriba, se acercabansomalíes en grupos de doce o más, yotros, más cerca, entraban y salíandisparando de las callejuelasadyacentes. Aunque las armas de losestadounidenses les imponían respeto,

ellos se abrían paso poco a poco. Unestricto y comprometido reglamentolimitaba a los Rangers. Sólo podíandispararle a quien les apuntara con unarma, al menos en teoría. Era evidenteque les disparaban y que calle abajohabía somalíes armados. Pero los queportaban armas se entremezclaban conlos que iban desarmados, entre ellosmujeres y niños. Por regla general, losno combatientes, cuando oyen disparos oexplosiones, se dan a la fuga. Sinembargo, en Mogadiscio, cuando seproducía un disturbio, la gente seprecipitaba al lugar de los hechos.Hombres, mujeres, niños e incluso

ancianos y enfermos. Ser testigo sehabía convertido en un imperativonacional. Los rangers que los veíandesde arriba rogaban en silencio a losmirones que, por todos los demonios, sealejaran de allí.

Los hechos no se desarrollabansegún el guión mental de Eversmann. Sutiza aún se hallaba a una manzana alnorte de su posición. Creía que notendrían dificultad alguna paradeslizarse hasta allí al tomar tierra; sinembargo, la caída de Blackburn y lainesperada intensidad del tiroteo no lohabía hecho posible. El tiempo jugabamalas pasadas. Habría sido difícil

explicarlo a alguien que no estuvierapresente. Parecía que losacontecimientos se sucedían a un ritmofrenético; sin embargo, sus percepcionesse ralentizaban; los segundos eranminutos. No tenía idea de cuánto tiempohabía transcurrido. ¿Dos minutos?¿Cinco? ¿Diez? Costaba creer que lascosas se hubieran puesto tan mal en tanbreve intervalo de tiempo.

Sabía que los chicos D actuaban congran celeridad. No dejaba de mirar atráspara ver si el convoy terrestre semarchaba. Era demasiado pronto, pero apesar de todo seguía mirando, sin perderla esperanza, pues ello habría

significado que se acercaban al final dela misión. Debía de haberse girado unadocena de veces cuando vio al primerHumvee doblando la esquina a unas tresmanzanas calle abajo. ¡Qué alivio!Pensó que tal vez los chicos D habíanacabado y se podrían marchar todos deallí.

Schmid, el enfermero de la FuerzaDelta, había examinado a Blackburn másdetenidamente, y estaba preocupado.Como mínimo, el chico tenía una heridagrave en la cabeza, y la parte posteriordel cuello estaba muy inflamada. Podíatratarse de una fractura. Levantó la vistahacia Eversmann.

—Necesito con urgencia unacamilla, sargento. Si no lo sacamos deaquí lo antes posible, morirá.

Eversmann llamó a Perino de nuevo.—Escucha, es vital que evacuemos a

este muchacho, o morirá. ¿Puedesmandarme a alguien hasta aquí?

No, los Humvees no podían llegarallí. Así se lo dijo Eversmann alenfermero de la Fuerza Delta.

—Escucha, sargento, tenemos quesacarlo de aquí —replicó Schmid.

Y Eversmann llamó a dos sargentosde su escuadra, Casey Joyce y JeffMcLaughlin, quienes se acercaroncorriendo. Se dirigió al mayor de los

dos, McLaughlin, y le gritó por encimadel cada vez más intenso estruendo delcombate.

—¡Tenéis que llevar a Blackburnhasta los Humvees que están cerca delblanco!

Desenrollaron una camilla ydepositaron a Blackburn en ella. Cincohombres fueron con él, Joyce yMacLaughlin a la cabeza, Bullock ySchmid detrás, y Good corriendo al ladopara sostener la bolsa del sueroconectada al brazo del muchacho.Corrían agachados. MacLaughlin creíaque Blackburn no lo resistiría. Era unpeso muerto en la litera, y sangraba por

la nariz y la boca. Todos gritaban:«¡Aguanta! ¡Aguanta!». Pero a juzgar porsu aspecto, ya había abandonado.

Se veían obligados a dejar lacamilla en el suelo para devolver losdisparos. Corrían unos pasos, dejaban aBlackburn en el suelo, disparaban,volvían a levantarlo y avanzaban unosmetros para, acto seguido, volver adepositarlo en el suelo.

—Tenemos que conseguir que losHumvees lleguen hasta nosotros —dijoSchmid—. Si seguimos levantándolo ybajándolo así vamos a matarlo.

Joyce se ofreció para ir a buscar unHumvee. Echó a correr.

3

En las pantallas y por los altavocesdel Centro de Operaciones, parecía quetodo se desarrollaba con normalidad. Elcentro de mando era un edificio de dosplantas encalado situado junto al hangarde la base aérea del destacamentoespecial Ranger. En cierta ocasión lecayó un mortero y el tejado estabaderrumbado por un lado. Le sobresalíantantas antenas y cables que los soldadoslo llamaban el puerco espín. En elprimer piso, desembocando en unpasillo largo, tres habitaciones estabanocupadas por los oficiales de mayor

graduación, con los auriculares puestosy con los ojos clavados en las pantallasde televisión. El general Garrison,instalado en la parte posterior de la salade operaciones, mascaba su puro ypermanecía pendiente de todo. Lasimágenes a color del conflicto llegabanprocedentes de las cámaras instaladasen el avión espía Orion y en loshelicópteros de observación, yfuncionaban cinco o seis frecuenciasradiofónicas. Seguramente Garrison y suequipo contaban con más informacióninstantánea sobre esta batalla que ningúnotro comandante en la historia pero,salvo observar y escuchar, poco era lo

que podían hacer. Mientras la accióncontinuara, los hombres en el puesto delucha eran quienes debían tomarcualquier decisión. El cometido delgeneral consistía en permanecer porencima de la situación y pensar uno odos pasos por delante. En el caso de quelas circunstancias empeoraran, podíallamar a la base de la ONU situada alotro lado de la ciudad y dondeesperaban las tropas de la 10.a Divisiónde Montaña, tres compañías del Ejércitoregular con diferentes grados depreparación. Hasta el momento no habíasido necesario. Aparte de un rangerherido, la misión iba según lo previsto.

En el instante en que supieron de lacaída de Blackburn, los chicos D que sehallaban en el interior de la casaobjetivo les comunicaron por radio quehabían encontrado a los hombres queestaban buscando. La operación iba aser un éxito.

Corrían un riesgo al meterse en elbarrio Mar Negro de Aidid a plena luzdel día. El cercano mercado Bakara erael centro del mundo Habr Gidr. Estar enla puerta contigua era como meter undedo en el ojo al señor de la guerra. Lasfuerzas de Naciones Unidas destinadasen Mogadiscio, formadas porpaquistaníes desde que los Marines

estadounidenses se retiraran en mayo deaquel año, no se acercaban a aquellaparte de la ciudad. Era el único lugardonde las fuerzas de Aidid podíanorganizar un conflicto serio en cortoespacio de tiempo, y Garrison conocíael peligro que conllevaba atacar allí. Elcompromiso de Washington con respectoa Somalia no iba a resistir muchaspérdidas estadounidenses. Lo habíanadvertido en un comunicado hacíaapenas unas semanas:

«Si nos acercamos al mercadoBakara, aunque salgamos victoriosos deltiroteo que sin duda se desencadenará,seguramente perderemos la guerra.»

La hora también era un riesgo. Eldestacamento especial de Garrisonprefería trabajar de noche. Eran lossuperpilotos del SOAR 160, los cualesse hacían llamar los CazadoresNocturnos, quienes conducían sushelicópteros. Eran expertos en volar aoscuras. Con las gafas de visiónnocturna, eran capaces de viajar en unanoche sin luna como si fuera mediodía.Los pilotos de la unidad habíanparticipado en casi todas lasoperaciones bélicas terrestresestadounidenses desde Vietnam. Cuandono estaban en combate, practicaban, ysus aptitudes eran asombrosas. Aquellos

pilotos no conocían el miedo y podíanentrar y salir con sus helicópteros delugares donde habría resultado difícilintroducirlos incluso con una grúa. Laoscuridad hacía que la velocidad y laprecisión de los chicos D y de losRangers fueran más que mortales. Lanoche les proporcionaba otra ventaja.Muchos somalíes, sobre todo losjóvenes que patrullaban Mogadiscio envehículos «técnicos» que conteníanametralladoras de calibre 50 en la parteposterior, eran adictos al khat, unaanfetamina suave parecida al berro. Lacúspide del círculo se situaba a mediatarde. La mayoría empezaba a mascar

hacia mediodía y al atardecer ya estabancolocados, excitados y deseosos deacción. Entrada la noche, era todo locontrario. Los que mascaban khat ya noservían para nada. Por consiguiente, lamisión de aquel día requería ir al peorsitio de Mogadiscio y a la peor horaposible.

A pesar de ello, la oportunidad decapturar a los dos hombres principalesde Aidid era demasiado tentadora paradejarla escapar. Habían realizado yatres misiones a la luz del día sinproblemas. El riesgo formaba parte deltrabajo. Eran audaces; por eso estabanallí.

Los somalíes habían sido testigos deseis asaltos y, por consiguiente, sabían aqué atenerse. El destacamento especiallos había mantenido en vilo. Tres vecesal día, hubiera o no misión, Garrisonhacía subir a los hombres a loshelicópteros y los mandaba a dar unavuelta sobre la ciudad. Al principio, losrangers disfrutaban como locos. Semetían en tropel al fondo de un BlackHawk y se aferraban a la vida. AquellosCazadores Nocturnos de primeradescendían en picado hasta baja altura, ya gran velocidad, y se inclinabanlateralmente de forma tan brusca que seles revolvían las entrañas. Casi rozaban

las calles al volar bajo la línea de lostejados, pasaban como rayos entre lasparedes y la gente de ambos lados a losque veían borrosos, y luego se elevabancientos de metros para volver aprecipitarse hacia abajo en medio de losgritos de los hombres. El cabo JamieSmith escribió a su familia de LongValley, Nueva Jersey, que aquellos«vuelos donde los ponían a prueba erancomo subir en una montaña rusa de SixFlags». Pero después de tantos vuelos,ya no tenía gracia.

Garrison también había tomado laprecaución de variar las tácticasempleadas. Por regla general, llegaban

en helicópteros y se marchaban enmedios de transporte terrestres, pero aveces iban con estos últimos y la vueltala hacían con helicópteros. En ocasionesla ida y la vuelta se llevaba a cabo enhelicópteros o en vehículos. Asícambiaban el esquema. Por encima detodo, la tropa era buena. Eraexperimentada y estaba bien entrenada.

Tuvieron la oportunidad de capturara Aidid en más de una ocasión, pero noera esto lo único que pretendían. Lasseis misiones anteriores infundieronmiedo en las filas del Habr Gidr y, másrecientemente, habían eliminado a laspersonas clave del señor de la guerra.

Garrison consideraba que, hasta lafecha, lo habían hecho muy bien, a pesarde ciertos artículos periodísticos que lostrataban de chapuceros. Cuando, en laprimera misión, arrestaron a un grupo deempleados de Naciones Unidas(capturaron a los «empleados» en unazona prohibida y en posesión decontrabando procedente del mercadonegro), la prensa los calificó de losKeystone Kops. Garrison fotocopió losartículos y los envió a la base. Este tipode cosas aún soliviantaba más a losmuchachos, pero para el público y losoficiales de Washington, tanpreocupados por la forma en que se

manipulaban las noticias en la CNN, eldestacamento especial era, por elmomento, un fracaso. Les asignaban loque parecía ser una misión fácil,capturar al señor de la guerra, elprepotente somalí Mohamed FarrahAidid o, si ello no era posible,desmontar su organización, pero trasseis semanas el éxito de la operación nose veía ni en pintura. La pacienciaestaba disminuyendo y la presión porver progresos era cada vez mayor.

Aquella mañana, en su despacho,Garrison le daba vueltas al asunto. Eracomo intentar darle a una bola debéisbol con los ojos vendados. Tenía un

destacamento que podía lanzar sobre unedificio, cualquiera, de Mogadiscio sólocon avisarles con unos minutos deantelación. No eran unos cualesquiera,eran más rápidos, más fuertes, másinteligentes y más expertos quecualquier soldado del mundo.

No tenía más que indicar un edificiocomo blanco, y los chicos D seapoderarían de él tan rápidamente quelos malos se verían atrapados antes deque el sonido de las granadasdetonadoras y las cargas explosivasdejaran de resonar en sus oídos. Podíanevacuarlos mediante camiones ohelicópteros.

Los Keystone Kops eran un grupo deartistas del cine mudo que representabanla imagen estereotipada del guardia deaquellos tiempos, que se metía en milsituaciones del género vulgarmentedenominado astracanada, antes de que lamilicia del barrio tuviera tiempo paraponerse los pantalones. Los hombres deGarrison eran capaces de hacer todo esoy, además, filmar un vídeo en color detoda la operación con fines didácticos (ypara presumir un poco en el Pentágono),pero resultaba imposible hacerlo si losespías que tenían en la ciudad no lesproporcionaban la informaciónadecuada.

Durante tres noches seguidas sehabían preparado para atacar la casadonde se suponía iba a estar Aidid, o apunto de llegar (así se lo habíancomunicado sus espías). Cada vez habíasido una falsa alarma.

Garrison sabía desde el primermomento que el servicio de informacióniba a ser un problema. El plan inicialconsistía en que un espía somalí,intrépido e informado, el jefe de lasoperaciones locales de la CIA, leregalase a Aidid, poco después de quellegara el destacamento especial, unelegante bastón esculpido a mano.Dentro de la empuñadura del bastón se

ocultaba una luz con cabeza buscadora.Parecía algo bastante seguro hasta que,el día que llegó Garrison al país, elteniente coronel Dave McKnight, su jefedel Estado Mayor, le informó de que sumaravilloso cooperante se había pegadoun tiro en la cabeza jugando a la ruletarusa. Era un juego estúpido y machistadel que participaban los tíos que habíanvivido demasiado tiempo en la cuerdafloja.

—No está muerto —le dijoMacKnight al general—, pero bastantejodido.

Cuando uno trabajaba con lugareñossiempre surgían problemas. Pocas

personas lo sabían mejor que Garrison,quien, con el pelo gris cortado al cero,uniforme de campaña, botas de combate,una pistola de 9mm. que llevaba enbandolera dentro de una pistolera, y elmedio puro apagado perpetuamente en lacomisura de los labios, era la vivaimagen del macho militarestadounidense. Hacía tres décadas queGarrison vivía en la cuerda floja. Deentre los principales oficiales delEjército estadounidense, él era uno delos menos conocidos. Había dirigidooperaciones secretas en todo el mundo:Asia, Oriente Próximo, África,Centroamérica, el Caribe. Y lo que

tenían en común todas estas misiones eraque requerían la colaboración de losnativos.

Necesitaban asimismo un bajo nivelde estupidez. El general era un cínicoescéptico. Lo había visto casi todo y noesperaba mucho, salvo de sus hombres.Su tosca campechanía encajaba bien conun oficial cuya carrera no se habíainiciado como graduado en la academiamilitar, sino como simple soldado raso.Sirvió dos veces en Vietnam, en parteayudando a dirigir el tan denostado ybrutal programa Fénix, que salió a la luzy acabó con los líderes del Viet Cong.Algo así bastaba para acabar con el

idealismo de cualquiera. Garrison llegóa general sin valerse de las tácticaspolíticas más propias de la estrategiamilitar y que requería delicadoseufemismos y una frecuente ofuscación.Era realista sin dobleces que evitaba lapompa y la ostentación de la vida militarde los altos mandos. Ser soldado eraluchar. Era matar a los demás antes deque te mataran. Era abrirse caminomediante la fuerza y la astucia en unmundo peligroso, pasar las de Caín en laselva, vivir entre basura, en condicionesdifíciles, soportar privaciones y riesgosque pueden, y así ocurre a veces,matarle a uno. Era un trabajo sucio. Lo

cual no significa que no haya hombresque les guste, cuyo objetivo en la vidasea esto. Garrison era uno de ésos. Élaceptó su crueldad. No dudaría en decir:este hombre debe morir. Sin más. Habíapersonas que debían morir. Asífuncionaba el mundo real. Lo que más legustaba a Garrison era un golpe bienrealizado, y si las cosas no salían segúnlo previsto y había que espabilarse,entonces era hora de encontrar el oscuroplacer de la contienda. ¿Por qué sersoldado si uno no podía disfrutar de unbuen intercambio de tiros capaz deponer los pelos de punta y hacerle saltarel corazón en el pecho? Que es

precisamente lo que hacía que él fuesetan bueno.

No se tomaba demasiado en serio así mismo, lo que hacía que inspiraselealtad y afecto. Cuando contaba unahistoria, y el general era un grannarrador, lo hacía poniéndose enridículo. Le encantaba explicar que hizolo imposible para contratar un conjuntode rock (con 5.000 dólares de su propiobolsillo) para distraer a su tropa,inmovilizada durante meses en eldesierto del Sinaí en una misiónpacificadora y, después de todos losesfuerzos, llegó un soldado ingenuo y leinformó alegremente de que el conjunto

«perdía aceite». Él se pasó el cabo delcigarro al otro lado de la boca y esbozóuna sonrisa avergonzada. Podía inclusobromear sobre su falta de ambición, unarareza en el Ejército. «Muchachos, siseguís haciendo tantas tonterías —selamentaba ante su equipo ejecutivo—,¿cómo voy a conseguir llegar ageneral?» En su carrera ascendente delCentro de Operaciones, había servidouna temporada en la Fuerza Delta comocomandante. Cuando, a mediados de losochenta, llegó a Bragg recién ascendidoa coronel, de buen principio su corte depelo al cero inspiró recelo y desdénentre los chicos D, que lucían patillas,

barba o bigote y el cabello sobre lasorejas, como los civiles. Sin embargo,poco después de su llegada, les sacó deun buen apuro. Se descubrió que algunosde los supersoldados secretos deNorteamérica cargaban sus gastos deviajes secretos internacionales porpartida doble, facturaban al Ejército y alDepartamento de Estado. El escándalohabría podido acabar con la unidad, yadespreciada por los altos mandosconvencionales. El nuevo coronel de lacabeza rapada podría haber ganadopuntos y allanado el camino de suascenso expresando ira y poniendoorden en el cuartel; por el contrario,

Garrison puso en peligro su carrera,pues defendió a la unidad y limitó elcastigo a los que más se habíanaprovechado. Salvó el pellejo de unbuen número de soldados, y los hombresno lo olvidaban. Con el tiempo, sudespreocupado estilo a lo llanerosolitario y su confianza natural contagióa toda la unidad. En su mayoría, eranmuchachos procedentes del barriosuburbano de Nueva Jersey y que, trasunas semanas en la Fuerza Delta, usabanbotas puntiagudas, mascaban tabaco yhablaban como los vaqueros.

Hacía seis semanas que Garrisonvivía en el Centro de Operaciones, la

mayor parte del tiempo en un pequeñodespacho privado que daba a la sala deoperaciones y donde podía estirar suslargas piernas, poner los pies sobre elescritorio y aislarse del ruido. Este erauno de los mayores problemas en unaactividad como aquélla. Uno debíaapartar las señales del ruido. No habíanada del general en aquel espacioprivado, ni fotos ni recuerdos. Era asícomo él vivía. Podía marcharse de aqueledificio sin previo aviso y no dejar atrásninguna huella.

Se trataba de concluir el trabajo ydesaparecer. Hasta entonces, laoperación había requerido una

dedicación completa. El general contabacon una caravana situada en la parteposterior, adonde se retiraba aintervalos irregulares para robar unascinco horas de sueño, pero normalmenteacampaba en su puesto de mando, alerta,listo para la acción.

Un ejemplo de ello fue la nocheanterior. Primero les informaron de queAidid, a quien le habían asignado comonombre de guerra Oso Yogui, teníaprevisto visitar al jeque Aden Adere ensu propiedad situada en la parte alta delMar Negro. Se lo había dicho a un espíadel lugar un sirviente que trabajaba allí.Unas potentes cámaras enfocaban el

lugar desde el Orion, aquel antiguo yachaparrado avión espía de la Marinapropulsado por cuatro hélices que nodejaba de sobrevolar en círculo laciudad, y los dos pequeños helicópterosde Garrison destinados a la observacióndespegaron. La tropa se pertrechó.Como el recinto de Aden Adere era unode los blancos previstos en sus planes,el tiempo de preparación era cero. Perono podían pasar a la acción, o Garrisonno quería pasar a la acción, sin unainformación más precisa. Eldestacamento especial ya había pasadovergüenza demasiadas veces. Antes delanzarse al asalto, Garrison quería que

dos cooperantes somalíes entrasen en lafinca y viesen a Aidid con sus propiosojos y que, acto seguido, colocaran unasluces estroboscópicas infrarrojas juntoal edificio que debían asaltar. Losinformantes lograron entrar en el recinto,pero salieron poco después sin habercumplido la misión. Explicaron quehabía más guardias que de costumbre,tal vez cuarenta. Ellos insistían en queAidid estaba en la finca, ¿por quéentonces los Rangers no se ponían enmovimiento? Garrison pidió que uno deellos regresara con las lucesestroboscópicas, localizara al malditoOso Yogui y marcara el condenado

lugar. Fue entonces cuando loscooperantes confesaron que no podíanvolver a entrar. Era de noche, las nuevepasadas, y las puertas de acceso alrecinto, como cada día a estas horas,estaban cerradas. Los guardiassolicitaban una contraseña que losespías ignoraban.

Lo cual, tal vez, se debía sólo a lamala suerte. Garrison, aunque aregañadientes, anuló otra misión. Lospilotos y las tripulaciones volvieron atierra con sus helicópteros y lossoldados se despojaron del equipo yvolvieron a sus catres.

Más tarde, llegó otro boletín. Los

mismos espías somalíes decían queAidid había abandonado el lugar en unconvoy de tres automóviles con los farosapagados. Añadían que uno de elloshabía seguido al convoy en direcciónoeste, hacia el Hotel Olympic, pero quelo habían perdido cuando los vehículosdoblaron al norte para dirigirse a lacalle zi de octubre. Parecía tenersentido, salvo que los dos OH-5 8todavía permanecían en el mismo lugar,equipados con cámaras de visiónnocturna que alumbraban la escena comouna luna teñida de verde, ¡y ni ellos ninadie que observara las pantallas en elCentro de Operaciones veían nada!

«Por todo ello, se ha producidocierta fatiga tanto entre [el grupo deespías locales] como en el destacamentoespecial», escribió a mano aquellamañana Garrison sentado a su escritorioen el Centro de Operaciones, a fin dedesahogar un poco la frustración que sehabía apoderado de él a lo largo decuarenta y tres días. El informe ibadirigido al general de infantería JosephHoar, su comandante en el CENTCOM(Central de Mando estadounidense,ubicada en la base MacDill de lasFuerzas Aéreas en Tampa, Florida).

«Por regla general, [el grupo deespías locales] tiende a creer que un

informe de segunda mano procedente deun particular que no es miembro delequipo debería bastar para serconsiderado un servicio de información.No soy de la misma opinión. Asimismo,cuando un miembro del equipo [delgrupo de espías locales] ofrece unainformación diferente de lo queobservan nuestros helicópteros (quenosotros observamos en el Centro deOperaciones), por supuesto, inclino ladecisión de atacar hacia lo que enrealidad vemos, y no hacia lo quealguien nos cuenta. Hechos como el deayer noche, en que el Equipo zaseguraba que Aidid acababa de

abandonar el recinto en un convoycompuesto por tres vehículos, cuandosabemos que ningún automóvil salió dela propiedad, tienden a debilitar todavíamás la confianza.»

Demasiadas llamadas supuestamenteprecisas y muchos fallos rayanos en elfracaso. Demasiado tiempo entremisiones. En seis semanas habíanrealizado seis ataques. Y varias de estasmisiones no podían calificarse de éxitossonados. Después de la primeraincursión, en que arrestaron a nueveempleados de Naciones Unidas en LigLigato, en Washington se armó un buenrevuelo. El presidente de los jefes del

Estado Mayor, Colin Powell, dijo pocodespués: «No sabía dónde meterme».Estados Unidos se disculpó y los presosquedaron en libertad.

El 14 de septiembre, la tropa tomópor asalto lo que resultó ser laresidencia del general somalí AhmenJilao, un aliado próximo de NacionesUnidas y el hombre que preparaban paradirigir las proyectadas fuerzaspoliciales somalíes. La tropa estabaimpaciente y tenía ganas de atacar,cualquier cosa. Con esta predisposiciónde ánimo, no hicieron falta muchasexcusas para lanzarse al ataque. Uno delos rangers creyó haber distinguido a

Aidid en un convoy de automóvilesfuera de la embajada italiana, se replególa fuerza de asalto y arrestaron al muyasombrado general Jilao y a treinta yocho hombres. Nuevas disculpas. Todoslos «sospechosos» fueron puestos enlibertad. Al día siguiente, en un cabledonde se detallaba la debacle para losoficiales de Washington, el enviadoestadounidense Robert Gosendeescribió: «Tenemos entendido que hubodesperfectos en algunos edificios… Losimplicados han pedido disculpas algeneral Jilao. No sabemos si la personaque se confundió por el general Aididera el general Jilao. Resultaría difícil

confundir a este último con Aidid. Jilaoes treinta centímetros más alto que Aididy de piel clara. Aidid es de complexióndelgado y de marcados rasgos semitas.Jilao tiene sobrepeso y cara redonda…Nos preocupa que este episodio puedallegar a oídos de la prensa».

No fue así en aquella ocasión, peroen los círculos oficiales el destacamentoespecial volvía a parecerse a losKeystone Kops. Poco importaba quetodas y cada una de estas misionesfueran difíciles y peligrosas en gradosumo, una obra maestra de coordinacióny ejecución. Hasta el momento ningúnhombre había sido gravemente herido.

Poco importaba que su última incursiónhubiera dado como resultado la capturade Osman Atto, el financiero de Aidid ymiembro de su círculo íntimo.Washington estaba impaciente. ElCongreso quería que los soldadosestadounidenses estuvieran en casa, y laadministración Clinton no quería tener aAidid como líder en Somalia. Agostohabía dado paso a septiembre y éste aoctubre. A tenor de los deseos deEstados Unidos y del mundo, un día másera un día demasiado largo para que elseñor de la guerra, de quien laembajadora de Naciones Unidas enEstados Unidos, Madeleine K. Albright,

había dicho que era un «gángster», lessiguiera fastidiando.

Aunque la cautela supusiera lapérdida de oportunidades, Garrison nopodía permitirse otra metedura de pata.Sabía que sus superiores e inclusoalgunos hombres de su propio equipopensaban que se mostraba demasiadoindeciso a la hora de escoger lasmisiones. ¿Qué se podía esperar con untrabajo tan precario en el terreno?

«En principio, atacaremos si [unmiembro del grupo de espías locales]informa que ha visto a Aidid o a suslugartenientes, si las escenas de nuestroRECCE [reconocimiento] se aproximan

a lo que se nos indica, y si el informe eslo bastante actual para ser puesto enpráctica», escribió Garrison en estememorándum dirigido a Hoar. «No hayningún sitio en Mogadiscio al que nopodamos acceder y triunfar en uncombate. Pero hay muchos lugaresadonde podemos ir y hacer el ridículo.»

Y precisamente aquel día, como sifuera maná, se habían cumplido losrígidos criterios del general.

Cada domingo por la mañana, elclan Habr Gidr organizaba un mitin juntoa la tribuna de autoridades en la víaLenin, desde donde lanzaban insultos aNaciones Unidas y a sus mandados los

estadounidenses. Uno de los principalesoradores de aquella mañana era OmarSalad, el principal consejero político deAidid. Como el clan todavía no habíadescubierto que los Rangers incluían ensus objetivos a los altos mandos de labanda de Aidid, Salad no intentabaesconderse.

Era una de las «Personalidades dePrimera Fila» de Naciones Unidas.Cuando la manifestación se disolvió, losestadounidenses vieron desde arriba suToyota Land Cruiser blanco y otrosautomóviles que se dirigían hacia elnorte, al mercado Bakara. Observaronque Salad entraba en una casa situada a

una manzana al norte del Hotel Olympic.Hacia las 13:30, un espía somalíconfirmó por radio que Salad iba areunirse con Abdi «Qeybdid» HassanAwale, el, aparentemente, ministro delInterior de Aidid. ¡Dos blancos deprimera! Era posible que Aididestuviera también allí pero, comosiempre, nadie lo había visto con suspropios ojos.

En lo alto del cielo, el Orion dirigiólas cámaras al barrio mar Negro y loshelicópteros de observacióndespegaron. Se situaron sobre el barriopara observar la calle. Las pantallas detelevisión del Centro de Operaciones

mostraban gente y vehículosdeambulando por las calles, una típicatarde de fin de semana en el mercado.

A fin de marcar el lugar exactodonde se reunían Salad y Qeybdid,ordenaron a un cooperante somalí que sedirigiese con su coche, un pequeñosedán plateado con rayas rojas en laspuertas, hasta el hotel, que bajase,levantase el capó e inspeccionara elinterior como si hubiera sufrido unaavería. De esta forma, las cámaras delos helicópteros podrían localizarlo.Acto seguido, debía continuar en elautomóvil dirección norte y detenersedelante de la casa donde se hallaban los

líderes del clan. El informante hizo loordenado, pero se quedó tan pocotiempo con el capó abierto, que loshelicópteros no pudieron localizarlo.

Le pidieron que repitiera laoperación. Esa vez, debía dirigirse aledificio en cuestión, bajar y levantar elcapó. Garrison y sus hombres veíandesarrollarse esta representación en suspantallas. Cuando el cooperante hizo suaparición en las imágenes dirigiéndoseal norte por la avenida Hawlwadig, lascámaras de los helicópterosproporcionaron una clara visión a colorde la abigarrada escena.

El coche se detuvo delante de un

edificio junto al hotel. El informantebajó y levantó el capó. No había lugar aconfusión.

Fue corriendo la voz por la base ylos Rangers y los Delta empezaron aequiparse. Los jefes de la Fuerza Deltase reunieron para planear el ataque,utilizaron mapas hechos con fotosinstantáneas procedentes de los avionesde observación para decidir la forma enque iban a tomar el edificio por asalto, ydónde iban a situarse las posiciones debloqueo de los Rangers. Se entregaroncopias del plan a todos los jefes de lasescuadras y se volvieron a verificar loshelicópteros. Sin embargo, cuando

Garrison se preparaba para asaltar, todoquedó en suspenso.

El cooperante se había detenidolejos del blanco. Estaba en la calleadecuada, pero se asustó. Se pusonervioso ante la idea de acercarsedemasiado a la casa en cuestión, así quese detuvo en la misma calle pero unascasas más abajo y levantó el capó. Apesar de las escrupulosas precaucionesde Garrison, poco le faltó aldestacamento especial para lanzar unataque a una vivienda equivocada.

Los comandantes se apresuraron avolver al Centro de Operaciones parareagruparse. Se le ordenó al informante,

que llevaba un transmisor-receptorsujeto a la pierna, que rodeara lamanzana y que, en esta ocasión, sedetuviera de una vez por todas delantedel objetivo, ¡maldita sea! Vieron en laspantallas que el vehículo volvía a subirla avenida Hawlwadig. En esta ocasiónpasó por delante del Hotel Olympic y sedetuvo a una manzana al norte, en el otrolado de la calle. Se trataba de la mismacasa donde los helicópteros deobservación habían visto entrar a Saladun rato antes.

Eran las tres de la tarde. Loshombres de Garrison informaron algeneral Thomas Montgomery, segundo al

mando de todas las tropas de NacionesUnidas en Somalia (y comandantedirecto de la Fuerza de Reacción de la10.a División de Montaña), de queestaban a punto de lanzarse al ataque. Acontinuación, Garrison trató de obtenerla confirmación de que no había en lasinmediaciones ni personal de NacionesUnidas ni organizaciones benéficas(Organizaciones No Gubernamentales, uONG); una precaución establecida traslos arrestos de los empleados deNaciones Unidas en la incursión a LigLigato. Se ordenó a las aeronaves quesalieran del espacio aéreo sobre elblanco. Se les dijo a los comandantes de

la 10.a División de Montaña quemantuvieran una compañía preparada yen alerta. Las fuerzas de informaciónempezaron a embrollar los transmisoresy los teléfonos móviles (en Mogadisciono había un sistema de telefoníaregular).

El general decidió en el últimomomento cargar cohetes en los LittleBirds. El teniente Jim Lechner, oficialartillero de la compañía Ranger, habíainsistido para que así fuera. Lechnersabía que si las cosas se ponían mal entierra, disfrutaría con la intervención deaquellos cohetes —las dos ranuras quehabía en los AH-6 portaban cada una

seis misiles—. Durante la rápidaasamblea de planificación, Lechnervolvió a preguntar: —¿Vamos hoy allevar cohetes? —Roger —le contestóGarrison.

4

Alí Hassan Mohamed corrió a laentrada de la tienda de su padre, unahamburguesería y confitería, cuando loshelicópteros descendieron y se inició eltiroteo. Era un estudiante alto y delgadocon pómulos prominentes y rala barbade chivo. Estudiaba inglés yempresariales por las mañanas y por lastardes trabajaba en la tienda, situadajunto al Hotel Olympic, en la parte dearriba. La puerta principal estaba endiagonal con respecto a la casa deHobdurahman Yusef Galle, al otro ladode la avenida Hawlwadig, donde

parecía que estaban atacando losRangers.

Alí miró hacia fuera y vio asoldados estadounidenses deslizándosepor cuerdas y llegar a la calle que dabaa la avenida Hawlwadig. El comercioestaba en la esquina de esa calle y laentrada a la vivienda familiar se hallabaen ella. Los estadounidenses disparabanapenas tocaban tierra a todo lo que seles ponía por delante. También habíasomalíes disparándoles. Alí sabía queaquellos soldados no eran como los queles llevaban comida. Éstos eranRangers. Hombres crueles que llevabanequipos de protección corporal, se

sujetaban las armas al pecho y, cuandocaía la noche, se pintaban los rostrospara tener un aspecto fiero. Avenidaarriba, a unas dos manzanas a suizquierda, había otro grupo de Rangersen plena batalla campal. Dos de ellossacaban de la calle a un tercero queparecía haber muerto.

Los rangers del otro lado de la calleentraron en un patio interior y fueronrecibidos a balazos. A continuación,descendió un helicóptero y lanzó ráfagasde fuego desde un arma situada en unlateral que pulverizó la parte de la calledonde él se hallaba. Al hermanopequeño de Alí, Abdulahi Hassan

Mohamed, le empezó a salir sangre aborbotones de la cabeza y cayó muertojunto a la puerta de su casa. Abdulahitenía quince años. Alí lo vio todo. Lossoldados salieron corriendo del patio ycruzaron Hawlwadig en dirección a lavivienda de Hobdurahman Yusef Galle,donde se hallaba el resto de soldados.

Alí echó a correr. Se detuvo paraver a su hermano, quien tenía la cabezarota, abierta como un melón. Actoseguido corrió de nuevo tan rápidocomo pudo. Fue por la izquierda, calleabajo, para alejarse de los rangers y dela casa que estaban atacando. Al final dela sucia callejuela, dobló de nuevo a la

izquierda y corrió por detrás del HotelOlympic. Las calles estaban atestadas demujeres y niños que gritaban. Lamuchedumbre corría en todasdirecciones, sorteando personas yanimales muertos. Algunos de los quecorrían iban hacia el combate y otros sealejaban de él. Había quien no sabía quécamino tomar. Una mujer corría desnudaagitando los brazos y gritando. Arriba,el estrépito de los helicópteros y,alrededor, las detonaciones secas de losdisparos.

En las calles, los milicianos deAidid, gritaban a través de megáfonos:

—Kasoobaxa guryaha oo iska celsa

cadowga! (¡Salid y defended vuestrascasas!)

Alí no era un combatiente. Habíapistoleros, a quienes llamaban mooryan,que vivían para conseguir arroz y khat yformaban parte de ejércitos privadospertenecientes a hombres ricos. Alí noera más que un estudiante y, a ratos, untendero que se unía a la milicia delbarrio para proteger sus tiendas de losmooryan. Pero aquellos rangers estabaninvadiendo su tierra y acababan dematar a su hermano. Corrió con rabia yterror por detrás del hotel y, después dedoblar otra vez a la izquierda, volvió ala avenida Hawlwadig y se encaminó a

casa de su amigo Ahmed, donde teníaescondida su AK-47. Una vezrecuperada el arma, se reunió conalgunos de sus compañeros. En mediode todo aquel caos, volvieron corriendoa la parte trasera del Hotel Olympic.Cuando llegaron, Alí les contó lo de suhermano y los llevó hasta su tienda-vivienda, decidido a exigir venganza.

Escondidos detrás de un muro en laparte posterior del hotel, dispararon susprimeros tiros a los rangers apostadosen la esquina. Seguidamente,agazapándose tras automóviles y casas,se encaminaron a la parte norte. Alísaltaba al frente y disparaba contra los

rangers, y corría para ponerse de nuevoa cubierto. Uno de sus amigos lo imitó.A ratos, no hacían otra cosa que sacarlos cañones de las armas por la esquinay disparar sin mirar. Ninguno de ellosera un soldado experto.

Los Rangers eran mejores tiradores.El amigo de Alí, Adán Warsawe, dio unpaso al frente para disparar y fuealcanzado en el estómago por una balaranger que le obligó a desplomarse bocaarriba. Alí y otro amigo se arriesgaron arecibir una bala por arrastrar a Adánhasta un lugar a cubierto. El proyectil lehabía agujereado las tripas y la heridase abría paso hacia la espalda, de donde

brotaba un chorro de sangre que seextendía por el suelo sucio. Loarrastraron y dejaron tras de sí unreguero de sangre en la calle. Adánparecía vivo y muerto a la vez, como siestuviera en algún lugar intermedio.

Alí dejó a Adán con dos amigos y sedirigió a la calle siguiente. Su intenciónera disparar a un ranger o morir en elintento. ¿Por qué hacían aquello?¿Quiénes eran esos estadounidenses quellegaban y sembraban de balas y muertesu barrio?

5

Tras la incursión en el almacén quedaba a la avenida Hawlwadig, elsargento Paul Howe y tres hombres desu equipo Delta doblaron la esquina yentraron en el recinto objetivo por lapuerta sur del patio. Eran las últimasfuerzas de asalto que penetraban en lacasa. Un equipo dirigido por MattRierson, compañero de Howe, habíaacorralado a veinticuatro somalíes en elprimer piso, entre ellos dos trofeos:Omar Salad y Mohamed Hassan Awale,el portavoz en jefe de Aidid (no Abdi«Qeybdid» Hassan Awale, sino un líder

del clan de igual estatura).Estaban postrados boca abajo y se

mostraban sumisos; el equipo deRierson les puso unas esposas deplástico en las muñecas.

Howe le preguntó al sargento MikeForeman si alguien había subido al pisode arriba.

—Todavía no —contestó Foreman.Así que Howe se llevó a cuatro

hombres al segundo piso.Se trataba de una vivienda amplia

construida según los criterios somalíes,paredes enjalbegadas con ladrillos decenizas y ventanas sin cristales. Cuandollegaron al último escalón, Howe dijo a

uno de sus hombres que arrojase unagranada detonante a la primera estancia.Explotó y los soldados irrumpieron dela forma en que habían sido adiestrados,cubriendo cada hombre una trayectoriadiferente de fuego. No encontraron másque un colchón en el suelo. Estabanexaminando la habitación cuando unadescarga de ametralladora acribilló eltecho y las paredes, y casi rozó lacabeza de uno de los soldados de Howe.Se echaron cuerpo a tierra. Los disparosllegaban de la ventana sureste yprocedían de la posición Ranger debloqueo apostada bajo la ventana. Nocabía duda de que uno de los soldados

más jóvenes había visto desde fuera aalguien que se movía en el ventanal ydisparaba. Algunos de esos chicos nosabían muy bien qué edificio era elblanco.

Era lo que había temido. LosRangers habían defraudado a Howe.¿No se suponía que era el cuerpo deInfantería número uno del Ejército? Apesar de todo el bombo que se daban yde la gilipollez del Hoo-ah, sabía quelos más jóvenes no estaban bienentrenados y en combate eran un peligroen potencia. ¡Algunos acababan de salirdel instituto! Tenía la impresión de que,durante la instrucción, estiraban el

cuello para mirarlo a él y a sus hombresen lugar de prestar atención a su propia,y muy valiosa, parte del trabajo.

Y aquella tarea exigía más. Exigíatodo lo que uno tenía, y más… porque amenudo el precio del fracaso era lamuerte. Por eso les gustaba tanto a élcomo a sus chicos D. Eran lo que losdiferenciaba de los otros hombres. Laguerra era fea y mala, no cabía duda,pero así funcionaban las cosas en elplaneta. Los estados civilizadosutilizaban métodos no violentos pararesolver las diferencias, pero ellodependía de la voluntad de losimplicados para ceder. Allí, en el menos

civilizado Tercer Mundo, no habíanaprendido a ceder, por lo menos hastaque se derramaba mucha sangre. Lavictoria era para quienes estabandispuestos a luchar y morir. Losintelectuales podían teorizar y escribirhasta quedarse sin pulgares, pero en elmundo real, el poder fluía del cañón deun arma. Si se quería que las masasfamélicas de Somalia pudiesen seralimentadas, había que deshacerse dehombres como Aidid, quienes se servíandel hambre para vencer. Se podíamandar al lugar personasbienintencionadas de gran corazón, sepodía rezar y cantar sensibleras

canciones cogidos de la mano, e invocara los grandes dioses CNN y BBC, peroel único medio para abrirse caminohasta los recién nacidos de grandes ojos,era hacer acto de presencia con másarmas. Y, en este mundo real, nadie teníamás o mejores armas que EstadosUnidos. Si debían prevalecer los idealesbienintencionados de la humanidad,hacían falta hombres capaces dellevarlos a la práctica. Los hombresDelta.

Operaban estrictamente en secreto.El Ejército ni siquiera pronunciaba lapalabra «Delta». Cuando había quereferirse a ellos, eran los «operadores»

o «Los Temibles D». Los Rangers, quelos veneraban, los llamaban los chicosD. La discreción, o por lo menos lapráctica de la misma, era capital parasus objetivos. Permitía que lossoñadores y los políticos dispusieran delos dos métodos. Podían permanecer enescena mientras entre bastidores sehacía el trabajo sucio. Si algún terroristadel Tercer Mundo o un señorcolombiano de la droga debía morir, yde pronto resultaba que moría, ¡qué felizcoincidencia! Los oscuros soldadosvolverían a sumirse en las sombras. Sise les preguntaba cómo lo hacían, no lodecían. Ni siquiera existían,

¿comprenden? Eran nobles, silenciosose… invisibles. Hacían el trabajo másimportante de Norteamérica, y sinembargo rehuían el reconocimiento, lafama y la fortuna. Eran los caballerosmodernos, los auténticos.

Howe no se esforzaba mucho porocultar el desprecio que sentía por lasórdenes inferiores de soldados, lo cualmás o menos incluía a todo el Ejércitoregular de Estados Unidos. El y losdemás operadores vivían como civilesy, aunque era habitual verlos en FortBragg, eso es lo que decían ser cuandose les preguntaba. Uno trababaconocimiento con un muchacho que

mataba el tiempo por los bares deBragg, tenía el rostro muy bronceado,los bíceps desarrollados, cuello anchode boxeador, llevaba un reloj Casiogigante y mascaba tabaco, pero contabaque era programador informático y quetrabajaba para una agencia contratadapor el Ejército. Se llamaban por susapodos y evitaban los saludos así comolos demás ritos de la vida militar. En laFuerza Delta, los oficiales y lossuboficiales se trataban como iguales.Un punto común a toda la unidad era eldesdén por las manifestacioneshabituales propias de la posición socialdel Ejército. Ellos estaban por encima

de los rangos, así de simple. Llevaban elcabello más largo que los regulares. Enalgunas misiones debían pasar porciviles y era más fácil si el corte eranormal, pero suponía también un orgullopara ellos, una de sus ventajas. Unhombre de la unidad con aptitudesartísticas había hecho un dibujo quemostraba al típico chico D vestido parael combate con un objeto dentro de lapistolera, pero no una pistola, sino unsecador de pelo. Cada año tenían queposar para un retrato destinado alEjército oficial, y para ello debíancortarse el pelo al estilo de los Rangers.Lo detestaban. Tenían que ponerse de

acuerdo antes del viaje a fin dearmonizar mejor con los Hoo-ahs, y loscortes de pelo se añadían a lo que yatenían que aguantar; tenían los lados dela cabeza y los cogotes tan blancoscomo la barriga de una rana. Eso lespermitía un cierto grado de libertadpersonal y de iniciativa, algo insólito enel Ejército, sobre todo en combate. Elprecio de todo esto, por supuesto, eraque vivían en peligro y se esperaba deellos que hicieran lo que no podíanllevar a cabo los soldados regulares.

Pocas eran las cosas queimpresionaban a Howe del Ejércitoregular. Tanto él como otros de su

unidad se habían quejado al capitánSteele, el comandante ranger, sobre ladisposición de sus hombres. No habíanconseguido nada. Steele tenía su propiaforma de hacer las cosas, y ese era elmétodo tradicional del Ejército. AHowe le parecía que el capitán, unfornido lineman que iba siempre depunta en blanco y que había formadoparte del equipo de fútbol americano enla Universidad de Georgia, era un bufónarrogante e ineficaz. Howe había sidoalumno de la escuela Ranger yconseguido la charreteracorrespondiente, pero no tardó en saltarpor encima de los Rangers en cuanto se

cualificó para la Fuerza Delta.Desdeñaba a los Rangers porque creíafirmemente que lo que formaba buenossoldados era la instrucción peldaño apeldaño y no la estúpida actitudmachista que personificaba el conjuntodel espíritu Hoo-ah. De los cientoveinte hombres de su promoción (cientoveinte soldados excepcionales y muymotivados) que intentaron ingresar en laFuerza Delta, sólo trece superaron laselección y el entrenamiento. Howetenía la constitución propia de uncomprometido practicante de culturismo,y una cabeza sutil, viva y analítica.Muchos rangers lo consideraban

espeluznante. El desprecio que sentíanpor sus métodos estropeaba lasrelaciones entre las dos unidades en labase.

Y las aprensiones de Howe conrespecto a las tropas más jóvenes deapoyo se habían confirmado. ¡Estabandisparando a sus propios hombres! Juntocon sus soldados, abandonó la estancia ysubieron para despejar la azotea quecoronaba la parte frontal de la casa. Larodeaba una pared de cemento de unossesenta centímetros de alto condecorativos listones verticales. Cuandolos hombres Delta se desplegaron enabanico a la luz del sol, vieron que, de

otra azotea situada una manzana al norte,estallaba la pequeña bola de fuegonaranja procedente de un AK-47.Conforme se agazapaban detrás delpequeño muro para ponerse a cubierto,dos hombres de Howe abrieron fuego.

A continuación, estalló otra ronda deráfagas de ametralladora. En elperímetro del muro había rendijas demedio centímetro de ancho. Howe y sushombres se pusieron en cuclillas yrezaron para que una ráfaga no pasarapor un hueco o rebotara en la casa. Eranvarias ráfagas. Deducían por el sonido yel impacto que los disparos salían deuna M-249, o SAW (arma automática

para pelotones), y en esta ocasión de laposición de bloqueo Ranger al noreste.Los Rangers se hallaban en pleno fuegocruzado, pues como estabansobreexcitados y asustados, cuandovieron a los hombres armados, abrieronfuego. Howe estaba furioso.

Llamó por radio al capitán ScottMiller, el comandante Delta sobre elterreno que estaba abajo en el patio. Ledijo que conectara con Steele deinmediato y le ordenara que sus hombresdejasen de disparar a los suyos.

6

El soldado raso John Stebbins echóa correr en cuanto sus pies pisaron elsuelo. Antes de subir a bordo delhelicóptero, el capitán Steele le habíatocado en el hombro.

—Stebbins, ¿conoces las reglas parala comunicación?

—Sí, Roger, señor. Las conozco.—Vale. Yo bajaré por la cuerda

detrás de ti, así que será mejor que teapartes.

Stebbins se había pasado todo elvuelo atormentado ante la perspectivade que el fornido capitán, cargado hasta

los dientes de artefactos bélicos,pudiera caerle sobre el casco. Despuésde bajar por la cuerda, se apartó tandeprisa de la base que tropezó con elartillero del M-60 en la Escuadra Uno, ylos dos cayeron al suelo. Stebbins tardóen levantarse, mientras el polvo sedesvanecía, y distinguió al resto de suequipo junto a un muro a su derecha.

Estaba asustado. No podía sacarsede encima la sensación de que aquelloera demasiado bueno para ser verdad.Él, un veterano en la compañía Ranger ala edad de veintiocho años, que se habíapasado los últimos cuatro años de suvida intentando ir al combate, hacer algo

interesante o trascendental, y de repente,sin saber muy bien cómo, después deuna increíble sucesión de súplicas,halagos y una suerte monstruosa, estabade verdad librando un combate. ¡Él, elbajo pero corpulento Johnny Stebbins, elencargado de hacer el café y el papeleoen el cuarto de instrucción de lacompañía, en la guerra!

Su viaje hasta aquella callejuelatrasera de Mogadiscio empezó en unapanadería de su ciudad natal, Itaca,estado de Nueva York. Stebbins era unmuchacho bajito y rechoncho, tenía losojos color azul pálido, cabello rubio yuna piel tan blanca y pecosa que jamás

adquiría siquiera la más mínima sombraoscura cuando se exponía al sol. Allí, enMogadiscio, lo único que habíaconseguido era quemarse y que su pieladquiriera una tonalidad rosa fuerte.Había ido a la Universidad de SanBuenaventura, donde se habíaespecializado en comunicaciones con laesperanza de trabajar como periodistaradiofónico, lo que en realidad hizo porsalarios irrisorios en varias emisoraslocales del aquel estado septentrional deNueva York. Cuando en la panadería leofrecieron el puesto de panadero mayor,el jornal le bastó para echar por tierrasu carrera radiofónica. Y empezó a

hacer pan y a soñar con aventuras.Aquellos anuncios de «Sé todo lo quepuedas ser» que se emitían durante lospartidos de fútbol americano le llegaronal alma. Stebbins fue a la universidadgracias a una beca ROTC (Cuerpo deAdiestramiento para Oficiales deReserva), pero había tantos alféreces enel Ejército cuando él acabó que no lepudieron destinar al servicio activo.Cuando estalló la Tormenta del Desiertoen 1990, para colmo de su mala suerte,el contrato que tenía como guardianacional había vencido. Empezó abuscar una forma de salir del horno yentrar en la guerra. Se inscribió en tres

listas de voluntarios para el servicio enel Golfo y no le contestaron. Se casó, sumujer tuvo un niño y el jornal en lapanadería dejó de cubrir los gastos. Loque necesitaba era un plan de asistenciamédica. Esto, y un poco de acción. ElEjército ofrecía las dos cosas. Porconsiguiente, se alistó como soldadoraso.

—¿Qué quieres hacer en el Ejército?—le preguntó el encargado dereclutamiento.

—Quiero saltar de aviones, disparary comprar en el economato militar.

Le enviaron de nuevo a realizar lainstrucción básica (ya había realizado el

programa ROTC). Tuvo que llevar acabo el RIP (Programa deAdoctrinamiento Ranger) dos vecesporque se lesionó en uno de los saltos ytuvo que reciclarse de nuevo. Cuandoobtuvo el título se imaginó que se iba apasar la vida saltando, entrenando,descendiendo de los helicópteros poruna cuerda junto con los otros chicosmás jóvenes, salvo que alguien de másarriba observó que en su ficha personalaparecía un título universitario y,todavía mejor, conocimientos demecanografía. Fue destinado a unescritorio en el centro de instrucción dela Compañía Bravo. Stebbins se

convirtió en el secretario de lacompañía.

Le dijeron que iba a ser sólo duranteseis meses. Permaneció allí dos años.Llegó a ser conocido como un buenranger del «centro de instrucción», yllegó a caer en todas las tentacionespropias del trabajo de oficina. Mientraslos otros rangers fuera del campamentoescalaban montañas, saltaban de losaviones y trataban de batir récordsmediante marchas forzadas a través dedensos espacios, el viejo Stebby estabasentado detrás de un escritorio, fumabaun cigarrillo tras otro, comía rosquillasy engullía café. Era el bebedor de café

más ávido de la compañía. Los demássolían gastarle bromas: «¡Uy sí, elespecialista Stebbins, el que arrojarácafé al enemigo!». Ja, ja. Cuando lacompañía fue destinada a Somalia, anadie le sorprendió que el viejo Stebbyfuera uno de los que se quedaron en FortBenning.

—Quiero que sepas que no se tratade nada personal —le dijo el sargento apesar de que no había forma de disfrazarel insulto implícito—. Pero no podemosllevarte, eso es todo. El número deplazas en el avión es limitado y, además,te necesitamos aquí.

¿Cómo podía haber afirmado de

forma más clara que, cuando se tratabade la guerra, Stebbins era el últimomono de la compañía Ranger?

Fue de nuevo exactamente lo mismoque con la Tormenta del Desierto.Alguien de arriba no quería que JohnStebbins fuera a la guerra. Ayudó a susamigos a hacer el equipaje y, cuando aldía siguiente se informó de que elcuerpo había llegado a Mogadiscio, sesintió todavía más abandonado quecuando, dos años antes, miraba por lanoche en la CNN las últimas noticiassobre el Golfo. Por lo menos no estabasolo. Al sargento Scott Galentinetambién lo habían dejado atrás. Durante

algunos días, anduvieron por ahíabatidos. Entonces llegó un fax deSomalia.

«Stebby, será mejor que prepares tusbártulos —le decía el comandante—. Tevas a la guerra.»

Galentine recibió el mismo mensaje.Un par de rangers habían sido heridos,aunque leves, en un ataque con morterosy debían ser reemplazados.

Camino del aeropuerto, Stebbinspasó por casa para despedirse de suesposa. Se produjo la escena delágrimas que tanto había esperado.Cuando llegó al aeropuerto, le dijeronque se podía ir a casa, no marcharían

hasta el día siguiente. Media horadespués de la emotiva despedida, elseñor y la señora Stebbins estabanjuntos de nuevo. Él se pasó la nochetemiendo que una llamada telefónicaanulara la orden.

Pero esto no sucedió. Al cabo de undía, él y Galentine estaban en la base deMogadiscio. En honor a su llegada, lesordenaron que hicieran cincuentaflexiones, un recibimiento ritual cuandose entraba en zona de combate. Stebbyestaba que no cabía en sí de gozo. ¡Lohabía conseguido!

Como no había suficientes chalecosKevlar (los chalecos antibalas de los

Rangers), le dieron uno de los grandes yvoluminosos chalecos negros quellevaban los chicos D. Cuando se lopuso se sintió como una tortuga. Leadvirtieron que no traspasara la vallasin su arma. Sus compañeros le pusieronal día sobre el tinglado. Le dijeron queno hiciera explotar los morteros. Lossammies rara vez aciertan. Habíanestado en cinco operaciones hasta lafecha y siempre había sido pan comido.«Vamos muchos, —le explicaron—, nosmovemos deprisa, los helicópterosahuyentan a todo el mundo de la escena,dejamos que los chicos D entren y hagansu trabajo. Todo lo que hacemos es

proporcionar seguridad.» Le dijeron quetuviera cuidado con los somalíes que seescondían detrás de las mujeres y losniños. Las piedras eran un peligro.Stebbins estaba nervioso y excitado.

Y entonces le dieron la noticia.Estaban contentos de que él estuvieraallí y todo eso, pero de hecho no iba asalir con los demás muchachos en lasmisiones. Su trabajo iba a consistir enpermanecer en la base y montar guardia.Mantener la seguridad del perímetro.Era esencial. Alguien tenía que hacerlo.

¿Quién sino él?Stebbins desahogó la ira que sentía

por el mundo con una especie de huelga

de celo. Se tomó el trabajo de vigilantetan en serio como pudo. Era más pesadoque el plomo. Registraba a todos y cadauno de los somalíes de la cabeza a lospies, a la entrada y a la salida.Registraba cada camión, cada carro,trepaba a los vehículos y hacía levantarel capó. Le molestaba no poderencontrar un medio de registrar losgrandes tanques de los camionescisterna. Intel había dicho que losskinnies introducían de contrabandoarmas pesadas a través de la fronteracon Etiopía. Les decían que los etíopescomprobaban todos los camiones.Stebbins dudaba que registraran los

camiones cisterna. Cabían muchísimasgranadas propulsadas por cohetes(RPG) en la parte trasera de uno de esostrastos.

Consiguió mediante artimañas entraren los helicópteros para los vuelos depruebas; se sujetaba fuerte la correa delcasco conforme se empinaban a bajaaltura y deprisa sobre la ciudad, ydisfrutaba como un niño en una feria eldía de Carnaval. Se imaginaba que estoera toda la acción que iba a conseguir…y comparado con servir el café en elcentro de instrucción allí en Benning, noestaba mal.

Y, aquella mañana, cuando apareció

el ordenanza del Centro de Operacionesy gritó «¡Preparaos!», entró también unode los jefes del pelotón con noticiasfrescas.

—Stebbins, el soldado Sizemoretiene un codo infectado. Acaba de llegardel consultorio del médico. Vas areemplazarlo.

Iba a ser el ayudante del artillero 6o,el soldado de primera clase BrianHeard. Stebbins recorrió a toda prisa labase y negoció el cambio de suvoluminoso chaleco en forma decaparazón de tortuga por uno de Kevlar.Se guardó munición extra en lascartucheras y reunió algunas granadas de

fragmentación. Después de observar alos muchachos más expertos, dejó lacantimplora, pues sólo iban a estar fueraun par de horas, y embutió en lacartuchera todavía más cargadores M-16. Se hizo con un cinturón que conteníatrescientas ráfagas de munición M-60, yforcejeó en un intento de introducir másen la riñonera, donde guardaba las gafasy los guantes que necesitaba paradeslizarse por la cuerda. Desistió. Iba anecesitar un sitio donde meterlos cuandose los quitara. Trataba de pensar entodo. Intentaba mantener la calma. ¡Peromaldita sea, era tan excitante!

—Háblame, Steb. ¿Cómo estás? ¿En

qué piensas? —dijo el sargento KenBoorn.

Este último tenía su catre junto al deStebbins y se dio cuenta de que su amigoestaba demasiado nervioso. Le dijo quese relajase. Que no se obsesionase. Sutrabajo consistía en cubrir el sector quele adjudicasen y apuntar con su rifle, yproporcionar municiones a los artilleros60 cuando lo necesitaran. Seguramenteni siquiera les haría falta.

—Vale, está bien —dijo Stebbins.Antes de dirigirse al Black Hawk,

Stebbins se detuvo junto a la puertaprincipal de la base para fumar el últimocigarrillo e intentar controlar los

nervios. Por fin había llegado elmomento que durante tanto tiempo habíaaguardado. Sabía que aquella zona de laciudad era peligrosa. Cabía laposibilidad de que fuera la misión másarriesgada hasta la fecha ¡y era laprimera para él! Tenía la mismasensación en el estómago que cuandoestaba a punto de saltar por primera vezen la escuela de aviación. «Voy a pasarpor esta experiencia —se dijo para susadentros—. Voy a morir». Uno de loschicos D le dijo:

—Mira, durante los diez primerosminutos vas a estar acojonado. Ydespués, estarás deseando que ellos

tengan pelotas para atreverse adispararte.

Stebbins había oído lo que secontaba sobre las misiones anteriores,que los somalíes eran unos adversariosque disparaban y echaban a correr… Nohabía forma de que se involucrasen enun combate de verdad. Durante losvuelos de pruebas, jamás habían vistoarmas grandes. Aquello iba a ser unaespecie de reyerta urbana con armascortas. «Estoy rodeado de tipos quesaben lo que se llevan entre manos. Nome pasará nada».

Mientras saltaba a tierra frente alobjetivo y escuchaba disparos en la

lejanía, supo que había llegado la horade la verdad. Se apartó del artillero dela 6o y corrió hasta el muro. Teníaasignada una esquina que daba al sur ydesde la cual debía cubrir una callejuelaque parecía vacía. Era un estrecho ysucio pasaje, apenas lo bastante anchopara que pasara un vehículo, y formabaun declive hacia el centro que partía deunos muros de piedra enfangados hastaun bordillo central. Como era habitual,no faltaban los escombros ni el metaloxidado por todas partes, junto con esto,matas de cactos. Escuchó a su alrededoralgún que otro ruido seco aislado ydedujo que era el tableteo producido por

disparos a un par de manzanas, aunqueel sonido se oyera más cercano. O talvez el aire le jugaba una mala pasada.También oyó un ruido peculiar, untchiu… tchiu… tchiu… y comprendióque se trataba de ráfagas que pasabansilbando calle abajo. ¿Y aquel sonidoseco? Eran balas que volaban tan cercaque podía oír su zumbido.

Calle arriba de donde se hallabaStebbins, el capitán Steele distinguió loque probablemente era la fuente de lasráfagas que cruzaban su posición. Habíaun francotirador a una manzana al oesteen la azotea del Hotel Olympic, eledificio más alto de la zona.

—¡Smith! —ordenó Steele.El cabo Jamie Smith llegó

corriendo. Era el mejor tirador de laescuadra. Steele señaló al tirador dearriba y le dio a Smith una palmada deánimo en el hombro. Los dos hombresapuntaron. El blanco estaba a unadistancia que requería un disparo largo,casi ciento cincuenta metros. Nopudieron ver si le habían alcanzadopero, después de sus disparos, novolvieron a ver al somalí en la azotea.

En el otro extremo del callejón,escondidos detrás de la carroceríavolcada de un coche incendiado, seagazapaban los sargentos Mike Goodale

y Aaron Williamson. Sus armas estabanapoyadas en el esqueleto de aquél,inclinado hacia el centro de la calle. Lascallejuelas disponían de arcenesarenosos y abruptos en el centro y, enlos lados, los muros de piedra de lospatios interiores o casitas también depiedra. Había árboles de pequeñotamaño detrás de alguno de los muros y,al norte, la estructura cuadrada deledificio objetivo del asalto por detrás—que, en esa parte, contaba con trespisos—. La gruesa cuerda por la quedescendieron aparecía cuan larga era enmedio de la calle. La tierra del suelo,que manchaba los muros y daba al aire

de baja altura un tinte oxidado, era decolor naranja. A Goodale le llegaba elolor y el sabor del polvo mezclado conel de la pólvora de las armas.Escuchaba los disparos al otro lado dela manzana, pero su rincón aún estababastante tranquilo.

Goodale nunca añoraba por su casa,pero, allí, en cuclillas, se preguntó cómohabía llegado hasta allí. Antes demarcharse a Somalia, se habíaprometido con una chica, Kira, queconoció en su primer y catastrófico añoen la Universidad de Iowa. Los dosescaparon de Pekin, Illinois, paramatricularse en una de las mejores

universidades del Medio Oeste, pero notardaron en salir de allí, sin título perodispuestos a enderezar sus vidas. ParaMike supuso alistarse en el Ejército;para Kira, encontrar un empleo de bajonivel en una agencia de publicidad. Seveían con frecuencia cuando él estaba enBenning, pero como los Rangers fuerona Texas para recibir instrucción antes dedesplegarse en Somalia, hacía más dedos meses que no se veían, desde quedecidieron unir sus vidas. Hasta el díaanterior no había tenido ocasión dellamarla desde que se marcharon de FortBenning, y le había salido el contestadorautomático. Podría telefonearla de

nuevo a la noche, y le había dejado elmensaje de que estuviera pendiente desu llamada.

«Kira, te quiero tanto que me hacedaño —escribió aquella mañana —. Meresisto a telefonearte de nuevo porque séque te echaré de menos todavía más. Porotra parte, me muero de ganas de oír tuvoz.»

Un somalí que se hallaba a menos decien metros calle abajo a su izquierdaasomó la cabeza detrás de un muro ydisparó una ráfaga con una AK-47.Goodale y Williamson se vieronenvueltos en polvo. El primero, máscerca del tirador, se dejó llevar durante

unos instantes por el pánico creyendoque los disparos procedían del sur. A finde evitar la lluvia de balas a sualrededor y encontrar un lugar másadecuado para esconderse, se incorporóy se alejó corriendo del automóvilincendiado. No había donde cobijarse.Se agazapó detrás de una tubería quesobresalía del suelo. Tenía veintecentímetros de ancho y algo menos dealto y se sintió ridículo refugiado allí,pero no había ningún otro sitio. Cuandolos disparos cesaron, se incorporó y fuea reunirse de nuevo con Williamson trasel coche, justo a tiempo, pues el somalíreinició el tiroteo.

Goodale vio que la lluvia de balaspasaba junto al vehículo, donde estabaWilliamson con el rifle, y que una deellas le cercenaba a su amigo la punta deun dedo. La sangre salpicó el rostro deWilliamson, quien gritó y lanzó unaretahila de maldiciones. Goodale seinclinó para comprobar primero lasangre en la cara de su compañero yacto seguido la mano.

A pesar de la hemorragia y deldolor, Williamson parecía más enfadadoque herido.

—¡Como vuelva a sacar la cabeza,le doy! —afirmó.

Incluso con el dedo seccionado,

Williamson alzó tranquilamente su M-16y esperó, sin moverse, lo que parecieronminutos.

Cuando el hombre que estaba calleabajo se asomó de nuevo, Williamsondisparó y dio la impresión de que alsomalí le explotaba la cabeza y caíadesplomado. Con la mano sanaWilliamson chocó los cinco con sucompañero y ambos lanzaron algunosgritos de victoria.

Al cabo de un rato, volvieron adisparar y mataron a otro somalí. Elhombre había entrado precipitadamenteen el callejón pero huyó de allí comoalma que lleva el diablo al verlos.

Como según corría la amplia camisa sehinchó hacia atrás y dejó al descubiertouna AK, se apresuraron a dispararle.Cinco rangers lanzaron ráfagas de balasal mismo tiempo. El hombre yacía en lacalle a media manzana de distancia yGoodale se preguntó si lo habríanmatado. Consultó con el médico si nodeberían comprobar su estado, yayudarlo si estaba herido, pero elmédico sacudió la cabeza y dijo:

—No, está muerto.Goodale se quedó muy

impresionado. Había matado a unhombre, o por lo menos contribuido aello. Se sentía desconcertado. De hecho,

el somalí no pretendía matarle cuandodisparó, así que no había sido endefensa propia. ¿Cómo podía justificarlo que acababa de hacer? Observó alhombre tumbado en medio de lasuciedad, sus ropas estaban revueltas asu alrededor y él permanecía tendido enuna extraña postura donde le habíanderribado los proyectiles. Una vida, así,terminada. ¿Era esto correcto?

En su esquina, a noventa metros aleste de Goodale y Williamson, elteniente Perino veía a unos niñossomalíes caminar calle arriba endirección a sus hombres e indicar susposiciones a un tirador escondido tras

una esquina. Los soldados arrojarongranadas detonadoras y los niños sedispersaron.

—¡Eh, señor! Están volviendo —advirtió el sargento ametrallador ChuckElliot.

Perino hablaba por radio con elsargento Eversmann sobre Blackburn, elranger caído del helicóptero. El tenientetransmitía a su vez la información y laspreguntas de Eversmann al capitánSteele, quien estaba al otro lado de lacalle. Perino le dijo a Eversmann queesperara, dio un paso al frente y lanzó alos pies de los niños una ráfaga de suM-16. Los pequeños echaron a correr.

Minutos después, una mujer subíadespacio por el callejón en dirección adonde ellos estaban.

—¡Eh, señor! ¡Veo a un tipo con unarma bajo el brazo detrás de la mujer!—gritó Elliot.

Perino le dijo que disparase. Delrifle 60 salió un ruido bajo y estridente.Los hombres llamaban «cerdo» a estaarma.

Los dos, el hombre y la mujer,cayeron muertos.

7

El soldado John Waddell descendíapor la cuerda rápida en la esquinanoreste del bloque blanco del ataque yfrenaba la bajada para evitar caer sobreel soldado Shawn Nelson, el artillero dela Tiza Dos, que por regla generaltardaba un par de segundos más que losotros en descolgarse junto con suenorme arma. En una misión deentrenamiento, Waddell aterrizó sobre elchico que le precedía, y el que lesseguía inmediatamente después lesgolpeó a los dos. Y se había partido lalengua de un mordisco.

Todo fue a pedir de boca. Waddelltocó el suelo con los dos pies y seapresuró a correr hasta un muro en ellado derecho de la calle, tal como se lohabía dibujado el teniente TomDiTomasso. La Tiza Dos estaba a unamanzana al este de donde se suponía queaterrizaría la Tiza Cuatro del sargentoEversmann. El teniente estabapreocupado porque no podía ver a laúltima tiza. Logró comunicar por radiocon el sargento en apuros, y éste leexplicó que habían saltado a unamanzana al norte de su posición.DiTomasso envió a unos hombres hastauna manzana más al norte para ver si

distinguían a la Tiza Cuatro desdeaquella calle, pero no tardaron enregresar apresuradamente e informar queen esa dirección se estaba formando ungran grupo de somalíes.

Según corría para tomar unaposición contra la pared, Waddell sesorprendió al descubrir que a pesar detodo el equipo, las armas y lasmuniciones que acarreaba no se veíafrenado en la marcha. El conjuntoresultaba voluminoso y pesado porquesu equipo incluía una SAW. Era unobjeto de prestigio, una ametralladoramuy llevable que podía matar asetecientas ráfagas por minuto. En

circunstancias normales, asípertrechado, tenía la impresión de que lagravedad se multiplicaba. Pero Waddellse sorprendió cuando, al correr encuclillas en busca de un muro, notó sólolos brazos y las piernas algoentumecidos, nada más. Imaginó que erala adrenalina desprendida por laexcitación y el miedo, y lo asimiló consu habitual y tranquila objetividad.

Waddell era, en cierta forma, unsolitario, un joven preciso cuyo cabellooscuro se le erizaba con el cortehabitual de los Rangers. Después de unmes al sol ecuatorial, sólo el rostro, elcuello y los brazos tenía morenos. El

estúpido reglamento exigía llevarsiempre camiseta. Él era nuevo en laCompañía Bravo, otro de los chicos delrifle con sólo dieciocho años. A pesarde haber finalizado los estudios en elinstituto, en Natchez, Misisipí, con unamedia más que honrosa, decidió, ante laindignación de sus padres, dejar de ladola universidad y alistarse en el Ejércitopara saltar desde aviones, escalarmontañas y participar en actividades dealto riesgo propias de una unidad deInfantería de elite.

Hasta aquel momento la vida en elcuerpo Ranger colmaba susexpectativas, pero también le abría el

apetito para la acción. Durante eldespliegue en Mogadiscio, se pasó lamayor parte del tiempo esperando yleyendo. Se tragaba las novelas deficción. Aquel día había empezado elúltimo capítulo de una novela de JohnGrisham que le tenía enganchado.Encontró un lugar tranquilo sobre uno deaquellos contenedores cónicos Conexcon la idea de terminarla. Pero lollamaron para que se equipara en vistasa una posible misión. La cual fueanulada cuando estaban todos sentadosen el avión preparados para despegar.En vista de ello, se desembarazó delequipo y volvió al contenedor con el

libro bajo el brazo, pero lo volvieron allamar para un vuelo de pruebas. Sepertrechó de nuevo, efectuó el vuelo,volvió a desnudarse, y estaba inmersootra vez en el famoso último capítulocuando los llamaron para aquellamisión. Tenía la sensación de que elmundo entero se había confabulado paraque no terminase el libro.

Una vez todos en tierra, los BlackHawks se alejaron y ellos abandonaronlas cuerdas; el teniente ordenó al equipode Waddell que se dispusiera a cubrir aNelson, quien había colocado su«cerdo» en un bípode sobre una ligeraelevación de la calzada y ya estaba

disparando de forma ininterrumpida. Lasdos ametralladoras de la Tiza Dostendían a protagonizar la mayor partedel fuego.

Nelson ya había utilizado bastante elarma antes de abandonar siquiera elhelicóptero. Miraba hacia abajo desdela puerta abierta cuando vio a un hombreque, con una AK, avanzaba hasta lamitad de la calle y abría fuego contra elaparato a través de una nube de polvo.Nelson le disparó seis ráfagas y noadvirtió que estaba herido hasta que lovio desplomado en el suelo. Imaginó quele había dado él o que el oficial devuelo junto a él le había disparado con

la metralleta.Mientras Nelson descendía por la

cuerda, advirtió que a su alrededorllovían proyectiles procedentes deráfagas de ametralladora. No muchas,pero con que le alcanzase una bala yaera suficiente. Esta idea le sacó dequicio. Siempre resultaba difícil frenarla bajada por la cuerda rápida llevandosujeta aquella enorme ametralladora 60,y Nelson cayó al llegar al suelo. Elsargento de Estado Mayor Ed Yurekcorrió hasta él para ayudarlo a ponerseen pie y acompañarlo hasta un muro.

—Joder, cómo se ha acelerado eso—comentó Nelson.

Se instaló cerca del centro de lacalle de cara al oeste. Más arriba, a suderecha, había una callejuela donde vioa unos somalíes con armas apuntando ensu dirección. Los disparos de Nelson losahuyentaron, menos a uno, un ancianocon una cabellera afro blanca yfrondosa, que, un poco más abajo,parecía tan concentrado disparandohacia el oeste que no se percataba de laenorme ametralladora que había en elcallejón a su izquierda. Estaba todavíademasiado lejos para disparar, peroNelson advirtió que el hombre se volvíaen su dirección. El artillero de la 6osupo lo que el anciano intentaba hacer.

DiTomasso había hecho correr la voz deque la Tiza Cuatro se hallaba a unamanzana noroeste de su posición. Eraevidente que el viejo buscaba un puntoestratégico para disparar a Eversmann ya sus hombres.

—¡Dispárale! ¡Dispárale! —leapremió su ordenanza.

—No, fíjate —dijo Nelson—. Vienedirecto hacia nosotros.

Y, en efecto, el hombre del cabelloafro se encaminaba en su dirección. Secobijó detrás de un árbol a cuarentametros de distancia para esconderse delos rangers de Eversmann, pero ajeno alo que le acechaba a su izquierda.

Introducía un nuevo cargador en su armacuando Nelson le disparó una docena deráfagas. Eran ráfagas «bofetada», balasde titanio forradas de plástico quepodían penetrar el blindaje. Atravesaronal hombre, pero éste se puso en pie,sacó su arma y llegó a disparar un parde tiros a Nelson. El ametralladorestaba impresionado. Le disparó otrasdoce ráfagas al hombre que consiguiógatear hasta agazaparse tras el árbol. Enaquella ocasión no devolvió losdisparos.

—Creo que has acabado con él —dijo el ayudante del ametrallador.

Pero Nelson veía al afro moverse

detrás del arbusto. El anciano estabaarrodillado y, evidentemente, vivo.Nelson lanzó otra ráfaga y la corteza dela parte inferior del árbol se desprendióhecha añicos. El afro se desplomó delado sobre la calle. Su cuerpo seestremeció, al fin muerto. Nelson sequedó asombrado de lo difícil que podíaser matar a un hombre.

Mientras esto sucedía, Waddellsubió lenta y cautelosamente hastaponerse junto a Nelson. Se tumbaronboca abajo. A su lado, Waddellobservaba el cuerpo del somalí a quiendispararon desde el helicóptero. A finde encontrar un lugar más apropiado

para cubrir a Nelson, Waddell se dirigióa un muro situado en la parte sur de lacallejuela. Al ponerse en movimiento,vio a otro somalí que doblaba unaesquina al oeste y le disparaba a Nelson,concentrado en su duelo por el hombredel cabello afro blanco. Waddelldisparó al somalí. Tanto en los libroscomo en las películas, cuando unsoldado disparaba a un hombre porprimera vez, pasaba por un momento deexamen de conciencia. Waddell noperdió un segundo en ello. Se limitó areaccionar. Pensó que el hombre habíamuerto. Sólo se había doblado sobre símismo. Nelson se sobresaltó con el

disparo de Waddell y no vio caer alherido. Waddell señaló hacia dondehabía caído y el ametrallador seincorporó, levantó la voluminosa arma ydisparó unas cuantas ráfagas más paraasegurarse. Acto seguido los doscorrieron a ponerse a cubierto.

Encontraron un lugar detrás de unvehículo quemado. Nelson miró pordebajo en dirección norte y vio a unsomalí con un arma tumbado boca abajoen la calle entre dos mujeresarrodilladas. El tirador tenía el cañón desu arma colocado entre las piernas delas mujeres, y cuatro niños estabansentados encima de él con descaro. Se

hallaba escudado por no combatientes,con lo cual aventajaba total ycínicamente a la decencia de losestadounidenses.

—Vigila, John —le dijo Nelson aWaddell conforme se disponía a salircorriendo para echar un vistazo.

—¿Qué pretendes hacer? —preguntóWaddell.

—No puedo acceder a ese tipo contanta gente en medio.

Por consiguiente, Nelson lanzó unagranada detonadora y el grupo sedispersó tan deprisa que el somalíabandonó el arma en el suelopolvoriento.

Varias granadas cayeron sin hacermucho ruido en la callejuela. Eran delviejo estilo soviético, parecían latas desopa metidas en un palo de madera.Algunas no explotaron, pero un par sí lohicieron. La deflagración se produjo acierta distancia y ninguno de los rangersfue alcanzado. Nelson gritó aDiTomasso y señaló un muro deladrillos en el lado este de la calle.

El teniente y tres rangers cruzaban lacalle hasta una puerta entornada quedaba a un aparcamiento. DiTomassoarrojó una granada al aire antes de queél y otros rangers se precipitaran a suinterior. Encontraron e hicieron

prisioneros a cuatro somalíes queestaban de pie sobre el techo de unautomóvil y disparaban por encima delmuro.

Si bien el tiroteo no era intenso, elsargento Yurek estaba muyimpresionado. Tenía veintiséis años yera un veterano irascible con un negrosentido del humor y una gran debilidadpor los animales, en especial los gatos.En Georgia, donde vivía, tenía variosfelinos y en Mogadiscio había adoptadouna carnada de gatitos que encontró enla base. Cuando los chicos D sequejaron de que los gatos maullabandurante la noche, y amenazaron con

silenciarlos, Yurek se puso muy duro alrespecto. Nadie tocaría a los mininos sinpasar por encima de su cadáver.

No le gustaba la idea de disparar anada o a nadie, pero aceptaba que fueranecesario. Hasta la fecha, enMogadiscio, los skinnies se limitaban adisparar algún tiro que otro a la buenade Dios para luego echar a correr, locual ya le iba bien a Yurek. Pero eltiroteo de aquel día, desde el principio,era pertinaz y subía en intensidad. Yurekimaginó que el blanco de aquel díadebía de albergar a gente de altaprioridad. Tal vez el propio Aidid. LaTiza Dos disparaba en tres direcciones a

la vez, al oeste, al este y, en especial, alnorte. Yurek había derribado a un somalíque disparaba desde una torre baja endirección noreste. Luego, uno de losenfermeros de la tiza gritó desde el otrolado de la calle a la vez que señalaba unendeble cobertizo hecho de hojalata aleste de su perímetro en la intersección.

—¡Hay gente en el cobertizo!Una mala noticia. Yurek cruzó la

calle corriendo, se reunió con elenfermero y, juntos, arremetieron contrala puerta.

Estuvo a punto de caer sobre ungrupo compacto de niños aterrorizados yuna mujer que era, así lo parecía, su

profesora.—¡Todos al suelo! —gritó Yurek con

el arma todavía en ristre y preparada.Los niños se echaron a llorar

aterrorizados, y Yurek no tardó encomprender que debía ir con máscuidado. El tigre en la guarida de losgatitos.

—Sentaos en el suelo —rogó—.¡Sentaos en el suelo!

Pero como los lamentos no cesaron,Yurek se agachó con sumo cuidado ydepositó el arma en el suelo. Le indicó ala profesora mediante un gesto que seacercara. Dedujo que debía de tenerunos dieciséis años.

—Siéntate —le dijo pronunciandodespacio—. Siéntate —repitió con ungesto indicativo de las manos.

La muchacha no las tenía todasconsigo pero acabó obedeciendo. Yurekseñaló a los niños con el dedo y lesindicó mediante gestos que hicieran lomismo. Obedecieron. Luego recogió elarma, se dirigió a la profesora y,marcando cada palabra como suelehacer la gente cuando intenta en vanocomunicarse a través de una barreraidiomática, dijo:

—Y ahora, tenéis que quedaros aquí.Independientemente de lo que oigáis oveáis, no os mováis de aquí bajo ningún

concepto.Ella sacudió la cabeza y él confió en

que significara sí. Antes de alejarse, ledijo al enfermero que permanecierajunto al cobertizo y que impidiera quenadie más quisiera comprobar lo quehabía dentro disparando.

Desde la posición donde se hallaba,detrás del coche, Nelson escudriñó unade las calles que salían de su cruce y vioque un hombre armado irrumpíamontado en una vaca. En torno a éstahabía otros ocho hombres, unosarmados, otros no. Resultaba el másextraño grupo bélico que jamás hubieravisto. No sabía si echarse a reír o

disparar. Él y el resto de los rangersempezaron a disparar al unísono.

El somalí subido a la vaca cayó alsuelo y los otros echaron a correr. Elanimal fue el único que se quedó dondeestaba.

Y, en aquel momento, un helicópteroBlack Hawk pasó por encima y abriófuego con una metralleta. La vaca quedópartida en dos. Enormes pedazos decarne volaron por los aires en medio desalpicaduras de sangre. Cuando lametralleta dejó de disparar y se alejó lasombra del helicóptero, lo que habíasido del animal yacía en el suelohumeando.

Por muy terrorífica que pudiera seraquella escena, la presencia de aquellasmetralletas en el cielo resultó muytranquilizadora para los hombresapostados en las calles. Se hallaban enuna ciudad extraña y hostil cuyoshabitantes querían asesinarlos,cabalgaban armados en su direcciónmontados sobre animales y llegaban enmasa procedentes de todas ladirecciones, las balas silbaban cerca desus oídos, gritos de horror y olor desangre y carne quemada mezclado conpolvo y estiércol… y la reconfortanteaparición de un gran Black Hawk con elrítmico ruido de sus rotores y el terrible

poder de sus armas de fuego lesrecordaba la invencible fuerza que habíadetrás de ellos, les recordaba suinminente liberación, les recordaba suhogar.

Los somalíes, en número creciente,se dirigían hacia el norte. A ciertadistancia parecían miles. Unos gruposreducidos probaban al sur, hacia laposición de la Tiza Dos. A sólo unamanzana y media de distancia, sedesplazaba otro grupo. Unas quincepersonas. Nelson intentó apuntar suametralladora sólo a los armados, perohabía demasiada gente y, por otra parte,los que portaban armas abandonaban el

grupo para disparar y luego volvían ameterse en él; por consiguiente, sabíaque o bien dejaba que los hombrescontinuaran disparando o atacaba algentío. Lo consideró y optó por loúltimo. El grupo se dispersó tras dejaralgunos cuerpos en el suelo, peroapareció otro mayor. Parecían llegarahora en enjambres desde el norte, comosi los hubieran echado de otro lugar. Seacercaban con rapidez, estaban sólo aunos cien metros calle arriba, algunos yadisparaban. En esta ocasión, Nelson notuvo tiempo de sopesar las alternativas.Le dio rienda suelta a la 6o y sus ráfagascercenaron el grupo como una guadaña.

Un Little Bird barrió la zona y le lanzóuna pared llameante de plomo. Los queno se desplomaron, huyeron. Si unminuto antes había un grupo de gente, alsiguiente no se trataba más que de unensangrentado montón de muertos yheridos.

—¡Cielo santo, Nelson! —exclamóWaddell—. ¡Cielo santo!

8

En la puerta principal del objetivodel ataque, el sargento de Estado MayorJeff Bray, un CCT (técnico de control encombate) de las Fuerzas Aéreas, ledisparó a un somalí que se acercó a élcorriendo y disparando una AK-47.Bray formaba parte de una unidad deoperaciones especiales perteneciente alas fuerzas aéreas y que incluía a cuatrohombres expertos en coordinar lascomunicaciones tierra/aire, como élmismo, y a paracaidistas (PJ) ytemerarios enfermeros especializados enrescatar a los pilotos que se habían

estrellado. El otro CCT de la unidad, elsargento Dan Schilling, iba con elconvoy de tierra. Los dos paracaidistasestaban a bordo del Black Hawk con elCSAR, junto con doce rangers y chicosD. Bray estaba asignado al elementoDelta de mando que había bajado por lacuerda procedente de un Black Hawk auna manzana al oeste del blanco. Elhombre al que acababa de dispararacudía haciendo fuego hacia él desdeuna callejuela. ¿Qué estaba pensando?¿Cómo podía alguien ser tan maltirador?

Detrás de Bray, en la casa, losasaltantes de la Fuerza Delta reunían a

los prisioneros somalíes. Les obligabana tumbarse boca abajo en el patio y lesponían las esposas de plástico. Ademásde los dos objetivos primordiales, en elgrupo se hallaba Abdi Yusef Herse,lugarteniente de Aidid. El botín eramejor de lo esperado. El sargento PaulHowe inspeccionó las habitaciones dela casa y disparó un tiro de escopeta aun ordenador que había en el primerpiso. El sargento Matt Rierson, cuyoshombres habían capturado a losprisioneros, era el responsable deconducirlos hasta los vehículos. Howe,el sargento Norm Hooten y sus hombresvolvieron a subir al segundo piso para

cubrir la operación desde las ventanas yla azotea.

En el Centro de Operaciones, elgeneral Garrison y su equipo, pendientesde las imágenes de las cámaras aéreas,supieron que los chicos D habían hechosu trabajo cuando vieron que el equipode Howe se dirigía a la azotea. Salvopor el ranger caído, todo había idosobre ruedas. Los Rangers realizaban sutrabajo en las posiciones de bloqueo.Eran las 15:50 horas. Toda la tropaestaría de regreso al cabo de diezminutos.

9

Cuando los helicópteros despegarondel cuartel general de los Rangers, elsargento Jeff Struecker esperó variosminutos en su Humvee junto con el restodel convoy terrestre cuyos vehículosaguardaban con los motores apagadosdetrás de la puerta principal. El era elcabeza de una columna formada pordoce vehículos, nueve Humvees y trescamiones de cinco toneladas. Tenían quedirigirse hasta un punto situado detrásdel Hotel Olympic y esperar a que loschicos D diesen su trabajo porconcluido en la casa blanco del asalto.

Struecker, un cristiano contumaz deFort Dodge, en Iowa, conocía mejor laciudad que la mayoría de losmuchachos. Su pelotón motorizado habíabajado por saltos de agua y pasado otrasperipecias a diario. Había participadoen la invasión de Panamá y creyóconocer el Tercer Mundo. Pero nada lohabía preparado para Somalia. Habíabasura por todas partes. La quemaban enlas propias calles junto con neumáticos.Siempre estaban quemando neumáticos.Era una de las cosas misteriosas quehacían. Prendían fuego asimismo a losexcrementos de animales para obtenercombustible destinado a calentar un

guiso de olor fortísimo. Struecker teníala sensación de que la gente de allí sepasaba el día tumbada a la bartola, sinhacer nada, que veía pasar el mundo porfuera de sus andrajosos y raídossombreros redondos y de sus chabolasde hojalata. Las mujeres, muchas condientes de oro, se ataviaban con largos yholgados vestidos de brillantes colores,y los ancianos llevaban camisas sueltasde algodón y sandalias de plástico. Losque se vestían al modo occidentalllevaban ropas que parecían sacadas delos baúles del Ejército de Salvación enla época disco. Cuando los rangers separaban para registrar a los hombres,

solían encontrar una gruesa bola de khaten los bolsillos posteriores. Cuandosonreían dejaban al descubierto unosdientes manchados de negro y naranja demascar esa hierba. Les daba un aspectosalvaje o demente. A Struecker todo esole daba asco. Parecía una existencia sinpropósito. La miseria abyecta resultabaimpresionante.

Había lugares en la ciudad donde lasorganizaciones benéficas repartíancomida cada día, y les habían dicho alos rangers que no se acercasen por allídurante las horas de actividad. Strueckerse acercaba bastante porque queríaconocer la razón. No había miles, sino

docenas de miles de personas,multitudes apiñadas en torno a aquellospuestos de comidas a la espera de unpoco de limosna. No era gente quepareciese estar muriéndose de hambre.Algunos somalíes pescaban, pero ajuzgar por las apariencias, la mayoríahabía olvidado lo que era trabajar.Algunos eran agradables. Las mujeres ylos niños se acercaban a los vehículosde los rangers con sonrisas y las manosextendidas, pero en ciertas zonas de laciudad los hombres blandían los puñoscerrados en su dirección. Muchossoldados les arrojaban a los niños MRE(comida lista para comer). Todos sentían

lástima por los niños, y por los adultos,desprecio.

Resultaba difícil imaginar quéinterés podía tener Estados Unidos poraquel lugar. Struecker tenía veinticuatroaños y era soldado, por consiguiente, noera nadie para cuestionar semejantesasuntos. El trabajo asignado para aqueldía consistía en guiar la columna hastala avenida Hawlwadig, cargar en losvehículos a los prisioneros y a lasfuerzas de asalto y de bloqueo ydevolverlos a la base. Detrás de élestaba el segundo Humvee de su equipo,conducido por el sargento DannyMitchell. Detrás de este último, un

Humvee de cargamento al cargo de loschicos D y miembros del SEAL, quedebían dirigirse al blanco para reforzaral equipo de asalto que ya estaba allí.Detrás del vehículo de los SEAL, ibaotro Humvee, tres camiones, y otrosHumvees, entre ellos el que llevaba alteniente coronel Danny McKnight, almando del convoy. Junto a Struecker, enel asiento delantero del Humvee, iba elconductor, el soldado de primera JeremyKerr. En la parte posterior, unametrallador, el sargento DominickPilla, uno de los más populares de lacompañía; en la torreta, el soldado deprimera Brad Paulson, que portaba una

ametralladora del calibre 50, y elsoldado raso Tim Moynihan, ayudanteametrallador.

Dom Pilla era un muchacho grande yfuerte de Nueva Jersey (tenía aquelacento joy-zee típico de aquella zonapor el uso del sonido zeta) quegesticulaba cuando hablaba y graciosode nacimiento. Le gustaba gastar bromastontas. Había comprado unos petarditosque metía en los cigarrillos queexplotaban a medio fumar en unahumareda y un estallido sobresaltador. Yél se desternillaba de risa. Normalmentelas personas que gastaban este tipo debromas resultaban pesadas, pero no era

el caso de Pilla. La gente se reía con él.La salida más popular de sus aptitudescómicas eran las pequeñas parodias quepreparaban él y Nelson y donderidiculizaban a los comandantes.Alcanzaron tal éxito que Nelson y Pillano tenían más remedio que repetir lasactuaciones en cada despliegue. Una delas más preferidas era la representacióndel «entrenador» Steele.

Al igual que cualquier comandanteduro, la relación de Steele con sushombres era compleja. Lo respetaban,pero a veces los sacaba de sus casillas.Steele había sido «bloqueador», undelantero ofensivo, en el equipo Georgia

Bulldog que jugó el campeonato mundialen 1980 con el entrenador Vince Dooley.El fútbol americano había formado elcarácter del oficial a lo largo de sustreinta y dos años de vida. A algunosmuchachos les molestaba su abiertofervor cristiano y su afición a lasmetáforas relacionadas con el fútbolamericano. De los chicos grandotes desu sección decía que eran sus «placajesdefensivos», y los muchachos másdelgados eran sus «anchos receptores» o«retaguardias de apoyo». Le encantabacolocar a los muchachos amontonadosen melée con las manos extendidas haciael centro para las exclamaciones, y

repetía frases de los discursos previos alos partidos que hacían los grandesentrenadores de la NFL. Asimismo, sehabía contagiado del fervientecristianismo practicado por losdeportistas como una parte de lasubcultura del fútbol americano. Steelesolía parar a los muchachos parapreguntarles «¿Vas a misa los domingos,hijo mío?». Algunos consideraban queexageraba un poco. Jamás lo llamaban«entrenador» a la cara, salvo durante lasparodias. Entonces no había límites.

Nelson era el guionista, pero Pilla laestrella. Si bien era alto y tenía unaconstitución de halterofílico, debía

ponerse algunas camisetas debajo de laropa para aproximarse al volumen deSteele. Improvisaban algo gracioso parael casco y le pintaban un Bulldog, yluego Pilla lo sacaba de allí. Tenía unapresencia cómica natural. La parodiaempezaba con Pilla/Steele solo en sudespacho practicando blocaje y placaje,para ir yendo poco a poco de capacaída. Steele se reía con buen talante lamayoría de las veces. Pero en una de lasrepresentaciones, Nelson y Pilla dejaronentrever, con el regocijo gratuito típicode los vestuarios, que podía haber algoinconfesable entre el capitán y susiempre leal segundo en el mando, el

teniente Perino. Esto hizo que los chicosse partiesen de risa, pero en estaocasión el entrenador no se rió.Posteriormente, Nelson y Pillarecibieron una buena bronca por«representar estilos de vidaalternativos». Visto de formaretroactiva, a Nelson y a Pilla lespareció tan divertido que habría podidoser el tema perfecto para una escena ensu siguiente parodia.

Struecker y el resto de la columnacalcularon la hora de partir para llegardetrás del Hotel Olympic antes de queempezara el asalto. Vieron que la flotase alejaba sobre el océano y no salieron

de la base hasta que los helicópterosinformaron por radio de que ya girabanhacia tierra. Struecker, el responsable dedirigir el convoy, dobló una esquinaequivocada. Había estudiado la copiadel plano en la base y pensó que lo teníacontrolado, pero una vez en la ciudadtodo resultó mucho más confuso. Lascalles parecían iguales y no habíaletreros susceptibles de ayudarles. Sedesplazaban deprisa. Se dirigieron alnoreste por la vía Gesira hacia larotonda K-4 y luego al norte por la víaLenin hasta la tribuna de los militaresdurante los desfiles. Acto seguidogiraron a la derecha en la calle

Nacional, siguieron hacia el este,doblaron luego al norte en una calleparalela a la avenida Hawlwadig y sedirigieron hacia las instalaciones blancodel asalto. Pero Struecker dobló a laizquierda antes de hora, el vehículo deMitchell fue detrás de él, pero el restodel convoy no lo siguió.

—¡Eh! ¿Dónde diantres os habéismetido, chicos? —gritó la voz delsargento de sección, Bob Gallagher, porla radio.

—Ya llegamos —aseguró Struecker—. Nos hemos equivocado de calle.Ahora vamos.

¡Qué contrariedad! Struecker

consiguió que su Humvee y el deMitchell se abrieran paso por entre ellaberinto de calles, y se reunió con elresto del convoy en el hotel.

Antes de que el convoy llegara allugar previsto, el jefe de tráfico JohnGay, un SEAL que iba sentado detrás enel lado izquierdo del tercer Humvee,oyó un disparo y sintió un fuerte impactoen la cadera derecha. Sobresaltado ydolorido, gritó que le habían disparado.

Continuaron en línea recta, según loplaneado, hasta el blanco, donde elsargento mayor Tim Oso Martin, eloperador Delta que iba sentado junto aGay, saltó del vehículo y lo rodeó para

ver qué había pasado. El resto de loshombres se dispersaron en torno a losautomóviles. Martin se apresuró a abrirlos pantalones a Gay y le examinó lacadera antes de darle la buena noticia.El tiro había dado en el cuchillo delSEAL. Había hecho pedazos la hoja,pero había desviado la bala. Martinretiró algunos ensangrentados trozos dehoja de la cadera de Gay y luego vendódiligentemente la herida. Gay bajócojeando del vehículo, se puso acubierto y empezó a devolver losdisparos.

Struecker recibió la orden deevacuar a Blackburn, el ranger caído del

helicóptero. El sargento Joyce había idoa buscar ayuda para Blackburn y a loshombres que acudían con la camilla. ElHumvee SEAL, conducido por elsargento mayor Chuck Esswein, subiópor Hawlwadig y el ranger herido fueintroducido por la puerta posterior. Dosenfermeros subieron con él. El sargentode la Fuerza Delta, John Macejunas, sesentó delante de la escopeta junto aEsswein. El Humvee de Struecker, consu ametralladora calibre 50 en la torreta,tomó la delantera, y el de Mitchell, quecontaba con un lanzador de granadas defuego racheado en la torreta, cerraba lamarcha.

—Aquí Uniforme Seis Cuatro—dijo por radio McKnight al avión delos mandos—. Tengo un herido grave.Estoy mandando tres vehículos, en unode ellos va el herido.

—Os lo dejaré allí dentro de cincominutos —informó Struecker.

El teniente coronel dijo que el restono tardaría en volver. La misión estaba apunto de finalizar.

Los tres vehículos emprendieron elregreso a la base a través de las callesque vibraban con tiros y explosiones. Enesta ocasión Struecker sabía por dóndedebía ir. Había trazado una ruta deregreso muy simple. A unas cuantas

manzanas de distancia estaba la calleNacional. Podían seguirla hasta larotonda K-4 y, desde allí, doblar endirección a la playa.

Salvo que las cosas se habían puestopeor. Habían empezado a aparecerbloqueos y barricadas en el camino.Algunos los sortearon, otras lasatravesaron. Uno de los enfermeros, elsoldado Good, sujetaba la bolsa delgotero intravenoso de Blackburn con unamano y disparaba su CAR-15 con laotra. Arriba, en el Humvee de Struecker,el artillero de la torreta, Paulson, hacíagirar frenéticamente su ametralladoradel calibre 50 a fin de enganchar a los

que les disparaban desde los dos lados.Struecker ordenó al artillero de la M-60,Pilla, que concentrase los disparos en laderecha y dejara la responsabilidad dela izquierda a Paulson. No querían irdemasiado deprisa porque un viaje conun bamboleo brusco no beneficiaría ennada a Blackburn.

Pilla fue alcanzado cuando girabanpara introducirse en la calle Nacional.Murió en el acto. La bala le entró por lafrente, le salió por detrás y le voló laparte posterior del cerebro. Su cuerpose desplomó sobre el regazo deMoynihan, quien, cubierto de la sangre yel cerebro de su amigo, gritó

horrorizado.—¡Le han dado a Pilla!En aquel momento, les llegó la voz

del sargento Gallagher por la radio.—¿Cómo van las cosas?Struecker hizo caso omiso de la

radio y le gritó a Moynihan por encimadel hombro.

—¡Cálmate! ¿Qué le ha pasado?No podía abarcar con la vista todo

el espacio que había entre él y la puertaposterior.

—¡Está muerto! —gritó Moynihanpresa de la histeria.

—¿Cómo sabes que está muerto?¿Acaso eres médico?

Struecker se volvió para echar unarápida ojeada por encima del hombro yvio que toda la parte posterior delvehículo estaba manchada de sangre.Pilla estaba tumbado sobre el regazo deMoynihan.

—¡Le han dado en la cabeza! ¡Estámuerto! —dijo Moynihan.

—Tranquilízate —rogó Struecker—.Vamos a tener que seguir luchando hastaque lleguemos.

Al cuerno lo de conducir conprecaución. Struecker le dijo alconductor que se apresurara y confió enque Esswein les siguiera. Veía RPGvolando por la calle. Daba la sensación

de que toda la ciudad les disparaba.Les llegó de nuevo la voz de

Gallagher:—¿Cómo va todo?—No quiero hablar del asunto.A Gallagher no le gustó la respuesta.—¿Tenéis alguna baja?—Una.Struecker trató de dejarlo así. Por lo

que él sabía no había muerto nadie másde los suyos, y no quería ser el primeroen emitir una noticia de esta índole porlas ondas. Sabía que los operadoresradiofónicos, en el área de combate,podían escuchar su conversación. Habíaaltavoces en algunos vehículos y en los

helicópteros podían oírlo todo. Losoperadores de radio en tierraescuchaban todas las frecuencias. Loshombres, cuando están en plenocombate, se beben la información comosi fuera agua, de hecho se vuelve másimportante que el agua. A diferencia dela mayoría de aquellos muchachos,Struecker había combatido antes, enPanamá y en el golfo Pérsico, y sabíaque los soldados luchaban mejor cuandolas cosas estaban de su parte. Una vez setorcían, resultaba difícil recuperar elcontrol. Los hombres se dejaban llevarpor el pánico. Era lo que sucedía enaquellos momentos a Moynihan. El

pánico era un virus en combate, y letal.—¿Quién es y cuál es su estado?

—preguntó Gallagher.—Pilla.—¿Cuál es su estado?Struecker apretó un momento el

micrófono mientras se debatía consigomismo, luego contestó de mala gana:

—Está muerto.Ante el sonido de esta palabra todo

el tráfico radiofónico, hasta entoncesmuy activo, quedó paralizado. Siguieronsegundos de silencio.

10

Alí Hussein estaba en su farmacia deLabadhagal Bulal, situada al sur deltiroteo.

Se dirigió a la escalera frontal pordonde se accedía al local y vio ahombres armados pertenecientes a lamilicia de Aidid que corrían hacia ellugar de la contienda. Algunos formabanparte de la milicia y otros no eran másque ciudadanos pertrechados con suspropias armas.

Hussein quería ver lo que ocurría,pero tenía miedo de que el local fuerasaqueado si lo dejaba desatendido. Se

quedó en lo alto de la escalera yadvirtió que el sonido de los disparos seacercaba lenta pero inexorablemente asu calle.

Al cabo de un momento vio que unosvehículos del Ejército, estadounidense,tres, descendían por la calle a todavelocidad. Disparaban las enormesarmas que llevaban detrás. Se metió deun salto en la tienda y cerró de golpe lapuerta de metal justo cuando unas balassonaron en el exterior. Como sabía porconflictos anteriores que era el lugarmás seguro de la casa, se dirigiórodando por el suelo a una pared lateralcontra la que se apoyó, y las balas

entraron en la tienda a través de lasventanas conforme los vehículospasaban a gran velocidad.

Luego se alejaron y con ellos elestruendo de los disparos.

11

El pequeño convoy se apresuró adejar la calle principal y durante untrecho no sólo circularon sinintercambio de tiros, sino que, además,el mar estaba ya a corta distancia. Perocuando se hallaban ya cerca de la zonaportuaria, vieron que había miles desomalíes por las calles. A Sruecker se leencogió el corazón. Ya no eran objeto deintensos tiroteos, ¿pero cómo iba alograr que los tres vehículos cruzaranpor allí?

Apenas se introdujeron entre elgentío, el conductor redujo la velocidad

a paso de tortuga y se puso a tocar labocina. Struecker le dijo que no sedetuviera bajo ningún concepto. Lanzóalgunas detonadoras delante delvehículo y se apartó bastante gente;luego le indicó al artillero de la calibre50 que abriese fuego por encima de lascabezas de la muchedumbre. El marestaba al otro lado.

Struecker intentó comunicarse conlos médicos por radio, pero como noconsiguió que ninguno contestara,accedió a la frecuencia de los mandos.

—Necesito un médico con urgencia—dijo.

El ruido de la ametralladora

ahuyentó a la mayoría de la gente y elvehículo recobró la velocidad anterior.Cabía la posibilidad de que el Humveeatrepellara a alguna persona. Esto opiedras y escombros en la calle.Struecker no volvió la vista atrás paraverlo. Alcanzaron una furgoneta abiertaque circulaba despacio y con somalíescolgados de su parte posterior. Como nose apartó para dejarlos pasar y no habíasuficiente espacio para adelantarla,Struecker le dijo a su conductor quearremetiera contra ella. Cuando elHumvee la embistió, un hombre cuyaspiernas colgaban por la parte de atrásgritó de dolor y luego se introdujo

rodando en el interior de la furgoneta,que acabó por apartarse del camino.

—¿Podéis mandarnos a un médicopara que nos espere en la entrada? —pidió Struecker por radio.

Entraron en el recinto de la basealiviados y exhaustos. Habían pasadolas de Caín. Varios rangers, de suHumvee y de otros, heridos. Pilla,muerto. Pero para ellos, por fin, todohabía pasado.

Sus ocupantes, manchados de sangrey desconcertados saltaronatropelladamente. A Struecker leasombró lo que vio en la base. Esperaballegar a un remanso de paz y, en cambio,

todo el mundo en torno a él parecíapresa del frenesí.

Oyó por el altavoz a un comandanteque gritaba a alguien:

—¡Vigila lo que pasa y escucha misórdenes!

Algo había sucedido.El equipo médico llegaba en su

vehículo. Uno de los médicos entró en elHumvee y le dio la vuelta a Pilla.

—No pierdas el tiempo con él —ledijo Struecker—. Está muerto.

Y el médico se dirigió al Humvee deEsswein para recoger a Blackburn.Struecker, por su parte, tomó a uno delos ordenanzas por el brazo y le dijo:

—Escucha, hay un hombre muerto enla parte trasera de mi vehículo. Ocúpatede que lo saquen de allí.

El sargento se quedó observandocómo sacaban a Pilla del Humvee. Lacoronilla había desaparecido. El rostroestaba blanco, deformado y se habíahinchado tanto que parecía redondo. Nose parecía a Pilla.

12

El soldado Clay Othic disparó a unpollo. Cuando llegó el momento de quetodos los vehículos se pusieran enmovimiento y empezaran a cargarprisioneros, en la avenida Hawlwadigse desencadenó un lío del demonio. Lagente corría en todas las direcciones, lesdisparaban hombres con AK-47, lasgranadas abrían vías de humo en el airey detonaban con explosionesensordecedoras y, en medio de todo, unabandada de pollos se precipitaba haciael arma de Othic. Una de las aves seconvirtió en un montón de plumas

después de ser alcanzada por una ráfagaprocedente de una ametralladora delcalibre 50. El «Pequeño Cazador» noera la primera vez que cazaba.

Othic era el muchacho más bajo dela compañía y tenía aspecto deadolescente, por eso le asignaron (por elprocedimiento habitual) al arma demayor tamaño, una «Ma-Deuce», laametralladora Browning M-2 del calibre50, montada en la torreta de su Humvee.Othic se había hecho famoso ya alprincipio del despliegue cuando,inadvertidamente, robó el Humveepersonal del general Garrison. La torretadel suyo se había quedado atascada y el

sargento le dijo que intentara conseguirotro que «encontrara por ahí» a la vezque señalaba el hangar de los vehículos.Y Othic fue y se llevó el que estaba máscuidado de todos. Lo volvieron a dejaren su sitio antes de que el general lodescubriera.

Lo llamaban el Pequeño Cazadorporque cuando estaban en EstadosUnidos, mientras los otros muchachosfrecuentaban los bares de Auburn y deAtlanta en sus ratos libres, Othic,originario de Missouri, durante latemporada de caza desaparecía en losbosques de las inmediaciones de FortBenning con su rifle y regresaba con un

pato salvaje o un venado, que limpiabaen los barracones y luego llevaba a lasala del rancho. Tenía una capacidadpoco común de disfrutar de todo.Disfrutaba incluso estando de guardiafrente al recinto de la base, donde lomás interesante que podía hacer eraconfiscar carretes a la gente que pasabapor alto las señales que prohibían hacerfotografías, que resultaba serprecisamente casi todo el mundo quellevaba una cámara. Tenía una colecciónde rollos intactos fuera en la alambradaenvueltos como si fuera un tesoro.

Othic plasmaba la estancia enMogadiscio en un pequeño diario que

guardaba celosamente en la mochila.Dirigía todos los relatos a sus padres, ytenía previsto regalárselo cuandoregresara a casa. Con respecto a laconfiscación de los carretes defotografías, escribió lo siguiente, para locual había tomado prestadas algunasreferencias de Star Trek: «Entrada alSistema, Fecha Star 3 de septiembre de1993 17 horas. Acabo de dar porfinalizada otra de mis guardias en lapuerta principal, si bien ha sido una delas más interesantes. Hemos confiscadoun videocasete y tres carretes en 2.horas, la gente no puede hacerfotografías de lo nuestro, y se ponen

hechos una furia cuando se los quitamos.Es curioso porque tenemos letreros quelo indican, pero ellos intentan hacernosla pirula de todas formas. ¡Ja! ¡Hasperdido, estúpido!»

La afición de Othic por la escriturahacía que fuese todavía más molesto elhecho de que no recibiera tantas cartascomo los demás y, en particular, que notuviera una novia con la que cartearse.Los chicos que no tenían novia sesentían tan solos que no desperdiciabanla ocasión de leer las cartas que suscompañeros recibían de sus amigas.Claro que no toda la correspondenciaera agradable. El sargento Raleigh Cash,

de Oregón, recibió una carta dedespedida durante su estancia enMogadiscio. Una bomba. La muchachale mandó una caja de zapatos con todassus cosas, CD, casetes, fotos, y otrosrestos de una relación muerta, un plantónde los buenos, y allí, en la base. Todosse rieron a su costa despiadadamente,pero en cierta forma eso le ayudó asobrellevarlo. Sin embargo, elsentimiento general era que cualquiertipo de carta de una mujer era mejor queno recibir ninguna. El soldado EricSpalding, un muchacho de Missouri queera su mejor amigo, recibía unas muyagradables y se las dejaba leer a Othic.

Era bonito, pero hacía que este últimodiera una impresión patética. Estabapensando en pedirle a su hermana que leescribiera una carta bien picante sólopara tener alguna propia con que poderpresumir.

Él y Spalding se habían hechobuenos amigos y planeaban volverjuntos a Missouri en la furgoneta deOthic apenas volvieran a su país. Othictrabajó para el Servicio de Inmigracióny Naturalización como agente, y quería,cuando se licenciara, encontrar untrabajo allí. Le dijo a Spalding que talvez su padre pudiera hacer algo paraque él también entrara. Confiaban en

estar de vuelta en Missouri a tiempopara la temporada de caza del venado,en otoño.

Los dos envidiaban a los chicos D.Desde su llegada a Mogadiscio losRangers se pasaban el tiempodisparando en los campos de tiro,corriendo «divertidos» circuitos deocho kilómetros, haciendo guardias,etcétera, mientras que los operadores síque se lo pasaban en grande. Comoejemplo, estaban las palomas. Alprincipio, cuando la tropa llegó allí, laspalomas habían tomado posesión de losbarracones y se cagaban a voluntadsobre los hombres, los catres y el

equipo. Cuando uno de los chicos D sequedó hecho un asco al sentarse sobre sucatre para limpiar el arma, la fuerza deélite declaró la guerra. Solicitaronescopetas de perdigones. No huboclemencia para las aves. Los chicos Dtriangularon el fuego y organizaron unabuena carnicería de sangre y plumassobre los catres de los demás. ¿Nosabían esos muchachos cómo matar eltiempo en un despliegue o qué? Todostenían armas de reglamento con cañonesarmados manualmente y esas cosas. Losfabricantes de armas los equipaban de lamisma forma que Nike vestía a losdeportistas. Algunas veces, los de la

Fuerza Delta requisaban un Black Hawky se iban zumbando con gran estrépito acazar verracos salvajes, mandriles,antílopes y gacelas en la selva somalí.Regresaban con colmillos como trofeo,así como de animales salvajes con queorganizaban barbacoas. Lo llamaban«instrucción de campo». Sin embargo sepasaban mucho. Uno de ellos, BradHallings, se pavoneaba por la base conun collar hecho de dientes de verraco.El bajito pero fornido Earl Fillmorecogió unos colmillos, se los pegó en elcasco y luego se estuvo exhibiendodesnudo haciendo poses típicas de unseñor somalí de la guerra.

Como Othic y Spalding no teníanmuchas distracciones, habían encontradoalgo que ellos podían cazar. Spaldingera un buen tirador y muchas noches sutrabajo consistía en esconderseagazapado en lo alto de una viga yobservar la ciudad con unas gafas devisión nocturna a través de un agujerodel tamaño de una uva que había en lapared. Othic le hacía compañía allíarriba y charlaban para pasar el rato.Desde aquel escondrijo veían más decerca que los otros muchachos las ratasque campaban a sus anchas por el techo.Mogadiscio era un paraíso para lasratas; no había existido una recogida

regular de basura en lo que llevaban dehistoria. Los dos amigos se lasarreglaron para montar una ingeniosatrampa con dos botellas de agua Evian,un alambre y el contenido de una caja decomida lista para comer. Othic lo relatóasí en su diario:

«… Buenas noticias, los GrandesCazadores Blancos (Spalding y yo)capturaron a una rata grande, vieja yasquerosa en una de sus trampas (de él adecir verdad, pero esto es una operaciónconjunta). La caza de la rata mereció lafelicitación de todos.»

El gran deseo de Othic, mayorincluso que el de irse a casa, era

participar en más misiones. Habíanluchado. Hubo una gran actividad alprincipio, pero a finales de septiembreel ritmo había decrecido. Othic escribió:

«18:30 horas. Otro día sin misionesy ya empiezo a estar harto. Hemossalido no obstante para la sesión de tiro,como si esto fuera de algún consuelopara nosotros. También les estuvimostirando a los maniquíes, así que estoyempezando a ser un buen adepto a hacerdiferentes sistemas de instrucción…Mañana llega el correo (¡toquemosmadera!). Soy consciente de que estosapuntes se están volviendo más y másaburridos, pero es que todo se está

volviendo demasiado familiar, lo cual esmalo porque conducirá a una laxitud quepuede resultar peligrosa. Es difícilmantenerse alerta cuando todo seconvierte en rutina, ¿comprendéis?»

La noche del 25 de septiembre, losskinnies derribaron un Black Hawk dela 101 División. Murieron tresmiembros de la tripulación cuando elhelicóptero abatido ardió en llamas,pero el piloto y el copiloto se salvaron.Intercambiaron disparos con unostiradores en la calle hasta que un somalícooperante los metió en un vehículo ylos sacó de allí.

Othic estaba de guardia aquella

noche.«Cuando inicié mi guardia a las dos

de la madrugada, yo y otro compañerovimos una bola naranja en llamas que sedesplazaba por el cielo, luego descendióy se produjo una gran explosión y hubouna segunda explosión, —escribió—.Hoy la bandera ondeaba a media astapor los tres hombres de la 101 muertosen el ataque, los derribó una RPG…Luego, mientras cargaban los cuerpos enel avión que los conducirá a casa, hahabido una ceremonia por loscompañeros caídos. Te hace pensar en tupropia mortalidad.»

Ocho días más tarde, apostado en la

torreta de un Humvee detrás de un fusilametrallador del calibre 50, Othic notuvo tiempo para reflexionar sobre sumortalidad. Estaba esperando junto auna esquina a una manzana al sur deledificio blanco del asalto, escuchaba elcada vez más intenso tiroteo y ansiabahacer intervenir su arma en el combate.Pero como su vehículo tenía por misiónatender la retaguardia, era el último delconvoy de tierra y el arma apuntabacalle abajo en dirección contraria a laacción. Le preocupaba sobre todoperderse el tiroteo. Y entonces elconvoy empezó a ponerse enmovimiento. Cuando su Humvee dobló

para meterse en la avenida Hawlwadig,le disparó al pollo.

Había tanta confusión, que a Othic lecostaba orientarse. Como montones depersonas sin armas copaban las calles,empezó a disparar pero prestando muchaatención. Le disparó a un somalí armadoapostado en la entrada del hotel. Acabócon otro en la callejuela situada al oestedel hotel. El hombre se detuvo en mediode la calle y su vista se cruzó unmomento con la de Othic cuando miróhacia atrás por encima del hombro. Lasráfagas del calibre 50, capaz de abrir unagujero del tamaño de una cabeza en unladrillo, partió al hombre en dos. A fin

de inutilizar el arma del muerto queyacía junto a él, le disparó a aquéllaunas cuantas ráfagas más. Cuando vio enla calle, hacia el sur, a unas personasarrastrando neumáticos y escombrospara hacer una barricada, giró la torretay disparó unas ráfagas en aquelladirección. Todos se dieron a la fuga.

Había demasiado fuego cruzado paraque Othic pudiera darse cuenta de lo queocurría. A su alrededor llovían las balasy las granadas. Veía una nube de humo yun resplandor y luego seguía con la vistael grueso arco de la granada conformeésta ascendía a gran velocidad.Casquillos de cobre reforzados se

amontonaban en torno a la torreta. Unaráfaga somalí dio en la pila y uno de loscasquillos reforzados saltó hacia arribay le golpeó en la cara. Othic se asustócuando otras dos ráfagas les dieron a lascajas de municiones que había junto a él.Alguien la tenía tomada con él. Se pusoa disparar a discreción. Había un dichoRanger que decía: «Cuando las cosas seponen mal, el mal es cíclico».

Eric Spalding, el amigo de Othictambién originario de Missouri, estabaen uno de los camiones cinco toneladasque iba en la columna pero más atrás.Para proteger de las minas a los queviajaban en la parte posterior, el camión

llevaba detrás unos sacos de arena, sinningún armamento más. Spalding iba enel asiento del pasajero y, considerandoque su mejor defensa era una buenaofensiva, empezó a disparar apenas elconvoy dobló la esquina en dirección alblanco. Le dio a un somalí armadosituado en la escalera del HotelOlympic, y, luego, los blancos llegarontan deprisa como él podía apuntar ydisparar. No había tiempo paraconsiderar sobre lo que sucedía. Eltiroteo empezó rápida y aceleradamente.

Al sargento John Burns, que iba enun Humvee detrás del camión deSpalding, le costó comprender la

envergadura del combate. Tanto él comolos demás rangers esperaban encontrarsecon lo normal en aquellas misiones, unoo dos somalíes armados que disparabany salían corriendo. Por consiguiente,cuando vio a un nativo que disparabauna RPG desde un numeroso grupo demujeres, Burns saltó del Humvee paradarle alcance pero se enganchó el pie enel estribo de la puerta y cayó de brucescuan largo era sobre el polvo de lacalle. Logró ponerse en pie, empezó aperseguir al hombre con ellanzagranadas RPG y, cuando lo tuvo enel campo de mira, se apoyó en el suelosobre una rodilla y le disparó. El somalí

cayó y Burns, inmerso en su papel depequeño cazador, corrió hasta el lugar ylo agarró por la camisa con la intenciónde llevarlo donde estaban losprisioneros. Sin embargo, cuandoempezó a arrastrar al herido, advirtió elintenso tiroteo a su alrededor y,horrorizado, vio a diez somalíesarmados que doblaban la esquina delhotel.

Burns comprendió que estaba enmedio de un combate de grandesdimensiones. Soltó la camisa delhombre herido y echó a correr de vueltaal Humvee, donde sus compañeros, quelo observaban estupefactos, se habían

agachado y disparaban.En el Humvee que iba detrás, el

soldado Ed Kallman sintió una subidade adrenalina cuando el vehículo llegó ala esquina y se metió en plenabarahúnda. Se había alistado en elEjército en busca de impresiones fuertesdespués de haberse estado aburriendomortalmente en el instituto deGainesville, en Florida. Se empieza enel Ejército con la perspectiva delcombate real, pero poco a poco la durainstrucción y disciplina de los Rangershacen que uno acabe deseándolo. Y allíestaba. La guerra. El hecho real. Sentadodetrás del volante y observando a través

del parabrisas, Kallman tuvo querecordarse a sí mismo que aquello noera una película y, esta realidad, le llenóen un primer momento de un júbilomacabro e infantil. Vio una estela dehumo procedente de una RPG por elrabillo del ojo y la siguió con la vistamientras pasaba velozmente por suvehículo y detonaba contra uno de loscamiones cinco toneladas que teníadelante. Cuando el humo se desvaneció,vio al sargento del Estado Mayor DaveWilson, uno de los dos únicos hombresde color de la compañía Ranger,apoyado contra el muro de una casasituada junto al camión. Wilson tenía las

piernas extendidas frente a él y éstasaparecían salpicadas de sangre roja ybrillante. Kallman estaba horrorizados¡Uno de sus compañeros! Se aferró alvolante y, con unas repentinas y enormesganas de ponerse otra vez enmovimiento, clavó la vista en elvehículo que tenía delante.

Desde la torreta del Humvee decola, Othic había visto el resplandor dellanzagranadas. Hizo girar su calibre 50y barrió el lugar derribando a ungrupúsculo de somalíes frente al tirador.

A continuación, se abatió sobre suantebrazo derecho algo que parecía unbate de béisbol. Le cogió desprevenido.

Oyó el crack, sintió el golpe y, cuandobajó la vista, vio un agujero en el brazo.El hueso se había roto.

—¡Me han dado! ¡Me han dado! —gritó.

Empezó a descargar la calibre 50 deforma cíclica, disparaba sin parar porespacio de un minuto, y derribó árboles,muros y a cualquiera que se pusiera pordelante, al lado o detrás de ellos, hastaque el sargento Lorenzo Ruiz se irguióen la torreta y le quitó el arma.

13

En el cruce donde se hallaba elsargento Eversmann las cosas seguíanyendo mal para la Tiza Cuatro. Elsoldado Blackburn se había caído delhelicóptero, habían aterrizado en unlugar alejado del objetivo y, además,obligados a quedarse allí, no alcanzabana acceder a la posición correcta. Habíamandado a cinco hombres con la literade Blackburn y ninguno de ellos habíaregresado.

Para colmo, el sargento Galentineestaba herido.

Galentine era un muchacho de Xenia,

Ohio, que, al finalizar el instituto, estuvoseis meses manejando una prensa en unaplanta de moldeado de caucho antes dedecidir que había algo más que hacer. Sealistó el día que dio comienzo la guerradel Golfo, pero ésta se acabó antes deque él hubiera dado fin a la instrucciónbásica. Desde entonces esperaba laocasión de un combate de veras. Tuvoun gran disgusto cuando a él y a Stebbinslos descartaron de aquel despliegue. Sinembargo ahora estaba allí, por fin, enpleno combate. Le afectó de una formaextraña. Se quedó atontado. Él y sucompañero, el soldado Jim Telscher, sequedaron sentados entre dos

automóviles mientras los disparoslevantaban polvo entre ellos. Telscher sehabía golpeado el rostro con su propiorifle al bajar por la cuerda rápida y teníala boca ensangrentada. Poco a poco, lasbalas fueron rompiendo los cristales delos dos automóviles y reventaron losneumáticos. Galentine y Telscherpermanecieron detrás de losparachoques posteriores mirándose eluno al otro con cara de tontos.

Galentine no estaba asustado. Nopensaba que podían matarlo. Se limitó adirigir su M-16 hacia alguien calleabajo, apuntó al centro y disparó variasráfagas. El hombre se desplomó. Igual

que en las prácticas de tiro, pero másguay.

Cuando empezaron a dispararlesdesde direcciones diferentes, él yTelscher echaron a correr hasta unacallejuela adyacente. Una vez allí,Galentine se encontró frente a frente conuna somalí. Corría por la callejuela ymiraba horrorizada al soldado a la vezque forcejeaba con una puerta paraentrar en una casa. El primer instinto deGalentine fue dispararle, pero no lohizo. La mujer tenía los ojos abiertos depar en par. El muchacho fue objeto deuna conmoción momentánea. Le puso enevidencia su estupidez. Aquello no era

un juego. Había estado a punto de matara aquella mujer. Ella abrió la puerta y semetió dentro.

Acto seguido, con el rifle sujeto alhombro por una correa que le rodeaba elcuerpo, se puso a cubierto detrás de otrovehículo en la calle principal. Escogíablancos entre un grupo de cientos depersonas que caminaban en tropel por lacalle y se desplazaba hacia su posición.Estaba disparando cuando notó un golpedoloroso y tan fuerte en la manoizquierda que el arma giró en torno a él.Su primer impulso fue el de enderezarla,pero cuando alargó la mano para hacerlovio que el pulgar colgaba del antebrazo,

sujeto sólo por una tira de piel.Tomó el pulgar y lo presionó contra

la mano.—¿Estás bien, Scotty? ¿Estás bien?

—preguntó Telscher.Eversmann lo había visto, el M-16

que giraba como una peonza y unassalpicaduras junto a la mano izquierdade Galentine. Vio que éste se sujetaba lamano y luego dirigía la vista al otro ladode la calle donde él estaba.

—¡No vengas aquí! —gritóEversmann porque había mucho fuegocruzado en el centro de la calle—. ¡Nocruces!

Galentine echó a correr, aunque

había oído al sargento. De alguna forma,el desgarbado líder de la escuadrasituado al otro lado de la callesignificaba seguridad. Corría pero noparecía avanzar, como en un sueño.Notaba los pies pesados y lentos y, silas balas zumbaban a su alrededor ni lasoía ni las veía. Se arrojó al suelo elúltimo par de metros, avanzó rodando yse apoyó contra el muro, junto aEversmann.

El sargento seguía enfrentándose a lamuchedumbre. Había unos Humvees enla calle detrás de él, frente al edificioobjetivo del asalto. Delante, daba lasensación de que la mitad de la ciudad

de Mogadiscio acudía en tropel y se lesechaba encima. Los hombres seprecipitaban en medio de la calle,disparaban ráfagas con sus AK y luegose ponían a cubierto. Veía el resplandorrevelador y el humo de las RPG que leslanzaban en su dirección. Las granadasechaban humo y explotaban con unalarga lengua de fuego y una deflagracióndestructora. Del otro lado de la calle, elcalor de la explosión se desparramabapor el aire y dejaba una estela de olor apolvo cáustico que se les metía en laboca y en la nariz. En un momento dado,volaron tantos proyectiles quelevantaron polvo al golpear en el suelo y

mellaron los bordes de las casas, y sehizo una ola tal de estruendo y energíaque el sargento podía incluso verlaacercarse. Les sobrevoló un BlackHawk y Eversmann se puso en pie yextendió su largo brazo en dirección alfuego. Acto seguido, vio a un oficial devuelo sentado en la parte trasera detrásde una metralleta y que el arma escupíaráfagas de fuego en dirección a unosgrupos situados calle arriba y, por uncorto espacio de tiempo, desde allí nollegó ningún proyectil. ¡Qué buenosnuestros chicos!

A la izquierda de Eversmann, elsoldado Antón Berendsen estaba echado

en el suelo boca abajo y disparaba unM-203, un lanzagranadas montado bajoel cañón de un rifle automático M-16.Berendsen apuntaba al este, a lossomalíes que se asomaban y disparabandesde la parte posterior de las chabolasde hojalata oxidada que de vez encuando sobresalían de los muros depiedra. Unos segundos después de queapareciera rodando Galentine,Berendsen se sujetó el hombro.

—¡Oh cielo santo! ¡Me han dado! —exclamó a la vez que levantaba la vistahacia Eversmann.

Con el brazo colgando junto alcuerpo y retirándose con la otra mano

trocitos de porquería que tenía en lacara, Berendsen corrió hacia el muro yse apoyó en él junto a Galentine.

Eversmann se puso en cuclillas juntoa los dos hombres y se dirigió primero aBerendsen, el cual, todavía inquieto, nodejaba de mirar el lado este delcallejón.

—Ber, dime dónde te han herido —dijo Eversmann.

—Creo que me han dado en el brazo.Berendsen alcanzó la recámara del

lanzagranadas con la mano buena. Nopodía abrirla con una mano. Eversmann,impaciente, le abrió la recámara.

—Hay un tipo justo allí —explicó

Berendsen.Eversmann estaba muy ocupado con

la herida y no levantó la vista. Mientrasforcejeaba para levantar el chaleco deBerendsen y abrirle la camisa paracalibrar la envergadura de la herida, elsoldado, con una sola mano, disparó unaráfaga con el 203. Vio que la granadadel tamaño de un puño surcaba el aire enforma de espiral hacia una chabola queestaba a unos cuarenta metros dedistancia. La destruyó en medio de ungran fogonazo de luz, ruido y humo.Dejaron de salir tiros procedentes deaquel lugar.

No parecía que la herida de

Berendsen fuese grave. Eversmann sevolvió a Galentine, que estaba con losojos abiertos de par en par como sihubiera sufrido una conmoción. Elpulgar le colgaba bajo la mano.

El sargento cogió el trozo de dedo yse lo puso en la palma de la mano.

—Scott, sujétalo —dijo—. Manténla mano levantada y no sueltes el pulgar,amigo.

Galentine sujetó el pulgar con losotros dedos.

—Mantén la mano en alto. Todo irábien.

Llegó un enfermero corriendo a finde atender al herido. Cuando vio el

pulgar cortado se le cayó el vendaje decampaña al suelo. Con la mano sana,Galentine sacó un vendaje nuevo delbotiquín médico y se lo dio alenfermero. La mano herida escocía. Erala misma sensación que cuando unogolpeaba mal la pelota de béisbol en undía gélido.

—No se preocupe, sargentoGalentine, se pondrá bien —dijoBerendsen que sangraba junto a él.

A Eversmann sólo le quedaba elespecialista Dave Diemer, un tiradorSAW que estaba encarado al este. ComoDiemer realizaba el trabajo de treshombres, Eversmann fue a echarle una

mano. Eversmann alzó el rifleautomático M-16, distinguió a un somalíarmado calle abajo y lanzó una ráfaga.Cayó en la cuenta de que era la primeravez que disparaba desde que habíabajado por la cuerda.

Eversmann pensó que aquello era delocos, pero que las cosas todavía noiban demasiado mal. Hizo un esfuerzopor mantener la calma, no perder devista cuanto sucedía. Puso una rodilla enel suelo detrás de un vehículo junto aDiemer. Pensaba a gran velocidad. Teníatres rangers heridos, aunque sólo unograve, y además había logradoevacuarlo. No había que temer ni por la

vida de Galentine ni por la deBerendsen.

Se rompieron unos cristales yalgunos fragmentos saltaron sobre él yDiemer. Un somalí corría y se situaba enel centro de la calle a sólo un par decientos de metros e hizo explotar elvehículo. Diemer dio un salto hastaponerse detrás de la rueda posterior enel lado del pasajero y le disparó a suvez una rápida ráfaga. El somalí sedesplomó con fuerza en la calleconvertido en un montón de carnearrugada.

Eversmann le informó por radio alteniente Perino que habían herido a otros

dos hombres, pero que no necesitabanser evacuados con urgencia.

—¡Sargento Eversmann! —le llamóTelscher desde el otro lado de la calle—. Snodgrass está herido.

El soldado raso Kevin Snodgrass, elametrallador, agazapado detrás de uncoche había recibido una ráfaga queprimero había impactado en elautomóvil o rebotado en la calle.Eversmann vio que Telscher se inclinabasobre Snodgrass. El ametrallador noemitía sonido alguno. No parecía quetuviera nada de cuidado.

Entonces Diemer le dio una palmadaen el hombro.

—¿Sargento?Eversmann se volvió cansinamente.

En el rostro de Diemer había unaexpresión de pánico.

—Creo que acabo de ver que ledaban a un helicóptero.

B L A C K

H A W K

D E R R I B A D O

1

Mohamed Hassan Farah oyó loshelicópteros que se acercabanprocedentes del norte. Llegaban comosiempre, a baja altura y haciendo muchoruido. Generalmente lo hacían de noche.Sólo se oía el silbido de los rotores. Nose les veía nunca a menos que sedetuvieran sobre la manzana donde unovivía. Entonces descendían tanto que elruido golpeaba en los oídos y el impulsode los rotores arrancaba los arbustos delsuelo arenoso y succionaba los tejadosde hojalata de las chabolas, que salíanvolando por los aires en medio de un

gran estruendo. Incluso entonces, loshelicópteros no se podían ver más quecomo un difuso contorno contra el cielooscuro. Volaban negro sobre negro,como la muerte.

En aquella ocasión, era diferente.Era de día, media tarde. Cuando los oyó,Farah fue presa del pánico y de la ira.Salió de la casa y los vio pasarvelozmente agitando árboles y haciendotemblar tejados. Sabía que eran rangersporque éstos siempre iban con las botascolgando de las puertas abiertas. Contóalrededor de una docena, pero ibandemasiado deprisa para asegurarlo.Vibró la tierra blanda y seca bajo sus

sandalias.A causa de un ataque con

helicópteros tres meses antes, el 12 dejulio (antes de que llegaran losRangers), aún se estaba reponiendo delas heridas sufridas durante el mismo.Tanto Farah como los demás miembrosde su clan se alegraron de laintervención de Naciones Unidas endiciembre del pasado año. Prometíaaportar estabilidad y esperanza. Sinembargo, la misión había degenerado enodio y derramamiento de sangre. Creíaque los estadounidenses actuabanengañados al proporcionar suintervención al secretario general de

Naciones Unidas Butros-Ghali, enemigodesde hacía mucho tiempo del HabrGidr y del líder del clan, el generalMohamed Farrah Aidid. Estabaconvencido de que Boutros-Ghaliintentaba resurgir el Darod, un clanrival. Y, desde el 12 de julio, el HabrGidr permanecía en guerra con EstadosUnidos.

En la mañana de aquel día, loshelicópteros estadounidenses QRF,diecisiete en total, rodearon la casa deAbdi Hassan Awale, llamado Qeybdid.Dentro de la vivienda, en una salagrande del segundo piso, estabanreunidos casi cien de sus hombres:

miembros del clan, intelectuales,ancianos y jefes de la milicia. Había quetratar un asunto urgente. Hacía cuatrosemanas que el Habr Gidr estaba bajo lavigilancia de Naciones Unidas, desdeque en una sangrienta emboscadallevada a cabo por el clan murieranveinticuatro soldados paquistaníes.

El clan lo tenía muy difícil, peroestaban acostumbrados a ello. El HabrGidr era un rival secular del Darod, elclan del ex dictador Mohamed SiadBarre, quien había gobernado Somaliabajo el terror durante veinte años. Comodiplomático egipcio, Boutros-Ghaliestaba en contra de las fuerzas

revolucionarias de Aidid. Barre fuederrocado en 1991, pero el Habr Gidrno pudo consolidar su poder político. Yese mismo Boutros-Ghali, medianteNaciones Unidas, volvía a intentarderrotarlos. Así es como ellos lo veían.Por consiguiente, vivían como lo habíanhecho durante muchos años,escondiéndose de los que ostentaban elpoder, a la espera del momento propicioy a la búsqueda de oportunidades paraatacar.

Aquel día de julio, los responsablesdel clan se hallaban reunidos parahablar sobre la forma de responder a lainiciativa de paz de Jonathan Howe, el

almirante estadounidense retirado quedirigía la misión de Naciones Unidas enMogadiscio. Los somalíes de medianaedad estaban sentados sobre alfombrasen el centro de la sala. Los mayores seinstalaron en las sillas o sofásdispuestos en torno a la estancia. Entrelos ancianos presentes había líderesreligiosos, ex jueces, profesores, elpoeta Moallim Soyan y el más ancianode los líderes del clan, el jeque HajiMohamed Imán Aden, de más de noventaaños. Detrás de los ancianos, de pie yapoyados contra la pared, estaban losmás jóvenes. Muchos vestían ropaoccidental, camisas y pantalones, pero

la mayoría llevaba la tradicional prendasomalí, una falda abigarrada de algodóncon varias capas de tela superpuestallamada ma-awis.

Eran los miembros mejorpreparados culturalmente del clan.Desde que en Somalia tanto el ordencomo el Gobierno se derrumbaron, losintelectuales tenían poco trabajo. Porconsiguiente, una reunión como aquéllasuponía un gran hito, una oportunidadpara discutir sobre la dirección de lascosas. Aidid no estaba presente.Permanecía oculto desde que hacía unassemanas Naciones Unidas registraban yallanaban la mayoría de las casas que

pudieran constituir su residencia.Qeybdid y algunos de los presentes eransus consejeros más próximos, políticosde línea dura, hombres con las manosmanchadas de sangre. Algunos eran losresponsables de los ataques a las tropasde Naciones Unidas y de la masacre delos paquistaníes. También habíamoderados, hombres que seconsideraban realistas.

Gobernar un país empobrecido comoSomalia no significaba nada sinvinculaciones amigas con el resto delmundo. Los miembros del Habr Gidreran capitalistas entusiastas. Muchos delos presentes eran hombres de negocios

que deseaban reanudar el flujo de laayuda internacional y los lazoscomerciales con los poderes de EstadosUnidos y Europa. Les molestaba elobstruccionismo y el juego cada vez máspeligroso que se traía entre manos Aididcon Naciones Unidas. En medio delambiente de confrontación que se vivíaen Mogadiscio, no era muy probable queprevaleciesen sus argumentos, perohabía personas entre los reunidos en lacasa de Abdi que estaban allí paradefender la paz.

Farah, un somalí de unos treintaaños, calvo y hablador, formaba partelos moderados. Ansiaba cierta

normalidad en su país y lazos amigoscon naciones que pudieran ayudar aSomalia. Farah era ingeniero y cursóparte de sus estudios en Alemania. Veíauna oportunidad en las ruinas deMogadiscio. Ante él se abría toda unavida de reconstrucción importante ylucrativa. Pero también estabaconvencido de que quien se merecíagobernar el país (y el único que iba adesviarle valiosos contratos deingeniería) era su compañero en el clan,Aidid. Naciones Unidas pretendíantratar a todos los señores de la guerra ya los clanes de la misma forma cuandono eran iguales.

Farah estaba en el perímetro de lasala con los más jóvenes, pero en lugarde quedarse en pie, tenía apoyada unarodilla en el suelo entre dos sofás, loque probablemente le salvó la vida.

El misil TOW está diseñado paraatravesar el casco blindado de untanque. Se trata de un proyectil bifásicode más de una tonelada y media conaletas en el centro y detrás que arrastraun cable de cobre tan fino como uncabello. El cable permite que el TOWsea teledirigido en el vuelo de formaque pueda seguir con precisión latrayectoria del láser que va al blanco.Equipado con una carga amoldada

dentro de su punta redondeada, cuandoimpacta arroja un chorro de plasma,cobre fundido, que arde a través de lacapa exterior de su blanco, con lo cualel proyectil puede penetrar y descargardentro toda su carga explosiva. Laexplosión es tan potente que desmembraa cualquiera que esté cerca, y arrojaafilados fragmentos metálicos en todasdirecciones.

Lo que Farah vio y oyó fueron unresplandor de luz y una violentadeflagración. Se incorporó y dio un pasoadelante antes de escuchar el whoo-oshde un segundo proyectil. Otro resplandory otra explosión. Fue arrojado al suelo.

La estancia se llenó de un humo denso.Intentó avanzar pero los cuerpos lebloqueaban el camino, una pilasangrienta de un metro de alto formadapor hombres y fragmentos humanos.Entre los que murieron instantáneamente,estaba el nonagenario jeque Haji Imán.A Farah le asombró ver, a través delhumo, que Qeybdid, sangrando yquemado, seguía de pie en el centro dela carnicería.

En otro lado de la sala, la ondaexplosiva había dejado a AbdullahiOssoble Barre aturdido. Tenía lasensación de que los hombres queestaban más cerca de la explosión se

habían evaporado. En cuanto recuperó lapresencia de ánimo, se puso a buscar asu hijo.

Aquellos que sobrevivieron alprimer estallido, palpaban a tientas lapared en busca de la puerta cuandoestalló el segundo misil. La atmósfera,llena de humo oscuro, olor a pólvora,sangre y carne quemada, estaba muyviciada. Farah encontró la escalera, seincorporó y, apenas puesto el pie en elprimer escalón, explotó un tercerproyectil que desintegró la caja de laescalera. Bajó a trompicones hasta elprimer piso. Aturdido, se sentó y se tocóen busca de huesos rotos o alguna

herida. Vio que sangraba de una enormeabertura en el antebrazo. Sentía un dolorlacerante en la espalda, donde lametralla le había perforado en variospuntos. Avanzó a gatas. Encima de él, seprodujo otra explosión. Luego otra yotra. En total los proyectiles lanzadosfueron dieciséis.

Barre encontró a su hijo con vida,atrapado en el piso de arriba, bajo unmontón de cuerpos mutilados. Empezó atirar de los hombres para sacarlos deallí y parte de sus cuerpos quedaron ensus manos. Logró liberar a su hijo, quienestaba semiinconsciente, con granesfuerzo y tirando de las piernas. Como

advirtieron entonces que losestadounidenses de los helicópterosestaban tomando la casa por asalto, él ysu hijo se quedaron quietos en medio deaquella carnicería y fingieron estarmuertos.

Farah se arrastró hasta que encontróuna puerta que diera al exterior. Vio queuno de sus compañeros salía corriendode la casa, y en el cielo los helicópteros,Cobras en su mayoría, pero tambiénalgunos Black Hawks. El cielo estabaplagado de ellos. Unas estelas rojassalían de las pequeñas ametralladorasde los Cobras. Farah y quienes sehallaban en la puerta tenían que tomar

una decisión. A algunos les sangraba laboca y los oídos. Podían quedarse en lavivienda en llamas o desafiar en elexterior las armas de los helicópteros.

—Salgamos juntos —propuso unode los hombres—. Algunossobreviviremos y otros moriremos.

En los tres meses transcurridosdesde entonces casi se había recuperadode las heridas. Pero en aquellosmomentos, mientras oía la fuerza dehelicópteros estadounidenses queretumbaban sobre su cabeza, recordó laconmoción, el dolor y el terror. La rabiase apoderaba de él y de sus amigoscuando lo recordaban. Era positivo que

el mundo interviniese para alimentar alos hambrientos, e incluso que NacionesUnidas ayudaran a que Somaliaconsiguiera un gobierno pacífico. Peromandar a los Rangers estadounidenses alanzarse sobre su ciudad matando ysecuestrando a sus líderes, eso erademasiado.

Bashir Haji Yusuf oyó loshelicópteros mientras se encontraba ensu casa con unos amigos; mascaban khaty disfrutaban del fadikudirir, lastradicionales horas vespertinasdedicadas a discusiones entre hombres,debates y risas. Aquel día estabanhablando de «la situación», que era

prácticamente de lo único que hablaban.Sin Gobierno, sin tribunales, sin ley ysin universidades, en Mogadiscio nohabía trabajo para los abogados, peroYusuf nunca carecía de argumentos.

Se pusieron en pie para ir a mirar.También Yusuf vio las piernas colgandoy supo que se trataba de Rangers. Todosellos despreciaban a los Rangers y a losBlack Hawks, cuya presencia sobre laciudad parecía sempiterna. Volaban engrupos, a todas la horas del día y de lanoche; picaban y volaban tan bajo quedestruían barrios enteros, derribaban lospuestos de los mercados y aterrorizabanal ganado. A las mujeres que caminaban

por la calle se les levantaban losamplios y abigarrados vestidos. Lafuerte corriente de aire que provocabanllegaba incluso a arrancar a los niños delos brazos de sus madres. En una de lasbatidas, una mujer estuvo gritandofrenéticamente por espacio de casimedia hora hasta que llegó un intérpretepara escuchar y explicar que loshelicópteros al aterrizar habían hechoque su hijo cayera al suelo. Los nativosse quejaban de que los pilotos sequedaban suspendidos de formadeliberada sobre las duchas y loslavabos públicos que carecían detejado. Los Black Hawks bajaban en

picado hasta las rotondas de muchotráfico y creaban una enorme confusión,luego se impulsaban hacia arribadejando a la gente abajo envuelta enpolvo y exhausta. Los habitantes deMogadiscio se sentían maltratados yacosados.

A Yusuf los estadounidenses lehabían decepcionado. Había cursadoparte de sus estudios en Estados Unidosy tenía muchos amigos allí. Lo que másle preocupaba era que él sabía que lohacían con buena intención. Sabía quesus amigos de Carolina del Sur, dondehabía asistido a la universidad, veían enesta misión de Somalia un esfuerzo para

poner fin al hambre y al derramamientode sangre. Ellos no veían nunca lo quesus soldados realmente hacían en laciudad. ¿Cómo iban a cambiar las cosasaquellas sangrientas incursiones de losRangers? «La situación» era tan vieja ytan complicada como su propia vida. Laguerra civil había destruido todaapariencia con el antiguo orden de lascosas. En aquella nueva y caóticaSomalia, las inestables alianzas y losodios de sangre entre los clanes ysubclanes eran como los dibujos que elviento esculpía en la arena. A menudo,ni el propio Yusuf comprendía quésucedía. ¿Y ahora aquellos

estadounidenses, con sus helicópteros,sus armas dirigidas por láser y losRangers con sus tropas de choque iban asolucionarlo todo en unos pocos días?¿Capturarían a Aidid y todo iba a irbien? Trataban de destruir un clan, laorganización social más antigua yeficiente conocida por el hombre. ¿Nose daban cuenta los estadounidenses deque, por cada jefe que capturasen,docenas de hermanos, primos, hijos ysobrinos se disponían a ocupar su lugar?Los obstáculos no hacían más quefortalecer la determinación del clan.Aun en el supuesto de que el Habr Gidrquedara reducido o destruido, ¿no se

conseguiría con esto elevar al clan quele siguiera en importancia? ¿Oesperaban los estadounidenses que enSomalia, de repente, surgiese unademocracia jeffersoniana hecha yderecha?

Yusuf sabía que no tenía sentido ladisplicencia —o rabia— de que hacíagala la emisora de Aidid, cuando decíaque Naciones Unidas y losestadounidenses habían ido a colonizarSomalia y querían quemar el Corán. Sinembargo, en los meses transcurridosdesde el ataque a la casa de Abdi, habíallegado a compartir la rabia popularhacia las fuerzas estadounidenses. El 19

de septiembre, después de que unabanda de somalíes atacara a un grupo deingenieros que formaban parte de unequipo de bulldozers de la 10.a Divisiónde Montaña, los helicópteros Cobrapertenecientes al QRF lanzaron misilesTOW y fuego de cañones al gentío queacudió en tropel al oír los gritos, ymataron a cien personas. Loshelicópteros eran una presencia temidaen la ciudad. Yusuf recordaba que, unanoche, estaba en la cama con su mujerembarazada, cuando llegaron los BlackHawks. Uno de ellos quedó suspendidoencima de su vivienda. Las paredestemblaron, el ruido era ensordecedor y

él temió que el tejado, al igual que otrosen la ciudad, fuese succionado. Enmedio del estrépito, su esposa cogió sumano y se la colocó sobre el vientre.

—¿Lo notas? —preguntó.Percibió las patadas de su hijo en su

seno, como si se debatiera asustado.Como además de ser abogado

hablaba inglés, Yusuf fue el encargadode liderar el grupo de nativos paraextender una queja formal a la base deNaciones Unidas. Les dijeron que nopodían hacer nada respecto a losRangers. No estaban bajo la jurisdicciónde Naciones Unidas. No se tardó enculpar a los Rangers de cualquier muerte

asociada con la lucha entre ellos. Lossomalíes decían en broma con amarguraque Estados Unidos habían ido allevarles comida con el simplepropósito de cebarlos para el sacrificio.

Yusuf vio que la escuadra aéreareducía la velocidad a dos kilómetros dedistancia, al norte, Sobre el mercadoBakara. Si se dirigían al mercado, seproduciría un gran desastre. Loshelicópteros sobrevolaban en círculo elHotel Olympic.

En aquel momento, oyó queempezaba el tiroteo.

2

Casi todos los Rangers vierondesplomarse al Súper Seis Uno.

El soldado John Waddell, elametrallador de la SAW en la Tiza Dos,había empezado a relajarse, más omenos, en la esquina noreste. Escuchabalas detonaciones de los tiros en las otrasposiciones de las tizas en torno aledificio blanco del asalto, pero despuésde que Nelson, operador de unaametralladora M-60, acabara con aquelgrupo de somalíes, había vuelto latranquilidad a su posición. Waddell oyóque el teniente DiTomasso decía por

radio que se preparaban para subir a losvehículos, lo que significaba que loschicos D debían de haber terminado sutarea en la vivienda objetivo. Cuandoestuviera de vuelta en la base todavía lequedarían un par de horas de luz, tiemposuficiente para encontrar un lugarsoleado en lo alto de un contenedorConex y terminar la novela de Grisham.

En aquel momento se produjo unaexplosión en el cielo. Waddell miróhacia arriba y vio que un Black Hawk seretorcía de forma extraña en plenovuelo.

—¡Eh! ¡Aquel helicóptero se cae! —gritó uno de los hombres al otro lado de

la calle.—¡Han derribado un helicóptero! —

gritó Nelson.Lo había visto todo: El fogonazo de

la granada propulsada por cohete que ledio al Black Hawk Súper Seis Uno queestaba encima de él.

Todos escucharon el estruendo. Seresquebrajó la cola con el fogonazo y elrotor dejó de girar en medio de unrechinamiento horrible seguido de unestentóreo chug-chug-chug. Elhelicóptero siguió avanzando pero luegose estremeció y empezó a descender enbarrena. Primero lentamente, luegocobrando velocidad.

3

Ray Dowdy notó una sacudida, nadaimportante, aunque sí lo bastante fuertepara que diese un brinco en su asientosituado detrás de la metralleta en laparte izquierda del Súper Seis Uno.Dowdy llevaba una tercera parte de suvida dedicado a mantener y volarhelicópteros del Ejército. Conocía losBlack Hawks casi mejor que nadie en elmundo, y el golpe no le pareciódemasiado grave.

Probablemente había sido una RPG.Desde que los chicos D habían accedidoa bordo mediante cuerdas, la atmósfera

se había densificado a causa de lasestelas de humo, lo que suponía unapreocupación creciente. El Black Hawkde la QRF caído la semana anteriorhabía sido alcanzado por una RPG. Seincendió por el impacto. Este incidentehizo que se reconsiderase la forma enque se hacían las cosas, incluso aunqueno se produjera percance alguno en lasseis misiones previas del destacamentoespecial. Algunos pilotos reclamabanmás flexibilidad, pero sus mandosquerían que no se apartaran de lasnormas.

El suboficial jefe Cliff Wolcott, elpiloto del Súper Seis Uno, no se

quejaba por cualquier cosa. Con suimperturbable calma se había ganado elapodo de «Elvis», por esto y por ser unfan incondicional del último y fallecidoídolo del rock. En la puerta de su cabinahabía pintada una tosca caricatura delperfil de Elvis Presley, y debajo laspalabras «Terciopelo Elvis». Era unpiloto de gran popularidad. Él y latripulación del Black Hawk decidieronembarcarse en varios safaris aéreos noautorizados y, después de matar ydescuartizar a un jabalí de ochenta kilosde peso (Wolcott ayudó a esconder elcadáver de los comandantes), volvierona salir y mataron a una docena más para

organizar una barbacoa sorpresa para eldestacamento especial. Hubo un tiroteotan intenso con ocasión de aquellacacería que un francotirador hizo unagujero en el rotor del helicóptero.Wolcott cargó con las culpas, pero no leimportó, porque el asado de jabalísupuso un gran acontecimiento para losmuchachos, que llevaban más de un mescomiendo comida preparada o de lacafetería. Wolcott les trajo un antílopede ochenta kilos y tenía previsto hacerun trofeo con la cabeza. Wolcott era eltipo de piloto que se quejaba a susoficiales de vuelo diciéndoles que a élle gustaría cambiarse por ellos: «Yo

tengo que pilotar el helicóptero mientrasvosotros, tíos, os lo pasáis en grande ahídetrás».

Sus hazañas eran legendarias. Habíavolado en misiones secretasadentrándose cientos de kilómetros traslas líneas enemigas en Irak durante laguerra del Golfo, teniendo que repostaren vuelo e infiltrando tropas en buscadel emplazamiento de los misiles SCUDpropiedad de Saddam Hussein.

Cuando explotó la granada, el SúperSeis Uno orbitaba a baja altura sobre elobjetivo, iba a una velocidad queoscilaba entre cincuenta y setenta nudosy procuraba no sobrevolar las mismas

calles a cada vuelta.Detrás iban Dowdy, el otro oficial

de vuelo, el sargento del Estado MayorCharlie Warren y cuatro tiradoressentados sobre unos bidones demuniciones. Estaban muy ocupadosseleccionando blancos en tierra, losoficiales de vuelo con las metralletas ylos tiradores con sus rifles dereglamento. Al principio sólodisparaban a los somalíes armados quese dirigían hacia la zona cercana alblanco, pero a medida que se intensificóel volumen del tiroteo, empezaron aapuntar a cualquiera que llevara unarma. Como la mayoría de los hombres

armados permanecían en medio delgentío, Dowdy no tardó en barrer agrupos enteros de sammies.

Le parecía justificado. Cuando cayóel Black Hawk de la QRF, la turbasomalí mutiló los cadáveres de losoficiales de vuelo. Dado que aquélla erala primera misión desde entonces, ycomo tripulante de un Black Hawk,Dowdy estaba en plena revancha. Cadavez que veía que un somalí caía bajo susarmas, él gritaba el nombre de uno delos hombres muertos en aquel sucesoaéreo, algo que había prometido hacersolemnemente. Dowdy no era muyselectivo con respecto a sus blancos. Se

imaginaba que, llegado aquel punto,cualquiera que se estuviera dirigiendohacia el lugar del combate no lo hacíapara llevar flores.

Mató a un somalí con los mejoresdisparos de toda su vida. Una ráfaga ledio al hombre en la nalga izquierda y laotra se desparramó por la parte derechadel pecho. El somalí echó a correr, peroluego se tambaleó, dejó caer el arma yse desplomó en la calle.

—Buen disparo, Ray —le dijo elpiloto Wolcott por el intercomunicador.

Cuando estaba a punto de quedarsesin municiones, después de lanzar milesde ráfagas, Dowdy se inclinó hacia la

parte derecha del avión, donde ibaWarren, para coger más de los bidonesde su compañero.

—Ey, he detectado a un tipo que ibacon una RPG —dijo Warren—. Está alas cinco dirigiéndose a las seis.

Esto significaba, teniendo en cuentaque el helicóptero giraba a la izquierda,que el tipo debía de aparecer en el ladode Dowdy de un momento a otro. Sinembargo, este último no podíadistinguirlo.

—¿Está junto a una casa o algo queme puedas describir?

Warren iba a contestar cuandonotaron la sacudida. Dowdy, después de

aquel par de segundos pensando quetodo iba bien, supo que teníanproblemas cuando el helicópteroempezó a descender en barrena. Seagarró al asiento y miró en dirección ala cabina. Dowdy sabía que elprocedimiento correcto de emergenciacuando era alcanzado un rotor de colaconsistía en tirar de las palancas delcontrol eléctrico para apagar losmotores. Así se eliminaba el momentode torsión que hacía que la aeronavegirara en la dirección contraria a losrotores.

Oyó que Elvis le preguntaba alcopiloto, el suboficial jefe Donovan

Toro Briley:—¡Eh, Toro! ¿Vas a apagar los

motores o qué?Wolcott lanzó esta pregunta en la

forma burlona que le caracterizaba.Briley ya estaba tirando de las palancas.Y lo hizo con tanta fuerza que se sacudiótodo el aparato.

Seguían bajando en barrena. Elsegundo giro en redondo fue másviolento. Todo sucedía en segundos,pero a Dowdy le pareció mucho máslargo.

Elvis retransmitió por última vez.—Seis Uno cayendo.Dowdy y Warren les gritaron a los

chicos D que estaban detrás que sepusieran delante y aguantaran. Losoficiales de vuelo iban sentados dondepodían absorber parte del impacto, perolos tiradores se hallaban sentados sinrespaldo y, por consiguiente, sinprotección. El impacto podía romperlesla columna vertebral. Los operadores searrastraron fuera de los bidones demuniciones y se despatarraron en elsuelo, lo mejor para que el impacto noles diese de lleno en el cuerpo. Amedida que los giros se volvían másrápidos, buscaban algo donde agarrarse.El sargento primero Jim Smith, se sujetócon una mano a una barra situada detrás

del asiento de Warren y, en aquelmomento, el cada vez más aceleradogiro hizo que los pies le salieranvolando por la puerta. Se dislocó elbrazo en medio de un gran dolor, pero élaguantó firme.

Dowdy miró hacia abajo y observóque no llevaba abrochado el cinturón deseguridad.

El helicóptero golpeó el tejado deuna casa; luego capotó con fuerza paraestrellarse de bruces en la calle yquedarse volcado sobre el ladoizquierdo.

4

Mudo de asombro, Nelson vio caerel helicóptero.

—¡Oh, cielo santo! ¡Chicos, miradesto! —gritó—. ¡Mirad! —¡Oh Dios! —susurró Waddell, quien resistió a latentación de ponerse en pie y mirar lacaída del helicóptero y se limitó avolverse para mirar por el rabillo delojo.

—¡Ha caído! ¡Se ha estrellado! —gritó Nelson.

—¿Qué ha pasado? —preguntó elteniente DiTomasso a la vez que seacercaba corriendo.

—¡Acaba de caer un helicóptero! —contestó Nelson—. Tenemos que ir.¡Tenemos que ir ahora mismo!

La noticia se propagó rápidamentepor la radio, voces que se superponíancon la mala noticia. No se fingía ya lainexpresiva calma militar, aquellamonotonía obligatoria que transmitíatodo bajo control. Se elevaron vocescargadas de sorpresa y temor.

—¡Se ha estrellado un Black Hawk!¡Se ha estrellado un Black Hawk!

—¡Se ha estrellado un helicópteroen la ciudad! ¡El Seis Uno/

—¡Le ha dado una RPG!—¡El Seis Uno!

—Se ha estrellado un helicóptero,al noreste del blanco. Tenéis que irhasta allí y comprobar lo que haocurrido.

—¡Roger, un helicóptero abatido!Era algo más que un accidente de

helicóptero. Ponía en duda la creenciaque tenía el destacamento especial deque eran justificadamente invulnerables.Los Black Hawks y los Little Birds eransu triunfo en aquel lugar dejado de lamano de Dios. Eran los helicópteros,más que los rifles y las ametralladoras,lo que mantenía alejada a la turba. ¡Lossomalíes no podían derribarlos!

Pero habían sido testigos de ello,

habían visto que el helicópterodescendía en barrena, que se estrellaba,que uno de los chicos D caía con laspiernas al aire sujeto sólo por una mano.

5

El Súper Seis Uno rompió el tejadode la casa de Abdiaziz Alí Aden alestrellarse. Éste era apenas unadolescente con cabello abundante yespeso y brillante piel negra; uno de losonce hijos de la familia, de los cualesocho vivían todavía en la casa situada aseis manzanas al este del mercadoBakara. El domingo por la tarde casitodos se quedaban en casa huyendo delardiente sol, y hacían la siesta odescansaban después de haber comidotarde.

Aden oyó los helicópteros acercarse

a baja altura, tan baja que arrancó elgran árbol que había en el patio centralde la casa de piedra. Luego oyó losdisparos al oeste, cerca de Hawlwadig,la avenida que pasaba delante del HotelOlympic a tres manzanas de distancia.Echó a correr en dirección al estruendo,cruzó la calle Marehan donde se hallabasu vivienda y luego tomó la calleWadigley manteniéndose junto a losedificios de la parte norte de aquélla. Elcielo estaba negro a causa del humo. Amedida que se acercaba al hotel, se oíancada vez más fuertes los tableteos y losestallidos de las armas de fuego. Habíahelicópteros encima de él, de algunos

salían lenguas de fuego procedentes delas armas. Corrió dos manzanas con lacabeza agachada y pegado a la pared,hasta que vio los camiones y losHumvees estadounidenses, que llevabanametralladoras y disparaban en todas lasdirecciones.

Los rangers iban con equipos deprotección corporal y cascos con gafas.Aden no podía ver ninguna parte deellos que pareciese humana. Eran comoguerreros futuristas salidos de unapelícula estadounidense. La gente corríacomo loca en busca de un lugar dondeesconderse. Había una fila de somalíesesposados a quienes hacían subir a unos

camiones. En la calle, somalíes muertosy un burro tumbado de lado cuyacarretilla con agua estaba volcada perotodavía sujeta a él.

Se sintió aterrorizado. Conformeempezaba a emprender el camino devuelta a su casa, un Black Hawk pasópor encima de él volando a ras de lostejados. Levantó una ruidosa ráfaga deviento y el remolino causado por susrotores barrió la callejuela polvorientacomo si de un violento huracán setratara. A través del polvo así levantado,Aden vio que un miliciano somalí conuna RPG se introducía en la callejuela yse agachaba apoyándose sobre una

rodilla.El miliciano esperó a que el

helicóptero hubiera pasado. Actoseguido apuntó el cañón hacia arriba yle disparó a la aeronave por detrás.Aden vio que del extremo del cañónsalía un gran fogonazo y, a continuación,observó que la granada ascendía e iba aexplotar en la parte posterior delhelicóptero rompiéndose comoconsecuencia la cola. Empezó a girarsobre sí mismo y estaba tan cerca que élpodía ver al piloto dentro que se debatíacon los mandos. Estaba inclinado haciaAden cuando golpeó el tejado de su casaen medio de un gran estruendo. Luego,

también con una gran y sonora explosióny envuelto en una densa nube de polvo,se estrelló en la calle y se quedótumbado de lado.

Ante el temor de que la viviendahubiera quedado derruida y su familiahubiese muerto, echó a correr hacia allí.Encontró a sus padres y hermanosatrapados bajo una ancha hoja del techode hojalata. Habían podido salir fuera yestaban contra la pared oeste cuando elhelicóptero pasó golpeando el tejado yéste se derrumbó sobre ellos. Noestaban gravemente heridos. Aden seabrió paso por delante del enormearmazón negro del helicóptero derribado

que, al haber caído de lado, era la parteinferior del casco y lo que él veía.Ayudó a retirar el tejado que había caídosobre su familia. Como tenían miedo deque el helicóptero explotase, echaron acorrer por la calle Marehan, una calleancha, polvorienta y llena de bachesdonde se hallaba su casa, hasta lavivienda de un amigo situada trespuertas más arriba.

Cuando, transcurridos unos minutos,no se produjeron ni explosión ni llamas,Aden volvió a la casa para controlar. EnMogadiscio, si uno dejaba la casaabierta y sin vigilancia corría el riesgode que se la saquearan. Entró por la

puerta principal y se detuvo en el patiojunto al árbol arrancado. El muro quedaba a la calle donde se había estrelladoel helicóptero era ahora un montón depiedras y escombros polvorientos. Adenvio que un soldado estadounidensesaltaba fuera del fuselaje de laaeronave, y luego otro armado con unrifle automático M-16. Se volvió y saliócorriendo por la puerta hasta unVolkswagen verde aparcado junto almuro en la misma calle donde se habíaestrellado el helicóptero. Se metió agatas debajo de él y se hizo un ovillo.

El soldado estadounidense vio aAden al doblar la esquina, lo miró con

mayor detenimiento, sin duda paracomprobar si iba armado, y luego siguiósu camino. Se detuvo cerca de la partefrontal del coche (Aden habría podidotocarle las botas al soldado) y apuntó elarma a un somalí armado con un M-16situado al otro lado de la calle. Los doshombres dispararon al unísono pero nocayó ninguno. Al somalí se leencasquilló el arma y el estadounidenseno disparó. Cruzó corriendo la calleMarehan, para acercarse más, y ledisparó. La bala fue a parar a la frentedel somalí. El estadounidense seaproximó y, a pesar de que el otro sehallaba desplomado en el suelo, le

disparó tres veces más.En el intervalo, procedente de una

callejuela junto a la casa, llegócorriendo una robusta mujer somalí,delante del soldado. Este, sobresaltado,disparó el arma. La mujer cayó debruces, desplomándose como un saco ysin poder siquiera extender los brazospara frenar la caída.

Empezaron a llegar más somalíesarmados que disparaban alestadounidense, quien se apoyó en elsuelo sobre una rodilla y les disparó asu vez; muchos cayeron, pero las balassomalíes también le alcanzaron.

Otros salían de sus escondites para

dirigirse hacia el lugar del accidente. Unhelicóptero aterrizó en la misma calleMarehan y los somalíes se dispersaron.Parecía imposible que un helicópteropudiera caber en un lugar tan reducidoEra uno de los pequeños. El ruido delhelicóptero era ensordecedor y levantópolvo a su alrededor. Aden no podíarespirar. Después el tiroteo seintensificó.

Uno de los pilotos estaba asomadofuera del aparato y apuntaba su armahacia el sur, a la cumbre de la colina.Otro corrió desde el helicóptero hasta elque se había estrellado. El tiroteo seintensificó todavía más. El estruendo era

tal que el ruido del helicóptero y de lasarmas no era más que un estallidocontinuo. Las balas le dieron al viejocoche y lo acribillaron. Aden se encogiótodavía más y deseó que se le tragase latierra.

6

Las cámaras de los tres helicópterosde observación captaron el desastre enprimer plano y a color. El generalGarrison y su equipo miraban laspantallas en el Centro de Operaciones.Vieron avanzar al Black Hawk deWolcott lentamente, una sacudida y unahumareda cerca del rotor de cola, lacaída del Súper Seis Uno con unasrotaciones violentas y dos giros lentosen dirección de las agujas del reloj conel morro hacia arriba hasta que la parteinferior chocó contra el tejado de unacasa de piedra y se estrelló de frente con

mucha violencia. El impacto hizo quelos rotores principales se rompieran ysaltaran por los aires. El casco delBlack Hawk acabó tumbado de ladocontra el muro de una estrecha calle enmedio de una nube de polvo.

Como todo transcurrió en un breveintervalo de tiempo, nadie pudoconsiderar las implicaciones delaccidente, pero la sensación tenebrosade que todo estaba perdido que invadióa los oficiales pendientes de la pantallaiba más allá de la inmediata suerte delos hombres que iban a bordo.

Habían perdido la iniciativa. Laúnica forma de recuperarla consistía en

intensificar la fuerza en el lugar delsuceso, pero ello requería tiempo ymaniobras, lo cual significaba bajas. Yahabía bajas en el helicóptero derribado.No había tiempo para reflexionar sobrelas causas o las consecuencias. Si laaeronave de Elvis había caídoincendiada, lo único que podía hacer elgeneral por el momento era evacuar atodo el mundo con los prisioneros talcomo estaba planeado y montar unasegunda misión para recoger los cuerposy asegurarse de que el helicópteroquedaba destruido por completo, porquehabía objetos delicados que el Ejércitono quería que cayesen en manos de

nadie.Pero al ver que los hombres salían

trepando de lo que quedaba y que laimprovisada batalla proseguía en susinmediaciones, Garrison casi saltó dealegría. Los siguientes pasos formabanparte de una contingencia ensayada conanterioridad. Otro Black Hawk iba aocupar el lugar del Súper Seis Uno en lazona del blanco, y la aeronave delCSAR se acercaría para desembarcar asu equipo. Quince hombres tendrían pormisión prestar asistencia médica deemergencia y proteger a lossupervivientes de la catástrofe, pero nopodrían entretenerse mucho pues se

estaban acercando al lugar del sucesomontones de somalíes procedentes detodas las direcciones. Para controlar lasituación iban a hacer falta todos loshombres que había en tierra. La misiónhabía sido proyectada con la velocidadcomo imperativo básico: llegarrápidamente, marcharse rápidamente.Ahora estaban atrapados. Toda la tropaque estaba en el edificio objetivo delasalto y en el convoy iba a tener queluchar para abrirse camino hasta el lugardel suceso. Tenían que moverse deprisa,antes que las fuerzas de Aidid llegaranallí y los cercaran. En caso de que estoocurriera, no habría esperanza ni para

los supervivientes del accidente ni parael equipo del CSAR. La Fuerza Delta ylos Rangers eran lo mejor que podíaofrecer el Ejército. Había llegado elmomento de ser puestos a prueba.

Resultaba fácil imaginar quecualquier otra fuerza compuesta deciento cincuenta hombres atrapados enuna ciudad hostil y sitiados por unpopulacho fuertemente armado habríatenido muy pocas posibilidades desobrevivir. Estaban en el ojo delhuracán. Los observatorios aéreosmostraban neumáticos en llamas quelanzaban negras columnas de humo portodo el perímetro de la zona en

contienda. Varios miles de somalíesarmados se dirigían en tropel haciaaquellas estelas procedentes de todasdirecciones, motorizados y a pie.Levantaban barricadas, cavabantrincheras en las calles, y armabantrampas para los vehículosestadounidenses en un intento desitiarlos. Las calles que rodeaban alobjetivo y al lugar del suceso ya estabanatestadas. El círculo se cerraba.

Se ordenó a las tropas de la 10.a

División de Montaña de la ciudad quese movilizaran de inmediato. Se preveíauna buena lucha armada.

7

—Debemos ir —le dijo Nelson alteniente DiTomasso—. Tenemos que irsin pérdida de tiempo.

Desde la posición del Tiza Dos en laesquina nordeste del edificio blanco delasalto, Nelson podía determinar muybien dónde se había estrellado el SúperSeis Uno. Veía a montones de somalíescorriendo en aquella dirección.

—No, tenemos que quedarnos aquí—replicó el teniente.

—Hay miles de personas allí —argumentó Nelson, para quien elinminente desastre podía más que la

deferencia por el rango.—No te muevas —dijo DiTomasso.—Voy —replicó Nelson.Al otro lado de la calle se asomaban

armas a una ventana y, en aquelmomento, advirtió que dos chicossomalíes corrían y que uno de ellosllevaba algo en la mano. Nelson seapoyó en el suelo con una rodilla ydisparó una ráfaga con la M-60. Los dosmuchachos cayeron. Uno llevaba unbastón. El otro se puso en pie y se alejócojeando en busca de refugio.

El especialista Waddell sentía lamisma necesidad de correr al lugar delsuceso. Habían oído hablar de la forma

en que los somalíes mutilaban los restosmortales de los hombres derribados delotro Black Hawk. Decidieron que nuncamás volvería a pasarles una cosasemejante a sus muchachos.

DiTomasso sujetó a Nelson.Consiguió contactar con el capitánSteele por radio.

—Sé adonde está. Voy para allí —dijo el teniente.

—No, espera —replicó Steele.Comprendía la prisa por ayudar,

pero si el Tiza Dos se marchaba, elperímetro del edificio asaltado quedaríadescompuesto. Intentó conectar con lared de mandos, pero las ondas estaban

ocupadas y no oía nada. Esperó quincesegundos.

—¡Tenemos que ir! —le gritóNelson a DiTomasso—. ¡Ya!

Se disponía a echar a correr cuandocontestó Steele.

—De acuerdo, id para allá —ledijo a DiTomasso—. Pero que alguiense quede.

—¡Está bien, Nelson! —gritó—.Marchaos.

Algunos hombres corrieron en posde Nelson, pero el teniente fue detrás yretuvo al sargento Yurek en medio de lacalle. Tenía previsto dejar allí a la mitaddel tiza.

—Te quedas aquí defendiendo elpuesto —le dijo a Yurek.

Ocho Rangers se desplazaron altrote. DiTomasso alcanzó a Nelson y asu M-60 a la cabeza. Waddell iba en laretaguardia con su SAW. Avanzaban conlas armas en alto y listas. Conformecorrían, los somalíes les disparabandescontrolados desde las ventanas y laspuertas, pero sin acertar. A mediocamino de su carrera hacia el este,Nelson se agachó, se apoyó sobre unarodilla y abrió fuego sobre el gentío quese desplazaba paralelamente a ellospero una manzana al norte.

Cuando doblaron la esquina tres

manzanas más arriba, se encontraron conuna amplia calle de tierra que bajabahasta el cruce de la callejuela donde sehallaba el Súper Seis Uno. Ante elasombro de Nelson, delante de ellos,había aterrizado un Little Birds. Susrotores giraban en un espacio tanpequeño que las puntas se encontrabantan sólo a unos centímetros de los murosde piedra.

8

Los suboficiales jefes, Keith Jones yKarl Maier, que pilotaban el Little BirdEstrella Cuatro Uno, buscaron yencontraron el Black Hawk derribadominutos después de que cayera. Por loaplastada que estaba la parte delanterade la aeronave, pensaron queprobablemente tanto Elvis como Toroestaban muertos. Jones vio a uno de lossoldados, el Staff sergeant DanielBusch, apoyado contra una pared, lesangraba el estómago y se hallabarodeado de varios somalíes que estabantumbados en el suelo.

Habría resultado más fácil aterrizaren el amplio cruce cerca de Busch, peroJones no quería ser un blanco desdecuatro direcciones diferentes. Hizoavanzar el helicóptero por la calle entredos casas de piedra y lo posó en unapendiente. Él y Maier dieron unasacudida cuando tocaron tierra.

Apenas aterrizaron, se les acercaronunos sammies. Los dos pilotos abrieronfuego con los revólveres que llevaban.Entonces, el sargento Smith, el operadorque había estado colgado de una manomientras el Black Hawk caía, y elsegundo de los dos soldados queAbdiaziz Alí Aden había visto salir del

avión estrellado (Busch había sido elprimero) aparecieron junto a laventanilla de Jones.

Por encima del estruendo, el primeroformó con los labios las siguientespalabras dirigidas a Jones:

—Necesito ayuda.El brazo le colgaba fláccido. Jones

saltó fuera y siguió a Smith hasta elcruce después de indicarle a Maier quedebía controlar la aeronave y cubrir laparte alta de la callejuela.

En aquel momento, el tenienteDiTomasso y sus hombres doblaron laesquina y se encontraron cara a cara conel Little Bird. Maier estuvo a punto de

dispararle al teniente. Cuando el pilotobajó el arma, DiTomasso, asombrado, sedio una palmada en el casco paraindicar que quería el recuento de lasbajas.

Maier le indicó mediante un gestoque no lo sabía.

Nelson y el resto de rangers corríanpendiente abajo y se enganchaban bajolas hélices del Little Bird. Nelson vio aBusch una manzana más abajo recostadoen un muro con una herida bastante feaen el estómago. El tirador Delta tenía laSAW sobre el regazo y una pistola delcalibre 45 en el suelo, frente a él. Cercahabía somalíes inermes. Busch,

profundamente religioso, le dijo a sumadre antes de marcharse a Somalia:«Un buen soldado cristiano no está másque a un piñoneo del cielo». Nelsonreconoció en él al muchacho que tanbien jugaba al scrabble y ganaba a loscontendientes en la base. Un pobre chicoperdió cuarenta y una partidas seguidascon él. Su regazo era ahora una masasanguinolenta, su rostro estaba blancocomo el papel.

Nelson disparó a uno de lossomalíes que todavía respiraba, y seagazapó detrás de los cuerpos paraprotegerse. Cogió la pistola del calibre45 de Busch y la guardó en el bolsillo.

El enorme casco del Black Hawk estabaa su derecha en el callejón, al otro ladode la calle. Los somalíes que trepaban alavión se dieron a la fuga apenas vieronque los rangers doblaban la esquina.

Mientras el resto de la escuadra sedispersaba para formar un perímetro,Jones y Smith arrastraron el cuerpofláccido de Busch hacia el Little Bird.Jones ayudó a Smith a subir al reducidoespacio detrás de la cabina, luego seagachó, aupó a Busch y lo atendió sobrelas rodillas de Smith. Jones le aplicabalos primeros auxilios y Smith rodeabacon sus brazos al tirador Delta másgravemente herido que él.

Habían dado a Busch bajo la placade acero del equipo de proteccióncorporal que cubría el vientre. Tenía losojos grises y desorbitados. Jones sabíaque no se podía hacer nada por él.

El piloto bajó para subir de nuevo asu asiento. Oyó por la radio alcomandante de las Fuerzas AéreasMatthews desde el helicóptero C2.

—Cuatro Uno. Sal de ahí. Salinmediatamente.

Jones tomó la palanca de mando y ledijo a Maier:

—Ya lo tenemos. —Y por la radio—: Cuatro Uno llegando.

9

Bajo el zumbido constante de losrotores, el suboficial jefe Mike Durantdistinguió la voz de su amigo Cliff,arraigada en medio de la superposiciónde llamadas urgentes en sus auriculares.

—Seis Uno derribado.Así de simple. La voz de Elvis

estaba llena de una extraña calma,flemática.

Durant y su copiloto, el suboficialjefe Ray Frank, sobrevolaban encírculos una tierra yerma al norte deMogadiscio en el Súper Seis Cuatro, unBlack Hawk idéntico al que pilotaba

Elvis. Tenían detrás a dos oficiales detripulación, el Staff sergeant BillCleveland y el sargento Tommie Field,quienes esperaban detrás de susmomentáneamente silenciosas armas.Durante años, no habían hecho gran cosamás que prepararse para la batalla conrigor; ahora estaban allí y lo único quehacían era volar en círculos sobre laarena, a cuatro minutos en avión dedonde se desarrollaba la acción.

La sombra de su helicóptero sedeslizaba sobre el plano y vacío paisaje.Al norte de la calle 21 de Octubre,Mogadiscio se terminaba bruscamentepara convertirse en arena y monte bajo.

Desde allí hasta el horizonte abrasador,no había más que árboles achaparradosy espinosos, cactos, cabras y camellosen medio de un nebuloso mar de arena.

Durant pensó en sus amigos, Elvis yToro. Eran profesionales, soldadosveteranos. Parecía increíble que unmontón de simples somalíes hubieralogrado derribarlos en pleno vuelo. ToroBriley había visto acción desde Coreahasta la invasión de Panamá. Durantrecordó que había visto a Toro enfadadola noche anterior. Tuvo la posibilidad dellamar a casa, la primera vez desdehacía meses, pero dio con el malditocontestador automático. Cielos, ya sería

mala suerte si…Durant siguió dando vueltas de

forma rutinaria. Cada vez que se ladeabahacia el oeste tenía la sensación devolar hacia el sol.

Abajo, en Mogadiscio, las noticiaseran malas pero no catastróficas. Erauna contingencia. Habían practicadodesde que llegaron con el propiohelicóptero de Elvis, de hecho… Locual era raro. Ni siquiera resultaba tansorprendente, por lo menos para lospilotos, quienes habían agudizado lossentidos ante el peligro de forma másintensa que la mayoría de los pilotos.Muchos rangers eran casi unos niños.

Crecieron en la mayor potencia mundial,y consideraban aquellos helicópterosmodernos y cargados de tecnología lossímbolos del poder militar de EstadosUnidos, casi invulnerable en unapoblación del Tercer Mundo comoMogadiscio.

Era un mito que sobrevivió alderribo del Black Hawk de QRF.Aquello se atribuía a un golpe de buenasuerte. Se suponía que las RPG eranpara combates en tierra. Apuntar al cielocon una de ellas era difícil y peligroso,casi suicida. El violento impacto deretroceso podía matar al tirador y lagranada sólo se elevaría trescientos

metros, con mucho ruido y una estelaindicadora de humo apuntada hacia eltirador. Por consiguiente, si no le dabael impacto de retroceso sin duda lo haríauna de las armas de tiro rápido del LittleBird. Resultaban inútiles contra unhelicóptero que se movía tan rápido yvolaba a baja altura, así proseguía lalógica. Y el Black Hawk era, quédiantre, casi indestructible. Lo podíanmachacar sin que cambiase un ápice surumbo. Estaba proyectado parapermanecer en el aire pasara lo quepasara.

Por consiguiente, la mayoría de lossoldados de Infantería que viajaban en

los helicópteros consideraban elpercance del Black Hawk como unaposibilidad entre un millón. Los pilotos,no. Desde que se estrellara el primerBlack Hawk habían visto más a menudoaquellas estelas de humo ascendentes yexplosiones aéreas. Caerse fueconsiderado de repente de posible aprobable y acabó formando parte de suspesadillas. Sin embargo, eso nodesalentaba a Durant y a los pilotos enlo más mínimo. Correr riesgos era sucometido. La 160.a de SOAR, losCazadores Nocturnos, llevaban a lossoldados más elitistas de entre losmilitares estadounidenses a uno de los

lugares más peligrosos del planeta.Durant era un hombre sólido. De

corta estatura, moreno y en plena formafísica, cuando estaba de pie caminabamás tieso que un huso y plantaba lospies más abiertos que los hombros,como si temiera que alguien fuera aderribarlo. Si tenía un aspecto másdescansado que la mayoría de losjóvenes alojados en la base, era porquese había agenciado un lugar para dormiren la diminuta zona destinada a la cocinaen una caravana detrás del Centro deOperaciones. Todos los pilotos dormíanen caravanas, lo cual resultaba un lujorelativo si se comparaba con los costes

de la base. Como volar requeríaprecisión y estar siempre alerta, sinmencionar la responsabilidad para conla tripulación y los aparatos de altatecnología que valían millones dedólares de valor, Garrison considerabaque unos pilotos bien descansados eraalgo prioritario. Durant lo había hechomejor que la mayoría. La caravana paracocinar tenía aire acondicionado. Acambio, él debía montar su camastrocada noche y limpiar el lugar para loscocineros, pero valía la pena.

Durant llevaba mucho tiempo conlos Cazadores Nocturnos y era unveterano de las misiones nocturnas a

baja altura en la guerra del GolfoPérsico y la invasión de Panamá. Habíanacido en Berlín, New Hampshire, y,además de ser atleta, jugador de fútbolestadounidense y jockey, tenía fama degracioso. La edad y la experiencia lehabían cambiado. La mayoría de susvecinos de Tennessee, situada justoencima de la frontera del estado deKentucky, donde se hallaba la base delos Cazadores Nocturnos en FortCampbell, ni siquiera sabía cómo seganaba la vida. A menudo su propiafamilia desconocía dónde estaba.

Resultaba difícil seguirle la pista. SiDurant no participaba en una misión real

como aquella, estaba en algún lugar delmundo haciendo prácticas para una deellas. Las prácticas definían la vida delos Cazadores Nocturnos. Ensayabantodo, incluso colisionar. Cuandoterminaban, volaban a algún sitio nuevoy practicaban una y otra vez, una y otravez. Sus movimientos en el laberintoelectrónico de las cabinas estaban tanbien ensayados que parecían instintivos.

El día que enviaron a la unidad deDurant a Somalia, les avisaron con doshoras de antelación. Tiempo suficientepara irse a casa y pasar quince minutoscon su mujer, Lorrie, y con su hijo Joey,de un año. Carecía de importancia que

sus padres tuvieran previsto visitarlos aldía siguiente para pasar un largo fin desemana con ellos, que esta visita hubierasido planeada hacía tiempo, que Joeycumpliera un año al cabo de tres días,que Lorrie tuviera que reanudar susestudios de pedagogía una semanadespués, o que la casa que estabanconstruyendo estuviera a medio terminar(y Durant haciendo de subcontratista).Lorrie sabía demasiado sobre el asuntoy no protestó. Se limitó a cooperar y leayudó a hacer las maletas. No lo parecíaa primera vista, pero Durant también eraun sentimental. Congeniaba con loscomponentes de la temeraria unidad de

aviación, hombres cuya lealtad era tanfirme como la bandera, pero lo quesentía por su mujer y su hijo, queempezaba a gatear, estaba más cerca dela superficie que con algunos deaquellos chicos. Había hombres en suunidad que hacían el ridículo diciendolo duro que era marcharse pero que, ensecreto, vivían para las misiones y sóloeran felices cuando estaban en peligro.Durant no era así. Era difícil dejar aLorrie y a su bebé, perderse la visita desus padres y la fiesta de cumpleaños. Loesperaba con tanta ilusión… Telefoneó asus padres para comunicárselo, y paradecirles lo mucho que lo sentía. No

podía decir adonde se dirigía. Nisiquiera tuvo tiempo de hacer una listade lo que había que hacer en la casanueva (la enviaría por correoelectrónico desde Mogadiscio, unaforma de usar demasiado el número debites que tenía asignados en el correopor lotes). Durant se quedó un momentocon la bolsa de viaje en la puerta de sucasa con aquella postura erguida que leera característica, se despidió de Lorriecon un beso y se fue a la guerra. Hastalas despedidas tenía bien ensayadas.

Durant sabía que, después de habersido derribado Elvis, iban a suceder trescosas en breve. Las fuerzas de tierra

iban a desplazarse hasta el lugar delsuceso. Se ordenaría al Súper SeisOcho, el helicóptero CSAR, uno de losBlack Hawk en la operación decontención con Durant, queproporcionara un equipo de médicos yfrancotiradores. Le pedirían a suhelicóptero, el Súper Seis Cuatro, queocupase la vacante de Elvis volando encírculos bajos sobre el lugar de laacción para proporcionar fuego decobertura.

De momento, esperaban y volabanen círculos. En una misión comoaquella, con tantas aeronaves en el aire,abandonar la disciplina significaba

convertirse en un peligro mayor que elenemigo.

Para Durant, quedaba atrás la peorparte de su misión. Introducir al TizaUno, a quince hombres de la fuerzaterrestre, había significado descender enmedio de una nube opaca de polvo hastala altura de los tejados sobre elobjetivo, sortear postes y cables yescudriñar a través del morro redondodel aparato y del remolino marrón paramantener el equilibrio mientras loshombres se deslizaban por las cuerdashasta el suelo. Durant no podía hacerotra cosa que mantenerse firme aunque aciegas, y rezar para que ninguno de los

otros helicópteros que volaban a sualrededor en medio de la nube se vieraobligado a cambiar de programa ovariar la trayectoria. Una misión tancompleja como aquella requería unacoreografía tan cuidada como la de unballet, aunque mucho más peligrosa.Continuamente morían hombrespracticando ejercicios como aquél, peromucho menos sorteando RPG y disparoscon armas cortas. Durant habíaintroducido en la zona al Tiza Uno sinincidentes. Se suponía que el resto erafácil.

A partir de aquel momento nada ibaa ser fácil.

10

El almirante Jonathan Howe tuvo laprimera sospecha de que algo andabamal en Mogadiscio cuando loscontroladores del tráfico aéreo de labase de Naciones Unidas obligaron alavión donde iba él a esperar un ratovolando en círculos sobre el mar antesde aterrizar.

Howe volvía de un viaje a Djiboutiy Addis Abeba, donde había tenidodiferentes reuniones para explorar laposibilidad de someter a Aididpacíficamente. Cuando estaban listospara aterrizar, Howe vio que, en el

hangar situado junto a la base deldestacamento especial de los Rangers,unos helicópteros de ataque estabanrepostando y cargando municiones. Entierra, telefoneó a su jefe del EstadoMayor. Le informaron sobre el asalto delos Rangers y sobre el helicópteroderribado. El edecán le explicó que sehabía desencadenado una batalla campalen la ciudad y que, probablemente, iba apermanecer retenido un rato en elaeropuerto.

Howe era un hombre delgado concabello cano cuya tez pálida ni siquierahabía adquirido un tono rosado despuésde siete meses en Mogadiscio. Sus

hombres comentaban en broma que erapor los muchos años pasados a bordo desubmarinos, si bien durante sudistinguida carrera naval había estado almando de navíos de superficie, de todoslos tipos, desde buques de guerra hastaportaaviones. Era un misterio, peroparecía inmune a la luz de sol, el deSomalia incluido. Los panfletospropagandísticos de Aidid se referían aél como «Howe, el Monstruo»; sinembargo, su flema propia de undiplomático y sus modales cortesesdesmentían el apodo. Ostentó el cargode consejero delegado para la seguridadnacional con el presidente Bush y

colaboró con la transición en la CasaBlanca para la administración Clinton, yel nuevo equipo quedó tan impresionadoque lo sacaron de un agradable retiro enFlorida para que asumiera la nadaenvidiable tarea de supervisar la cadavez más complicada transición enSomalia. Era el hombre de Boutros-Ghali en Mogadiscio, el responsableefectivo de la misión en tierra.

No era un destino fácil. Howe habíapasado meses durmiendo en un catre ensu despacho del primer piso de laderruida embajada de Estados Unidos.Durante algún tiempo, contó con uncobertizo con tejado de hojalata, pero

los bombardeos regulares solían llevar aél y a los otros civiles al recinto situadodentro de los muros de piedra deledificio principal. No había lavabos enla embajada, y eran tan escasos losportátiles instalados fuera, que loshombres se paseaban con botellas deplástico para sus necesidades menores.Hacían tres comidas al día en unacafetería de las bases. Una historia que,aparecida en el Washington Post,insinuaba que el personal de NacionesUnidas gozaba de lujosas instalaciones,provocó en ellos amargas sonrisas.

Howe había sido el artíficeprincipal del envío de los Rangers a

Mogadiscio. El verano anterior, habíapresionado tanto a sus amigos de laCasa Blanca y del Pentágono paraobtener un destacamento especial con lafinalidad de derribar a Aidid, que enWashington lo llamaban Jonathan Ahab.Estaba convencido de que si conseguíandesembarazarse del señor de la guerra—no se trataba de matarlo, sino decapturarlo y tratarlo como a un criminalde guerra—, aflojaría el intrincado nudode odios tribales origen de la guerra, laanarquía y la carestía.

Cuando llegó allí ocho meses atrás,se quedó impresionado ante el estado dela ciudad. Era un lugar salvaje. Todo

estaba manga por hombro, nadafuncionaba, todo cuanto tuviera valorhabía sido saqueado y no existía unacabeza visible por encima de aquelcaos. No se trataba de un país a nivelcero, sino bajo cero. Incluso habíandestruido los mismísimos medios derecuperación. La precaria situación dellugar se reflejaba en el gran número devíctimas de las minas terrestres,hombres, mujeres y niños que searrastraban por las calles con muletas.La intervención de Naciones Unidashabía terminado con el hambre, pero¿adonde se encaminaría Somalia a partirde ahí? Los esfuerzos para constituir un

gobierno de coalición al margen de losclanes rivales del país estaban todavíalejos de ir bien encaminados. Nueve decada diez somalíes estabandesempleados y quienes trabajaban lohacían en su mayor parte para NacionesUnidas y Estados Unidos. Desde laperspectiva del almirante, las luchaspartidistas llegaban más allá de loracional o incluso de lo comprensible.Sentía desprecio por los responsables,por hombres como Aidid, Alí Mahdi ylos otros señores de la guerra, loslíderes que, supuestamente, debíanlevantar Somalia.

Howe no tardó mucho en

comprender que el poder compartido noentraba en los planes de Aidid y de suAlianza Nacional de Somalia (ANS), elbrazo político-militar del Habr Gidr.Como habían sido el motor de la derrotade Barre dos años atrás, Aidid y su clanconsideraban que había llegado su turnode gobernar. Habían adquirido estederecho con sangre, la antigua monedadel poder. Alí Mahdi y los líderes de lasfacciones menores estabanentusiasmados con los planes dereconstrucción del país. ¿Por qué noiban a estarlo? Naciones Unidas lesofrecía participar de un poder que jamáspodrían arrebatarle a Aidid por sus

propios medios.Mientras en el país permaneció la

fuerza militar de la UNITAF (Unidad delDestacamento Especial), compuesta portreinta y ocho mil hombres de los cualesla espina dorsal eran los Marines y la10.a División de Montaña, los señoresde la guerra dejaron de luchar entreellos. Pero cuando el 4 de mayo losúltimos marines abandonaron el país yla 10.a División fue relegada, bajo elnombre de QRF, a tareas de apoyo, lasituación, como era de prever, sedeterioró. El incidente más grave seprodujo el 5 de junio con el asesinato deveinticuatro paquistaníes. Al día

siguiente, Naciones Unidas declararonque la ANS era una facción fuera de laley, y manifestaron oficialmente queAidid quedaba excluido del proceso dereconstrucción del país. Durante lassemanas que siguieron, Howe autorizóuna recompensa de 25.000 dólares porel señor de la guerra, a la vez que loshelicópteros de combate arrasaban laemisora de Aidid, Radio Mogadiscio, ylas tropas asaltaban el recinto donde sehallaba la residencia del señor de laguerra. Para nada. El Habr Gidr seconsideró insultado por la miserablecantidad de dinero que se ofrecía por sujefe. Respondieron con una desafiante

recompensa de un millón de dólares porla captura de la Bestia Howe. RadioMogadiscio siguió retransmitiendo supropaganda con antenas móviles y elastuto antiguo general se evaporó en laciudad.

Aidid mantuvo la presión. Desde sureducto del sur, se lanzaban diariamenteráfagas de mortero a la base deNaciones Unidas. Aterrorizaban yejecutaban a los somalíes que trabajabanen la misión de Naciones Unidas. Sunombre, Aidid, significaba «el que notolera insulto alguno». Había estudiadoen Italia y en la antigua Unión Soviética,y servido como jefe del Estado Mayor

del Ejército y luego embajador en Indiapar Siad Barre antes de volverse contrael dictador y derrocarlo. Aidid eradelgado, de aspecto frágil y rasgossemíticos, era calvo y tenía unos ojospequeños y negros. Podía serencantador, pero también despiadado.Howe creía que Aidid tenía dospersonalidades distintas. Un día era todosonrisas, cálido, simpático, moderno,educado, de mentalidad abierta, gransentido del humor y capaz de hablarvarios idiomas. Tenía catorce hijos quevivían en Estados Unidos. (Uno,Hussein, era reservista de la Marina yhabía estado en Somalia con las fuerzas

UNITAF en la intervención del pasadodiciembre.) Este lado cosmopolita deAidid era lo que había hecho albergar enun principio esperanzas de éxito. Pero aldía siguiente, sin una razón aparente, losojos de Aidid no mostraban más queodio. Había ocasiones en que inclusosus edecanes más próximos lo evitaban.Este era Aidid, el hijo de un criadorsomalí de camellos que alcanzó el éxitosiendo un asesino inteligente ydespiadado. Carecía de escrúpulos a lahora de ordenar un asesinato, inclusotratándose de su propia gente. Howetenía pruebas de que sus secuacesincitaban a la manifestación y luego

disparaban contra sus propiospartidarios a fin de acusar a NacionesUnidas de genocidio. No cabía duda deque Aidid utilizaba el hambre como unarma contra los clanes rivales, puesinterceptaba envíos de alimentosprocedentes de todo el mundo y seapoderaba de ellos. El señor de laguerra también conocía la importanciadel terror: destripaban y despellejaban alos soldados paquistaníes muertos.

Howe estaba indignado, y suposición de que había que detener aAidid era inexorable. El almiranteestaba acostumbrado a hacer las cosas asu modo. No era un trallazo, pero

cuando le daba a algo no cejaba.Muchas personas expertas en la viejaÁfrica consideraban que este rasgo noencajaba con aquella parte del mundo.En Somalia, los señores de la guerra quehoy se peleaban podían ser entrañablesviejos amigos al día siguiente. Howe semostraba inflexible. Si carecía de losmedios para acabar con Aidid, losencontraría. Todavía tenía amigos,amigos en lugares muy altos, amigos queestaban en deuda con él, que lo habíanconvencido para que aceptase aqueldestino. Uno de ellos era Anthony Lake,el consejero de seguridad nacional delpresidente Clinton. Otra era Madeleine

Albright, la emisaria estadounidensepara Naciones Unidas, que era unadescarada entusiasta del Ordenamientodel Nuevo Mundo. Había muchísimospolíticos, diplomáticos y periodistasque, entusiasmados con el éxito contraSaddam Hussein y la caída de la UniónSoviética, albergaban grandesesperanzas de que en el nuevo mileniohubiera mercados capitalistas y libres enel mundo entero. El gran y sin par bastónestadounidense podía enderezar loserrores del mundo, alimentar a loshambrientos y democratizar el planeta.Pero los generales, muy en especial elsaliente presidente de los cojefes de

Estado de Colin Powell, exigían razonesmás sólidas para que sus soldadosmurieran. Howe encontraba algunosaliados en la Administración, pero unaoposición estricta de los jefazos delPentágono.

Cuando en junio Washington noaccedió a su petición de Fuerzas Delta,él dio comienzo a un trabajo inútil paraapresar a Aidid con las fuerzas que yaestaban allí. Al principio, con lafinalidad de no dañar a inocentes,helicópteros provistos de altavocesanunciaban las inminentes acciones deNaciones Unidas, un gesto que lamayoría de los somalíes consideraba

ridículo. Después de lanzar un aviso deesta índole, una fuerza multinacionalasaltó la propiedad de Aidid el 17 dejunio. Tropas italianas, francesas,marroquíes y paquistaníes registraroncasa por casa, y los franceses y losmarroquíes formaron un cordón dehombres armados alrededor del recinto.Aidid no tuvo dificultad en escapar. Losrelatos callejeros decían que el generalhabía escapado ante las narices de lastropas de Naciones Unidas envuelto enuna sábana como un cadáver en un carrotirado por un burro. No sólo NacionesUnidas fueron incapaces de capturar aAidid, sino que, además, lo convirtieron

en un héroe popular.La decisión de atacar la casa de

Abdi el 12 de julio reflejaba lacreciente frustración de NacionesUnidas. Después de la emboscada a lospaquistaníes, el clan intensificó susataques con francotiradores y morteros.El comandante turco de las tropas deNaciones Unidas, general Cevik Bir, ysu segundo, el estadounidense general dedivisión Thomas Montgomery, queríanquitarle el ratón al gato. Iba a ser unataque sin previo aviso, una oportunidadpara decapitar la cabeza de la ANS. Losprincipales miembros del clan solíanreunirse en la casa de Abdi. El plan

consistía en que unos helicópteros larodearan desde el aire, le lanzaranmisiles TOW y cañones, y acto seguidoasaltaran la vivienda para capturar a lossupervivientes.

Howe se opuso. Preguntó por qué nopodían hacer que las tropas rodearan ellugar y se ordenara a los de dentro quesalieran, o por qué no tomar la casa porasalto y capturarlos a todos. Lecontestaron que estas opciones pondríanen peligro a las fuerzas de NacionesUnidas. Como ninguna de las unidadesapostadas en el país era capaz decontrolar un cordón «saneado», lanzarun aviso sería contraproducente. Los

oficiales se limitarían a huir, como habíahecho Aidid con anterioridad. Y,además, la fuerza carecía de lacapacidad de realizar el tipo de tácticasrelámpago que usaban los del CuerpoDelta. Howe cedió cuando el Pentágonoy la Casa Blanca autorizaron el ataque.

Había diversidad de opiniones sobreel número de somalíes muertos en elataque. Mohamed Hassan Farah,Abdullahi Ossoble Barre, Qeybdid yotros allí presentes afirmaban que eran73 los muertos, entre ellos mujeres yniños que estaban en el primer piso.Dijeron que hubo cientos de heridos.Los informes que recibió Howe después

del ataque situaban el número demuertos en zo, todos hombres. El comitéinternacional de la Cruz Roja situó elnúmero de muertos en 54, con un total de250 bajas. Pero la muerte de cuatroperiodistas occidentales, que seabalanzaron sobre la casa de Abdi paracubrir la noticia del ataque y murieron amanos de una furiosa turba somalí, notardó en eclipsar la disputa sobre elnúmero de muertos somalíes.

Los asesinatos de los periodistasconcentraron la ira mundial contra lossomalíes, pero en Mogadiscio laimpresión y la rabia estaban puestas enel ataque sorpresa. La masacre reforzó

la posición de Aidid y menoscabó engran manera la imagen humanitaria deNaciones Unidas. Los moderadosopuestos a Aidid se solidarizaron conél. Desde el punto de vista del HabrGidr, Naciones Unidas y, en particular,Estados Unidos, habían declarado laguerra.

Howe siguió insistiendo para que leenviaran Fuerzas Delta. Era la salidamás directa que él veía. En Fort Braggpilotos de los Cazadores Nocturnos yoficiales Delta idearon un plan en junioque sólo precisaría veinte hombres. Seintroducirían en el país subrepticiamentey utilizarían los helicópteros y el

equipamiento de los QRF. Los serviciosinformativos descubrieron que Aididseguía haciendo apariciones públicas yse movía por Mogadiscio con suconspicua escolta de asesores. Pero nien julio ni en agosto hubo luz verde porparte de Washington.

Los ruegos de Howe fueronatendidos en agosto, cuando unas minasterrestres accionadas por control remotomataron a cuatro soldadosestadounidenses y, luego, dos semanasmás tarde, hirieron a otros siete. Elpresidente Clinton, de vacaciones enMartha's Vineyard, consintió por fin. LosDelta acudirían a Somalia. Aidid se

convirtió en la ballena blanca deNorteamérica.

El destacamento especial de losRangers llegó el 23 de agosto con unamisión prevista para realizarse en tresfases. La Fase Uno, que iba a durar hastael 30, era sólo para que la tropa seinstalase y habituase al lugar. La FaseDos, prevista hasta el 7 de septiembre,se concentraría exclusivamente enlocalizar y capturar a Aidid. El EstadoMayor sospechaba que sería coser ycantar, porque sólo propagar la noticiasobre las intenciones de los Rangershabía mandado a toda velocidad a Aididbajo la tierra. La Fase Tres tenía como

objetivo la estructura formada por losmandos de Aidid. Este era el meollo dela misión del destacamento especialRanger. Si los chicos D no podíanapresar al señor de la guerra, le iban aponer de patitas en la calle.

En un principio, Howe habíaprevisto una pequeña unidad deoperadores clandestinos, pero le alegrómuchísimo poder contar con undestacamento especial al completo, 450hombres. Soportó con paciencia susprimeros tropezones. A medida quetranscurría septiembre, a pesar de losfallos técnicos, el destacamento fuelogrando algunos éxitos. Howe se quedó

contento el 21 de septiembre, cuando unasalto sorpresa a la luz del día a unconvoy de vehículos dio como resultadola captura de Osman Atto, traficante dearmas y banquero jefe de Aidid, quienacabó encarcelado junto con un númerocreciente de otros SNA cautivos en unaisla situada frente a la costa de la ciudadsureña y portuaria de Kismayo, entiendas de campaña militares y rodeadosde alambradas.

Aidid percibía la tensión. Un líderdel Habr Gidr que cooperaba con lasfuerzas de Estados Unidos les dijo: «Él[Aidid] está muy tenso. La situación ahífuera está muy tensa». A finales de

agosto, el señor somalí de la guerra lemandó una carta al ex presidente JimmyCárter en la que le rogaba queintercediese con el presidente Clinton.El general quería una comisiónindependiente «compuesta por hombresde estado, académicos y juristas derenombre y procedentes de paísesdiferentes» para investigar lasacusaciones sobre que él fuera elresponsable del incidente acaecido el 5de junio (Aidid afirmaba que había sidoun alzamiento espontáneo de loshabitantes de Mogadiscio que temíanque Naciones Unidas atacaran RadioMogadiscio). También pidió una

solución negociada a la situaciónestancada que tenía con NacionesUnidas.

Cárter llevó este mensaje a la CasaBlanca y Clinton recibió de buen agradola sugerencia y dirigió sus esfuerzos aresolver el conflicto pacíficamente. ElDepartamento de Estado empezó condiscreción a trabajar en un plan parainterceder a través de los gobiernos deEtiopía y Eritrea. El plan exigía uninmediato cese el fuego y que Aididdesapareciera de Somalia hasta que sellevase a cabo la investigacióninternacional. Establecía una nuevaronda de conversaciones para la

reconstrucción de país en noviembre.Howe, por su parte, en Mogadiscio, hizoun sondeo discreto entre los veteranosdel Habr Gidr, alarmados por el recientegiro de los acontecimientos. Tanto Howecomo sus partidarios en Washingtonestaban convencidos de que la repentinaflexibilidad de Aidid era el resultadodirecto de la presión ejercida porGarrison.

La razón del viaje que había hechoHowe aquel fin de semana había sido lapaz. Durante el largo viaje sobre lastierras secas y yermas, conformeobservaba la sombra del avión quecorría delante de éste por las dunas,

tenía la sensación de que, por fin,Naciones Unidas estaban negociandodesde una posición de poder.

Después de dar vueltas sobre el aguapor espacio de casi una hora, el aviónde Howe pudo por fin aterrizar en labase de los Ranger a última hora de latarde del domingo. Sabía que se habíadesencadenado una buena batalla, perono tuvo una idea clara del conflictohasta que llegó a la base de NacionesUnidas algo más tarde. El generalMontgomery estaba organizando unenorme convoy internacional para acudiral rescate de los rangers y los pilotoscaídos.

Como Howe no podía hacer grancosa, buscó un lugar donde instalarse yse puso a observar. Montgomery no dabaabasto. Los malasios y los paquistaníes,que eran los que contaban con losequipamientos necesarios, no queríansaber nada del mercado Bakara. Setrataba de las mismas tropas queabandonaron las calles de la ciudadapenas se hubieron marchado losMarines. Querían ayudar, pero seamilanaban ante la idea de enviar losgrandes vehículos blindados a la bocadel lobo. En aquellas zonas tandensamente pobladas, teniendo quedesplazarse despacio por las calles

estrechas, lo blindado era muyvulnerable.

Los italianos, cuya lealtad habíasido puesta en duda durante laintervención, estaban, no obstante,dispuestos a ayudar, al igual que losindios, que tenían tanques propios quepodían lanzar al combate. Como iban anecesitar tiempo para que los italianos ylos indios estuvieran en posición,Montgomery seguía presionando a losmalayos y a los paquistaníes.

Howe no pudo dejar de preguntarsequé habría ocurrido si, como él habíasolicitado de forma apremiante, lamatanza de las tropas paquistaníes el 5

de junio hubiera obtenido una respuestainternacional tan determinada comoaquélla. A pesar de todo, estabacontento de verla ahora. Era una lástimaque el destacamento especial hubieradado un traspié, pero en cuanto lacarnicería llegara a su fin, tal vezapeteciera a Washington librarse de esegeneral arribista de una vez por todas.

11

La noticia de que en la ciudad seestaban produciendo graves disturbiosse extendió con rapidez entre el personalsomalí de la embajada de EstadosUnidos. Abdi Karim Mohamud erasecretario para Brown & Root, unacompañía estadounidense queproporcionaba servicios demantenimiento a la fuerza militarinternacional. Era un universitario deveintiún años cuando fue derribado elrégimen de Barre. Desde entonces, habíacontinuado los estudios por su cuenta.Llevaba gafas con montura metálica,

hablaba un inglés perfecto, se vestía concamisas del color azul de las camisetasde la Universidad de Oxfordpulcramente planchadas y tenía un airede eficiencia entusiasta ybienintencionada con la que se habíaganado mayor responsabilidad. Eratambién un par de ojos y oídosinteligentes para el Habr Gidr, el clan alque pertenecía.

Cuando empezó la misiónhumanitaria, Abdi albergó grandesesperanzas con respecto a NacionesUnidas. Encontró un trabajo y parecíaque el esfuerzo era bueno para su país.Pero cuando dieron comienzo los

ataques a su clan y al general Aidid, ycuando, cada semana, aumentaba elnúmero de somalíes muertos o heridos,se dio cuenta de que la intervención eraun asalto gratuito a su país. El 12 dejulio, el día del ataque a la casa deAbdi, tuvo ocasión de ver a algunas delas víctimas del bombardeo que llevarona la embajada de Estados Unidos. Loshombres somalíes, ancianos de su clan,estaban ensangrentados, anonadados ynecesitaban asistencia médica. Encambio, los estadounidenses losfotografiaron, les interrogaron y luegolos encarcelaron. Abdi no abandonó sutrabajo, pero por razones diferentes.

Oía oleadas de estallidos de arma defuego en la ciudad, y advirtió de que elcombate estaba en el mercado Bakara.

En Brown & Root, mandaron a casaa los somalíes.

—Algo ha sucedido —le dijeron aAbdi.

Abdi vivía con su familia entre elmercado y la rotonda K-4, al norte de labase Ranger. Los precarios y pequeñosautobuses, siempre tan atestados depasajeros que los soldadosestadounidenses los llamaban «KlingonCruisers» (una remembranza a StarTrek), todavía circulaban por la víaLenin. Se intensificó el tiroteo y el cielo

se llenó de helicópteros que volaban agran velocidad y baja altura por encimade los tejados y se movían en órbitascirculares sobre la zona del mercado.Unas balas volaron sobre su cabezacuando llegaba a casa. Su padre estabaallí, así como su hermano y hermana.Estaban en el patio interior de la casaapoyados contra un muro de cemento,que era el lugar donde siempre serefugiaban cuando volaban las balas.

Abdi tuvo la sensación de que habíacien helicópteros en el cielo. Losdisparos eran continuos y parecíandirigirse hacia todos los rincones. Lamilicia de Aidid habría atacado desde

cientos de lugares allí en aquella zonatan densamente poblada, y no encualquier lugar. Pero la lucha hacíaestragos en todas las direcciones. Abdise dio cuenta de que, por muy malo quefuera, se acostumbraba a los disparos alcabo de un rato. De todas formas,parecía que todas las balas pasaban porencima de ellos. Al cabo de una hora depermanecer con su familia junto al muro,se impacientó y se echó a caminaralrededor de la casa y a mirar a travésde las ventanas. Luego se aventuró asalir.

Algunos vecinos decían que losRangers habían capturado a Aidid.

Muchos corrían en dirección al combate.Como Abdi quería verlo por sí mismo,se unió al gentío que se desplazabahacia allí. Tenía unos parientes quevivían a unas cuantas manzanas delHotel Olympic y ansiaba saber si leshabía pasado algo. Con todos aquellosproyectiles y explosiones resultabadifícil creer que alguien en la zona delmercado estuviera con vida.

Cuando se aproximaron al tiroteohabía una confusión terrible en lascalles. Hombres, mujeres y niñosmuertos tendidos en el suelo. Abdi vio aun soldado estadounidense en unacallejuela, tumbado en el suelo, con una

pierna ensagrentada y esforzándose paraponerse a cubierto. Pasó una mujercorriendo frente a Abdi, y elestadounidense disparó. La somalí fueabatida pero logró apartarse de la calle.Abdi doblaba corriendo una esquinacuando Little Birds se precipitó en lacallejuela. Se apretó contra un muro yunas balas acribillaban en hilera elcentro del callejón después de pasar porencima de él. No había sido una buenaidea aventurarse fuera de casa. Cómopodía haber imaginado semejantelocura. Cuando pasó el helicóptero, ungrupo de somalíes armados con riflescorrieron hasta la esquina en un intento

de encontrar un ángulo adecuado paradisparar al estadounidense.

Abdi corrió a refugiarse en casa deun amigo. Le dejaron entrar y se tendióen el suelo con los demás.

12

Durante los minutos que precedierona la caída del Súper Seis Uno, losrangers y los operadores Delta queestaban en la casa blanco del asalto seestaban preparando para partir.Tardaban más de lo previsto. En primerlugar, estaba el ranger herido,Blackburn, caído de un Black Hawk.Tres Humvees habían sido separadosdel convoy terrestre para llevar a aquéla la base, y el sargento Pilla habíamuerto durante el trayecto. Cuando sefueron los tres vehículos, el convoy sequedó esperando.

Todos los hombres habían oído a losveteranos hablar de «la niebla de laguerra», que describía cómo los planesmejor diseñados se iban al cuernoapenas se iniciaba el tiroteo; sinembargo, resultaba asombrosocomprobar lo difícil que era llevar acabo incluso el cometido más simple. Elsargento del Estado Mayor, DanSchilling, el CCT de las Fuerzas Aéreasque iba en el Humvee que abría lamarcha del convoy, se cansó de esperary fue a ver qué era lo que estabademorando todo. Resultó que los chicosD esperaban junto con los prisionerosalguna señal del convoy, mientras que

éste aguardaba a que aquéllos salieran.Después de ir arriba y abajo variasveces, Schilling consiguió poner lascosas de nuevo en marcha.

Schilling era un hombre lacónico delsur de California, un delgado y atléticoex reservista del Ejército que, hacíaocho años, se jugó su soldada y su rangopara alistarse en las Fuerzas Aéreas ycomprobar si era capaz de pasar elriguroso proceso de selección paraconvertirse en controlador de combate.Era el camino más rápido para accedera las operaciones especiales que ofrecíael Ejército, además parecía divertido.Los CCT estaban especializados en

adentrarse en lugares peligrosos ydirigir ataques aéreos localizados.Como esta misión requería una estrechacoordinación entre las fuerzas de tierra ylas de aire, a Schilling le habíanasignado acompañar al comandante delconvoy, el teniente coronel DannyMcKnight. Era exactamente la clase deaventura que había deseado Schilling.Tenía treinta años, llevaba seis deveterano en operaciones especiales yaquel día estaban ganándose el plus depeligrosidad. Se agitaba nerviosamentemientras introducían a los somalíesesposados en uno de los flatbeds. Elresto de la fuerza de asalto se

encaminaba a pie al lugar del siniestro.Cuanto más tiempo estuviera el convoyesperando en plena calle másvulnerables se volvían. Cada minuto deretraso proporcionaba a la milicia deAidid y a la turba armada tiempo paragruparse. Se percibía un incrementoclaro y constante del volumen de fuego.Desde el principio habían previstotreinta minutos de operación. Si podíanllegar y marcharse en aquel espacio detiempo, seguramente todo iría bien.Schilling consultó su reloj. Hacía treintay siete minutos que estaban en tierra.

Entonces se estrelló el Súper SeisUno y todo cambió. Les ordenaron que

se dirigiesen al lugar del suceso,enseguida.

Ya había heridos en casi todos losvehículos. Un humo espeso, olor apólvora y llamas llenaban la atmósfera,y en los callejones, en la calle principaly delante de algunos edificios de laavenida Hawlwadig había cuerpos ymiembros de somalíes. Había carrosvolcados y carrocería acribillados yardiendo. Uno de los tres camiones decinco toneladas destinados al transporteestaba en llamas. Le alcanzó e inutilizóuna RPG, y una granada termita se habíaincendiado para acabar de destruirlo.Las explosiones habían provocado

grandes agujeros en los muros del HotelOlympic y de los edificios colindantes.Los proyectiles habían derribadomuchos árboles. En las callejuelas y enlos cruces, el suelo arenoso embebía loscharcos de sangre y había adquirido unatonalidad marronácea. El ruido eraensordecedor pero, como seintensificaba poco a poco, los hombresse habían acostumbrado a él. Un ruidoseco o la lasca de una piedra cercanasembraba la alarma, pero el merosonido de armas de fuego ya no deteníaa nadie. Se desplazaban con cautelapero sin miedo entre el estruendo. Enparticular, McKnight parecía ajeno al

peligro. Como si no pasara nada fuerade lo normal, se paseaba con todatranquilidad por las calles y entre loshombres puestos a cubierto. No tardó enindicar a los rangers mediante gestosque se guareciesen en los vehículos.

—Aquí Uniforme Seis Cuatro[McKnight]. Estoy listo para laevacuación… He cargado todo lo que hepodido aquí y estoy preparado paradirigirme al lugar del siniestro, cambio.

—Roger, adelante, ve para allá[teniente coronel Gary Harrell,comandante del escuadrón Delta en elBlack Hawk C2]. Las calles estándespejadas. Nos informan de que hay

un tiroteo de francotiradoresprocedentes del norte del lugar delsiniestro.

Roger: Desde aquí iremos a laderecha y nos dirigiremos al lugar delsuceso al este, cambio.

Parecía bastante sencillo. Dosmanzanas al norte, tres manzanas al este.El convoy se puso en marcha, seisHumvees y los dos camiones flatbedrestantes. Había tres Humvees delantede los camiones y tres detrás de éstos.Estos últimos llevaban grandes panelesfluorescentes de color naranja en eltecho para que los helicópteros devigilancia pudieran seguirles la pista.

Las aeronaves serían sus ojos en el cieloy los guiarían por la ciudad. Seencaminaban a la fase más sangrienta dela batalla.

13

Mientras el piloto del Black HawkMike Durant realizaba sus giros decontención vio, al dirigir su Súper SeisCuatro de vuelta hacia el sur, que unLittle Bird ascendía desde el lugar delsuceso. Delante se hallaba el blanco yreluciente frontal del Hotel Olympic,uno de los pocos edificios altos de laciudad situado frente al objetivo delasalto. En la lontananza, estaba la verdeextensión, que iba oscureciendo, delocéano índico. El humo se elevaba ygiraba sobre los tejados alrededor delhotel, señal que marcaba el lugar de la

lucha. Los Black Hawks y los LittleBirds se desplazaban a través de laoscura neblina como insectospredadores, y se lanzaban y disparabanhacia la refriega.

Entonces oyó la esperada llamadaradiofónica para Súper Seis Ocho, elBlack Hawk CSAR. Vio que se alejabaen dirección al sur.

Momentos después el tenientecoronel Matthews, desde el helicópterode control, le dictó sus propias órdenes.

—Súper Seis Cuatro, aquí AlfaCinco Uno, cambio.

—Aquí Súper Seis Cuatro.Adelante.

—Roger, Seis Cuatro, sube yreúnete con Seis Dos en su órbita.

—Seis Cuatro dirigiéndose hacia elinterior.

Mientras volaba a gran velocidad ybaja altura sobre la ciudad, Durantpodía vislumbrar a través de losremolinos nebulosos de humo y polvo,la acción que se desarrollaba bajo lacabina burbuja de su helicóptero. Lanítida estructura cuadrada que habíanconfigurado un rato antes, es decir, losrangers apostados en las cuatro esquinasdel objetivo, se había desmantelado porcompleto. Resultaba difícil encontrar unsentido a la acción que se desarrollaba

abajo. Veía la zona donde se habíametido el helicóptero de Elvis engeneral, un barrio denso formado porcasitas de piedra con tejados de hojalataen medio de un laberinto de callejonessucios y amplios cruces, pero el BlackHawk estaba metido entre casas en unlugar tan estrecho que no podíadistinguirlo. Advirtió pequeñascolumnas de Rangers que sedesplazaban por las callejuelas, medioagachados a la defensiva, con los riflesen ristre y listos para disparar,poniéndose a cubierto e intercambiandodisparos con las olas de somalíes quetambién corrían en aquella dirección.

Durant se dio la vuelta en la cabina paraindicar a los oficiales de tripulación quecargaran sus armas, dos miniguns de7,62mm. y seis cañones capaces dedisparar cuatro mil ráfagas por minuto,pero les advirtió que no dispararan hastaque descubrieran dónde estaban lossuyos. Durant descendió con unamaniobra circular hasta ocupar el lugarque Elvis había dejado vacante ysituarse al otro lado de donde se hallabael Súper Seis Dos, el Black Hawkpilotado por el suboficial jefe MikeGoffena y el capitán Jim Yacone, eintentó sintonizar con ellos.

—Seis Cuatro, indica posición —

dijo Goffena.—Estamos a unos dos mil

doscientos metros de vosotros al norte.—Seis Cuatro, no perdáis de vista

el lado oeste.—Roger.Se trataba de mantener una

«cobertura baja», un círculo móvil sobrela zona de la batalla. Durant oyó porradio que la aeronave CSAR había sidoalcanzada, pero que logró hacer subirpor la cuerda al equipo de rescate yhabía conseguido elevarse. Goffena yYacone ya estaban señalando blancospara los tiradores de Durant, peroresultaba difícil orientarse visualmente.

El asiento de Durant se hallaba situadoen el lado derecho del avión y, comovolaba en el sentido contrario de lasagujas del reloj, ladeándose a laizquierda, lo que veía la mayor parte deltiempo era cielo. Era enloquecedor.Cuando se puso a volar horizontalmente,lo hacía tan bajo y tan rápido que eracomo mirar a través de un tubo. Bajo suspies, pasaban rápidamente tejados dehojalata oxidada, árboles, automóviles yneumáticos en llamas. Por todas parteshabía Rangers y somalíes corriendo. Nosabía con certeza si le disparaban. Esdecir que, debido al estruendo de losmotores y el ruido de la radio, Durant

desconocía si les atacaban o no. Suponíaque así era. Ya habían alcanzado a doshelicópteros. Él hacía todo lo posiblepara que su Black Hawk fuera un blancomás desafiante, para ello, además detodo lo que ya tenía que hacer yescuchar, variaba tanto la velocidadcomo la altitud.

Fue en el cuarto o quinto círculo,cuando lo que estaba sucediendo abajoempezaba a tener sentido, notó que elhelicóptero chocaba con algo duro.

Como un rebote invisible.

14

Después de haber dejado al soldadoBlackburn, el ranger caído delhelicóptero, al cargo de la reducidacolumna de rescate que lo debía llevarhasta la base, los sargentos JeffMcLaughlin y Casey Joyce tomaron deregreso la avenida Hawlwadig parareunirse con su elemento, Tiza Cuatro.No llegaron muy lejos. Un somalíarmado apostado en una callejuela lesentretuvo, pues se asomaba y disparabapara esconderse antes de que ellostuvieran tiempo de devolver losdisparos. McLaughlin cubrió el callejón

para que Joyce pudiera situarse en ellado opuesto. Se colocaron uno a cadalado de la callejuela y se apostaron conuna rodilla en el suelo para abatir altipo. Desde lejos, los somalíes parecíaniguales, de piel negra, con enormes ydesaliñadas matas de cabello, largospantalones abombachados y camisassueltas y enormes. Mientras que lamayoría disparaba tirosindiscriminadamente y luego echaban acorrer, otros eran de una persistenciaterrible. De vez en cuando, alguno, en suhuida, desembocaba en la zona abierta, ysiempre lo derribaban. Aquél era listo.Se asomaba lo justo para apuntar y

disparar, acto seguido se escondía otravez detrás de la esquina. McLaughlinintentó adelantarse. Cuando apareciesela cabeza del tirador, le lanzaría unaráfaga que hubiera apuntado conantelación, y el somalí se apresuraría aocultarse de nuevo.

McLaughlin estaba resuelto a acabarcon él. Detrás de una esquina, sujetó laM-16 con firmeza y apuntó al lugar delcallejón donde no tardaría en aparecerel tirador. El sudor le cegaba la vista.Estaba tan ensimismado en aquel duelofútil que perdió la noción del tiempo ydel espacio y se sobresaltó cuando unsargento de escuadrón gritó su nombre.

—¡Eh, Mac! ¡Ven aquí!El convoy avanzaba por la calle

detrás de él, en dirección norte porHawlwadig. Parecía que todo el mundolo estuviera esperando. Buscó a Joycecon la mirada pero también parecíahaberse marchado. Ya había subido auno de los vehículos. McLaughlin cruzóla calle y se puso a trotar junto a la partemás alejada de uno de los Humvees, yapasado el callejón de la contienda. Elvehículo estaba abarrotado.

—¡Sube al capó! —gritó uno de loshombres que había dentro.

McLaughlin ya tenía una de suslargas piernas levantada cuando se le

ocurrió que era una idea nefasta.Aquellos vehículos eran imanes para lasbalas. Se imaginó abriéndose paso através de aquella terrible locura que sehabía desencadenado montado encimade un Humvee. Ya era malo tener queandar por una de aquellas calles, peromucho peor convertirse en un blancoperfecto —six-five Ranger— allí arriba.Rodeó el vehículo, abrió la puerta yapremió al soldado Tory Carlson paraque le dejara espacio. Así lo hizo yMcLaughlin trepó hasta el asiento ycolocó la M-16 en el borde de laventana posterior derecha, que estabaabierta.

Cien metros más adelante, el convoyllegó a la altura de lo que quedaba, delsitiado Tiza Cuatro del sargentoEversmann. Éste y sus hombrespermanecían inmovilizados desde queBlackburn cayera del helicóptero. Habíavisto estrellarse al otro helicóptero. Sise ponía de pie, como era muy alto,Eversmann podía ver los restos delSúper Seis Uno desde una de lascallejuelas que cruzaba en diagonalhacia el este. El capitán Steele habíaordenado por radio al sargento quetrasladase su tiza hasta allí a pie.

«Roger», había contestadoEversmann… queriendo decir, «sí, de

acuerdo». Pero no tenían muchasposibilidades de marcharse a otro lugar.Desde lejos veía hombres con cascos,chalecos antibalas y uniformes decamuflaje en torno a los restos de laaeronave, así que sabía que losestadounidenses habían llegado allí.Estaban bastante cerca y podía ordenar asus hombres que dirigieran sus disparosen aquella dirección. De todas formas sehabía quedado reducido a sólo cuatro ocinco soldados capaces de seguircombatiendo.

El convoy llegó como una respuestaal avemaria que había rezado aldespegar. Eversmann vio a su amigo el

sargento Mike Pringle en la torreta delHumvee que mandaba McKnight ymanejaba la calibre 50 con la cabeza tanagachada que miraba por debajo delarma. A pesar de la situación, le arrancóuna sonrisa a Eversmann.

—¡Eh, sargento, subid! Nosdirigimos al lugar del siniestro —gritóMcKnight.

—El capitán Steele quiere quevayamos a pie, está ahí mismo —replicó Eversmann a la vez que señalabael lugar con la mano.

—Ya lo sé —dijo McKnight—.Subid. Vamos hacia allí.

Schilling se ocupó de cubrir la parte

alta de la avenida Hawlwadig mientrasEversmann y sus hombres cruzaban lacalle. El jefe del tiza condujo a sushombres a bordo de los vehículos yarepletos; para ello subieron primero alos heridos amontonándolos literalmenteen la parte trasera sobre otrosmuchachos, y luego buscó lugar para losotros. Era el último hombre que quedabaen la calle cuando McKnight le gritó quese diera prisa. Eversmann repasómentalmente la lista de nombres,resuelto a responder por todos y cadauno de los hombres de su tiza. Les habíaperdido la pista a McLaughlin, a Joyce ya los médicos que había mandado con

Blackburn, pero no estaban ni en suintersección ni manzana abajo. Lacolumna circulaba de nuevo. No podíahacer otra cosa que subir a la partetrasera de un vehículo. Aterrizó sobrealguien y se quedó tumbado boca arribamirando al cielo conforme sedesplazaban por las calles todavíallenas de somalíes que les disparaban, ycayó en la cuenta de que era un blancoperfecto y que ni siquiera podíadevolver los disparos. Pensó que le ibana disparar y que no había nada quepudiera hacer para impedirlo. A pesarde lo vulnerable que se sentía, era unalivio estar de nuevo con los otros y

moverse. Si estaban juntos y se movíansignificaba que el final estaba cerca. Elavión siniestrado estaba a sólo unasmanzanas de distancia. Una vez allí seorganizaría mejor para el viaje deregreso.

Mientras Eversmann se ocupaba desus hombres, Schilling corría hasta elcentro de la calzada para recoger lascuerdas rápidas del Tiza Cuatro, todavíaextendidas en la avenida Hawlwadig. Eldestacamento especial había hechoinstrucción para recuperar las cuerdas,que medían siete centímetros y medio deancho y eran difíciles de reemplazar. Apesar del fuego cruzado, consiguió

hacerse con una. Como era un trabajoarduo arrastrarla de vuelta y él sudaba,tenía sed y estaba cansado, le pidió aJohn Gay, un SEAL que iba en unHumvee detrás de él, si podía ayudarlocon la otra. Gay estaba agazapado acubierto y estaba devolviendo losdisparos. Le lanzó a Schilling unamirada de asombro y luego puso losojos en blanco.

—¡Olvídate de las jodidas cuerdas!—gritó.

Schilling cayó en la cuenta de queacababa de arriesgar su vida por unramal largo de nailon trenzado. Regresóal Humvee sorprendido de sí mismo.

Cuando el convoy volvió a ponerse enmarcha, el tiroteo era más intenso que enningún otro momento. Las balasrebotaban en los lados blindados de losvehículos y a cada momento pasabasilbando la estela humeante y titubeantede una RPG. Schilling distinguió unburro atado a un olivo en un callejón. Elanimal, angustiado y con las largasorejas dobladas hacia atrás y la colarecta hacia abajo, permanecía muyquieto en medio de aquella vorágine.Había visto al burro al principio cuandollegaron y supuso que al final acabaríanalcanzándolo. Según se alejaban, lovolvió a mirar, todavía de pie inmóvil e

ileso.Ninguno de los que iban en los

vehículos de detrás sabía adonde iban.Muchos hombros no sabían que unhelicóptero había sido derribado. Unode ellos era Eric Spalding, el ranger quefabricó aquella trampa tan eficaz paralas ratas de la base. Spalding iba en elasiento del pasajero en la cabina delsegundo camión, el que transportaba alos prisioneros. Cuando se pusieron enmovimiento, supuso que ya estaba, quela misión había concluido. Iban caminode casa. Al volante iba el soldado JohnMaddox. Habían levantado el parabrisasfrontal para que Spalding pudiera abrir

fuego hacia delante.Apoyó el M-16 fuera de la

ventanilla del camión. Aunque era untirador experto, había dejado de lanzarráfagas precisas una después de la otra.Había tantos blancos, tanta gente que ledisparaba… Daba la sensación de quese hubiera declarado en Mogadiscio elDía de Matar a un Estadounidense.Parecía como si todos los somalíes de laciudad estuvieran en las calles paracargárselos. Había gente en lascallejuelas, en las ventanas, en lasazoteas. Sin embargo Spalding seguíadisparando con el rifle. Luego, mientrasreemplazase el cartucho del rifle con

una mano, utilizaría la pistola Beretta de9mm. para tirar con la otra. Lo únicoque quería era salir de allí. Cuando lacolumna dobló a la derecha, se preguntóqué estaban haciendo. ¡La misión sehabía acabado! ¿Por qué no tomaban elcamino de regreso? No había tiempopara encontrar a alguien susceptible decontestar a su pregunta.

Después de avanzar dos manzanas aleste, el convoy volvió a girar a laderecha. Les habían perdido la pista alos hombres que se desplazaban a pie allugar del siniestro. El convoy llevabadirección sur, se dirigía hacia elobjetivo y hacia la calle Nacional, la

carretera asfaltada por la que habíanllegado. Por lo menos Spalding pensóque era allí adonde se dirigían. Lamayoría (de las calles de Mogadiscioparecían iguales, caminos de tierranaranja, con grandes baches en el centro,montones de sospechosos escombros,deteriorados muros de piedrabombardeados con morteros a cadalado, olivos achaparrados, matorralesde cactos y callejuelas sucias que losatravesaban. Los cruces eran unproblema. Cada vez que el camión seaproximaba a un callejón, Spalding seasomaba fuera, se apoyaba en elardiente capó y abría fuego mientras la

cruzaban. No oía otra cosa que el ruidode los proyectiles de las armasautomáticas y las balas volando en tornoal sonido metálico cuando le daban alcamión.

Una mujer que llevaba un vestidosuelto de color morado pasó corriendopor el lado del conductor. Maddox teníala pistola apoyada en el brazo izquierdoy le disparaba a casi todo lo que semovía.

—¡No dispares! —gritó Spalding—.¡Lleva un niño!

La mujer se volvió de golpe. Sinsoltar al bebé que llevaba en un brazo,levantó una pistola con la mano libre.

Spalding le disparó sin titubear. Lelanzó cuatro ráfagas más hasta que cayó.Esperaba no haberle dado al niño. Ellosse movían y no podía ver si le habíaalcanzado o no. Pensó que tal vez sí lehabía dado. Llevaba al bebé en el brazoderecho delante de ella. ¿Por qué unamadre iba a hacer una cosa así con unniño en los brazos? ¿En qué estaríapensando? Spalding no podíaentenderlo. Tal vez lo único que queríaera alejarse, pero vio el camión, seasustó y alzó el arma. No había tiempopara preocuparse de ello.

15

Mike Goffena, piloto de un BlackHawk, iba detrás del Súper Seis Cuatrocuando la granada alcanzó a este último.Le arrancó un trozo del rotor de cola.Goffena vio que se escapaba el aceite enmedio de una fina bruma, pero elmecanismo quedó intacto y parecía quetodo seguía funcionando.

—Seis Cuatro, ¿estáis bien? —preguntó Goffena.

El Black Hawk es un avión demucho peso. En aquel punto el de Durantpesaba alrededor de diecisiete millibras, y el rotor de cola estaba a cierta

distancia de donde él estaba. Lapregunta llegó antes siquiera de que sehubiera dado cuenta de lo que habíapasado.

Goffena explicó que le habíaalcanzado una RPG y que la parte de lacola estaba dañada.

—Roger —contestó Durant contranquilidad por la radio.

Al principio no parecía que lehubiera pasado algo al helicóptero.Llevó a cabo una comprobación rápidade todos los instrumentos y las lecturaseran correctas. Sus oficiales detripulación, Cleveland y Field, estabanilesos sentados detrás. Por consiguiente,

pasada la primera impresión, Durant sesintió aliviado. No pasaba nada.Goffena le dijo que había perdido elaceite y parte de la caja de engranajesen el rotor de cola, el sólido BlackHawk estaba construido para volar sinaceite durante un rato en caso necesario,y todavía se mantenía estable. Matthews,el comandante al cargo de la parte aéreade la misión, también había visto elimpacto desde el helicóptero C2 quevolaba en círculo. Le dijo a Durant queposara el Black Hawk en tierra y elpiloto del helicóptero alcanzado saliódel círculo hacia la izquierda que estabarealizando y tomó rumbo al aeródromo,

que se hallaba al suroeste a cuatrominutos de vuelo. Sólo como medida deprecaución, tomó nota de que había unagran zona verde abierta hacia la mitadde camino, es decir, que si se veíaobligado a aterrizar antes de una horahabía un sitio donde hacerlo. Pero elhelicóptero volaba bien.

Goffena siguió a Durant a lo largo deunos mil quinientos metros, hasta que yatuvo la tranquilidad de que el Súper SeisCuatro podía regresar sin problemas.Apenas había empezado a dar la vueltacuando vio que el rotor de cola, entero,la caja de engranajes y setenta u ochentacentímetros del ensamblaje vertical de

la aleta se convertían en un contornoborroso para acabar evaporándose.

Dentro del Súper Seis Cuatro, tantoDurant como el copiloto, Ray Frank,advirtieron que el armazón vibraba.Oyeron que el eje de fricción delengranaje, en su agonía, silbaba deforma rápida y acelerada. Luego vino ungran estruendo cuando se rompió decuajo. Sin la mitad superior de la aletade cola, un peso enorme se descargó dela parte posterior del armazón, y elcentro de gravedad de éste cayó enpicado y, como consecuencia, elhelicóptero empezó a entrar en barrena.Después de diez años de volar, la

reacción tanto de Durant como de Frankfue instintiva. Para que el armazón seladeara a la izquierda, había que apretarsuavemente el pedal izquierdo con elpie. Durant se percató entonces de queya había estado pisando el pedalizquierdo hasta el fondo y el avióntodavía giraba velozmente hacia laderecha (sin rotor de cola no habíaforma de detenerlo). Los giros eran másrápidos de lo que Durant hubieraimaginado nunca. Los detalles de latierra y del cielo se volvían borrososcomo los dibujos en una peonza. Afuerasólo veía cielo azul y tierra marrón.

Durant intentó hacer algo con los

controles. Frank, sentado junto a él, tuvola presencia de ánimo de hacer locorrecto. Las palancas del sistemaeléctrico de los motores estaban en eltecho de la cabina. Frank tuvo queluchar contra la gran fuerza centrífuga delos giros para levantar los brazos. Enaquellos segundos frenéticos, logró tirarhacia atrás una palanca y detener de estemodo un motor, y tirar de la otra hasta lamitad. Durant gritó por la radio:

—¡Nos estrellamos! ¡Bajamos!¡Raaaaay!

De pronto disminuyó el ritmo de losgiros descendentes en picado. Justoantes del impacto el morro se levantó.

Fuera por alguna razón aerodinámica opor algo que Durant o Frank hicierandentro de la cabina, el helicóptero quecaía en picado se enderezó. Gracias aque la velocidad de los giros disminuyóa la mitad y que el avión se nivelóbastante, el Black Hawk hizo unaterrizaje muy duro pero horizontal.

Horizontal era crítico. Significabaque había una posibilidad de que loshombres del helicóptero estuvieran aúncon vida.

16

Jousuf Dahir Mo'alim estaba cercadel hombre que lanzó la granada. Seocultaba detrás de un árbol en unacallejuela que rodeaba el Hotel BarBakin, un pequeño edificio de piedrablanca situado a una manzana direcciónsur del Hotel Olympic. Se guareciódetrás del árbol para esconderse delBlack Hawk que estaba sobre él.Simultáneamente, uno de sus hombres,parte de una milicia compuesta porveintiséis hombres que habían acudidocorriendo desde el pueblo vecinoHawlwadigli, se arrodilló en medio del

callejón y apuntó hacia lo alto con unarma rusa antitanque que llevaba. Sehabía montado el tubo con un conductometálico, el cual estaba soldado en elextremo posterior a un ángulo a fin deque el efecto del retroceso no afectara alcuerpo del tirador.

—¡Si fallas, disparo otra ráfaga! —gritó Mo'alim.

Eran combatientes veteranos y, sibien luchaban contra losestadounidenses sin remuneraciónalguna, la mayor parte eran mercenarios.El padre de Mo'alim murió en 1984 enla guerra entre Somalia y Etiopía yreclutaron al hijo, que entonces contaba

quince años, para ocupar su puesto. Eraun joven esquelético cuyo cuerpo seperdía en una camisa y unos pantalonesdemasiado grandes, tenía unos pómulosmuy hundidos y una perilla quesobresalía de la estrecha barbilla. Porespacio de dos años había sido soldadode Siad Barre, pero cuando cambió lacorriente de aquella insurrección, se fuede su unidad para unirse a las tropasrebeldes de Aidid. Era experto enmuchos combates callejeros, peroninguno tan encarnizado como aquel.

Había organizado a los hombres desu pueblo, un laberinto de sucios ysinuosos senderos flanqueados de cactos

en torno a unas chozas de harapos ybarracas cubiertas de hojalata al sur dela zona del mercado Bakara, en unamilicia irregular de alquiler.Permanecían aliados a Aidid, porquepertenecían, al igual que él, al clan HabrGidr. Casi todos defendían a su pueblode bandas merodeadoras de jóvenesluchadores. Proporcionaban seguridad atodo aquel que estuviera dispuesto apagar, lo cual incluía, de vez en cuando,a Naciones Unidas y otrasorganizaciones internacionales. A veces,ellos mismos iban en busca de algo quesaquear. A los hombres como Mo'alim ysu banda los llamaban mooryan, o

bandidos. Vivían con las armas, sobretodo los M-16 y las rusas AK-47 que sepodían comprar en el mercado por unmillón de chelines somalíes, o unosdoscientos dólares. También usabanarmas antitanque, desde bazucas de laSegunda Guerra Mundial hasta las másseguras y precisas RPG fabricadas enRusia. Cobraban por sus servicios, enarroz o en khat. La droga causabaestragos. Otra acepción para losmooryan era dai-dai, o «rápido-rápido»por su carácter inquieto y sus ticsnerviosos. Eran unos guerrerostemerarios y, en muchos casos, moríanjóvenes. Pero en aquellos momentos,

todos los mooryan del sur deMogadiscio tenían un enemigo común.Algunos habían empezado a llamarse así mismos «Revengers»,[2] como juegode palabra de rangers.

Sabían que la mejor forma demenoscabar la seguridad de losestadounidenses era derribar uno de sushelicópteros. Éstos eran el símbolo delpoder de Naciones Unidas y de laimpotencia del pueblo somalí. Cuandollegaron, los Rangers parecíaninvencibles. Los Black Hawks y losLittle Birds eran casi invulnerables encomparación con el pequeño armamentoque constituía la mayor parte del arsenal

somalí. Estaban pensados para castigarcon impunidad desde lejos. Cuando losRangers hacían su aparición, bajabandeprisa de los helicópteros, seapoderaban de sus prisioneros ydesaparecían antes de que seconstituyera una fuerza significativa paracombatirlos. Si se desplazaban portierra, lo hacían en convoys blindados.Pero todo enemigo muestra su puntodébil por la forma en que lucha. Para loshombres de Aidid, era evidente dóndeflaqueaban los Rangers. No estabandispuestos a morir.

Los somalíes tenían fama de desafiarel fuego enemigo, de llevar a cabo

asaltos frontales, casi suicidas. Crecíandentro de clanes y les ponían el mismonombre que sus padres y sus abuelos.Iniciaban un combate con astucia ycoraje y se entregaban a la salvajeemoción que proporcionaba. Retirarse,incluso ante un devastador fuegoenemigo, se consideraba impropio dehombres de verdad. Para el clan,estaban siempre listos para morir.

Para matar a los Rangers, había quehacerles resistir y luchar. La respuestaestaba en derribar un helicóptero. Partede la superioridad falsa de losestadounidenses, su reticencia a morir,significaba que harían cualquier cosa

por protegerse mutuamente, algo que eraintrépido pero a veces tambiénimprudente. Aidid y sus lugartenientessabían que, si podían derribar unhelicóptero, los Rangers se movilizaríanpara proteger a su tripulación.Formarían un perímetro alrededor yesperarían la llegada de ayuda. Tal vezno los fuesen a atacar pero podían hacerque se desangrasen y murieran.

Los hombres de Aidid recibieronalgunas directivas expertas paraderribar helicópteros de los soldadosfundamentalistas islámicos, venidosclandestinamente de Sudán, los cualestenían experiencia en luchar con

helicópteros rusos en Afganistán. Enesta misma línea de esfuerzo, decidieronconcentrar todo su arsenal en las RPG,el armamento más potente que le quedóa Aidid después de los ataques aéreos asus tanques y armas de mayor tamaño.Esto era problemático. Las granadasexplosionaban cuando impactaban, peroera difícil alcanzar un blanco enmovimiento con ellas, y por esta razónen muchas se reemplazaron losdetonadores por temporizadores paraque explotasen en medio del aire. Así noharía falta un disparo directo para dañarun helicóptero. Los consejerosfundamentalistas les enseñaron que el

rotor de cola en un helicóptero es laparte más vulnerable. Por consiguiente,se entrenaron para dejar pasar el aparatoy luego dispararle por detrás. Ademásde incómodo, era peligroso apuntar conlos tubos al cielo, y suicida hacerlodesde las azoteas. Desde loshelicópteros no se tardaba en localizar aun hombre armado en una azotea, porregla general antes de que aquél tuvieraocasión de apuntar el arma y disparar.Por esta razón, los soldados de Aidididearon otros métodos para disparar alcielo sin peligro desde tierra. Cavaronunos agujeros profundos en laspolvorientas calles. El tirador debía

tumbarse en posición supina con la parteposterior del tubo apuntando hacia elagujero. En ocasiones, arrancaban unarbolito y lo apoyaban en el agujero,luego el tirador se cubría con una telaverde para poder tumbarse bajo el árbola la espera de que un helicópterosobrevolara el lugar.

Le dieron al primer Black Hawk lamadrugada del 25 de septiembre cuandotodavía era oscuro, pero el aparato noformaba parte de una misión de losRangers. El éxito les envalentonó. Lapróxima vez que acudiesen en grannúmero, ellos estarían preparados. Sólodebían alcanzar a uno.

Cuando el 3 de octubre Mo'alim oyóque llegaban los helicópteros a bajaaltura, fue a buscar su M-16 y reagrupóa su banda. Se dirigieron corriendohacia el norte y, después de habersedispersado en grupos de siete u ocho,cruzaron la calle Nacional y rodearon elHotel Olympic por detrás a través dezonas que conocían bien. El cielo estabaatestado de helicópteros. Los pequeñosgrupos de Mo'alim intentabanmantenerse juntos en medio de lamuchedumbre que se desplazaba en sudirección. Sabían que losestadounidenses, aunque losdistinguieran, no se atreverían tanto a

dispararles si los veían rodeados porciviles desarmados. Llevaban sábanas ytoallas sobre los hombros para cubrirlas armas y los rifles automáticos ibanpegados a los costados de los cuerpos.Era uno de los muchos grupos demilicianos que se dirigían con premuraal combate.

Fue en el cruce que había al sur delhotel en la avenida Hawlwadig donde elgrupo de Mo'alim tuvo su primerencuentro con unos rangers que iban enun Humvee. Se acercaron sin llamar laatención y les dispararon a losestadounidenses pero apareció unhelicóptero que abrió fuego y mató al

miembro de mayor edad de la compañía,un hombre gordinflón de mediana edadal que llamaban «Alcohol».

Mo'alim sacó a rastras su fláccidocuerpo de la calle y la escuadra sereagrupó una manzana más al sur, detrásdel Hotel Bar Bakin.

Desde allí vieron caer el primerhelicóptero. Los hombres lanzaronsalvajes exclamaciones de júbilo.Continuaron avanzando y disparando,pero siempre manteniéndose a unas dosmanzanas de los rangers. Estabantodavía al sur del objetivo cuando unmiembro del grupo de Mo'alim searrodilló en plena calle, apuntó a otro

Black Hawk, y disparó. La granadaalcanzó el rotor de atrás, cuyos trozosvolaron con la explosión. Luego, duranteunos instantes, no sucedió nada.

Mo'alim tuvo la sensación de que elhelicóptero caía muy despacio. Estuvovolando un rato como si nada se hubieradañado y luego, bruscamente, se inclinóhacia delante y empezó a descender enbarrena. Cayó en Wadigley, una callesituada en un barrio muy poblado al surdel suyo. El estallido provocó gritosexaltados entre la muchedumbre.Mo'alim vio que a su alrededor la gentecambiaba de dirección. Momentos antes,la muchedumbre y los combatientes se

desplazaban hacia el norte, hacia elHotel Olympic y donde se habíaestrellado el primer Black Hawk. Enesos momentos, todos en torno a élcorrían apresuradamente dirección sur.Y él, el soldado veterano con barbas dechivo, echó a correr con ellos de nuevoa través de su propio pueblo deHawlwadigli, conforme blandía el armay gritaba:

—¡Dad la vuelta! ¡Deteneos! ¡Hayhombres dentro y pueden dispararnos!

Algunos lo escucharon y se pusierondetrás de Mo'alim y de sus hombres.Otros continuaron corriendo haciadelante. Alí Hussein, quien regentaba

una farmacia cerca del lugar dondehabía caído el helicóptero, vio que susvecinos se hacían con armas y corrían enaquella dirección. Agarró por el brazo asu amigo Alí Mohamed Cawale,propietario del restaurante Black Sea.Cawale llevaba un rifle. Hussein losujetó por los hombros.

—¡Es peligroso! ¡No vayas! —legritó.

Pero el olor a sangre estaba en elaire. Cawale se desasió de los brazos deHussein y se reunió con la multitud quecorría.

17

En circunstancias normales, y dadoque estaban tan cerca del primer aviónestrellado, el convoy se habría dirigidosin demora al lugar del sucesoabriéndose paso a tiros. Pero comocontaban con aquella ayuda aérea, losboinas verdes estaban a punto dedemostrar cuánto puede perjudicar lainformación a los soldados en el campode batalla.

Desde el Black Hawk C2, quesobrevolaba la zona, Harrell y Matthewsveían a quince hombres armadosavanzar a buen paso por las calles

paralelas a la del convoy formado porocho vehículos. Los somalíes podíanavanzar al mismo ritmo que losvehículos porque éstos, los camiones yHumvees, se tenían que parar en cadaintersección. Cada conductor debíaesperar hasta que el vehículo que leprecedía sorteara por completo el fuegocruzado antes de arriesgarse aatravesarlo. Quedarse en la zona abiertaera suicida. Cada vez que el convoy serezagaba les daba tiempo a los gruposde tiradores a llegar hasta la callesiguiente y organizar una emboscada alos vehículos cuando pasarandisparando. El convoy estaba

completamente acribillado. Como desdearriba Harrell y Matthews podían verlas manzanas y las plazas donde lossomalíes se amontonaban parasorprender al convoy, guiaron a éste deforma que se mantuviera alejado.

Había una complicación añadida.Volando a unos tres mil metros de alturasobre el helicóptero C2, se hallaba elOrion, el avión espía de la fuerza aérea,el cual, gracias a las cámaras devigilancia que llevaba, se hacía una ideade las tribulaciones que estabapadeciendo el convoy. Pero sus pilotostenían una desventaja. No estabanautorizados a comunicarse con el

convoy. Sus indicaciones erantransmitidas al comandante del Centrode Operaciones, quien se comunicabapor radio con Harrell en el helicópterode mando. Sólo entonces se enviaba laadvertencia del avión al convoy entierra. Esto suponía un retrasovergonzoso. Los pilotos del Orion teníanuna perspectiva directa sobre el lugardel siniestro. Decían: «¡Girar a laizquierda!». Pero cuando la instrucciónllegaba a McKnight en el Humvee decabeza, ya habían sobrepasado laesquina en cuestión. Atendían entonces ala orden tardía y doblaban más abajo enla calle errónea. Arriba, sobrevolando

el combate, los comandantes que lomiraban por las ventanillas o en laspantallas, no podían oír el tiroteo y losgritos de los hombres heridos, o sentir elimpacto de las explosiones. Desde elcielo, daba la impresión de que elavance del convoy estaba dentro delorden previsto. La imagen visual nosiempre transmitía lo desesperado de lasituación.

Eversmann, todavía tumbado deespaldas, indefenso, en la retaguardia dela columna, notó que el vehículo, comoél esperaba, giraba a la derecha despuésde haberlos recogido en su posición debloqueo. Sabía que el helicóptero

siniestrado estaba a sólo unas manzanasde distancia en aquella dirección. Perole sorprendió que el Humvee llevara acabo un segundo giro a la derecha. ¿Porqué se dirigían al sur? Era fácil perderseen Mogadiscio. Las calles no estabandiseñadas como las nítidas cuadrículaspropias de un urbanista. Cuando unocreía que una calle iba a conducirle auna determinada plaza, de repente sedesviaba en dirección distinta. Hubootros giros. Al cabo de un rato, el lugardel siniestro, tan cerca que Eversmannlo vio desde su posición en la avenidaHawlwadig, se perdió en medio delavispero.

El convoy se dirigía hacia el surcuando se estrelló el helicóptero deDurant. En el Humvee de cabeza,McKnight recibió un mensaje radiadodel teniente coronel Harrell.

—Danny, los disparos de las RPGhan tumbado otro Hawks al sur delHotel Olympic. Necesitamos que llevéisa todos primero allí. Necesitamos quela QRF nos ayude, cambio.

—Aquí Uniforme. Comprendido.Aparato derribado al sur del HotelOlympic. De acuerdo, y veremos quépodemos hacer después de esto.

—Vamos a intentar que la QRF nospreste ayuda. Intenta sacar a todo el

mundo de aquel siniestro [Súper SeisUno], y luego dirigios hasta el otroHawks derribado, que deberéis atendery vigilar, cambio.

No iba a resultar una tarea fácil. Sesuponía que McKnight debía coger elconvoy, con los prisioneros y losheridos, dirigirse al primer helicópterosiniestrado y reunirse con el grueso dela tropa allí. No había suficiente espacioen los atestados Humvees y camionespara los hombres que ya tenía a sucargo. Sin embargo, el plan inmediatorequería que el convoy cargase a todoslos soldados y se desplazara al sur hastael segundo helicóptero derribado,

recorriendo el camino traicionero por elque estaban pasando.

El intenso tiroteo y el númerocreciente de víctimas empezó a afectarnegativamente a los hombres queviajaban en los vehículos. Algunos delos heridos leves que iban en el de,Eversmann parecían haber entrado endiferentes grados de parálisis, como siel cometido que tenían asignado hubierallegado a su fin. Otros gemían y gritabande dolor. Estaban todavía muy lejos dela base.

La situación enfurecía al sargentoMatt Rierson, el jefe de la escuadraDelta que había capturado a los

prisioneros y que iba con éstos en elsegundo camión. Rierson no sabíaadonde se dirigía el convoy. Formabaparte del procedimiento normaloperativo que todos los vehículos de unconvoy conocieran su destino. De estaforma, si el primero era alcanzado, ogiraba por donde no debía, el restopodía continuar. ¡Pero McKnight, unteniente coronel más acostumbrado amandar un batallón que una fila devehículos, no le había dicho nada anadie! Rierson veía que los inexpertosconductores de los Humvees se deteníandespués de pasar un cruce, con lo cualdejaban a los vehículos que los seguían

a merced del fuego cruzado. Cada vezque el convoy se detenía, Riersonsaltaba a tierra e iba de vehículo envehículo para reconducir la situación.

Cuando volvieron a pasar por detrásde la casa asaltada, un proyectil lanzadode una RPG le dio al tercer Humvee dela columna, aquel donde se había metidoMcLaughlin con calzador. El soldadoCarlson, que se había desplazado paradejarle sitio al sargento, oyó quelanzaban una granada en las cercanías.Luego fue un resplandor cegador y unensordecedor ¡BOOM! El Humvee sellenó de humo negro. Las gafas quehabía enganchado en la parte superior

del casco volaron por los aires.La granada se había abierto paso a

través de la carrocería del vehículo porel tapón de la gasolina, luego habíaentrado y el impacto arrojó a treshombres a la calle. Le arrancó aMcLaughlin las protecciones para lasmanos del arma y un trozo de metralla leatravesó el antebrazo. No sintió dolor,sólo la mano entumecida. Se dijo queera preferible esperar a que sedespejara el humo para ver qué le habíapasado. La metralla le había roto unhueso del antebrazo, le desgarró untendón y le fracturó un hueso de la mano.No sangraba demasiado y aún podía

disparar.A Carlson le silbaban los oídos,

contuvo la respiración en medio de lanube oscura y se palpó en busca depuntos húmedos. Le sangraba el brazoizquierdo. La metralla lo habíaperforado en varios puntos. Tenía lasbotas en llamas. Había sido alcanzadoun bidón de munición de calibre 50 yoyó que los demás le gritaban: «¡Unapatada! ¡Dale una patada!», lo que élhizo antes de inclinarse y darse golpesen los pies a fin de apagar las llamas.

Dos de los hombres caídos a la parteposterior del vehículo estabangravemente heridos. Uno, el sargento

mayor de la Fuerza Delta, Tim«Canoso» Martin, se había llevado lopeor de la explosión. La granada habíahecho un agujero del tamaño de unapelota de fútbol estadounidense en lacarrocería del Humvee, atravesó lossacos de arena, al propio Martin, ypenetró en el bidón de municiones.Había arrancado la mitad inferior delcuerpo de Martin. La explosión ledesgarró los muslos, por la parteposterior, al soldado AdalbertoRodríguez, que fue dando traspiés a lolargo de diez metros antes de detenerse.Sus piernas eran un amasijo de sangre ycarne. Intentaba ponerse en pie con gran

esfuerzo cuando se dio cuenta de que uncamión de cinco toneladas iba directohacia él. Su conductor, el soldadoMaddox, desorientado por la explosiónde una granada, estaba a punto deatropellado.

El convoy se detuvo y los soldadossaltaron para recoger a los heridos. Losenfermeros hicieron lo que estaba en susmanos por Rodríguez y Martin, quedaban la impresión de estar mortalmenteheridos. Mientras los rangers sedispersaban para cubrir las calles ycallejones de las inmediaciones, losheridos fueron subidos a la parte traserade los vehículos. En una de las calles, el

soldado Aaron Hand y el sargento CaseyJoyce se vieron envueltos en un furiosotiroteo. Cada uno estaba en un lado de lacalle. Spalding, de pie fuera del camión,vio que unas ráfagas de ametralladorahacían añicos la pared que había sobrela cabeza de Hand.

Como éste estaba concentrado endisparar hacia la parte baja de la calle,no advirtió que le llegaban proyectilesdesde un ángulo diferente. Spalding legritó a Hand que volviera a losvehículos, pero había demasiado ruidopara hacerse oír. Spalding, desde dondese hallaba, tuvo la sensación de que aHand le iban a disparar con toda

seguridad. Todo lo estaba haciendo mal.Luchaba con mucho valor, pero no sehallaba a cubierto y, además, cambiabalos cargadores con la espalda aldescubierto. Spalding era consciente deque debía cubrirlo y llevárselo de allí,pero eso significaba atravesar la calledonde volaba el piorno. Vaciló. Luegopensó que no, que no iba a cruzar lacalle. Se debatía consigo mismo cuandoel SEAl John Gay salió corriendo paraayudar. Gay cojeaba, su cuchillo habíadesviado una ráfaga de AK-47 dirigidaa su cadera. Lanzó varias ráfagas callearriba y se llevó a Hand al convoy.

Al otro lado de la calle, Joyce

estaba apoyado sobre una rodillamirando al norte, es decir, que estabahaciendo lo correcto. Había encontradoun sitio donde ponerse a cubierto ydevolvía el fuego de forma disciplinada,tal y como le habían enseñado, cuandodesde una ventana situada encima ydetrás de él asomó el cañón de unapistola que empezó a disparar conrapidez. Carlson lo vio. Aunque Joycehubiera podido oírlo, no había tiempopara lanzarle un grito de aviso. Ruidoseco y lluvia de balas; el sargento sedesplomó de bruces sobre el polvo.

No había transcurrido un segundocuando un arma del calibre 50 acribilló

la pared en la que estaba la ventanadonde había aparecido el arma, y elsargento Jim Telscher, ajeno al tiroteo,corrió de un salto hasta Joyce, lo agarrópor la camisa y el chaleco y, sinaminorar el paso, lo arrastró hasta lacolumna.

Joyce tenía el rostro macilento y losojos abiertos como platos ydesorbitados. Le habían dado en la partealta de la espalda, donde los chalecosKevlar antibalas carecían de chapaprotectora. La ráfaga le habíaatravesado el corazón y el torso parasalir y alojarse en la parte delantera delchaleco, donde se hallaba la placa

blindada. Lo cargaron en la parte traseradel Humvee de Gay, donde un enfermerode la Fuerza Delta, sosteniendo el goterocon una mano, lo atendía frenética ydesesperadamente.

—¡Hay que llevarlo a la base deinmediato! ¡Tenemos que evacuarlo omorirá!

El convoy empezó a avanzar denuevo con movimientos bruscos, doblóprimero a la izquierda (dirección este) yluego otra vez a la izquierda,encaminándose de esta forma otra vezhacia el norte. Estaba en una callesituada a una manzana al oeste del lugardonde se hallaba el helicóptero. Para

llegar allí, no tenía más que seguir dosmanzanas al norte y luego doblar a laderecha. Pero el tiroteo era implacable.En el Humvee de cabeza, fue alcanzadoel teniente coronel McKnight. Le entrómetralla en el brazo derecho y en el ladoizquierdo del cuello.

En la retaguardia del convoy, elsargento Lorenzo Ruiz, el fornido ymodesto boxeador de El Paso, que sehabía hecho cargo de la ametralladoradel calibre 50 del soldado Clay Othicdespués de que éste fuera alcanzado enun brazo, se desplomó deslizándosefláccidamente sobre los hombres delHumvee.

—¡Le han dado! ¡Le han dado! —gritó el conductor conforme seguía lomás rápido que podía a la columna.

La torreta de su Humvee estabavacía y el arma giraba a su antojo.

—¡Que suba un quintacolumnista! —gritó uno de los sargentos—. ¡Que subainmediatamente un quintacolumnista!

Apretujados como estaban, y conRuiz tumbado sobre ellos, ninguno podíatrepar a la torreta desde dentro, así queel soldado Dave Ritchie saltó fuera delvehículo y subió a la torreta desde elexterior. Como no podía agacharsedentro porque el peso muerto del cuerpode Ruiz lo bloqueaba, tuvo que sujetar el

arma inclinándose desde fuera. Y asísiguieron, mientras él giraba y disparabael arma enorme y se sostenía comopodía para no caer a la calle.

Mientras, los de dentro empujaron aRuiz hacia abajo para que Ritchiepudiera instalarse detrás del arma. Elsargento mayor John Burns le arrancó elchaleco y la camisa al herido.

—¡Me han dado! ¡Me han dado! —susurraba Ruiz conforme empezaba atoser sangre.

Burns encontró el lugar por dondehabía entrado la bala, bajo el brazoderecho, pero no consiguió localizar lasalida del proyectil. Lo apoyaron contra

una radio y un enfermero Delta seapresuró a atenderlo. Ruiz estaba enestado de shock. Como muchos de losque iban en los otros vehículos, se habíasacado la placa de cerámica del chalecoantibalas.

Encaramado en la torreta de unHumvee detrás de una Mark-19, unaametralladora lanzagranadas, el caboJim Cavaco lanzaba una detrás de otraráfagas de 40mm. a las ventanas de unedificio desde el cual disparaban.Cavaco arrojaba diestramente granadasa las ventanas del segundo piso, unadetrás de otra. ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!¡Bang!

Desde el segundo camión, Spaldinggritó:

—¡Bien! ¡Acaba con ellos, Vaco!Acto seguido, vio que su amigo caía

hacia delante. Una ráfaga habíaalcanzado a Cavaco en la nuca; habíamuerto en el acto. El convoy volvió adetenerse y Spalding saltó para ayudar asacar a Cavaco de la torreta. Lollevaron a la parte posterior del camiónde Spalding y lo arrojaron allí,aterrizando sobre las piernas de unranger herido que gritaba de dolor.

La intensidad del tiroteo eraterrorífica. Parecía que los somalíesinvadían la calle desde todos los puntos.

Desde el Humvee en cabeza, Schillingmiraba a la muchedumbre que corría conestupor. Pensaba en a quién podíaocurrírsele transintar por aquellas callesinvadidas por proyectiles. Descubrióque dejando rodar granadas por la callese impedía que los tiradores asomaransus armas. Intentó ahorrar municióndisparando sólo a los somalíes máscercanos. Cuando se quedó sin arma, unranger herido le dio los cargadores desus bolsillos.

18

Por radio llegó una preguntaoptimista procedente del helicóptero demando, donde no parecían comprenderlo desesperada que se había vuelto lasituación del convoy.

—Uniforme Seis Cuatro, ¿habéisevacuado a todo el mundo del lugar delsiniestro? Cambio.

—Todavía no tenemos contactopositivo con ellos —contestó McKnight—. Nos han disparado mientras noslargábamos de la zona. Algunos heridos,entre ellos yo, cambio.

—Roger, quiero que intentes llegar

hasta el primer helicópteroaccidentado y que te concentres enello. Cuando hayamos evacuado a todoel mundo de allí, nos dirigiremos alsegundo aparato siniestrado eintentaremos una retirada, cambio.

Esto era, por supuesto, irrefutable,pero McKnight no cejaba.

—Roger, comprendido. Puedendarme alguna… sólo necesito unadirección y una distancia desde dondeestamos, cambio.

Al principio no hubo respuesta. Lasondas estaban llenas de llamadasrelacionadas con la caída de Durant.Cuando volvió a oír a sus comandantes,

fue para pedirle a McKnight queindicara el número de rangers recogidosde la Tiza Cuatro de Eversmann. Hizocaso omiso de la pregunta.

—Romeo Seis Cuatro [Harrell],aquí Uniforme Seis Cuatro. ¿A cuántoestoy del helicóptero accidentado? ¿Aqué distancia?

—Espera. Ahora te veo bien…Danny, ¿estás todavía en aquella calleprincipal asfaltada?

—Estoy en la calle de salida. HaciaNacional.

Aparentemente, Harrell no loentendió bien. Le dio a McKnightindicaciones como si estuviera todavía

en la avenida Hawlwadig, frente a lacasa asaltada.

—Gira al este. Continúa unas tresmanzanas al este y luego dos al norte.Hay mucho humo por allí, cambio.

—Entendido. Desde mi posicióntengo que ir al este durante unas tresmanzanas y luego girar al norte, cambio.

—Roger, esto es desde la calleasfaltada donde está el Hotel Olympic,cambio.

Pero McKnight ya estaba a tresmanzanas al este de esa calle. —Estoyen la calle asfaltada al este del HotelOlympic. ¿Sólo tengo que dejarla ydirigirme al norte?

—Negativo. Hay aproximadamentetres manzanas al este, una al norte deledificio uno [el edificio asaltado],cambio.

19

En el antepenúltimo Humvee delconvoy, donde Ruiz luchaba por su vida,el sargento Burns no podía contactar conMcKnight por radio y decidió acercarsea pie. Temía que si no evacuaban a Ruizde inmediato, el joven texano moriría.Burns advirtió que el tiroteoensordecedor del principio parecíaamortiguado, distante. Sus oídos sehabían habituado al ruido. Conforme sedirigía a la cabeza de la columna, vio enla parte trasera de un Humvee atestado aJoyce sangrando y pálido, y a unenfermero que lo atendía frenético.

Estaba a punto de llegar al principio delconvoy cuando un chico D le detuvo.

—Te han dado —dijo el operadorDelta.

—No, no me han disparado.Burns no había notado nada. El

muchacho del cuerpo D deslizó la manodentro del chaleco de Burns, a la alturadel hombro derecho; y el sargento sintióun dolor agudo.

—¿Te cuesta respirar? —preguntó elchico D.

—No.—¿Sientes opresión en el pecho?—Me encuentro bien —contestó

Burns—. No sabía que me habían dado.

—De todas formas vigila que no teduela nada —aconsejó el chico D.

Burns llegó hasta McKnight, perocomo lo vio cubierto de sangre y muyocupado con la radio, le explicó lo deRuiz al sargento Bob Gallagher. Enopinión de Burns, debían permitir que unHumvee, o dos, volvieran de inmediatoa la base con Ruiz, como habían hechoantes con Blackburn. Pero Gallaghersabía que, en aquellos momentos, nopodía permitirse el lujo de quedarse sinmás vehículos y potencia de fuego. Aúntenían unos cien hombres que losesperaban en las inmediaciones delprimer helicóptero siniestrado, además

estaba el segundo… Gallagher ya seestaba maldiciendo a sí mismo porhaber dejado que aquellos tres vehículosvolviesen a la base con Blackburn. Sibien sabía que ello podía suponer unasentencia de muerte para Ruiz, le dijo aBurns que no había ni que pensar en quese marchara nadie.

—Tenemos que llegar hasta elhelicóptero siniestrado y allí concentrara todas las fuerzas —explicó.

Disgustado, Burns inició el regreso asu vehículo caminando a lo largo de lacolumna. Apenas había avanzado unospasos cuando el convoy volvió aponerse en movimiento. Saltó a la parte

trasera de un Humvee. Ya estabaatestado. La parte posterior del vehículose hallaba pegajosa y manchada desangre. De los rangers amontonadossurgían gemidos de dolor. Junto a él,Joyce parecía muerto aunque unenfermero aún lo atendía. El sargentoGallagher gritaba:

—¡Me han arrancado el pulgar! ¡Mehan arrancado el pulgar!

Burns no quería permanecer en aquelHumvee. Iban en dirección norte.Algunos hombres estaban al límite. En elHumvee donde se encontraba Burns, elsoldado Jason Moore veía que algunosde sus compañeros rangers se limitaban

a esconder la cabeza detrás de los sacosde arena. Entre ellos estaban algunos delos más bravucones y bulliciosos de launidad. Moore, un muchacho fornidoprocedente de Princeton, Nueva Jersey,tenía mucosidad pegada bajo el labioinferior y saliva oscura en la barbilla sinafeitar. Sudaba y estaba aterrorizado.Una RPG había sobrevolado el vehículoy explotado en medio de un ruidoensordecedor contra el muro junto alcual circulaban. Las balas zumbaban asu alrededor. Luchó contra la terribletentación de tumbarse. Pero se dijo quele iban a disparar de todas formas.

Moore consideraba que, si

permanecía incorporado y no dejaba dedisparar, por lo menos le atacaríantratando de salvar a los muchachos y a símismo. Fue un momento crucial para él,una iluminación en medio de aquel caos.Seguiría combatiendo. No permaneceríade brazos cruzados.

Habían herido a Joyce, lo cual causóuna profunda conmoción al soldadoCarlson, quien notó un repentino golpe yun dolor agudo en la rodilla derecha.Tenía la sensación de que alguien lehabía clavado un cuchillo en la rodillapara luego adentrarlo en la carne con laayuda de un mazo. Bajó la vista y vioque sus pantalones estaban empapados

de sangre. Rezó una oración y siguiódisparando. Había pasado más miedoque en toda su vida y pensaba que seríacapaz de morir de terror. El corazón ledaba vuelcos en el pecho y le costabarespirar. Los sonidos de los disparos yde las explosiones se le agolpaban en lacabeza junto a la imagen de sus amigosque, uno tras otro, caían abatidos, y dela sangre derramada por doquier,aceitosa, pegajosa, que olía a humedad ycobre; imaginaba que el siguiente iba aser él. En aquel momento de máximoterror, notó que, de golpe,inexplicablemente, nada importaba.Segundos antes se hallaba paralizado

por el pánico y el dolor, y luego… dejóde preocuparse por sí mismo.

Reflexionó sobre ello más adelante yla mejor explicación que encontró fueque su propia vida había dejado deimportar. Todo lo que de verdad contabaeran sus compañeros, sus hermanos, queno los hirieran, que no los mataran.Aquellos hombres que lo rodeaban, aalgunos de los cuales conocía tan sólodesde hacía unos meses, eran másimportantes para él que su propia vida.Como cuando Telscher corrió aldescubierto para llevarse a Joyce.Carlson comprendió que había sido unacto heroico. Y al contrario. En cierta

forma sabía que Telscher no habíatenido que tomar decisión alguna, de lamisma manera que él no escogía no tenermiedo. Simplemente, le había sucedido,como si hubiera traspasado una barrera.Debía seguir combatiendo porque losotros muchachos le necesitaban.

En el segundo de los tres Humveesque iban detrás de los camiones, elsoldado Ed Kallman, al volante, seasombró y alarmó por cuanto veía. Másadelante empezó a explotar una hilera deárboles situados en la acera, uno detrásdel otro, como si contuvieran cargas yalguien las hiciera detonar a un intervaloaproximado de cinco segundos.

Esto, o que alguien, en la creenciade que pudieran ocultar francotiradores,arrancara sistemáticamente con la ayudade un arma muy potente los árboles dedos pisos de altura. De todas formas,aquellas explosiones que avanzaban ensu dirección y que partían los árbolesuno a uno le parecieron muy extrañas.

Kallman, quien tan excitado se habíasentido una hora antes cuando seencontró en plena batalla por primeravez, en aquellos momentos sóloexperimentaba un terror nauseabundo.Hasta aquel instante ni él ni nadie de suvehículo había sido víctima del tiroteo,pero sólo parecía cuestión de tiempo.

Veía con espanto que el convoy sedesintegraba delante de él. Era unsoldado que servía a la nación máspoderosa de la tierra. Ya que estabaninmersos en aquel terrible caos, ¿nodebía alguien haber intervenido?¿Dónde estaba la demostración de fuerzamayor? En cierto modo no parecía justoverse reducidos a aquello, a combatir enaquellas calles angostas y sucias, ¡adesangrarse, a morir! Se suponía queesto no debía ocurrir. Veía hombres aquienes conocía, apreciaba y respetabagritando de dolor en medio de la calleacribillados y mostrando rojos jironesde carne reluciente, soldados que

andaban a trompicones entre el humo,sangrando, aturdidos, inconscientes, conlas ropas desgarradas. Soldadosestadounidenses. Quienes permanecíanilesos llevaban en sus uniformes lasangre de otros. Kallman era joven y unnovato en la unidad. Si disparaban a lossoldados más veteranos, tarde otemprano le tocaría. Cosa curiosa, elasombro que sentía eclipsaba el miedo.No dejaba de repetirse: «Se suponía queesto no debía ocurrir».

Y le llegó el turno a Kallman.Mientras aminoraba la marcha antes deotro cruce, miró a la izquierda por laventana abierta y vio una estela de humo

dirigiéndose hacia él. Todo ocurrió enun segundo. Supo que se trataba de unaRPG y supo que le iba a dar. Y así fue.Se despertó tumbado a la derecha en elasiento del acompañante con los oídoszumbando. Abrió los ojos. Estaba frentea la radio situada bajo el salpicadero.Se incorporó y pisó el acelerador.Delante de él, el convoy giraba a laizquierda y se apresuró a alcanzarlo.

Más tarde, cuando tuvo ocasión deexaminar el Humvee, observó que laRPG le había dado a la puerta de sulado, abollada y con un agujero queatravesaba el acero. Era evidente que,tanto él como los demás ocupantes,

habían salido bien librados gracias alcristal antibalas que había detrás de lapuerta. Kallman tenía la ventana bajada.El armazón exterior del Humvee habíaabsorbido la mayor fuerza de la granada,y como la barrera de vidrio era muygruesa pudo detenerla. Su brazoizquierdo empezaba a hincharse y aponerse blanco, pero, por lo demás, seencontraba bien.

Dan Schilling se sentía mejor cuandose movían. Daba la sensación de que elconvoy avanzaba palmo a palmo, porquese paraba, avanzaba, se paraba,avanzaba. Cada vez que se detenían seintensificaban los disparos, eran tantas

las ráfagas que por momentos parecíaque las paredes de ambos lados de lacalle estaban siendo limpiadas conchorros de arena. Había un montón deblancos a los que disparar. Arriba, en latorreta, Pringle disparó la calibre 50contra un grupo de somalíes armados.Schilling observó que uno de ellos, unhombre delgado y alto vestido con unacamisa amarilla y portando una AK-47,se desmembraba cuando los enormesproyectiles lo atravesaron. Aparecieronprofundas manchas de sangre en lacamisa amarilla. Primero se desprendióun brazo. Luego explotaron la cabeza yel pecho del hombre. Los demás

somalíes se dispersaron, doblaron lasiguiente esquina, donde, como Schillingsabía, los esperarían cuando fueran acruzar.

Cuando el Humvee llegó a la alturade esa calle, Schilling no dudó en haceruso de su arma, pues los hombresestaban muy cerca. El primer somalí alque disparó estaba a sólo diez metros dedistancia. Se encontraba agachado y ensu rostro se reflejaba una mueca dedolor. Tal vez Pringle le disparó antes.Schilling le cosió dos ráfagas al pecho.Le disparó al hombre que estaba junto aél dos veces en el pecho y, conforme lohacía, notó un golpe y un dolor sordo en

el pie derecho. Schilling se examinó labota mientras atravesaban el cruce. Lapuerta había recibido dos balas. Unahabía atravesado el acero exterior peroel vidrio antibalas dentro de aquélla lahabía detenido. La segunda dio un pocomás abajo, y atravesó la puerta.

Ésta, garantizada para detener unaráfaga de una AK-47 de 7,62mm., nodetuvo ningún proyectil. El vidriorecibió el primero, y el segundo fuedisparado más abajo, es decir, dondepodía tener fuerza bastante para herir,pero no la suficiente para traspasar lapuerta.

Pringle había colocado las puertas

en el vehículo aquella misma mañana.Habían realizado seis misiones sin ellas,que acababan de llegar en un envíoprocedente de Estados Unidos. Schillingno tenía una idea clara con respecto aellas. Le gustaba la protección, pero laspuertas obstaculizaban la marcha delvehículo por ser muy pesadas. Cuandolas comprobó por la mañana una vezinstaladas, se dio cuenta de que no podíabajar la ventana y se dispuso a quitaruna. Pringle lo detuvo.

—¡Eh, que acabo de ponerlas! —gritó.

Schilling le mostró que la ventanillase trababa y Pringle cogió un martillo y

se limitó a dar unos golpes al marcohasta que la ventana bajó. En aquellosmomentos, Schilling se alegró de haberconservado la puerta, pero habíadesaparecido parte del sentido deinvulnerabilidad que habíaexperimentado. Los dos proyectiles lahabían atravesado por completo.

Prosiguieron dirección norte porespacio de unas nueve manzanas, haciala avenida de las Fuerzas Armadas, unade las calles principales y asfaltadas deMogadiscio. Habían pasado por el lugardel siniestro, a sólo una manzana al este,sin detenerse. Los helicópteros lesindicaron que girasen a la derecha, pero

tanto a Schilling como a los demásocupantes del Humvee de cabeza lascallejuelas les parecían demasiadoangostas para poder pasar. Cabía laposibilidad de que, si los camiones sequedaban atascados allí, acabaranmuriendo todos. Por consiguienteprosiguieron su camino. Cuando pasaronpor allí cerca, algunos hombres que ibanen el convoy vieron el Black Hawkabatido a sólo una manzana de distancia,pero nadie les había dicho que fuera suobjetivo. Muchos de aquellos hombrespensaban todavía que se estabanencaminando de vuelta a la base. Seestaban acercando a la avenida de las

Fuerzas Armadas cuando volvieron adetenerse.

Schilling descartó de suspensamientos sentimientos inútiles.McKnight parecía aturdido y vencido.Le sangraba el brazo y el cuello, y habíaperdido el talante decisivo que lecaracterizaba. Murmuró para sí mismo:«Vamos a seguir circulando por aquíhasta que nos maten a todos, mierda».

Como McKnight parecía paralizado,decidió hacer algo. Utilizando unafrecuencia que, según él sabía, usabanlos pilotos de los helicópteros parahablar entre ellos, puenteó al BlackHawk C2 y contactó con los

helicópteros de observación quevolaban en círculos sobre ellos.Coordinar comunicaciones aire-tierraera la especialidad de Schilling. Lespidió que le indicasen el camino hasta elaparato siniestrado. Los helicópterosestaban ansiosos por complacer. Ledijeron que condujera el convoy hacia eleste por la avenida de las FuerzasArmadas y que, luego, girara de nuevo ala izquierda. McKnight autorizó aSchilling a hacerse cargo del avance, yel convoy se puso en marcha de nuevo.

Doblaron a la izquierda desde laavenida de las Fuerzas Armadas yavanzaron en medio de una tormenta de

fuego a lo largo de unas siete manzanashasta que Schilling vio delante losrestos, ardiendo lentamente, del cincotoneladas incendiado delante deledificio asaltado. Habían hecho uncírculo completo. Schilling no le habíadicho al helicóptero de observaciónhasta cuál de los helicópterossiniestrados quería ir. Como los pilotospodían ver la situación desesperada quese vivía alrededor del aparato abatidode Durant, donde las turbas somalíesempezaban a rodear al Black Hawkderribado y sin protección, tomaron lainiciativa de dirigir el convoy hacia allí.Shilling no lo advirtió hasta que vio de

nuevo la casa tomada por asalto y elHotel Olympic.

—Nos dirigimos al segundohelicóptero siniestrado —le informó aMcKnight.

El teniente coronel sólo sabía cuáleseran sus órdenes. Repitió que debíandirigirse adonde estaba el primerhelicóptero abatido.

En la red de mandos, susvagabundeos se habían convertido encomedia negra. La situación iba acomplicarse más porque desde la basehabían despachado un segundo convoypara la evacuación allí donde se hallabael helicóptero de Durant.

—Danny, creo que habéis idodemasiado al oeste en busca delsegundo aparato siniestrado. Pareceque habéis recorrido unas cuatromanzanas al oeste y cinco al sur,cambio.

—Romeo Seis Cuatro [Harrell],aquí Uniforme Seis Cuatro [McKnight].¡Dadme instrucciones precisas paragirar, bien precisas! ¡Instruccionesprecisas!

—Uniforme Seis Cuatro, aquíRomeo Seis Cuatro… Tenéis que seguirrecto cuatro manzanas al sur, luegogirar al este. Hay un humo verde queindica el lugar al sur. Seguid hacia el

sur.A través de la muy activa frecuencia

de los mandos, surgió una voz quesuplicaba un poco de orden.

—¡Basta de dar instrucciones!…¡Creo que os estáis equivocando deconvoy!

—Aquí Uniforme Seis Cuatro, mehas mandado de vuelta frente al HotelOlympic.

—Uniforme Seis Cuatro, aquíRomeo Seis Cuatro. Tenéis que girar aleste.

Por consiguiente, el convoy giró enredondo. Acababan de cruzar por unaemboscada atroz delante del edificio

asaltado y, en aquellos momentos, dabanla vuelta para volver a pasar por elmismo sitio. Los hombres de losvehículos traseros no entendían nada.¡Era una locura! Daba la sensación deque estaban intentando que los matasen.

La situación se había deterioradohasta el punto que Harrell, desde elhelicóptero C2, consideraba laposibilidad de soltar a los prisioneros,su botín, el supuesto objetivo de lamisión y de toda aquella carnicería.Mandó instrucciones a las unidadesDelta de a pie que en aquellos momentosse aproximaban al primer helicópterosiniestrado:

—Tan pronto como consigamos queos unáis al elemento Uniforme deberéisdeshaceros de toda la preciosa cargaque lleváis. Vamos a intentar que lasfuerzas se reúnan donde está elsegundo helicóptero.

Las voces de los helicópteros quetrataban de dirigir al pobre McKnighttransmitieron la frustración de susinútiles vueltas y giros.

—Uniforme Seis Cuatro, aquíRomeo Seis Cuatro. Siguiente a laderecha. ¡Siguiente a la derecha!¡Siguiente a la derecha! ¡El callejón!¡El callejón!

—No han doblado donde debían.

—Girad a la derecha en cuantopodáis, Uniforme.

—Cuidado; vais a encontraros conun tiroteo.

—Uniforme Seis Cuatro, aquíRomeo Seis Cuatro.

—¡Maldita sea, deteneos! ¡Malditasea, parad!

—¡Girad a la derecha! ¡Girad a laderecha! ¡Estáis en medio del fuego!¡Daos prisa!

Los hombres del convoy veían cosasextrañas en medio de aquella confusiónterrible. Adelantaron a una anciana quellevaba dos bolsas de plástico paraalimentos y caminaba tranquilamente

entre la cortina de fuego. Cuando elconvoy se acercó más, la vieja dejó sinprisas las bolsas en el suelo, se metiólos dedos en los oídos y continuócaminando. Minutos después, cuandotomaron la dirección opuesta, vieron ala misma anciana. Llevaba de nuevo lasbolsas. Las posó en el suelo, se metiólos dedos en los oídos y siguiócaminando como había hecho antes.

En cada intersección, nuevossomalíes se sumaban a los anteriores,inundaban los dos lados de la calle ydisparaban a todos los vehículos quepasaban por allí. Como había hombres aambos lados, cualquier proyectil que

fallaba y no le daba al vehículo sino quepasaba por encima, podía alcanzar aquienes estaban al otro lado. El sargentoEversmann, que había encontrado uncobijo mejor en el fondo de su Humvee,lo observaba anonadado. ¡Vayaestrategia! Tuvo la sensación de queaquella gente no respetaba ni su propiavida. ¡Les importaba un bledo!

La ciudad estaba acabando con ellosmanzana a manzana. No había lugarseguro. El aire estaba lleno de trozos demetal caliente arrojados con furia.Escuchaban el terrible ruido seco de lasbalas cuando entraban en la carne y oíanlos gritos, y veían que las entrañas de

los hombres salían desparramadas y quela palidez de los rostros de sus amigosse intensificaba, y los mejores hombrescontraatacaban. Eran los combatientesde elite de Estados Unidos e iban amorir allí, excedidos en número poraquella chusma decidida. Su futuroestaba establecido bajo aquel sol, aqueldía y en aquel lugar.

Schilling no podía dar crédito acuanto veía y, en aquellos momentos, sesentía culpable. Había llevado alconvoy en la dirección equivocada,durante parte de aquella calamidad.Aturdido por la confusión, se debatíapara convencerse de que sucedía de

verdad. No dejaba de murmurar:«¡Vamos a seguir dando vueltas por aquíhasta que estemos todos jodidamentemuertos!».

20

El soldado Spalding se hallabadetrás de la puerta derecha en el primercamión, con el rifle asomado por laventana y puesto de lado en el asientopara poder disparar más seguido,cuando le sobresaltó un resplandorluminoso bajo las piernas. Parecía comosi un rayo láser atravesara la puerta parainstalarse en su pierna derecha. Una balatraspasó el acero de la puerta y laventana, que estaba bajada, y seintrodujo, con trozos de acero y cristal,bajo la rodilla y, desde allí, ascendióhasta llegar a la cadera. Se le había

clavado el dardo de luz que habíaatravesado la puerta. Gritó.

—¿Ha pasado algo, te han dado? —gritó Maddox.

-¡Sí!Y entró otro rayo láser, éste en su

pierna izquierda. En esta ocasión,Spalding sintió una sacudida pero nodolor. Se agachó para sujetarse el musloderecho y sus dedos se ensangrentaron.Estaba triste y asombrado a la vez. Laforma en que el láser había pasado. Aúnno le dolía. No quería mirar.

—¡No veo nada! ¡No veo nada! —gritó Maddox en ese momento.

El piloto llevaba el casco torcido y

las gafas magulladas puestas de ladosobre la cabeza.

—¡Ponte las gafas, estúpido! —legritó Spalding.

Pero a Maddox le habían dado en laparte posterior de la cabeza. Elproyectil debió de golpear el casco, loque le salvó la vida, pero el impactotuvo que ser tan fuerte que le dejó ciego.El camión circulaba descontrolado ySpalding, con las piernas heridas, nopodía moverse ni hacerse con el volante.

Como lo último que podían hacerera detenerse en el campo de tiro, noquedaba otra solución que gritarinstrucciones a Maddox, quien seguía

con las manos en el volante.—¡Gira a la izquierda! ¡A la

izquierda! ¡Ahora! ¡Ahora!—¡Acelera!—¡Frena!El camión iba haciendo eses y

chocando contra las casas a amboslados. Atropellaron a un somalí quecaminaba con muletas.

—¿Qué ha sido eso? —preguntóMaddox.

—No te preocupes, no ha sido nada,sólo hemos atropellado a alguien.

Y se rieron. No sentían compasión ytraspasaban la barrera del miedo. Losdos se reían todavía cuando Maddox

frenó y el camión se detuvo.Uno de los chicos D, el sargento

Mike Foreman, saltó de la parteposterior del camión, corrió adelantepor la izquierda y abrió la puerta de lacabina salpicada de sangre.

—¡Mierda! —exclamó.Maddox se deslizó junto a Spalding,

quien estaba muy preocupado por susheridas. En la rodilla izquierda, seapreciaba un agujero redondo, pero nose veía la salida del proyectil. Parecíaevidente que la bala se habíafragmentado al impactar con la puerta yel vidrio y que sólo la funda se habíaintroducido en la rodilla, aplastado al

impactar con la rótula y deslizado bajola piel hasta llegar a la articulación. Elresto de la bala había acribillado laparte inferior de la pierna, que sangraba.Spalding subió las piernas y las apoyósobre el salpicadero y aplicó un vendajede campaña sobre una de ellas. Actoseguido apoyó el rifle en el borde de laventana, cambió el cargador y, segúnForeman volvía a poner el vehículo enmovimiento, él reanudaba los disparos.Disparaba a todo cuanto se movía.

Para hacer sitio a otros heridos en laparte posterior de su Humvee, eltambién herido soldado Clay Othic,quien recibiera una bala en el brazo al

principio de la contienda, saltó y corrióhasta el segundo camión. Uno de loshombres que viajaba en él le alargó unamano para ayudarle a subir, pero Othicno podía agarrarse a nada con el brazoroto. Tras varios intentos infructuosos,se dirigió a la cabina, donde el soldadoAaron Hand bajó para dejarle sitio entreél y el conductor, el soldado RichardKowalewski, un muchacho delgado ytranquilo de Texas al que llamaban«Alfabeto» ante la imposibilidad depoder pronunciar su nombre.

Kowalewski era nuevo en la unidad,y discreto. Acababa de conocer a unamuchacha con la que quería casarse y

expresado su intención de dejar elregimiento apenas finalizado aqueldespliegue al cabo de unos meses. Susargento intentaba que se quedara.Minutos después de que Othic sedeslizara junto a él, Kowalewski recibióun balazo en el hombro y el impacto lolanzó contra el respaldo. Después decomprobar la gravedad de la herida, seincorporó tras el volante.

—Alfabeto, ¿quieres que conduzcayo? —preguntó Othic.

—No, estoy bien.Othic forcejeaba en el reducido

espacio para aplicar un vendaje decampaña sobre el hombro ensangrentado

del conductor, cuando les alcanzó laRPG. Les llegó por la izquierda,cercenó el brazo izquierdo deKowalewski y se incrustó en su pecho.No explotó. El misil de más de sesentacentímetros de largo se absorbió dentrodel muchacho, las aletas sobresalían porsu costado izquierdo bajo el brazoperdido, la punta asomaba por elcostado derecho. Estaba inconsciente,pero con vida.

Sin conductor, el camión chocó conel que le precedía, donde detrásviajaban los prisioneros y, en la cabina,Foreman, Maddox y Spalding. Elimpacto arrojó a este último contra la

puerta lateral y luego el camión seestrelló contra un muro.

El golpe dejó inconsciente a Othic,que recobró la conciencia cuando elsoldado Hand lo zarandeaba gritándoleque debía salir de allí.

—¡Está ardiendo! —chillaba Hand.Aunque la cabina estaba llena de

humo, Othic pudo ver el plomo delcohete asomando brillante de lo queparecían ser las entrañas de Alfabeto.La granada alojada en su pecho no habíaexplosionado, pero algo habíaprovocado una detonación. Podía habersido un fogonazo montado en el chalecode Kowalewski, o el misil que

propulsaba la granada. Hand saltó porencima de su puerta para bajar. Othicquiso agarrar a Kowalewski parasacarlo fuera, pero sólo pudo coger laropa ensangrentada del conductor que sedeslizó húmeda de su pecho partido.Othic bajó a trompicones a la calle yadvirtió que tanto su casco como el deHand habían salido volando. El rifle deeste último había quedado aplastado. Sesentían aturdidos y mareados. La muertehabía pasado zumbando tan cerca quehabía matado a Kowalewski y les habíaarrancado los cascos, pero estabanilesos. Hand se había quedado sordo deloído izquierdo, pero eso era todo. Los

dos recuperaron los cascos en la calle;era evidente que habían salido volandopor la ventana.

Hand también encontró la parteinferior del brazo de Kowalewski. Lamano izquierda y la muñeca. Lo cogió,volvió corriendo hasta el Humvee dondelos chicos D habían colocado aKowalewski y lo metió en un bolsillodel hombre mortalmente herido.

Aún aturdido, Othic subió comopudo a un Humvee. Cuando se pusieronde nuevo en marcha empezó a palpar elsuelo con la mano buena, la izquierda,para recoger los proyectiles que se leshabían caído de las armas a los

muchachos y los fue pasando a los quetodavía podían disparar.

Muchos vehículos se estabanquedando sin municiones. Habíangastado miles de proyectiles. Tres de losveinticuatro prisioneros somalíes habíanmuerto y uno estaba herido. Detrás delos camiones y Humvees todavía encirculación todo estaba impregnado desangre. Trozos de visceras se adheríanal suelo y a las paredes interiores. ElHumvee de cabeza, el de McKnight,tenía dos neumáticos reventados, ambosen el lado derecho. Se suponía queaquellos vehículos podían circular conreventones, pero en ningún caso a una

velocidad cercana a la normal. Elsegundo Humvee de la fila era una ruinacasi total. Arrastraba un eje y loempujaba el cinco toneladas que loseguía, al que le había alcanzado lagranada que acabó con la vida deKowalewski. El Humvee que conducíaun SEAL, el tercero de la hilera, teníatres neumáticos reventados y estaba tanacribillado que parecía una esponja. ElSEAL Howard Wasdin, con dosproyectiles en las piernas, las llevabaapoyadas sobre el salpicadero yestiradas en el capó. Algunos Humveessacaban humo. El de Carlson tenía unagujero de granada en un lado y cuatro

neumáticos reventados.Cuando la RPG le dio a

Kowalewski en la cabina del primercamión, obligó a que todos y todo lo queiba detrás se detuviera. En medio delestruendo y de la confusión, nadie delHumvee de cabeza lo advirtió y, porconsiguiente, prosiguieron solos hacia laavenida de las Fuerzas Armadasavanzando en aquellos momentos a pocomás de treinta kilómetros hora. Loshelicópteros de observación les dijeronque debían doblar a la derecha (unassiete manzanas atrás, buscando en vanouna calle bastante ancha para podergirar a la izquierda, el convoy había

pasado por segunda vez cerca del lugardel siniestro, en esa ocasión unamanzana al este). Cuando llegaron a laavenida de las Fuerzas Armadas, aSchilling le sorprendió verla desierta.Doblaron a la derecha y habíanavanzado cuarenta metros, con la ideade volver a doblar a la derecha yregresar al lugar del siniestro, cuandoSchilling vio por la ventana de laderecha que un somalí saltaba a la calley apuntaba el tubo de una RPG haciaellos.

—¡RPG! ¡RPG! —gritó.La enorme torreta del Humvee

estaba silenciosa. Schilling se volvió

para ver por qué Pringle no disparaba ydistinguió al tirador buscando un bidónnuevo de munición. Pringle levantó lasmanos para cubrirse la cabeza.

—¡Corre! —le gritó Schilling alconductor, el soldado Joe Harosky.

Pero en lugar de evitar laintersección, Harosky se metió de llenoen ella, y fue a parar donde se hallaba elsomalí con el tubo de la RPG. Ocurrióen segundos. La granada fue lanzada.Schilling vio una humareda y oyó elcaracterístico sonido y la gran bola de lagranada dirigiéndose hacia ellos. Sequedó de piedra. Ni siquiera alzó elarma. La granada se precipitó en línea

recta al otro lado del Humvee pasando ala altura de la puerta de su lado. Notó elsonido silbante que hizo al pasar.

—¡Atrás! ¡Atrás! —gritó.Schilling disparó algunas balas, y

Pringle estaba de regreso haciendofuncionar la calibre 50 antes de quehubieran despejado la callejuela.Cuando Schilling se volvió preocupadode que hubieran chocado con el Humveeque iba detrás de ellos, descubrió queestaban solos. Harosky retrocedió hastala avenida de las Fuerzas Armadas,donde dieron media vuelta y tomaronrumbo oeste. Distinguieron al resto de lacolumna donde la habían dejado,

todavía apuntando hacia el norte alborde de la calle principal.

McKnight, que había permanecidoen silencio desde que dieran mediavuelta junto al Hotel Olympic, pareciórecobrarse. Descendió del Humvee y fuea conferenciar con el sargento Gallagherjunto al capó del vehículo. Este últimoestaba furioso por la confusión. Pero,mientras discutía con McKnight, loarrojó al suelo. Se desplomó a los piesde Schilling. De su brazo brotó unchorro de sangre de color rojo brillante.Schilling nunca había visto una sangretan escarlata. Procedía, evidentemente,de las arterias y salía a chorro. Apretó

los dedos en la herida y buscó unvendaje de campaña en su botiquín.Curó a Gallagher lo mejor que pudo, leaplicó gasa Curlex (una gasa muyabsorbente usada para detener lashemorragias) y luego le apretó la venda.Durante las semanas que llevaban enSomalia, los PJ, habían enseñado atodos los hombres a aplicar los vendajesde campaña. Practicaron con cabrasvivas, disparaban a los animales y luegolos hombres los atendían para que susmanos entraran en contacto con heridasverdaderas. La experiencia resultópositiva. Gallagher regresó a suvehículo, pero Schilling se quedó con su

arma. Necesitaba munición.Llevaban ya dando vueltas por

espacio de tres cuartos de hora.McKnight pensaba que ya había llegadoel momento de dejarlo. Había muchosmás muertos y heridos en el convoy queen las inmediaciones del primerhelicóptero siniestrado. Llamó por radioa Harrell.

—Romeo Seis Cuatro, aquíUniforme Seis Cuatro. Tenemos muchosvehículos que no pueden avanzar.Bastantes bajas. Va a ser muy difícilllegar al helicóptero siniestrado.Estamos atrapados.

Harrell no cejaba:

—Uniforme Seis Cuatro, aquíRomeo Seis Cuatro. Danny. Necesitoque volváis a la zona donde está elaparato. Sé que habéis girado a laizquierda en Fuerzas Armadas[avenida], ¿cuál es vuestra situación?

Pero McKnight y sus hombresestaban hartos.

—Aquí Uniforme Seis Cuatro. Tengomuchas bajas, vehículos que apenasfuncionan. Tenemos que sacar de aquí alas víctimas inmediatamente.

* * *

Todavía no habían llegado a casa.

Empezaron a moverse, y todos sealegraron cuando corrió la voz de quepor fin tomaban la dirección de la base.Quizá, después de todo, alguno lograrasalir con vida de aquello.

Desembocaron en la vía Lenin, unacalle de cuatro carriles con unamedianera que les llevaría a la rotondaK-4 y a casa. Spalding empezó a perdersensibilidad en las yemas de los dedos.Por primera vez en aquella pesadillasintió pánico. Creyó que debía de estarcayendo en estado de shock. Vio a unniño somalí que no parecía tener más decinco años que blandía y disparaba unaAK-47 apoyándola en la cadera, y de

cuyo cañón salían relámpagosdeslumbrantes. Alguien disparó al niñoy sus piernas volaron por los aires comosi resbalara sobre mármol, luegoaterrizó en el suelo boca arriba. Sucediócomo en una escena a cámara lenta deuna película, o un sueño. El chico D queconducía, Foreman, era un tirador deprimera. Con una mano manejaba elarma, con la otra conducía. Spalding lovio abatir a tres somalíes sin siquieraaminorar la marcha. Estabaimpresionado.

Notó que las manos se leagarrotaban como si tuviera parálisiscerebral.

—¡Oye, tío! ¡Volvamos de unapuñetera vez! —gritó—. No meencuentro muy bien.

—Te estás comportando bien —replicó Foreman.

El Humvee del SEAL John Gay ibaen aquel momento a la cabeza. Circulabasobre tres llantas, parecía un colador delo acribillado que estaba y se movíamuy despacio. Había ocho rangersheridos y el cuerpo de Joyce detrás,además de Wasdin con las piernasensangrentadas extendidas sobre el capó(le habían vuelto a disparar en el pieizquierdo). Wasdin iba gritando:

—¡Sacadme de aquí! ¡Sacadme de

aquí!Los sammies habían derramado dos

grandes tanques de gasolina en lacalzada junto con basura, muebles yotros escombros, y habían prendidofuego al conjunto. Como les dio miedoque el Humvee no pudiera retroceder encaso necesario, pasaron a través de losrestos en llamas y estuvieron a punto devolcar el sólido vehículo, que seenderezó y siguió avanzando. Les siguióel resto de la columna.

Eran las 17:40 horas. Llevaban enaquellas calles mas de una hora. De losaproximadamente setenta y cincohombres que componían el convoy, entre

soldados, y prisioneros, casi la mitadhabían sido heridos por balas ometralla. Otros estaban muertos ocercanos a la muerte. Se acercaban a larotonda K-4 y se prepararon para tenerque resistir otra emboscada.

A T R A P A D O S

1

Estaban ocurriendo demasiadascosas al mismo tiempo, y todas malas.El destacamento especial Rangerllevaba dos horas en una misión que sesuponía debía haber durado una. Elgeneral Garrison y sus hombres, queestaban en el Centro de Operaciones delaeródromo mirando y escuchando laspantallas de televisión y la radio, asícomo los comandantes de la unidadHarrell y Matthews, apostados en elBlack Hawk C2 y sobrevolando encírculo el lugar del combate, llegaron ala terrible conclusión de que la situación

estaba fuera de control.Su tropa estaba en aquellos

momentos diseminada más allá de loslímites aceptables. El lugar dondeestaba el helicóptero siniestrado deDurant y sus inmediaciones estaban enpeligro inminente de ser sitiados. Lamayoría de los primeros asaltantes, unosciento sesenta entre chicos D y rangers,estaban separados en el desmembradoconvoy terrestre o dispersados y a pieentre la casa asaltada y el primerhelicóptero abatido. Pertenecían a lafuerza militar más poderosa de la tierrapero, mientras no pudieran enviarlesotras fuerzas para ayudarlos, estaban

desamparados y tenían que defender susvidas en las calles de la ciudadrodeados por miles de somalíes furiososy bien armados. Había llegado a la basede la unidad especial una compañíaentera de la 10.a División de Montaña,ciento cincuenta hombres más lanzados ala tarea de llegar al lugar donde sehallaba Durant con su helicóptero, perotropezaban con los mismos problemasque los otros vehículos que trataban deavanzar a través de emboscadasmortales y barricadas tendidas por todala ciudad.

Estaban en camino dos compañíasmás de la 10.a de Montaña y los cuerpos

paquistaníes y malasios de NacionesUnidas habían aceptado contribuir alcombate con sus tanques y sus vehículosblindados para el transporte de tropas,pero la logística necesaria paraorganizar este políglota convoy derescate era aterradora, y larga depreparar. Dentro de dos horas sería denoche:

Los hombres que se debatían por susvidas en la ciudad no tenían idea de lavisión de conjunto. No podían ver másallá de la cada vez más desesperadalucha que se desarrollaba en su esquina,y todos y cada uno combatían con laesperanza de que los rescates no

tardarían más que unos minutos.Poco antes de que fuera abatido el

helicóptero de Durant, el único equipode rescate que había en el aeródromo sehabía deslizado por las cuerdas rápidasen el primer lugar donde había caído elaparato, el que estaba a sólo unasmanzanas del edificio asaltado. Habíanido hasta allí en el Black Hawk SúperSeis Ocho. El sargento técnico de lasFuerzas Aéreas Tim Wilkinson estabasentado entre los dos oficiales detripulación en la parte posterior delmismo cuando empezó a pasarse demano en mano una pizarra blanca.Escrito con unas letras grandes y negras

podía leerse «61 DERRIBADO». Lamala noticia produjo una subida deadrenalina. Significaba que la acción nose había acabado.

Llevaban meses haciendoinstrucción juntos, una mezcla desoldados de diferentes unidades yramas. Wilkinson era uno de los PJ delas fuerzas armadas que iba a bordo.Con él iban cinco hombres de la FuerzaDelta y siete rangers. Desde el momentoen que aquella misión fue aprobada aprincipios del verano anterior, aquelequipo formado por catorce hombres sehabía preparado para aterrizardescolgándose por las cuerdas junto a un

helicóptero abatido, primero en FortBragg y luego en Mogadiscio. Todo elmundo sabía que cabía la posibilidad deque derribaran a uno de los helicópterosen el ejercicio de una de aquellasmisiones, si bien se consideraba tanimprobable que, en un principio, no sehabía contado con el elemento CSAR enel despliegue. Pero Garrison se impusoy aquél fue incluido, pero se siguióconsiderando que aquel helicóptero eraun lujo y un estorbo, al igual que lasvoluminosas cajas de material y equipomédico de emergencia que el cirujanode la Fuerza Delta, el mayor Rob Marsh,había insistido en acarrear por todo el

mundo durante los últimos ocho años.Siempre surgía la tentación deprescindir de tales precaucionesincómodas, como la tomada con loschicos D, que entraban en combate consu respectivo grupo sanguíneo impresoen los zapatos. No era cuestión de sergafe, sino que la prudencia dictaba estarpreparado para lo peor. Durante las seisprimeras misiones, el equipo CSARestuvo volando en círculo por espaciode una hora para luego regresar alaeródromo.

Wilkinson y los otros muchachos dela fuerza armada practicaban medicinade emergencia como un deporte extremo.

Su trabajo consistía primordialmente enrescatar pilotos cuyo avión se hubieraestrellado y, como no se podía predecirdónde o cuándo se iba a caer unaaeronave, en medio del mar o en la cimade una montaña, en una tundra helada oen medio de una ciudad superpoblada,se enorgullecían del lema de su unidad:«En cualquier momento, en cualquierlugar». Estaban entrenados para escalarmontañas, escudriñar desiertos y saltardesde aviones a unas altitudeselevadísimas, en caso necesario,bastante detrás de las líneas enemigas afin de localizar a aviadores perdidos oheridos, rescatarlos y llevarlos a casa.

La instrucción que habían recibidoestaba pensada para llevarlos más alláde la resistencia humana habitual.Cuando Wilkinson se alistó voluntario aprincipios de los ochenta, a vecesmorían hombres incluso durante laspruebas para pasar el examen de PJ. Eltenía veinticinco años y era un hombreávido de toda actividad al aire libre.Tomó la decisión de tirar por la bordauna carrera convencional de ingenieroelectrónico por algo que le acelerara elcorazón. La pesadilla para él era elejercicio acuático que debía realizar enel centro militar de instrucciónperteneciente a los boinas verdes

SCUBA. Lo llamaban «pasos».Sobrecargaban a los reclutas conbombonas llenas de agua y los arrojabanasí a una piscina honda. Tenían queaguantar la respiración y «caminar»veinticinco metros hasta el otro extremosin sacar la cabeza para coger aire. AWilkinson ya le resultaba dificilísimorecorrer aquella distancia sindesmayarse, pero es que, además, losinstructores le frenaban expresamente, leempujaban para que retrocediera, ledesorientaban, le quitaban la máscara ylas aletas, le golpeaban, le hacíanchocar con otros reclutas… todo ello afin de simular la tensión de un rescate en

el mundo real, que se desarrollaba conriesgo para la propia vida y,generalmente, de forma atropellada.Dejarse llevar por el pánico o perder elconocimiento significaba no haberpasado la prueba. Los que conseguíanatravesar la piscina, contaban con treintasegundos para tomar aire antes dereemprender el regreso. Esto se repetíauna y otra vez hasta que muchos de losque habían pasado la prueba en unprincipio acababan abandonando. Y ésteera sólo uno de los muchos ejerciciossádicos. Quienes pasaban tales pruebasy quienes tenían a sus espaldas años deexperiencia en realizar rescates

complicados eran unos hombresarriesgados, endurecidos y valientes.Pero en el mundo de los boinas verdes,a los «camisas azules» se lesconsideraba todavía blandengues. Loschicos D los llamaban los comandos«llegar y besar el santo» porque segúnla opinión general la vía de los PJ era unatajo para incorporarse en la comunidadde operaciones especiales. En lamayoría de los casos, la fuerza aérea erala rama menos exigente en cuanto apreparación física se refería. Muchoschicos D veían su presencia allí, y la delos cuatro SEAL también, como unasumisión a la rivalidad que había entre

los diferentes servicios. Aquello era unaoperación comunitaria. Todos queríantener la oportunidad de participar enaquella guerra. Muchos de los jóvenesestaban por encima de semejantesmezquindades, pero había suficiente enla base para distraer a Wilkinsondurante las semanas que debía estar allí.Era algo con lo que tanto él como losdemás especialistas de las FuerzasAéreas habían aprendido a vivir.

Apenas Wilkinson leyó la pizarra,tuvo deseos de más información. ¿Dóndehabía caído el Seis Uno? ¿Se habíaincendiado? ¿Cuántos iban a bordo?Para él, aparte del peligro físico (en ese

caso, de recibir un tiro), los rescateseran un reto mental. Las vidas de losaccidentados dependían de su capacidadde pensar una vez en tierra. Llevaba dosbolsas pesadas, una contenía el materialmédico y en la otra había herramientaspara hacer un agujero en el fuselaje yliberar a los ocupantes. Gracias a laexperiencia adquirida, sabía actuar bajogran presión y manejar asimismo lasherramientas. El resto no era más queimprovisación.

El especialista Rob Phipps, el«Phippster», era el ranger más joven delos que iba a bordo. Tenía veintidósaños. Para convertirse en hombres más

experimentados, la batalla era unanecesidad cruel, parte de su trabajo.Habían sopesado los riesgos y, cada unopor distintas razones, los habíanaceptado. Para Phipps, la idea departicipar era muy excitante. Se leaceleraba el pulso y tenía la impresiónde que los sentidos estaban más alertade lo normal. Con lo único que podíacompararlo era con una droga. Apenaspodía permanecer quieto en su asiento.Fue un adolescente problemático deDetroit que no respetaba ninguna regla,se había descontrolado completamente,y lo único que hacía era salir de juerga ybeber. Los Rangers eliminaron y

canalizaron aquella exuberanciaindómita y su bravuconería inútil. Aquíestaba la esencia secreta de toda ladisciplina y el espíritu Hoo-ah. Uno ibaa contar con el permiso de, en la batalla,romper con el mayor tabú social detodos. Matar personas. Se suponía queuno debía matar personas. No siemprese hablaba de ello de forma tan cruda,pero era así; Phipps no se considerabaun sanguinario, pero le habían enseñadoy preparado precisamente para unmomento como aquél, y estabadeseándolo. Llevaba su CAR-15, con laque podía disparar en sentidoascendente a un promedio de seiscientos

proyectiles por minuto, y le habíanenseñado a acertar en lo que apuntaba.Una parte de él jamás creyó quecontaran realmente con él para la guerra.Y se recordaba a sí mismo: «¡Esto esreal!». Se sentía a la vez asustado,excitado y nervioso. Nunca se habíasentido de aquel modo.

Cuando el piloto Dan Jollata lesanunció hablando por encima delhombro, «Un minuto», los hombrescomprobaron las armas sin olvidar lasrecámaras con las balas y fueronpasando toda la información que lesofrecían los oficiales de vuelo y los queestaban en las puertas y que podían ver

lo que pasaba abajo. Estaban sobre elabatido Black Hawk de Wolcott ochominutos después de haberse estrellado.Jollata llegó hasta allí procedente delnorte, estuvo sobrevolando un momentoy luego se quedó suspendido sobre lacalle a cien metros del suelo. El LittleBird que había ido a rescatar a los doschicos D heridos había aterrizado sobrela avenida Marehan, pero el BlackHawk era demasiado grande para llegarhasta abajo.

Como estaba sentado en el centro,Wilkinson no podía ver nada. Lasindicaciones le llegaban a través delresponsable del equipo, el sargento

mayor Scott Fales. Se cruzaban lasmiradas y asentían con la cabeza. Yentonces Jollata dijo que había llegadoel momento, arrojaron las cuerdas afuerade una patada y los hombres empezarona deslizarse por ellas. Cuando le tocó suturno, Wilkinson se dio cuenta que nohabían tirado fuera, como estabaprevisto, las imprescindibles mochilas.Por consiguiente, él y Fales esperaronhasta que los hombres que los precedíanhubieran dejado la cuerda libre paraarrojar las mochilas. Antes de saltar,hicieron una última comprobación alinterior del aparato ahora vacío.

El retraso les costó caro. Jollata

estaba manteniendo la aeronave ensuspenso durante aquellos segundosmás, cuando una RPG le explotó en ellado izquierdo del fuselaje. El BlackHawk se sacudió violentamente, como sile hubiesen dado un puñetazo fortísimo.De forma instintiva, Jollata empezó asubir y a alejarse.

—Me alejo del lugar. Creo que noshan alcanzado —dijo por radio.

Pero la confirmación ya llegaba delos Little Birds de las inmediaciones.

—Te han dado.—Detrás de los motores.—Estás echando humo.—¡Todavía hay hombres bajando

por las cuerdas! —gritó uno de losoficiales de vuelo.

Jollata oía que las hojas del rotorestaban silbando. La metralla de la ondaexpansiva las había llenado de agujeros.El aparato iba haciendo eses como unborracho. La metralla había dañado lacaja principal del rotor y destruido elsistema de refrigeración del motor.Tanto el instinto como la experiencia ledictaban que debía marcharse de allí,enseguida, pero Jollata mantuvo elBlack Hawk suspendido durante losrestantes segundos que necesitaronWilkinson y Fales para terminar dedeslizarse por las cuerdas.

Estirado cuan largo era en la cuerda,Wilkinson oyó una explosión encima deél, pero estaba tan absorto en salvar subajada en medio de la nube de polvomarrón que no advirtió que el aparatodaba una sacudida hacia delante y luegohacia arriba, y no supo hasta mucho mástarde que la sangre fría de Jollata lehabía salvado la vida.

—Sería mejor que intentarasposarte cuanto antes —le aconsejarondesde uno de los helicópteros de arriba—. Tienes un agujero grande encima.

—Por ahora todos los sistemas estánnormales, sólo un ligero silbidoprocedente del sistema del rotor. Creo

que conseguiré llegar hasta campoabierto —dijo Jollata.

—Ten cuidado porque sale humo dela parte alta del rotor. Yo te aconsejoque aterrices en el puerto nuevo.Pósate en cuanto puedas.

—Dejad que Seis Ocho haga sumaniobra —dijo Matthews desde elBlack Hawk C2—. Parece que estábien.

Apenas Wilkinson y Fales llegaronal suelo, el Súper Seis Ocho se fuedando tumbos despacio y a baja alturapor encima de la ciudad a la vez quearrastraba una fina estela gris. Jollata sedebatía en la cabina para hacerlo volar.

Era como conducir un camión en unapista de hielo. El Black Hawk podíasobrevivir sin aceite durante un ciertoespacio de tiempo, pero perder elsistema de refrigeración significaba quelos mecanismos se iban a quemar. Buscóun campo abierto cerca del puerto.

—He distinguido un campo. Todoslos sistemas funcionan con normalidad.Ahora estoy perdiendo fuerza detransmisión.

El sólido Black Hawk siguióadelante. Sobrevolaron el campo abiertoy pasaron a ras de la valla que rodeabala base del aeropuerto. Jollata seguíaenfrentado al reto de posar el aparato.

Como era consciente de que elhelicóptero no soportaría ni un segundode suspensión, avisó a los oficiales devuelo que iban detrás que se prepararanpara un aterrizaje violento. Pidió porradio que estuviese preparado el equipode emergencia en tierra y acto seguido,mediante un veloz balanceo a sesentanudos, dejó caer el aparato conviolencia. Lo posó recto sobre lasruedas, que golpearon el suelo confuerza, pero aunque el Black Hawk sesacudió, se quedó derecho e intacto.

2

Tan pronto como puso los pies en lacalle, Wilkinson oyó el tableteo de losproyectiles. Hacía mucho calor y la nubede polvo le impedía ver. Corrió hasta unmuro que había a la derecha y esperó aque se dispersara.

Llevaba un pequeño botiquín, suCAR-15, un arma en el cinto,municiones, la radio, una cantimplora yun equipo de protección corporal. Enlugar del casco regular del Ejércitoestadounidense, el fabricado conmaterial Kevlar, Wilkinson llevaba elcasco ligero Pro-Tech de plástico que

preferían la mayoría de los chicos D.Por su trabajo tan especializado, teníanque entrar y salir rápidamente de lugarespequeños y, por consiguiente, el riesgoprincipal era el de golpearse la cabeza,no de que les metieran en ella una bala ometralla. Wilkinson prefería el cascopequeño porque le podía pegar una tirade velero en la parte alta y sujetar allí lalinterna.

Wilkinson llevaba una de laspesadas placas de cerámica delante dela protección corporal y, con todo elresto del equipo, su peso total debía deverse aumentado en la mitad de sussetenta y dos kilos; sin embargo, no

advertía el peso adicional. En elhelicóptero del CSAR habían mantenidouna conversación profesional sobre lospros y los contras de llevar las placasde protección. Pesaban mucho y, enalgunas ocasiones, la parte delanterasuperior de la placa les tocaba labarbilla a los hombres cuando estabansentados en los helicópteros, lo cualresultaba harto incómodo. Debido a quese pasaban la mayor parte del tiemposentados, la opinión generalizada de losocupantes del aparato era la de dejarlasa bordo. El material Kevlar de loschalecos ya podía detener tanto metrallacomo un proyectil de 9mm. Como

Wilkinson imaginaba que el armahabitual de los somalíes debía de seruna AK-47, que disparaba unas ráfagasmás rápidas, se dejó la placa de delantepero no la posterior. Era un recordatoriode una regla de suma importancia: jamásle des la espalda al enemigo.

Salvo que, en aquella intersecciónde calles sucias y casas de piedra,parecía que los proyectiles enemigosllegaran de todas partes. No podía vernada. Se quitó los gruesos guantes depiel para el descenso por las cuerdas,los enganchó al chaleco y esperó a quela nube se redujera lo suficiente para verdónde estaba.

Habían bajado en la avenidaMarehan, una calle ancha y sucia queestaba justo al este del aviónsiniestrado, si bien Wilkinson todavía nopodía ver el Súper Seis Uno. Encomparación con otros barrios, aquélera residencial. Angostas callejuelasque iban del este al oeste cruzaban estaamplia calle norte-sur. Sabía que elSúper Seis Uno estaba en una deaquéllas. Las casas de los alrededoreseran de una o dos plantas, de piedrarosada, blanca o gris oscuro, coronadaspor tejados de hojalata y la mayoríadispuestas alrededor de un pequeñopatio interior. Algunos de los muros

exteriores eran de yeso fino y estabanpintados, aunque todos aparecíanmanchados con la arena naranja de lascalles. La mayoría de las paredes erandesiguales. Pero incluso en el caso delas paredes hechas con los modernosladrillos de carbonilla, éstos se habíancolocado con tal descuido que los murosparecían más bien una pila de piedrasamontonadas allí deprisa y corriendo.Era evidente que la mayoría de lasconstrucciones, si bien ambiciosas enalgunos casos, era estrictamente «hágalousted mismo». En los patios habíaárboles pequeños, y también algunos enla calle.

Vio que algunos de su grupo estabanal otro lado de la calle, en lo alto de unacallejuela angosta, y se desplazabandirección oeste. Las mochilas y lascuerdas estaban todavía en medio de lacalle Marehan. Al lado, había un largofragmento de los rotores estropeados delSúper Seis Uno. La fuerza del impactohabía lanzado trozos de los rotores aunas manzanas de distancia. Sin dejar deoír el estrépito de los proyectiles a sualrededor, Wilkinson cruzó la callecorriendo y recogió las dos bolsas. Vioel avión accidentado apenas dobló laesquina del callejón. Su tamaño le dejóperplejo. Estaban acostumbrados a ver a

los Black Hawks en el aire o en grandesespacios al aire libre. En aquella calleangosta daba una sensación trágica,parecía una ballena arponeada,embarrancada sobre su costadoizquierdo. El botalón de cola en formade T se había torcido y estaba dobladohacia abajo. Así de costado, el aparatodebía de tener unos dos metros y mediode altura. Había trozos y piezas del rotory del motor, piedras y cemento dispersossobre su superficie. En la partedelantera del helicóptero, bajo la puertaderecha de la cabina, y boca arriba,había un dibujo, que allí parecía fuerade lugar, de un indio con la nariz

aguileña y una pluma en la cabeza, y laspalabras «Toro Sentado». Recordó queToro Briley era el copiloto del SeisUno.

Ya había mucho trabajo hecho. Elequipo de rescate formado por chicos Dy rangers, además del grupo de la TizaDos que había acudido procedente deledificio asaltado, habían establecido unperímetro para, básicamente, controlarel callejón por delante y por detrás de laaeronave derribada. El morro chafadoapuntaba al este. Dispersos por el suelo,se veían algunos somalíes muertos.Había gente, en muchas ocasionesmujeres o niños, que salían corriendo

para recuperar sus armas, y otros seaventuraban unos pasos en la calle paraarrastrar los cuerpos y ponerlos acubierto.

El sargento Fales estaba en la partedelantera del helicóptero aupándosepara ver su interior cuando sintió untirón en la pierna izquierda. Luego llegóel dolor. Tuvo la sensación de que lehabían clavado un atizador candente enel músculo de la pantorrilla. Fales, unhombre grandote de ancho rostro quehabía luchado en Panamá y en la guerradel Golfo, sintió ira además de dolor. Sehabía preparado durante años para unmomento como aquél y, al cabo de

apenas tres minutos de estar en tierra, ledisparaban. ¿Cómo iba a hacer sutrabajo, es decir, dirigir el rescate, conun condenado y enorme agujero en lapierna?

Con una mueca desilusionada en elrostro, saltó del helicóptero. Wilkinsonllegó junto a él cuando Fales se dirigíacojeando hacia la cola del aparato. Seapoyaba en el brazo del sargentoprimero de la Fuerza Delta, Bob Mabry.

—¿Qué ha pasado? —preguntóWilkinson.

—Me han pegado un tiro.—¿Qué dices?—Que me han disparado. Una rata

bastarda me ha disparado.Fales y Mabry se agacharon para

meterse en el agujero que el helicópterosiniestrado había dejado en el muro surde la callejuela. Mabry les hizo un cortea los pantalones con las tijeras quellevaba y vio que la bala le habíaatravesado el músculo de la pantorrillay había salido por la parte delantera dela pierna. Aparentemente no había rotoningún hueso. Por el aspecto quepresentaba, colgajos de tejido musculardesparramados fuera de la herida,imaginaron que debía de dolermuchísimo, pero aparte de aquelpadecimiento lacerante que había notado

justo después del tiro, Fales no sentíanada. El miedo y la adrenalina hacían deanestésicos. Mabry metió el tejidomuscular en su agujero, introdujo unpoco de gasa en este último y luegoaplicó un vendaje de emergencia. Actoseguido, los dos hombres salieron agatas al callejón y se metieron en unespacio en forma de copa que habíadetrás del armazón principal delhelicóptero y creado por el botalóndoblado de cola.

La herida de su compañero aumentóla sensación de urgencia que yaexperimentaba Wilkinson. Creyó quetendrían unos cuantos minutos para

organizarse antes de que empezaran aatacarles. Por regla general, según suexperiencia, las turbas somalíesprecisaban entre diez y veinte minutospara coordinar cualquier acción en lascalles. Resultaba evidente que en esaocasión iba a ser diferente. La velocidadera crítica. Mientras se dirigían haciaallí, les habían informado que el cuerpoprincipal de la fuerza de asalto se iba adesplazar en vehículos desde el edificioasaltado hasta el lugar del siniestro, porconsiguiente esperaba su llegada de unmomento al otro. Ellos tenían que sacara los heridos y a los muertos delhelicóptero, aplicarles las curas de

emergencia necesarias e instalarlos enlas camillas antes de que llegase aquél.Y él se había quedado sin el jefe delequipo.

Wilkinson se dirigió a la partedelantera. Un francotirador de la FuerzaDelta, sargento primero JamesMcMahon, que estaba en el Súper SeisUno cuando éste se estrelló, ya estabaen lo alto del aparato y trataba de sacara Toro Briley. McMahon tenía la carallena de cortes profundos y amoratada.Parecía llevar una máscara del terror.Era evidente que Briley estaba muerto.Con el impacto, algo que había entradojusto bajo la barbilla le había

atravesado la cabeza limpiamente endiagonal. Dentro de lo posible, resultabafácil acceder hasta él porque estabasujeto con el cinturón en el asientoderecho, el cual había quedado en laparte superior. Wilkinson ayudó aMcMahon a auparlo, sacarlo y poner elcuerpo en tierra. McMahon se introdujoen la cabina y comprobó el estado deElvis.

—Está muerto —le dijo aWilkinson.

El PJ quiso verlo él mismo. Le dijoa McMahon que vigilara fuera y luegosubió al helicóptero para meterse en él.

Dentro el silencio asustaba. Como

no se había producido ningún incendio,no había humo. A Wilkinson lesorprendió que todo estuviera tanintacto. Lo que no había sido sujetadocon correas descansaba en aquellosmomentos en el lado izquierdo, que sehabía convertido en la parte inferior. Lamayoría de las cosas se habíandeslizado hacia el frente y aparecíanapiladas contra el respaldo del asientodel piloto. Olía a gasolina y de algunoslugares salía líquido. Pasó el dedo porun fluido que corría por el lado, lo olióy luego lo probó. No era gasolina.Probablemente fluido hidráulico. La luzdel sol entraba por las amplias puertas

de la derecha, que en aquellos momentosdaban al cielo.

Observaba todo esto por la puerta dela derecha, colgado boca abajo. Alargóuna mano y le tocó el cuello a Wolcottpara comprobar el pulso. Estaba muerto.Los dos pilotos habían recibido lo másfuerte del impacto, aunque Wolcotttodavía más porque su lado golpeó elsuelo primero. Toda la parte frontal delhelicóptero se había doblado hacia elinterior aplastándolo de cintura paraabajo. Seguía en su asiento. Tenía lacabeza y el torso intactos, pero el restode su cuerpo se hallaba aprisionadobajo el tablero de instrumentos.

Wilkinson quiso deslizar la mano entreel tablero y las piernas del piloto, perono había espacio ni por arriba ni porabajo. No podía levantarlo o tirar de élpara liberarlo. Wilkinson entró en elaparato y se arrastró hasta el asiento delpiloto para ver si podía tirarlo haciaatrás o por lo menos reclinarlo, parapoder así sacar a Wolcott, pero tampocoparecía dar resultados. Volvió afuera ysaltó al polvoriento suelo por ladestrozada parte izquierda de la cabinay escarbó para ver si existía unaposibilidad de abrir un agujero bajo elfuselaje y sacar el cuerpo de «Elvis»por él. Pero el gran tonelaje del Black

Hawk se había hundido en la tierra. Noiba a ser fácil sacarlo de allí.

3

Poco antes de que los otros rangersbajaran por las cuerdas hasta elhelicóptero siniestrado, Abdiaziz AlíAden se apresuró a salir de debajo delVolkswagen verde. El delgadoadolescente somalí de cabello grueso yabundante vio que el helicópterogolpeaba el tejado de su casa antes decaer en el callejón. Ayudó primero a sufamilia a ponerse a salvo y luegoregresó para proteger la vivienda de lossaqueadores pero se encontró en mediode un tiroteo.

Uno de los estadounidenses que

habían bajado por la cuerda rápida lecogía un M-16 al hombre al que acababade disparar. Aden fue presa del pánicocuando el soldado fue hacia él. Salióreptando de debajo del automóvil y semetió corriendo en su casa después decerrar la puerta de golpe. Se dirigió auna pequeña despensa situada en laparte frontal con dos ventanas: una dabaal callejón donde estaba el helicóptero yla otra a la calle Marehan por dondebajaban más rangers. Tanto la esquinacomo la callejuela hervían de soldadosestadounidenses y el tiroteo eraestrepitoso, constante y creciente. Comolas paredes de su casa eran de piedra

resistente se hallaba en lugar seguro, yademás en primera fila.

Observó que los soldadosestadounidenses subían y bajabanprecipitadamente del helicópterosiniestrado. Sacaron a un piloto y lollevaron hasta la cola. El hombre teníaun profundo y terrible corte que leatravesaba la cara, estaba lívido y eraevidente que estaba muerto. Dos rangersinstalaron una ametralladora en el techodel Fiat que estaba al otro lado de lacalle, lo cual pareció divertir a Aden.Convertía el cochecito en una especie deartefacto técnico. Otro de los soldadosempezó a cavar en el vertedero. La

familia de Aden y los vecinos sedeshacían de la basura mediante unosagujeros o zanjas que cavaban en lacalle fuera de sus casas y que usabancomo vertederos. Cuando éstos estabanllenos, lo quemaban todo. El soldado semetió en el vertedero. Únicamente lacabeza y el rifle sobresalían de entre losescombros. No dejaba de disparar.

4

El sargento primero Al Lamb sealegraba de poder contar con aquelagujero. Les estaban disparando desdetodas las direcciones y no había muchossitios donde esconderse. Los sammieshincaban sus AK-47 en la parte superiorde los muros. Lamb había ido al extremodel callejón, hasta la parte delantera delhelicóptero, con un operador de laFuerza Delta, un ranger, el sargentoMark Belda y el joven y entusiastasoldado Rob Phipps.

Este último había llegado a la calledespués de deslizarse por la cuerda

junto con el soldado John Belman, y losdos se apresuraron a empujar una puertapara salir de la calle. Tropezaron conuna mujer que llevaba un turbante en lacabeza y un vestido a cuadros de colorrojo. Se puso a gritar y vieron que lefaltaba un diente delante. Phippsdistinguió a cinco o seis niñosescondidos bajo una cama. La somalí sedejó caer sobre las rodillas y alzó lasmanos conforme les suplicaba conpalabras que ellos no entendieron. Losrangers volvieron entonces a salir a lacallejuela, desde donde vieron la coladel helicóptero. De pie junto a esteúltimo estaba el sargento McMahon,

quien les gritaba detrás de su hinchado yamoratado rostro:

—¡Las doce! ¡Las doce!Eso significaba que necesitaban

mayor cobertura de fuego en la posiciónde las doce horas. Phipps se instalójunto a la pared de piedra contra la cualhabía caído el helicóptero. A poco másde veinte metros, había una pequeñaintersección cruzada por otro callejónsin asfaltar. En las dos esquinasopuestas, vio unos muros de piedra y,detrás de ellos, un grupo de árboles. Asu espalda, sobresaliendo de la parteinferior del aparato y extendiéndoseunos metros en dirección al cruce, había

un enorme matorral de cactos. Esto y elhelicóptero siniestrado ocultaban suposición a cualquiera que estuvieradetrás de él. Permaneció alejado de laesquina para no convertirse en un blancodesde el callejón frente a él. Alprincipio estaba solo, pero como no lastenía todas consigo, llamó al sargentoLamb por su radio portátil y le pidióayuda. El sargento del Estado MayorSteven Lycopolus fue hasta él y seagazapó al otro lado del callejón,después del agujero en el muro sur quehabía hecho el Black Hawk al caer. Lapila de piedra y mortero procedente delcemento pulverizado le ofrecía

protección por detrás. Pretendíaneliminar a los tiradores situados al estey que no dejaban de lanzar regularmenteráfagas en dirección a la parte alta delcallejón, e impedir que los sammies seacercasen al helicóptero desde aquelladirección. No tuvieron que esperarmucho para poner en práctica el plan.Un hombre vestido con una camisablanca de algodón, pantalones anchos ysandalias se deslizó subrepticiamente enel callejón recto en su dirección, llevabauna AK y caminaba en cuclillas con elarma delante. Phipps le disparó y elhombre se desplomó de costado en lacallejuela. A continuación, apareció otro

hombre corriendo con la intención derecuperar el arma. Phipps le disparó.Luego llegó otro. Phipps también ledisparó. Después Lamb, Belda, y elsoldado Gregg Gould subieron parareunirse con Phipps y con Lycopolus.Belda se colocó junto a Phipps en elcallejón. Gould se puso al lado deLycopolus, y Lamb ocupó el agujero.

La Tiza Dos de los Rangers, quehabían llegado los primeros, ocupó laposición de las seis. Se desplegaron enabanico para cubrir las cuatro esquinasdel gran cruce situado al oeste delaparato siniestrado. Los cinco hombressituados en la posición de las doce se

atrincheraron lo mejor que pudieronpara cubrir la pequeña intersección este.Se quedaron cerca del helicóptero.Lamb consideró que, si desplazaba a sushombres al otro lado del cruce, se podíaromper el perímetro y, comoconsecuencia, correr el riesgo dequedarse aislados.

Daba la impresión de que la mayoríade los proyectiles procedían del grupode árboles que había a unos veintemetros, detrás del muro alto situado enla esquina sureste al otro lado del cruce.Los proyectiles lanzaban piedradesportillada y arena alrededor dePhipps y los oía acribillar el delgado

casco metálico del Black Hawk.Como Lycopolus y Gould eran los

que estaban más cerca del muro, Lambles dijo que lanzaran granadas porencima de aquél. Éstas fueronexplosionando una a una, pero no porello cesó la lluvia de proyectiles. Beldadisparó a los árboles con su SAW,mientras Phipps le pasaba granadas aLycopolus. El sargento del EstadoMayor las lanzó y también éstasexplotaron sin causar el efecto deseado.En vista de lo cual, Belda le pasótambién sus granadas a Lycopolus. Elsargento del Estado Mayor arrojó laprimera, que explosionó debidamente, y

acto seguido lanzó la segunda. Esta vezno se produjo explosión alguna, sinoque, por el contrario, al cabo de unossegundos, lo que parecía ser la mismagranada volvió hacia ellos volando porencima del alto muro. O bien Lycopolusno le había retirado la tira de seguridada la última granada que arrojó, o bienésta tenía un defecto y el somalí situadodetrás de la pared tenía en su poder otragranada estadounidense.

Phipps se inclinó hacia delantecuando varias voces gritaron al unísono:«¡Granada!». La explosión fue como underechazo en el estómago. Se quedó sinaliento. Tuvo la sensación de estar

ardiendo, le zumbaron los oídos por laexplosión y se le llenaron la nariz y laboca de un sabor metálico, amargo ylacerante. Cuando desapareció la bolainicial de fuego, notaba todavía que laspiernas y la espalda le ardíanterriblemente. La explosión le habíaafectado en gran manera. El rostro,ennegrecido, empezaba a abotargarse ytenía los ojos tan empañados que apenaspodía abrirlos. Cuando Phipps pudoreaccionar, levantó la cabeza y miróhacia atrás por encima del hombro. AGould también le habían alcanzado y lesangraban las nalgas. Un somalí habíaido corriendo hasta el centro de la

calzada y había cogido la AK delmontón de muertos y heridos en cuyadirección él había disparado antes. Elhombre estaba apuntando cuando uno delos chicos D situado junto al hueco de lapared lo derribó con un disparo certero.La cabeza del hombre quedó cercenada.

El operador le hizo una seña aPhipps con la mano al tiempo que legritaba:

—¡Ven! ¡Ven aquí!Phipps intentó ponerse en pie, pero

le flaqueó la pierna izquierda. Volvió aprobarlo y cayó de nuevo.

—¡Ven! —gritó de nuevo el chico D.Phipps empezó a andar a gatas. El

ardor era agudo y la pierna izquierda nole respondía. Cuando estuvo lo bastantecerca, el chico D lo agarró por el rostroy tiró de él hasta ponerlo a cubierto.

Phipps estaba aterrorizado.—¡Jodida mierda! ¡Me han dado!

¡Me han dado!—No será nada —le tranquilizó el

chico D—. Verás como no será nada.Le rasgó el pantalón y le aplicó un

vendaje de campaña.Se había acabado la fiesta para

Phipps. Quedaba relegado del combate.

5

Al otro lado de la ciudad, a unkilómetro al sudoeste, los pilotos de unBlack Hawk, Mike Goffena y JimYacone, sobrevolaban en círculo elhelicóptero siniestrado de Durant yestaban preocupados. Los hombres delSúper Seis Cuatro habían tenido suerte.En aquella zona de la ciudad, habíasobre todo casas de piedra, estructurassólidas, pero el lugar donde cayeranDurant y su copiloto estaba conformadopor chabolas hechas con tejidos viejos ycabañas de hojalata, nada resistentes,con lo que el helicóptero podía dar una

vuelta de campana. Aquellos aparatosestaban construidos con amortiguadorescapaces de soportar un impactodurísimo, siempre y cuando se aterrizaraen posición vertical, lo que había hechoel Black Hawk.

Pero en otro sentido no habían sidotan afortunados. El equipo CSAR habíadescendido ya por las cuerdas al lugardonde estaba el helicóptero de Wolcott.A nadie se le había pasado por la cabezaque pudiera haber dos aeronavesabatidas. Durant, el copiloto Ray Franky la tripulación iban a tener que serrescatados por las fuerzas de tierra, loque significaba una espera peligrosa.

Goffena y Yacone observaban desdearriba y ya veían a los somalíes invadiren gran número callejones y pasajespara encaminarse hacia el helicópterosiniestrado.

Se había solicitado la ayuda de unacompañía de la QRF (el 2.° Batallón, la14 División de Infantería y la 10.a deMontaña). Bajo el mando del tenientecoronel Bill David, ciento cincuentasoldados en nueve camiones dos ymedio y una docena de Humvees sedirigirían a la base de los Ranger poruna ruta alternativa que les llevaba fuerade la ciudad. Nadie sabía con certezacómo encontrar el helicóptero

siniestrado de Durant. Lo podían vertodo claramente en las pantallas delCentro de Operaciones, pero lasimágenes no podían decirles conexactitud dónde estaba el helicópteroabatido. En lugar de limitarse a esperarla llegada de la QRF, Garrison ordenóque se organizase otro convoy deemergencia con la tropa que se pudierareunir en la base. A su mando estaríanlos Rangers y los chicos D que habíanevacuado al soldado Blackburn y, conellos, docenas de personal de apoyo(armeros, cocineros, portadores demunición y especialistas encomunicación, además de un controlador

de tráfico aéreo perteneciente a lasfuerzas aéreas), y todo aquel queestuviera dispuesto a unirse a la batalla.

Cuando este convoy de emergenciaabandonaba la base, los pilotos que sehallaban junto al helicóptero siniestradode Durant estaban convencidos de que laayuda no llegaría a tiempo para latripulación del Súper Seis Cuatro.Estaban a sólo unos minutos de sersitiados por una turba somalí violenta yfuriosa.

Dos Little Birds y el Black Hawk deGoffena, el Súper Seis Dos, trataban demantener a raya a la muchedumbre.Además de los dos oficiales de vuelo

del Seis Dos, había tres chicos D, losfrancotiradores sargento primero RandyShughart, el sargento mayor GaryGordon y el sargento primero BradHallings. Como los somalíes cerraban elcerco, los operadores Delta les dijerona los pilotos que serían más útiles entierra. Podían contener a lamuchedumbre hasta que llegara la ayuda.Yacone pidió autorización paraincluirlos.

—¡Eh, esperad, ni siquierasabemos todavía si hay alguien convida! —Fue la respuesta del coronelMatthews, el comandante del aire queiba sentado junto a Harrell en el

helicóptero C2.Como no oía a la tripulación por la

radio, Goffena sobrevoló a baja altura ydistinguió a Durant sentado en la cabinay tratando de liberarse de un trozo detejado de hojalata hundido en laspiernas. Estaba vivo. Yacone vio queRay Frank se movía. Goffena pudo bajarmás y captar la mirada frustrada en elrostro de su amigo. Ray había vivido unaccidente similar, es decir, donde elrotor de cola quedó destrozado, unosaños antes en una misión de instrucción.Había muerto una buena parte de loshombres que iban en aquel helicóptero.Frank se rompió una pierna y se aplastó

varias vértebras. Desde entonces, habíaestado inmerso en una interminablebatalla legal. Goffena interpretó lamirada en el rostro de su amigo: «¡Nopuedo creer que esto me pase otra vez!».En la parte posterior del aparatodistinguieron algún movimiento, lo quesignificaba que Bill Cleveland o TommyField habían sobrevivido, tal vez losdos.

Yacone informó a Matthews de quehabía supervivientes. El coronel le dijoque esperase.

Así las cosas, Shughart, Gordon,Hallings y los oficiales de tripulacióndel Súper Seis Dos hicieron lo que

pudieron desde el aire. Había montonesde blancos. Parecía que el éxito habíaenvalentonado a los tiradores de lasRPG. Cuando Goffena lanzaba al BlackHawk a baja altura, la corriente queproducían sus rotores hacía retroceder alos grupos compactos. Cuando lamultitud se retiraba, dejaban aldescubierto a aquellos con las RPG,quienes parecían decididos a no cederun palmo. Se convertían así en blancosfáciles para los francotiradores. Elproblema estribaba en que, apenas lostiradores los abatían, otros aparecíancorriendo y recogían sus armas.

Goffena advirtió asimismo que cada

vez que bajaba hasta poca alturaprovocaba más disparos. Tanto él comoYacone oían el ruido de las balas queacribillaban las paredes metálicas de laaeronave. De vez en cuando veían afueray arriba un arco resplandeciente quetrazaba una línea brillante frente a lacabina, eran los proyectiles queperforaban las hojas del rotor y echabanchispas. Goffena empezó a volar a másvelocidad e intentó mantenerse en laparte sur del aparato siniestrado, dondeel tiroteo no parecía tan intenso. Sinembargo, esto era también arriesgado.Sabía que, al sur, había un barriollamado Villa Somalia, conocido por

albergar una milicia de Aidid.Se comunicaron por radio, y

pidieron ayuda urgente.—Alfa Cinco Uno [Matthews], aquí

Súper Seis Dos [Yacone], vamos anecesitar refuerzos para cubrir el lugardel siniestro número dos.

Les aseguraron de forma repetidaque el rescate era inminente.

Uno de los pilotos del Little Birdinformó:

—Vamos a tener que matar a genteaquí abajo, en caso contrario no vamos apoder mantenerla a raya. No hanquedado suficientes hombres a bordopara ocuparse de ello.

—Roger, esperad, nos estamosocupando del asunto… Bien, escuchad,aquí Adam Seis Cuatro [Garrison], hayun pequeño elemento Ranger que se vaa poner en marcha dentro de un minutopara dirigirse al segundo siniestro.Alguien tiene que guiarles.

6

Dale Sizemore escuchaba la radio yse estaba volviendo loco. Aquéllos eransus hermanos, sus compañeros rangersque estaban bloqueados en la ciudad yrecibiendo de lo lindo. Oía gritos dedolor y miedo en boca de hombresduros. Era la gran batalla para la que sehabían estado preparando todos durantemuchos años; ¡y él estaba allí dandovueltas como un tigre alrededor de laradio con un maldito brazo escayolado!

Unos días antes, Sizemore se habíalastimado en el codo mientras mataba eltiempo en la base. Los oficiales del

destacamento especial habían retado alos suboficiales a un partido devoleibol, pero antes de la competiciónlos rangos inferiores les habían tendidouna emboscada a sus comandantes y loshabían atado con unos estiradores conesposas flexibles y una cinta dúctil. Acontinuación los sacaron a la pista devoleibol, les echaron agua por encima ylos humillaron. Pero no todos losmandamases fueron pacientes. Steele, uncomandante ranger, desencadenó lapelea que uno habría esperado de un exlinier del equipo campeón nacional defútbol estadounidense de Georgia, yvarios oficiales del cuerpo Delta

resultaron todavía más difíciles dereducir. Sizemore fue el primero engolpear a Harrell, el teniente coronel delos Delta, y fue como darle un puñetazoa una roca. Sizemore era un joven defuerte musculatura y piernas comocolumnas y un luchador más que decenteen el instituto; sin embargo, Harrell loarrojó al suelo como si fuera un pesopluma. Al caer se golpeó en el codo,pero Sizemore no le dio mayorimportancia. Entre él y otros cincorangers lograron reducir a Harrell. Aldía siguiente, iban en un helicópteropara un viaje de inauguración sobre laciudad cuando Sizemore se volvió a

golpear el codo y advirtió que estabablando e hinchado.

El viernes de madrugada, dos díasantes del asalto, se despertó en su catrebajo la mosquitera porque tenía el codotan hinchado y dolorido que no podíadormir. Se tomó cuatro Motrins y sequedó sentado dando cabezadas hasta lahora de levantarse. Por la mañana, lollevaron en helicóptero al hospitalsituado en la vieja embajada de EstadosUnidos, donde le diagnosticaroncelulitis y bursitis y le practicaron unaincisión de unos diez centímetros deancho a fin de drenar la articulación. Ledieron unos puntos de sutura, le

escayolaron, le conectaron un gotero conantibiótico y le dijeron que el lunessiguiente lo repatriarían a Fort Benning.

Sizemore estaba muy triste. Habíaestado solo en la cama del hospitalmirando por la ventana otra brillantemañana africana, sorprendido por lomucho que iba a echar de menos aquellugar. De hecho, era la primera zona decombate real para él, y le encantaba. Elgrandote y rubio tirador SAW de Illinoislucía tanto el distintivo como la palabra«ranger» tatuados en el muy musculosohombro izquierdo. Sus camaradas eransu familia.

¿Y la base? ¡Cielos, la vida en la

base era la repera! Seguían entrenándosea diario y no se libraban de las guardias,y otras mierdas del estilo, pero desdeque llegaron a Mogadiscio ni siquieralos pringados del Ejército regularpodían llenar todo el tiempo libre. Noparaban de jugar al voleibol. Unalmacén vacío con paredes de cemento ytecho alto resultó ser un lugar perfectopara practicar pingpong. Habíanorganizado un concurso de gin rummy(el pequeño y astuto soldado Othic ibaen cabeza muy destacado), y largassesiones de juegos de mesa como risk,scrabble y stratego. Cuando no estabande instrucción o realizando alguna que

otra tarea, se dedicaban a leer, jugar alGameboy, mirar vídeos, escribir a casao mataban el tiempo como podían. ASizemore le encantaba irse a un lugarsituado detrás y hacia la mitad de labase donde soplaba constantemente labrisa del mar, allí se colocaba losauriculares y se aislaba una hora de vezen cuando. Además, estaba la playa.Aunque hubiera tiburones en el mar…una playa era una playa. Como vivíanrodeados de arena y de polvo y lasduchas estaban racionadas a una cadados días, parecía lógico queprevaleciera más o menos la costumbrede ir a la playa, por lo menos si se

comparaba con los hábitos normales delos Rangers, que no solían practicar estetipo de actividad.

Cualquiera que no fuera un ranger,consideraría que las instalaciones eranausteras. Cada hombre contaba sólo conel espacio correspondiente a unrectángulo de un metro y medio por dosmetros y medio que pudiera llamarlosuyo. Se había creado un protocoloinformal con respecto al espaciomencionado; los muchachos pedíanpermiso antes de pisarlo o atravesarlo.Los catres tenían unas estacas delgadasde madera en cada esquina, de lascuales podían colgar por la noche la

mosquitera a fin de mantener fuera a losferoces mosquitos somalíes. Los propiosbarracones estaban hechos un asco.Olían al olor típico a almizcle delTercer Mundo. Como la pista con todoslos helicópteros estaba delante de lasgrandes puertas siempre abiertas de lafachada, la constante brisa salada quellegaba hasta allí se aromatizaba con elcarburante a chorro y el aceite. Loshombres debían guardar las armasenvueltas para preservarlas del polvofino y de la arena que lo invadían todo.El techo tenía goteras y las delgadasparedes estaban agujeradas; porconsiguiente, cuando llovía, entraba

agua por todas partes. Algunos habíancolocado sacos de arena en su espaciopara protegerse del agua, lo cualconvertía el espacio cavernoso enmadrigueras que incrementaban lasensación de hogar. Los muchachos delas Fuerzas Aéreas se habían organizadoun apañado espacio a modo de club-casa en la parte posterior de losbarracones. Antes de llegar al muroposterior, aparecía una enorme banderaestadounidense que colgaba del techo y,al lado, un póster hecho por ellos y quemostraba el estandarte de su unidad, 3."Batallón, 75.0 Regimiento.

A la tripulación de los diferentes

helicópteros le correspondía la partesituada justo frente a la entrada de lapuerta principal, los chicos D ocupabanel rincón del barracón a la izquierda deaquélla y el resto era para los Rangers,los compañeros de Sizemore. Su bancoestaba en el centro, hacia la parteposterior. Podía apoyar los pies en lamochila y ver a las ratas que seescabullían por el intrincado techo uobservar a unos halcones con crías en unárbol de fuera que se dejaban caer enpicado y le hincaban el pico a laspalomas a media altura.

¿Y qué podía ser más chulo quevivir con los operadores de la Fuerza

Delta, los temidos D? Ellos eran losverdaderos profesionales, totalmenteantiortodoxos. En el vuelo que duródieciocho horas a bordo del giganteStarlifter C-141, si bien los camisasazules de las Fuerzas Armadasinsistieron en que todos permanecieransentados, los chicos D se tomaron laorden por el pito del sereno. Apenashubieron despegado, sacaron mantastérmicas (el brillante suelo metálico delavión se vuelve frío como el hielo aelevadas alturas) y ponchos aislantes, sepusieron tapones en los oídos,repartieron antifaces, se tomaronBombarderos Azules (pastillas de

Halcyon) y se pusieron a dormir. Lesenseñaban pequeños trucos, comocolocar esparadrapo en la arandela delas granadas para que ninguna pieza delequipo se enganchase en ellaaccidentalmente. Cuando iban alcombate, se ponían rodilleras, con locual les resultaba más fácil y era másrápido arrodillarse y disparar, ypermanecer en esa posición durantehoras en caso necesario. Si hacía muchocalor, no se paseaban con todo el equipode batalla. Iban con camisetas, o sinellas, pantalones cortos y chancletas.Todos iban con gafas de sol. Si sehabían acostado tarde, hacían la siesta.

Cuando salían para una misión, sellevaban las armas que considerabannecesarias y dejaban el resto en la base.Entre los chicos D, para todos los quetenían una graduación de sargentoprimero o superior, el rango nosignificaba nada. Todos ellos, oficialesy suboficiales, se llamaban por elnombre de pila o el apodo. Les habíanenseñado a pensar y a actuar por símismos. Nada se hacía en consideraciónal reglamento; les guiaba su propiaexperiencia. Conocían sus armas, sustácticas y su trabajo mejor que nadie y,básicamente, hacían su propia vida, locual suponía algo extraordinario en el

Ejército de Estados Unidos.Algunos operadores, como el rubio

Norm Hooten o el achaparrado EarlFillmore o el macizo Paul Howe, hacíancon ellos sesiones de instrucción en lasque les enseñaban los puntos másrefinados de la lucha letal. Hootenenseñó al especialista Dave Diemer adisparar mejor su SAW trucada desde lacadera, y consiguió que uno de losarmeros de la Fuerza Delta le montarauna empuñadura a medida para él. Lesproporcionaron a algunos muchachosunas bolsas especiales negras de lonapara enfundar una SAW, lo cual evitabaque el bombo del lanzagranadas se

saliera al bajar por la cuerda (comoocurría a veces). Cosas útiles. Fillmore,que era uno de los operadores másjóvenes a sus veintiocho años, lesenseñó la forma de dejar inconsciente aun hombre mediante una patada fuerte enel muslo, golpeándole en la arteriafemoral. Howe les mostró las técnicaspara ponerse a cubierto en zona urbana yel modo de asaltar una casa. Era genial.

El operador del cuerpo Delta DanBusch había sido ranger hasta hacíapoco, antes de volverse másintrovertido. Algunos hombres loconocían de antes. Busch habíacambiado mucho. En primer lugar, ahora

era Dan, no el sargento Busch. Algunosmuchachos de la Compañía Bravo loconsideraban un bravucón. Buschsiempre estaba dispuesto a armar lagorda. En Mogadiscio parecía otrapersona. Aquel hombre, antesextravagante, se había vuelto religioso yblandengue, completamente distinto. Sepasaba mucho tiempo en su reducto,donde se dedicaba a limpiartranquilamente sus armas y batir alscrabble a todo aquel que se prestara ajugar con él.

Algunos eran soldados legendarios,como el cachazudo veterano Tim Martin,que contaba con un humor ágil y

lacónico, una gran mancha roja denacimiento y «Canoso» como apodo, locual le encajaba muy bien porqueempezaba a tener el cabello blanco.Tenía más de cuarenta años y habíaparticipado en casi todos los conflictos,públicos o secretos, desde Vietnam.Llevaba en el Ejército más de veinteaños. Nada le confundía odesconcertaba. Estaba casado y teníatres hijas en Estados Unidos, y decía quepensaba retirarse el año siguiente ymontar un negocio. Pero el másenrollado era «Mazo» John Macejunas,un ex ranger nada pretencioso ysimpático cuyo cabello era rubio y su tez

tan curtida que parecía un surfista. Mazono era tan corpulento como los demáshombres, pero su físico redefinía elconcepto de estar en forma. Tenía tanpoca grasa en el cuerpo y estaba tanbronceado que parecía una guía andantede musculatura masculina. En contrastecon el cachazudo Canoso, el ritmo delmotor de Mazo estaba siempre puesto enla quinta velocidad. Se entrenabamuchísimo, hacía flexiones,abdominales, levantamientos de piernas,contracciones y se castigaba tanto conotros ejercicios de su propia invención,que los Rangers lo consideraban unaespecie de mutante del esfuerzo. Incluso

los otros chicos D sentían admiraciónpor él. Se decía que no conocía lo queera el miedo.

A pesar de que habían hechoinstrucción juntos un par de veces, losrangers no habían tenido ocasión defrecuentar a esos muchachos conanterioridad. Era como una tutoría diariaen soldadesca librada por los mejoresde la profesión.

Lo peor de la vida en la base, porsupuesto, era la falta de mujeres. Habíamujeres por allí, pero todas eranenfermeras que trabajaban en diferenteslugares de la base o en las instalacionesde Naciones Unidas, y estaban

estrictamente fuera de su alcance. Estoresultaba muy duro. Tenían acceso acantidad de pornografía, como es desuponer, y muchos rangers practicabanla masturbación de formadespreocupada. Muchos lo hacíandiscretamente, pero algunos adoptabanuna especie de actitud desafiante ycruda, y se ponían de pie junto a su catrey anunciaban: «Me voy al retrete ahacerme una paja». El especialista JohnCollett, un tirador de SAW que carecíade todo pudor en cuanto a este asunto, sejactaba de su repertorio, y describíanuevas técnicas onanísticas. «¡Tíos,teníais que haberme visto anoche. ¡No

os miento, me quedé sin aliento!»Asimismo indicaba lugares nuevos einusuales para masturbarse. Collettafirmaba haber tenido una «paja-arnés»,es decir, haberse masturbado colgadodel arnés de un paracaídas. Dabalástima. Uno de los PJ de las FuerzasAéreas recibió una muñeca hinchablepor correo y casi nadie se rió. Todaaquella obsesión sexual bajo presiónhacía que se hicieran más tonteríaspropias de los adolescentes que decostumbre. Una noche, el cabo JimCavaco apareció con un trozo de nailonatado en la punta del pene, sujetaba elcordel con delicadeza entre dos dedos y

le explicaba a todo el mundo: «Voy asacar a pasear un poco a mi pollita».

Jugaban mucho al risk, un juego demesa donde unos ejércitos con códigosde colores luchaban para conquistar elmundo. Era estupendo para matar eltiempo porque cada partida durabahoras. El soldado primero Jeff Young, unmuchacho alto y rubio que iba siemprecon unas enormes gafas encaramadassobre una nariz demasiado pequeña parasu rostro alargado, que era RTO(operador de radioteléfono) y procedíadel estado interior de Nueva York, sehabía pasado la vida jugando al risk consus cinco hermanos y sabía tanto que sus

compañeros formaban equipos paraganarle. Young y su sargento, MikeGoodale, les habían pedido el juegoprestado a los chicos D poco después desu llegada, pero lo habían monopolizadode tal manera que el escuadrón Deltahabía pedido que les mandaran otro.Young y Goodale lo colocaban delantede sus estanterías y, por regla general,era el mismo grupo de jóvenes quemiraban inclinados sobre ellos.Alrededor del tablero, soldados rasos,sargentos e incluso oficiales, todos,olvidaban los rangos. Bromeaban unoscon otros, se gritaban mutuamente, comouna pandilla de muchachos.

Hasta los bombardeos nocturnos conmorteros era una especie de juego. Losskinnies lanzaban dentro del recintovallado unos morteros que aterrizabancon un ruido seco y estrepitoso, comoalgo muy grande que cayese dentro delenorme hueco formado por un ingentemontón de hojalata. En un primermomento asustaba a los muchachos. Seechaban al suelo o buscaban cobijo.Pero los skinnies tenían una puntería tanmala que rara vez acertaban y, al cabode un rato, los hombres se limitaban aecharse al suelo y gritar con entusiasmocada vez que aterrizaba un mortero.Alguien, probablemente Dom Pilla,

descubrió que si se levantaba la granpuerta que cerraba la nevera portátil desoda y agua y luego se la dejaba caer,hacía un ruido muy parecido a unmortero. Mandó a un par de muchachosa meterse dentro antes de que todo elmundo se percatase del juego.Transcurrido un rato, cuando oían elruido, ni siquiera se molestaban enarrojarse al suelo. Gritabanentusiasmados. Una noche, un morteroexplotó tan cerca que Sizemore vio laschispas de la metralla en el muroexterior de la base. Se limitaron aaplaudir y a chillar. Al otro lado de lacalle, el asustado personal médico de

las Fuerzas Aéreas, que no eranprecisamente unos tipos endurecidos porlas batallas, se cogían de la mano ycantaban cánticos religiosos conformelos enloquecidos Hoo-ahs al otro ladogritaban como posesos. Los hombres delos barracones habían incluso iniciadouna quiniela. Por un dólar se podíaescoger entre un espacio de tiempo dediez minutos y, si el mortero caíadurante ese intervalo, se ganaba laapuesta. Por consiguiente, después degritar todos entusiasmados, corrían acomprobar quién había ganado. A nadiese le ocurrió pensar qué harían con elpote si el mortero caía sobre el ganador.

La sala de cine contaba con tresaparatos de televisión y tres de vídeo.La cadena CNN era la favorita. Enocasiones se emitían sus propiasmisiones. De hecho, cuando eldestacamento regresó de su primeramisión con los prisioneros somalíesesposados, se quedaron de piedra al verque, antes de haber tenido siquieratiempo para despertrecharse, aparecíanen la pantalla, su misión de alto secretohabía sido filmada a distancia mediantecámaras infrarrojas. Ninguno contestónunca a las preguntas de los periodistas,y se reían y quejaban entre ellos por laforma tan ultrajantemente equivocada en

que se publicaba todo, tanto en la prensacomo en la televisión.

Las Fuerzas Armadas contaban condos emisoras de radio, una que poníacasi siempre música country y la otraque dividía su programación entremúsica «blanca», en su mayoría rockclásico, y música «negra»,principalmente rap. Los Rangers, que adiferencia de los muchachos de la 10.a

División de Montaña, cuya base estabasituada al otro lado de la ciudad, erancasi todos blancos, se desternillaban derisa con las dedicatorias durante elespacio «negro»: «Escuchad hermanosy hermanas, yo soy el artista de

segunda generación 4-U pinchando undisco para Regina en la 271.a Divisiónde Intendencia y que le dedica DopeGangsta en la 33.a. ¡Paz!». Después decenar, solían ver vídeos, unascolecciones que les enviaban en cajas yque prácticamente desgastaban de tantopasarlas, siendo la mayoría del estiloacción y aventura heroica. Una semanadisfrutaron de un festival de JamesBond, una película diferente cadavelada. Una de las pocas y nuevasadquisiciones fue El último mohicano;una noche, unos cuantos acababan deverla dos veces seguidas cuandoapareció el capitán Steele que, al ver los

créditos finales, anunció que nunca lahabía visto. Rebobinaron la cinta y lavieron por tercera vez.

La mayoría de los días en que nosalían a realizar ninguna misión, sededicaban a instrucción, lo cual eraabsolutamente genial. Se dirigían alnorte de la ciudad donde comenzaba eldesierto y hacían volar objetos opracticaban arrojando granadas ocohetes a determinados blancos, operfeccionaban su puntería condiferentes armas automáticas. En lasdunas fuera de Mogadiscio habíamuchos más objetos y munición que decostumbre, y no tenían todas las

restricciones propias del campo de tiroque había en la base. Allí, al aire libre,bajo el tórrido sol y vestidos con losuniformes de campaña y los sombrerosde camuflaje para el sol que les caíanflojos sobre la frente, parecían unosniños demasiado grandes para su edadjugando a los soldaditos… con balas ygranadas de verdad. Era lo que hacíaque la calidad de ser un ranger fuera tanespecial. Era soldadesca real. Pura ydura. Era mucho más divertido que launiversidad. Sizemore y los demásmuchachos que se alojaban en aquelbarracón estaban viviendo una aventura.Estaban en África, y no detrás de un

escritorio, de una caja registradora o deun pupitre mirando por la ventana uncampus aletargado. Hacían cosas comosaltar de aeroplanos, descolgarse porlas cuerdas rápidas de los helicópteros,descender acantilados… cosas como lasque estaban haciendo allí, y haciéndolasbien, como correr tras un sanguinarioseñor de la guerra en una ciudad exóticadel Tercer Mundo.

Sizemore le había pedido al médicoque le dejara volver al barracón parapasar allí el último día con su unidad, yestaba terminando de recoger sus cosasen la enfermería para estar listo alregreso de los helicópteros, cuando

ingresaron dos hombres a los que unamina controlada remotamente les habíaherido cuando patrullaban la ciudad enun Humvee. Había un chico de la 10.a

División de Montaña herido leve y unintérprete de somalí-inglés al que habíanpartido en dos. Desde la cintura paraabajo había desaparecido. Sus entrañasyacían junto a él en la camilla rodante.

Sizemore jamás había visto una cosaigual. Uno de los brazos del hombrecolgaba balanceándose a un lado de lacamilla, sujeto al tronco sólo por untrozo de carne. ¿Quién era aquellagente? ¿Qué les hacía pensar que no ibana pagarlo?

Cuando llegó al barracón, habíaunos jóvenes que se equipaban para lamisión. Sizemore hervía de frustración ycontrariedad. Todos los muchachosdecían que la lucha estaba al rojo vivo.¿Y si tenían razón? ¿Había llegado hastaallí para perderse lo mejor? En su lugarmandaban al especialista Stebbins, elsecretario de la sala de instrucción de lacompañía. ¡Stebbins! Sizemore no dabacrédito a su mala suerte.

En el barracón bullía elnerviosismo. Incluso el sargentoLorenzo Ruiz, el boxeador, estabainquieto. Por regla general, nadaalteraba a Lo.

—Tengo un mal presentimiento, Dale—dijo.

Ruiz y Sizemore eran muy buenosamigos. No tenían nada en común pero,por alguna razón, empezaron a llevarse alas mil maravillas años atrás. Ruiz eraun muchacho duro de El Paso, en Texas,un ex boxeador aficionado que se alistóen el ejército después de que un juez lediera a escoger entre el ejército o lacárcel. En el regimiento Ranger, Ruizreorganizó su vida y se superó a símismo. Estaba casado y tenía una niñapequeña. Sizemore, por su parte, no eramás que un típico muchacho suburbano,una especie de mujeriego (sus

compañeros lo apodaban «Adonis» porsus labios carnosos, sus grandes ojosazules y los anchos hombros). Pero Ruizera un romántico. A veces, cuando salíade copas con los muchachos, su genioexplotaba en un momento dado para, alcabo de un minuto, tener que secarse unalágrima y decir sorbiendo por la nariz yacento mexicano: «Os quiero, chicos».Ruiz era supersticioso y había luchadocontra la premonición de su muerte enSomalia. Sizemore no era supersticioso,pero hizo un pacto con su amigo,seguirle la corriente. Los dosescribieron unas cartas póstumas paralas respectivas familias, que sólo

deberían enviarse en caso defallecimiento. Como medida deseguridad, se las habían intercambiado.La de Sizemore iba dirigida a su madre,a su padrastro y a una tía, y les decía lomucho que los quería. Ruiz escribía a sumujer que la quería y le dabainstrucciones a su hermano, Jorges, paraque se ocupara de su madre y de suabuela. Los dos escribieron que habíanmuerto haciendo lo que deseaban. Noera necesario añadir mucho más.Aquella tarde, cuando Ruiz se disponíaa cumplir con su misión en el barrio MarNegro, le recordó a Sizemore la carta.

—¡Cierra el pico! —replicó este

último—. Estarás de vuelta dentro deunos minutos.

Pero en aquellos momentos Ruizestaba con los demás muchachospasándolas moradas (lo que no sabíaSizemore era que su amigo ya estabamortalmente herido). Sizemore sepreguntó dónde estaría Ruiz, y cómo selas apañaban Goodale y Nelson. Estabapreocupado por Stebbins. ¡Cielo santo,Stebby era quien les hacía el café! Él,probablemente el mejor hombre en launidad con una SAW, estaba allí, y elsecretario de la compañía se iba a librarsu batalla. Sizemore estaba pegado a laradio fuera del Centro de Operaciones

junto con otros muchachos que se habíanquedado porque habían salido para unaexpedición acuática poco antes de quese preparase la misión en curso. Estegrupo tenía sus respectivos Humveesaparcados en semicírculo fuera de lasgrandes y abiertas puertas frontales delbarracón, preparados para ponerse enmarcha si fuera necesario.

* * *

Lo que oía por la radio, palabras ysonidos, tenían para el especialistaSteve Anderson un efecto diferente. Ledaba miedo. Eran tantas sus ganas de ser

soldado que ocultó sufrir de asma agudocuando se alistó. Llevaba siempreconsigo el inhalador. El primer día deinstrucción básica les advirtieron atodos de forma muy rigurosa de quecualquier droga se considerabacontrabando y que si pescaban a alguienen posesión de alguna se vería metido enun buen, buen lío. Pasaron una caja portodo el cuartel y les dijeron que teníanuna última oportunidad, una amnistía,para deshacerse de todo lo que pudierantener. Anderson fue presa del pánico yarrojó en la caja su inhalador, peroluego, tres o cuatro días más tarde,sufrió un ataque de asma tan terrible que

tuvo que confesar y lo mandaron alhospital. Al día siguiente, el sargentoinstructor dijo a Sizemore y a los demáschicos del pelotón que Anderson habíamuerto.

Al cabo de un mes, en la escuela devuelo, Sizemore distinguió de pronto aun fantasma alto y delgado que eraayudante de cocina, y se frotó los ojospara ver mejor. Anderson no sólo habíasobrevivido al ataque de asma, sino quealguien en la cadena de mando habíaadmirado tanto su determinación que lehabían dejado quedarse y le habíandevuelto el inhalador.

Sin embargo, en aquellos momentos,

enfrentado a la perspectiva de unabatalla campal de aquella envergadura,el pánico que transmitía la radio cundióen Anderson. Todo el mundo hablaba eldoble de lo habitual, como sinecesitaran estar en contacto, como si laradio fuera una red para impedir sucaída libre. Anderson no lo demostraba,pero estaba temblando. Tenía elestómago revuelto y le inundaba unsudor frío. «¿Voy a tener que ir allí?», sepreguntaba. Hasta aquella misión, nadiehabía resultado gravemente herido. Lasmisiones eran muy divertidas. Cuando elmegáfono anunciaba «¡En marcha!», élsiempre pensaba: «Acción, fabuloso».

Igual que sus camaradas. En aquelmomento, no.

El horror se hizo realidad cuando elconvoy formado por los tres Humveesdel sargento Struecker llegó a todavelocidad y acribillado, y losenfermeros sacaron el cuerpodestrozado del soldado Blackburn, elranger caído desde el helicóptero hastala calle. El especialista Brad Thomassalió de uno de los vehículos con losojos inyectados en sangre. Vio aAnderson y le dijo de formaentrecortada:

—Pilla ha muerto.Thomas lloraba y Anderson notó que

él también empezaba a hacerlo. Elmiedo era palpable. Anderson se alegróde estar en un lugar seguro. Seavergonzaba de sí mismo, pero era estolo que sentía.

Sin embargo, no era el único. Pocodespués de haber bajado el cuerpo dePilla y a Blackburn, recibieron la ordende volver a la ciudad. Se habíaestrellado un segundo Black Hawk, el deDurant, y corrían el peligro de versesitiados por los somalíes. Se enteraronpor la radio de que Casey Joyce, otrocompañero, había muerto. Mazo y elSEAL que había acompañado de vueltaa Blackburn, estaban rearmados y

preparados. Anderson no advertíavacilación alguna en esos muchachos.Pero los rangers más jóvenes, todos,estaban temblando.

Brad Thomas no podía creerlo.Estaba en la playa con Joyce y Pillacuando los llamaron para aquellamisión. Dentro de la compañía Ranger,Thomas, Joyce, Pilla, Nelson y otrospocos eran los mejor avenidos. Eranalgo mayores que los otros y tenían unpoco más de experiencia. Tanto Joycecomo Thomas estaban casados. Antes deenrolarse, este último estuvo en launiversidad unos cuantos años paraestudiar guitarra clásica. Alborotaban

menos que los demás y, cuando setrataba de correr riesgos, seguíanhaciéndolo gustosamente pero de formamenos entusiasta.

Thomas vio a su amigo Pilla muertoy pensó durante el resto de aquellainsensata caravana de regreso a la baseque él no iba a poder seguir adelante.Cuando llegaron se sintió aliviado.Imaginó que se había dado la misión porfinalizada. La situación se habíadescontrolado y los otros muchachosiban a aparecer de un momento al otro.Desde un punto de vista emocional, labatalla había sido librada.

Por consiguiente, cuando Struecker

se acercó y ordenó a los hombres que serearmasen, porque volvían a salir,Thomas no podía dar crédito a lo queoía.

¿Cómo podían volver a aquelinfierno? A duras penas habían escapadocon vida. ¡Toda la maldita ciudadtrataba de matarlos!

Struecker notó que le daba un vuelcoel corazón. Sus vehículos estaban llenosde agujeros. Había restos de sangre ycerebro de Pilla en la parte posterior desu Humvee. Cuando sacaron el cuerpoya no parecía que fuera el de Pilla. Laparte alta de la cabeza habíadesaparecido y el rostro estaba

grotescamente hinchado y desfigurado.Los hombres de Struecker estabanprofundamente impresionados.

Mazo, el inflexible luchador de laFuerza Delta, tomó a Struecker y se lollevó a un lado.

—Escuche, sargento, tiene quelimpiar su vehículo. Si no lo hace, a susmuchachos les va a dar un ataque.

Y Struecker se acercó despacio a supelotón.

—Escuchad, chicos. No tenéis quehacerlo si no queréis. Lo haré yo mismosi es necesario. Pero tenemos quelimpiar esto ahora mismo porque se nosha ordenado que volvamos allí lo antes

posible. Los demás que vayan aabastecerse de nuevo. Id vosotros a pormás munición.

Struecker preguntó a su tirador delcalibre 50:

—¿Me ayudas a limpiarlo? Notienes que hacerlo si no quieres.

Juntos fueron a buscar cubos de aguay, con la ayuda de esponjas, retiraron lasangre, los restos de cerebro y rascaronlas manchas del interior.

Sizemore lo vio todo y se pusofurioso.

—Me voy con ellos —anunció.—No puedes, estás herido —replicó

el sargento Raleigh Cash, al cargo del

pelotón que había ido a la expediciónacuática.

Sizemore no discutió. Iba vestidocon pantalones cortos de gimnasia y unacamiseta, y ya había empaquetado suequipo en vistas al viaje a casa del díasiguiente; sin embargo, entró corriendoen el barracón y, después de ponerse lospantalones y la camisa, se apoderó delprimer equipo perdido por ahí que pudoencontrar. Encontró un chaleco antibalasque le iba tres tallas demasiado grandepara él y un casco que le bailabaalrededor de la cabeza como unaensaladera. Cogió su SAW, introdujomunición en los bolsillos y bolsas y, con

las botas sin abrochar y la camisadesabrochada, llegó corriendo al convoyy saltó al Humvee de Cash.

—Voy con vosotros —le dijo a esteúltimo.

—No puedes ir con esa escayola enel codo.

—Entonces me la quito.Entró a toda prisa en el barracón en

busca de unas tijeras. Cortó la junturainterior del yeso y se lo retiró. Luegovolvió y se instaló de nuevo en elvehículo.

Cash se limitó a sacudir la cabeza.Anderson admiró el entusiasmo de

Sizemore y se sintió más avergonzado

de sí mismo. Había dejado prestado supropio equipo, pero se sentíamortificado. No sabía si sentirse másavergonzado de su miedo o de laaceptación incondicional de las órdenesrecibidas.

Cuando llegó el momento de subir alos vehículos él volvió a obedecer,asombrado de su propia pasividad. Iba air a Mogadiscio y arriesgar su vida,pero no por pasión, solidaridad opatriotismo, sino porque no se atrevía anegarse. No exteriorizó nada de todoeso.

No todo el mundo se mostraba tanpasivo. Brad Thomas se llevó a

Struecker a un lado.—Oye, chico, no quiero volver allá,

te lo digo de verdad.El sargento había contado con que

algo así sucediera, y lo había temido. Elsabía cómo se sentía por tener quevolver a la ciudad. Era una pesadilla.Las palabras de Thomas expresaban lossentimientos de todos. ¿Cómo podíaobligar a aquellos hombres a volver alcampo de batalla, sobre todo a los quehabían vivido un infierno para regresar ala base? El sargento sabía que losjóvenes estaban pendientes de él paraver cómo iba a tratar el asunto.Struecker era un ranger modelo, fuerte,

modesto, obediente, duro y estrictamenteceloso del reglamento. Era como elprimero de la clase. Los oficiales loadoraban y ello significaba que algunosde los hombres lo miraban con ciertaenvidia. Así desafiado, esperaban queStruecker explotase.

Por el contrario, se apartó un pococon Thomas y se puso a hablarledespacio, de hombre a hombre. Intentótranquilizarlo, pero Thomas ya estabatranquilo. Struecker se percató de ello,el hombre había decidido que habíadado todo lo que podía dar. Thomas sehabía casado hacía sólo unos meses.Nunca fue uno de los bravucones del

regimiento. Era una decisión racional.No quería volver y que lo mataran. Laciudad entera disparaba contra ellos.¿Hasta dónde podían llegar? Por muycaro que fuera el precio que iba a pagarpor echarse atrás, y para un ranger iba aser un precio elevado, a Struecker lepareció que Thomas tenía muy clara sudecisión.

—Escucha —empezó a decir esteúltimo—, comprendo lo que sientes. Yotambién estoy casado. No te consideresun cobarde. Sé que estás asustado. Yoestoy que me cago de miedo. Tampocohabía estado nunca en una situaciónsimilar. Pero tenemos que ir. Es nuestro

trabajo. La diferencia entre ser uncobarde y un héroe no estriba en si unotiene miedo o no, sino en lo que unohace cuando está presa de él.

No pareció que a Thomas le gustarala respuesta. Se alejó, pero cuandoestaba a punto de ponerse en marcha,Struecker observó que había subido a suvehículo junto con los demás hombres.

7

—Tú irás en cabeza y nos guiarás —le ordenó el teniente Larry Moore aStruecker—. Nos llevaremos estos trescamiones de cinco toneladas, tus dosvehículos delante, los dos míos en laretaguardia. El helicóptero siniestradoestá en esta zona —prosiguió conformeseñalaba un punto entre la rotonda K-4 yel edificio asaltado—. No lo sabemoscon certeza. Debes mantener estaemisora abierta — añadió a la vez quele mostraba la frecuencia de su radio—,y tenemos un helicóptero cuyo piloto teindicará adonde debes dirigirte. —Está

bien —asintió Struecker.Se acercó uno de los secretarios de

la compañía, el sargento Mark Warner.—Sargento, ¿puedo acompañarles?—¿Tienes un arma y munición

suficiente?—Afirmativo.—Adelante, colócate en el asiento

posterior.Otros voluntarios se instalaron en

los vehículos del convoy. El especialistaPeter Squeglia, el armero de lacompañía, se pertrechó para la batalla ysaltó a un camión. Se había lastimado untobillo cuando jugaba al rugby en laplaya con unos muchachos de Nueva

Zelanda unos días antes y lo habíanrelegado a hacer guardias en elbarracón. Ni se le pasó por laimaginación utilizar un tobillo hinchadocomo excusa para permanecer almargen. Por consiguiente, estaba enaquellos momentos sentado con su M-16apuntando hacia fuera por la ventanilladel pasajero en un camión de cincotoneladas, y se preguntaba por qué semetía en aquella situación. Uno sealistaba en el Ejército y se ofrecíavoluntario para el cuerpo Ranger sobretodo porque estaba dispuesto a entrar encombate, pero en aquel momento ysiendo tan joven no se contaba con que

le acabasen tomando la palabra. Si biennunca había entrado en combate,Squeglia se consideraba más realistaque la mayoría de sus camaradasrangers. Algunas de las bravuconadasque había visto durante las semanasanteriores le habían quitado las ganas.Solía advertir a sus amigos que aquelloiba en serio, que en una de ésas algunode ellos podía acabar estirando la pata.Pero todos se reían de él. Bien, y ahoracomo mínimo uno de ellos estabadefinitivamente muerto (había visto elcuerpo de Pilla cuando lo bajaban delHumvee), y él se iba a adentrar en lomás reñido de la batalla. Era un

domingo por la tarde de principios deotoño, el clásico momento cuando alláen casa, él y sus compañeros sededicaban a mirar el fútbolestadounidense por la televisión paraluego salir un rato a tomar copas en losbares de Newport, en Rhode Island, eintentar ligar con las chicas, pero él, unmuchacho listo de veinticinco añosllamado Peter Squeglia, estaba allí conel rifle preparado y en un camión queiba a introducirse en las calles deMogadiscio donde, por lo que parecía,toda la población indígena pretendíamatarlo. El camión se puso en marcha.

Cuando Struecker traspasó la puerta

este de la base, esperó las instruccionesdel Black Hawk C2 que sobrevolaba lazona.

—Tienes que girar a la izquierda yseguir hasta el primer cruce, dondevolverás a doblar a la izquierda.

Struecker giró a la izquierda en lacalle Tanzania, pero cuando se acercabaal cruce los tirotearon de todas partes.No estaban a más de ochenta metros dela puerta posterior de la base.

En el Humvee anterior al deStruecker, el sargento Raleigh Cashgritó:

—¡Acción a la izquierda!El tirador de su torreta giró en

redondo para enfrentarse a seis somalíesarmados y Cash, que iba delante en elasiento del copiloto, oyó la explosióndel fuego y los proyectiles que pasabancerca silbando y detonando. A Cash lehabían enseñado que si uno oía un ruidoseco significaba que la bala habíapasado cerca de su cabeza. Un silbido,que a él le sonaba como el ruido que sehacía al golpear el cable tirante de unposte de teléfono con un palo,significaba que la bala había fallado porun margen superior. Una descargacerrada y estruendosa contestó a losdisparos.

En el otro de los Humvees de

retaguardia, Steve Anderson, el quehabía acabado consintiendo aregañadientes, oyó la erupción deltiroteo y se le revolvió el estómago.Luego se dio cuenta de que casi todo loque oía eran las armas de los Rangers.Cualquier somalí armado se enfrentaba auna aplastante lluvia de plomoestadounidense, calibres 50 en tres delos Humvees, así como las SAW y todoslos M-16 concentrados en los camiones.

Anderson intentó también dispararcon su SAW, pero ésta se le atascó. Tiróy volvió a tirar de la manivela de cargaen un intento de desobstruirla, pero nose movió. Entonces, se apoderó del M-

16 que llevaba el conductor y apuntóhacia la parte posterior del vehículo. Unmomento antes de hacerlo, vio a unsomalí con un rifle que desaparecíacorriendo por una puerta pero erademasiado tarde para disparar conprecisión.

Los vehículos de cabeza se llevabanla peor parte. Una granada propulsadapor cohete pasó rozando por encima deltecho del Humvee de Struecker con unruido metálico y explotó al otro lado dela calle contra un muro de cemento enmedio de una perturbación tal que elvehículo de ancho cuerpo se quedólevantado sobre dos ruedas. Entonces su

tirador de la calibre 50 devolvió elfuego a una concentrada ráfaga de tirosprodecentes de unas AK-47. El sargentopensó que aquel sammy no era un granexperto en el arte de la emboscada. Laidea era dejar que pasara el vehículo decabeza, bloquear a la columna y abrirfuego. Los camiones sin armas y suelosacolchados para el transporte de tropaque iban en el centro cargados concocineros, secretarios y otrosvoluntarios serían blancos enormes yvulnerables. Al abrir fuego sobre losvehículos de cabeza le daban al convoyla oportunidad de retroceder antes deque las cosas empeorasen.

Struecker gritó a su conductor quediera marcha atrás. Los que seguíantendrían que adivinarlo. Chocaroncontra la parte delantera del Humvee alque precedían y luego este conductorhizo a su vez marcha atrás y le dio alprimero de los camiones. Al final todoscomprendieron el mensaje.

—Tenéis que encontrarnos otra ruta—les dijo a sus ojos en el cielo.

—Retroceded hasta el principio ygirad a la derecha en lugar de a laizquierda. Por ahí podréis llegar.

Struecker llevó a la columna hasta laentrada de la base y, en esta ocasión,doblaron a la derecha. Delante,

amenazadora, había una barricadainmensa. Aunque muchos de los que lesdisparaban eran aficionados, no cabíaduda de que había mentes militares yexpertas entre ellos. Aquella barricadano era algo espontáneo. Habían previstolas rutas que podía tomar un convoyprocedente de la base y habían montadobarreras de basura, trastos viejos,muebles, carrocerías de automóviles,trozos de cemento, alambres y todoaquello que les viniera a mano.Contenían también neumáticos en llamasque lanzaban nubes revueltas en el cielocada vez más oscuro. Struecker notabael hedor de la goma ardiendo. El convoy

sabía que el Súper Seis Cuatro se habíaestrellado a poco menos de un kilómetroy medio de distancia, delante de ellos.

Durant dijo después que oía el ruidode una calibre 50, que casi con todacerteza procedía del Humvee deStruecker. El piloto creía que el rescateera inminente. Pero el convoy no pudoacercarse más. Al otro lado de labarricada, entre donde estaban ellos y elsiniestrado Black Hawk de Durant, sehallaba el muro de cemento que rodeabaun extenso gueto formado por cabañas ysenderos. Struecker sabía que él podríapasar por encima de la barricada, peroni pensar que los camiones que lo

seguían pudieran conseguirlo. Además,imaginando que se lograra, no habríaforma de cruzar el muro de cemento.

—¿Ves dónde arden aquellosneumáticos? Allí es donde está elhelicóptero. A unos cien metros despuésde aquéllos.

—Tendrás que encontrarnos otra ruta—replicó Struecker.

—No hay otra ruta.—Pues tienes que encontrar una.

Piensa en un camino para llegar hastaallí.

—La única ruta es rodear toda laciudad y llegar por detrás.

—Está bien. La tomaremos.

Struecker sabía que cada minuto eravital. Durant y su tripulación noaguantarían mucho. Pareció unaeternidad el tiempo que tardaron loscinco toneladas en dar la vuelta en laangosta calle. A pesar de que no seandaban con chiquitas pues arremetíancontra las paredes y los objetos que seponían en su camino. Mientras loscamiones se esforzaban en dar la vuelta,la mayoría de los hombres saltaron a lacalle para defender el convoy. Elsargento Cash estaba con una rodillahincada en el polvo cuando recibió ungolpe en el pecho que lo hizo caer. Tuvola sensación de que le habían dado un

puñetazo en la parte alta del hombro. Semetió la mano dentro de la camisa, enbusca de sangre. No había. La balahabía rozado la parte frontal de la placapectoral y le había arrancado las correasdel arnés con bolsillos ycompartimientos, y ahora colgaba sólode unos hilos.

Squeglia vio que un proyectilarrancaba el retrovisor lateral delcamión en el lado del conductor, ydevolvió el fuego disparando su M-16por encima del pecho del conductor. Afin de desahogar su creciente rabia,Sizemore descargaba sobre todo lo queveía. Anderson, en busca de blancos

específicos, mantenía la cabezaagachada. Disparó varias veces, pero nocreía haberle dado a nadie.

Cuando por fin lograron estarcolocados hacia la dirección deseada, elconvoy avanzó por una carretera querodeaba la ciudad hacia el sudoeste, a lolargo de la cual tuvieron que atravesaruna única lluvia de balas de AK-47.Desde lo alto de una elevación, vieronel helicóptero de Durant. Estaba abajo,en un pequeño llano, y parecía fácilacceder hasta allí.

8

Arriba, en el Black Hawk, Goffena yYacone veían que los dos convoys teníanproblemas. El maltrecho convoyprincipal al mando del teniente coronelMcKnight se dirigía hacia la rotonda K-4 y, por consiguiente, se alejaba de losdos aparatos siniestrados, y el convoyde emergencia compuesto por cocinerosy voluntarios no se acercabaprecisamente demasiado.

Volvieron a pedir autorización parahacer intervenir a sus francotiradoresDelta. Se habían quedado sólo con dos.El sargento Brad Hallings se había

puesto al frente de una de las metralletasdel Súper Seis Dos después de quehirieran a uno de sus oficiales de vuelo.Iban a necesitarlo allí.

El capitán Yacone se volvió en suasiento para discutir la situación con losdos operadores Delta.

—La situación se está poniendo muyfea, muchachos —les dijo gritando porencima de los motores del helicóptero ydel ruido del tiroteo—. Al segundoconvoy le están disparando de formaintensiva y, además, no tiene pinta depoder llegar donde está el helicóptero.Mike y yo hemos detectado un campo deentre veinticinco a cincuenta metros del

lugar donde están ahora. Entre mediohay montones de chozas y barracas. Unavez lleguéis allí, podéis agazaparos yesperar a los vehículos, o intentar llevara los heridos a una zona abierta, dondepodríamos ir luego para recogeros.

Tanto Shughart como Gordonindicaron que estaban listos para bajar.

En el helicóptero de mando, Harrellconsideraba la petición. Era demasiadoarriesgado, tal vez imposible. Sinembargo, un par de soldados armados ybien preparados podían contener a unaturba indisciplinada de forma indefinida.Shughart y Gordon eran expertos enmatar y seguir vivos. Eran soldados

cabales y profesionales, preparadospara llevar a cabo misiones duras ypeligrosas. Veían una oportunidad allídonde otros sólo veían peligro. Al igualque los otros operadores, seenorgullecían de permanecer tranquilosy eficientes incluso en situaciones deextremo peligro. Vivían y se entrenabande modo interminable para momentoscomo aquél. Si existía una posibilidadde conseguirlo, ellos dos se creíancapaces de hacerlo realidad.

En el helicóptero C2, sentados unojunto al otro, Harrell y Matthewssopesaban la decisión. El equipo aéreode rescate al completo estaba ya en

tierra, donde se hallaba el primeraparato siniestrado. El convoy terrestreiba a tardar mucho en llegar hastaDurant y su tripulación. Sin embargo,dejar que Shughart y Gordon saltasenera como mandarlos a la muerte.Matthews bajó por un momento elvolumen de las radios.

—Escuchad, son vuestrosmuchachos —le dijo a Harrell—. Sonlos dos únicos que nos quedan. ¿Quéqueréis hacer?

—¿Vosotros qué sugerís? —preguntóHarrell.

—Podemos hacer que vayan o queno vayan. Por lo que puedo ver, nadie

más va a conseguir llegar hasta eselugar.

—Que vayan —decidió Harrell.Mientras hubiera la más mínima

posibilidad, estaban obligados a dárselaa la tripulación del avión estrellado.

Cuando el oficial de vuelo deGoffena, el sargento mayor Masón Hall,informó a los hombres de que habíallegado el momento de saltar, Gordonsonrió débilmente y levantó los pulgaresexcitado en señal de asentimiento.

Había un pequeño claro detrás deuna de las chozas. Aunque lo rodeabauna valla y estaba lleno de trastosviejos, les serviría. Goffena hizo una

pasada por encima a baja altura, luegose elevó cerca del suelo para volarsobre la valla y los escombros allíamontonados. No pudo deshacerse deéstos lo suficiente para aterrizar ymantuvo entonces el aparato en suspensoa un metro y medio del suelo mientrasShughart y Gordon saltaban.

El primero se quedó un momentoenganchado en el cable de seguridad quelo conectaba al helicóptero y tuvieronque cortarlo para liberarlo. El segundotropezó mientras echaba a correr paraponerse a cubierto. Para indicar queestaba desorientado, Shughart agitó lasmanos. Se habían despistado al saltar y

estaban agazapados en una posturadefensiva mientras trataban de dar conel rumbo correcto.

Goffena volvió a hacer una pasadabaja a la vez que se asomaba por lapuerta y les señalaba el camino. Uno delos oficiales de vuelo lanzó una granadade humo en la dirección del aparatosiniestrado.

Los operadores levantaron lospulgares y empezaron a caminar enaquella dirección.

9

A más de una milla al nordeste, en laposición inicial de bloqueo de la TizaDos, la batalla perdía fuerza para elsargento Ed Yurek. Después de haberirrumpido en el pequeño colegio somalí,donde convenció con buenas palabras alos niños y a la profesora de que seecharan al suelo, a Yurek le habíandejado al cargo del resto de su tizadespués de que el teniente DiTomasso yocho rangers se fueran corriendo aayudar a los tripulantes del primerhelicóptero siniestrado. Yurek vio que elconvoy terrestre se marchaba. Como el

combate se desplazaba hacia el lugardonde estaba el Black Hawk siniestradoa tres manzanas al este, la esquina deYurek quedó tan tranquila que hasta leentró miedo. Al haberse marchado elteniente y el operador de radio, se habíaquedado sin contacto con la emisoraradiofónica de los mandos. Leinquietaba que todo el destacamento loshubiera olvidado.

Utilizó su radio personal para llamara DiTomasso.

—¿Qué hago, mi teniente?—Tienes que abrirte camino hasta

mí.—Roger, señor. ¿Dónde está?

—Vete hasta la calle ancha quetienes a tres manzanas al este, luegodobla a la izquierda. Nos verásenseguida.

—Roger.Era y no era una buena noticia.

Parecía que por fin encontraban unrincón tranquilo en Mogadiscio. Sehabían ido familiarizando con losángulos de tiro y los lugares de posiblepeligro y encontrado el adecuadorefugio. Los niños del pequeño colegiopermanecían quietos como ratones.Yurek les vigilaba para que no semovieran. No le hacía ninguna graciatener que abandonar una esquina que

parecía haberse vuelto segura ytranquila para salir a aquella ciudadpeligrosa donde no cesaban de volar losproyectiles y la metralla de las RPG.Oían el intenso tiroteo procedente de lasinmediaciones del aparato siniestrado;apenas se pusieran en pie y empezaran acaminar se quedarían al descubierto.DiTomasso y los primeros hombres quehabían ido calle abajo contaban por lomenos con el elemento sorpresa. Yurek ylos hombres a su cargo iban a formar elsegundo equipo que se exponía. No lecabía duda de que algún sammy lesestaría esperando.

—Vamos, muchachos. ¡Nos tenemos

que marchar! —informó de mala gana alos hombres.

Empezaron a caminar hacia el oestecalle abajo. Llevaban las armas listas yapuntando y marchaban a paso rápido enfila india en el lado sur de la callejuela.Procuraban ir unos metros apartados delas paredes de piedra de aquella caradel callejón. La inclinación natural erair lo más cerca posible de la pared. Éstasugería por lo menos un margen deseguridad. Pero el sargento mayor PaulHowe, uno de los chicos D, lesrecomendó que no lo hicieran. Lesexplicó que las balas recorren lasparedes. Si el enemigo concentraba los

disparos en una calle, los muros asendos lados actuaban como embudos.De hecho, algunas balas podían recorreruna pared por espacio de treinta metros.En realidad, quedarse pegado a losmuros era más peligroso que estar enmedio de la calle.

Cuando llegaban a las esquinas, sedetenían y se cubrían los unos a losotros. Yurek corría mientras sus hombresdisparaban de forma disuasiva al norte yal sur. Luego cubrían al siguiente. Asícruzaban.

No pasó mucho tiempo antes de quese abriese la galería de tiro. Lossammies se asomaban de pronto por

ventanas, puertas o esquinas ydisparaban ráfagas de armasautomáticas. Con toda evidencia lamayoría eran aficionados. Los culatazosy el deseo de permanecer a cubiertosignificaban que era poco probable queacertasen a darle a alguien. Yurek seimaginó que aquellos tipos sólo tratabande no hacer el ridículo delante de supandilla. Disparaban una ráfaga al airecon la cabeza vuelta y los ojos cerrados,arrojaban el arma y echaban a correr. Enalguno de estos casos, Yurek ni siquierase molestaba en devolver los tiros. Sinembargo, ciertos hombres que aparecíande repente en las ventanas eran

diferentes. No disparaban al instante.Apuntaban. Se lo tomaban en serio.Supuso que formaban parte de la miliciade Aidid. Por regla general, había unmiliciano por cada cuatro o cincotiradores.

De forma invariable, Yurek y sushombres disparaban primero. A lo largode las largas y aburridas semanas queprecedieron a esta misión, estuvieronpracticando casi a diario. El capitánSteele insistió en ello. Disponían decantidades ilimitadas de munición y, enel desierto, montaban diferentes camposde tiro, el de hilera incluido. En lapráctica, los blancos surgían

inesperadamente. Tenían diferentesformas y colores. Las reglas eran:disparad si veis el triángulo azul, peroesperad si se trata de un cuadrado verde.Yurek notaba cuánto le habían ayudadotodas aquellas prácticas. Él y sushombres se metieron en una seriecontinuada de fuego cruzado. Le disparóa un hombre que estaba en la puerta deuna casa a tres metros de distancia. Elsomalí, un hombre melenudo, cubiertode polvo y vestido con unos pantalonesmarrones abombachados y una camisaazul de algodón ligero, se habíaasomado a la calle con una AK y habíaapuntado. No disparó al instante, y esto

fue lo que acabó con él. Conforme Yurekapretaba el gatillo, sus miradas secruzaron. El somalí se desplomó haciadelante en el callejón sin haber tenido laoportunidad de disparar. Era el segundohombre al que Yurek había disparado ensu vida.

El especialista Lance Twomblydisparaba la enorme arma SAW desde lacadera contra un hombre. El sammysurgió de una esquina con una AK yempezó a disparar. Tanto él como elranger se tirotearon mutuamente a unadistancia máxima de cincuenta metros.Twombly vio que sus proyectiles, unoscuarenta, desportillaban las paredes y

levantaban polvo alrededor de sublanco, pero no llegó a darle al somalí.Tampoco el somalí alcanzó a Twombly.El primero huyó corriendo. Twombly selimitó a seguir su camino a la vez que semaldecía por ser un tirador tan malo.

Yurek no podía creer en su buenasuerte cuando recorrieron tres manzanascompletas sin que le dispararan aninguno de sus hombres. En el cruce dela calle principal miró cuesta abajo yvio a Waddell apoyado contra el muroen el mismo lado de la calle donde él sehallaba. Al otro lado de la calle en laesquina opuesta, detrás de un árbolenorme y un coche, estaban Nelson y el

sargento Alan Barton, los cuales habíanllegado descolgándose por una cuerdadesde el helicóptero CSAR. Twomblydescendió por aquel lado de la calle ycruzó la avenida para sumar su SAW ala M-60 de Nelson. Junto al vehículohabía dos somalíes muertos tirados en elsuelo cuan largos eran. Al otro lado, endiagonal con respecto a Waddell, habíaun pequeño Volkswagen verde.DiTomasso y algunos hombres delhelicóptero CSAR estaban allíagazapados.

Yurek cruzó corriendo la calle hastael coche para reunirse con DiTomasso.Cuando pasó por delante de la callejuela

vio el helicóptero abatido a su derecha.Justo cuando llegaba, el Volkswagenempezó a estremecerse por el impactode los proyectiles, tung tung tung tung.Fuera cual fuera el tipo de arma, susbalas atravesaban el auto. Yurek y losdemás se arrojaron al suelo. No podíadecir de dónde procedían los tiros.

—¡Nelson! Nelson, ¿qué demonioses? —gritó desde el otro lado de lacalle.

—¡Es una ametralladora! —lecontestó a gritos Nelson.

Yurek y DiTomasso se miraron yabrieron los ojos de par en par.

—¿Dónde está? —le gritó a Nelson.

Nelson señaló calle arriba, y Yurekse asomó con precaución por detrás delcoche. Había tres somalíes muertos en lacalle. Yurek se agachó y los arrastrópara amontonarlos juntos y poderdeslizarse a su izquierda y mantenerse acubierto. Vio a tres somalíes apostadosen el suelo al norte, calle arriba, detrásde una ametralladora montada en untrípode. Desde aquella posición, el armacontrolaba la calle. No podían ver aNelson detrás del árbol al otro lado dela calle, pues no había sido tan insensatopara exponer su posición.

Yurek tenía una LAW (arma ligeraantitanque) sujeta a la espalda con

correas y que había llevado consigo entodas las misiones desde hacía semanas.Era un lanzacohetes ligero de plásticodesechable (pesaba sólo un kilodoscientos gramos). Después de soltarlas correas, trepó encima del coche, seinclinó hacia delante y apuntó a travésde la mira del arma. Calculó que debíande estar a unos doscientos metros dedistancia. El cohete salió con la fuerzade la onda explosiva retroactiva y Yureklo vio salir zumbando hasta su blanco yexplotar en medio de un gran resplandory un enorme estrépito. El arma se fuevolando por los aires.

Estaba aceptando las felicitaciones

por su disparo cuando se reanudó eltung tung. Era evidente que el cohetehabía aterrizado a corta distancia, lobastante cerca para que el arma volara ylevantara una nube de polvo, pero estabaclaro que no lo suficiente para destruir odetener a los tiradores. Los vio arriba,en la calle, de rodillas detrás del arma,que habían vuelto a enderezar en eltrípode. Yurek recogió una LAW quealguien había dejado por allí cerca, peroestaba doblada y chafada. No logróabrirla. En vista de lo cual, cargó uncartucho 203 de 40mm. en ellanzagranadas montado bajo el tamborde su M-16. En esta ocasión apuntó

mejor. De hecho, fue posible observarque la espiral del grueso proyectil 203daba en el blanco, y en esta ocasión delleno en el centro. Supuso que el armahabía quedado destruida. Cuando sedisipó el humo, la vio en el suelo entrelos dos hombres. Nadie más apareciópara recuperarla. Yurek y los demás nole quitaron la vista de encima hasta lacaída de la noche.

10

Barton y Nelson estaban tras unárbol en la esquina nordeste del ampliocruce situado al oeste del helicópterosiniestrado. Había un pequeño Fiataparcado contra el árbol. Daba laimpresión de que su dueño lo habíadejado con el tapón de la gasolinaapoyado contra el árbol para evitar quelos ladrones espabilados yemprendedores de Mogadiscio lerobaran la gasolina haciendo sifón. Laametralladora de Nelson asomaba porencima del techo del auto, y las cintascon los cartuchos colgaban de los lados.

Procedente de los dos somalíes muertosen la calle junto al coche, la sangreformaba charcos de color rojo oscuro enla tierra.

—No puede ser mucho peor que esto—dijo Barton.

Justo en aquel momento, en medio deun resplandor brillante y una explosiónensordecedora, explotó una RPG contrael muro de enfrente, lo que les arrancóunas sonrisas. La risa era un bálsamo.Mantenía el pánico a raya y parecíaacudir con facilidad. En aquellascircunstancias extremas, el solo hechode actuar con normalidad se convertíaen algo divertido. Si todavía podían reír

estaban bien. No cabía duda de que eltiroteo era mucho más intenso de lo quejamás habían esperado que se produjeseen Mogadiscio. Nadie había previstouna lucha seria de aquella envergadura.Nelson se preguntó dónde estaban susamigos Casey Joyce, Dom Pilla y KevinSnodgrass, y cómo les iría.

Estaban lloviendo RPG. Caían delnorte y se estrellaban en los lados de losedificios de piedra, salpicando lasparedes en medio de explosionesbrillantes, como alguien que lanzarabolas de fuego.

—¡Cielo santo, Twombly, esto esirreal! —exclamó Nelson.

Se agazapó detrás de una rampa decemento de unos sesenta centímetros dealtura, situada entre el árbol y el muro, ymanipulaba su M-60 cuando surgió unsomalí tras una choza de hojalata a unostres metros calle arriba y les disparó aél y a Twombly. Nelson supo que erahombre muerto. Los proyectiles seestrellaron entre sus piernas y pasaroncerca de su rostro. Twombly abatió alhombre.

Nelson vio en la boca de Twomblyestas palabras:

—¿Estás bien?—No lo sé —fue la respuesta.Como Twombly había disparado su

SAW a unos sesenta centímetros enfrentedel rostro de Nelson, el calor le habíachamuscado primero las mejillas y lanariz. La explosión le retumbó en lostímpanos, lo dejó ciego y la cabeza lezumbaba todavía.

—Duele —se quejó Nelson—. Nioigo ni veo. ¡No vuelvas a disparar tujodida arma tan cerca de mí!

En aquel momento, otro somalí lesdisparó y Twombly se apresuró adevolver el fuego con su rifle porencima de la cabeza de Nelson. Y esteúltimo estuvo durante horas sin oír nada.

11

El sargento Paul Howe y los treshombres de su equipo Delta estaban devuelta en la azotea de la casa asaltadacuando vieron a unos quinientos metrosal nordeste que el grupo CSARdescendía por la cuerda procedente deun Black Hawk. Se dieron cuenta de queuna RPG le había alcanzado mientras loshombres bajaban por las cuerdas y sequedaron admirados por la forma enque, incluso después del impacto, elpiloto mantuvo el helicópteroestabilizado hasta que los últimoshombres llegaron al suelo. Howe supo

que algo andaba mal, pero como no teníaconexión radiofónica con la emisora demando y, además, estaba demasiadoocupado dentro de la casa asaltada paraadvertir que habían abatido a un BlackHawk, no sabía por qué los hombrescSar se descolgaban por las cuerdas.

Cuando el comandante de tierra, elcapitán Scott Miller, le dijo que bajarase enteró de lo ocurrido.

—Nos vamos a desplazar hasta allípara controlar la zona —le explicóMiller.

Le contó que el convoy terrestre, queestaba descargando a los prisionerossomalíes delante del edificio, iba a

dirigirse hasta el lugar del siniestro. Losdemás lo harían a pie. La Tiza Uno delos Rangers, al mando del capitánSteele, iría en cabeza. Seguirían losoperadores, y la Tiza Tres de los rangersapostados en el extremo sur de la casa,al cargo del sargento Sean Watson,cubrirían la retaguardia.

Howe se enteró de que el combatese estaba poniendo de mal en peor fueraen las calles. La idea de cruzar a pie lazona donde había visto que descendía latripulación del helicóptero CSAR poníalos pelos de punta. Pensó que iba a serbastante movido.

El capitán Steele vio que los

operadores salían en avalancha del patiointerior y se dirigían al este hacia él, loque constituía una situación nueva parael comandante ranger. Él y sus hombreshabían sido entrenados para proteger alcuerpo Delta, pero las dos unidades nose intercomunicaban. Cada una contabacon su propia cadena de mando, suspropias e independientes conexionesradiofónicas y, lo más importante, supropia manera de actuar. Y los habíanjuntado para aquel desplazamiento hastael Black Hawk abatido. Steele y Millerdiscutieron brevemente la forma deproceder y decidieron que los Rangersdebían tomar las posiciones de

vanguardia y retaguardia.La columna formada por ochenta

hombres se puso en marcha apenas unosminutos después de que el malparadoconvoy del teniente coronel McKnightabandonase el edificio asaltado.Mientras el convoy vagabadesesperadamente perdido por la ciudady era tiroteado, y mientras el BlackHawk de Durant se estrellaba a unkilómetro y medio al suroeste, la fuerzade chicos D y de Rangers pasabandificultades según se desplazaban a piehacia el lugar del primer siniestro.

No habían recorrido ni una manzanacuando al sargento Aaron Williamson le

alcanzó un proyectil. Ya le habían heridocon anterioridad, la bala le habíaarrancado la punta del dedo índice, peroél había seguido luchando. El tenientePerino oyó que alguien gritaba y, cuandose volvió, vio que Williamson seretorcía en el suelo y, a la vez que sesujetaba la pierna izquierda, gemía ygritaba.

_Tengo un hombre herido —informóPerino a Steele por radio.

—Recogedlo y seguid avanzando—ordenó Steele.

Cuando Howe y su equipoadelantaron a Williamson, había cincorangers inclinados alrededor del hombre

herido.—¡Seguid avanzando y dejad que el

enfermero se ocupe de ello! —les gritóHowe.

Llevaron a Williamson de nuevocalle arriba hasta uno de los Humveesdel convoy terrestre a punto deemprender la marcha.

El especialista Stebbins, elsecretario de la compañía que vivía suprimera misión, estaba en el frente. Suposición de bloqueo había estado en laesquina sudeste y en aquellos momentosse desplazaban hacia el este. Caminabarápida pero precavidamente ymanteniéndose algo apartado de las

fachadas como habían aconsejado loschicos D. A cada pocos metros calleabajo se abría una puerta que daba a unpequeño patio. Cuando Stebbins llegó ala altura de una de estas puertas, saliócorriendo del edificio un somalí yStebbins le disparó. Fue instintivo. Elhombre le había sobresaltado. Bangbang. Dos disparos. El hombre se doblósobre sí mismo hasta quedarse sentadocon las manos agarrándose el pecho yexpresión asombrada. Acto seguido sedesplomó hacia delante y empezó abalancearse y a gemir. Era un hombrealto con cabello corto. Iba vestido conla típica camisa azul eléctrico con

mangas largas y cuello grande. Lamayoría de los sammies iban sucios yllevaban ropas andrajosas, pero aquelhombre vestía bien e iba limpio.Llevaba unos pantalones de panaacampanados y en el cinturón unaenorme hebilla de metal troquelado.Parecía completamente fuera de lugar.Stebbins le había disparado, así desimple. Era la primera vez que lo hacía.

Todo ocurrió en segundos peropareció mucho más largo. Stebbins seestaba preparando para volver adispararle cuando el soldado CarlosRodríguez le sujetó el arma.

—No desperdicies munición con él,

Stebby —le dijo—. Sigue avanzando.Steele, que llevaba una radio sujeta

a su amplia espalda mediante correas,iba cada vez más rezagado con respectoal teniente Perino y el resto de la TizaUno. La idea era mantenersedesplegados y proporcionarse mutuacobertura cuando atravesaban loscruces. Pero enfrente, ante laconsternación de Steele, la formaciónquedó destartalada. Los chicos D hacíancaso omiso de las órdenes para lamarcha y seguían avanzando. Habíanentrenado a aquellos hombres parapensar por sí mismos y actuar de formaindependiente en las batallas, y eso es lo

que hacían en ese momento. Todos losoperadores contaban con unosauriculares radiofónicos bajo suspequeños cascos de plástico parecidos alos de yoquei (Steele los llamaba«cascos de monopatín») y un micrófonoalrededor de la boca. Así podían porregla general mantenerse siempre encontacto mutuamente. Cuando las radiosno funcionaban o cuando el nivel deruido era demasiado alto, como enaquellos momentos, los chicos D secomunicaban con gran pericia medianteseñas. Los rangers de Steele tenían queconformarse con las órdenes que lesgritaban sus oficiales y los jefes de

equipo. Eran más jóvenes, menosexpertos y estaban aterrorizados.Algunos se limitaban a seguir a losoperadores en lugar de permanecer consus grupos. Steele vio que la integridadde la unidad se colapsaba antes de quehubieran recorrido dos manzanas.

Era típico de los problemas quehabía tenido con la Fuerza Delta desdeel principio. Para bien o para mal, lasactitudes y prácticas de los comandos deelite empezaron a influir en los Rangerscuando se pusieron a alternar en la base.Al poco tiempo, allí donde uno miraseveía un soldado jovencito con gafas desol y camisa arremangada. Los soldados

rasos hacían guardia con casco, chalecoantibalas, shorts de gimnasia y lascamisetas marrones de reglamento. Lossoldados más jóvenes empezaron aimpacientarse cada vez más con lo queellos consideraban una formalidad sinsentido típica de los robots Rangers.

Cuando Steele tomó medidas alrespecto, muchos pensaron que eraporque su capitán se sentía amenazadopor los chicos D. Durante el año queprecedió a aquel despliegue, el fornidoex linier supuso un tormento para sushombres, fue el más duro, el más machode todos. Cuando el especialista DaveDiemer derrotó a todos los

contendientes en una competición delucha libre, Steele lo tomó por banda, lovenció y lo dejó lamentándose de que elcapitán lo había engañado. Steele dejabaentrever con una actitud de disculpa quepodía derrotarle a uno sólo con lasmanos si no fuera por su devociónestricta a Jesús y a la disciplina delEjército. Se mostraba inflexible inclusocuando sus suboficiales pensaban quellegaba la hora de descansar, comoaquella vez en Fort Bragg cuandoordenó a los hombres que se levantarandespués de medianoche porque habíanido a la cama, con el permiso de sussargentos de pelotón, sin limpiar sus

armas después de una misión deentrenamiento muy severa que duróvarios días. Pero poco importaba loduro que fuese Steele; por supuesto, eranlos chicos D quienes ocupaban elpináculo absoluto de la cadena quealimentaba la actitud varonil. Lamayoría de ellos eran suboficiales y nosólo su presencia bajaba los humos delas manifestaciones normales delmachismo bronco, sino que se mostrabanserena y abiertamente no impresionadospor el rango de Steele.

El desdén era mutuo. Steeleaceptaba que aquellos operadores fueranbuenos en sus respectivos trabajos, pero

no le impresionaban. En su opinión,resultaba difícil aceptar su conductapropia de civiles y su actituddespreciativa para con la disciplinaRanger. Por supuesto, era una buena ideafomentar la iniciativa individual y lasopiniones creativas en los combates,'pero algunos de esos muchachos sealejaban tanto de las normastradicionales del Ejército que parecíainsano. Podían resultar cómicamentearrogantes. Por ejemplo, cuando sepresentó una lista de posibles blancos,los chicos D formaron varios equipos.Cada uno tenía encomendado el diseñode un plan de asalto. Como sus hombres

estaban involucrados en los planes,Steele asistió a la reunión donde sepresentaron los diferentes esquemas. Laexperiencia del capitán con respecto asus propias sesiones de planificaciónera como sigue: uno se sentaba, tomabanotas y formulaba preguntas sólo paraasegurarse de que lo había anotado todocorrectamente y luego se marchaba nosin antes haber saludado. Las reunionesde los chicos D eran un verdaderobarullo. Un grupo presentaba un plan yalguien intervenía diciendo que por qué,que era lo más estúpido que habíaescuchado en su vida, lo que provocabauna brusca réplica al estilo «¡Anda ya

que te den…!», que no tardaba endegenerar en un griterío general. Steeletenía la sensación de que iban, de unmomento a otro, a adoptar las posturasclásicas de Kung Fu para resolver susdiferencias.

Steele podía imaginarse lo quepasaría si una compañía de rangersfuncionase de esta manera. Algunos desus hombres eran todavía unosmuchachos. Por lo que sabía el capitán,la mayoría salía de toda una vida deestar tumbados en sofás, a la vez quecomían Fritos y veían el canal MTV. Lainstrucción básica Ranger había formadorazonablemente bien a la mayoría, pero

la media en la Compañía Bravo teníatodavía un largo camino que recorrerantes de cualificarse como un soldadoprofesional. Había buenas razones, y eltiempo había demostrado que eranválidas para la disciplina Hoo-ah.

Resultaba fácil advertir por quéSteele estaba destinado a la parte delperdedor en la pugna por la popularidadcon los chicos D. La mayoría de sushombres no se paraba a considerar encausas. Lo veían solamente como unconflicto de ego.

Como en aquella ocasión en queSteele estaba con sus hombres en misa yvio que el sargento Delta Norm Hooten

llevaba un rifle con el seguro quitado. Elreglamento Ranger requería que todaslas armas, cargadas o no, estuvieransiempre con el seguro puesto mientrasestaban en la base. Era una regla sobretodo de sentido común, un principiobásico para llevar armas sin peligro.

Le dio un golpecito en el hombro aloperador rubio y se lo hizo notarmediante un gesto de la mano.

Hooten levantó el dedo índice y ledijo:

—Esto es mi seguro.Puso a Steele en evidencia frente a

sus hombres.Y el colapso que el capitán había

temido se estaba produciendo cuandomás delicada era la situación. No habíanada que él pudiera hacer al respecto.Cuando sus hombres pasaronatropelladamente, Steele retrocedióhasta casi el centro de la fila. Seaclararían las cosas una vez en el lugardel siniestro. Si lo podían encontrar.Nadie sabía con seguridad dónde estaba.

En orden cerrado, Howe y su equipoDelta iban delante de la tropa. Howeveía balas que rebotaban en el suelo ylevantaban polvo, otras que rozaban lasparedes y arrancaban lascas de cemento.Estaba lejos de preocuparse porpermanecer en formación. La calle era

una zona mortal. Sobrevivir significabamoverse como si uno tuviera el cabelloen llamas. Había llegado el momento depracticar con el ejemplo. El objetivo eraabrirse paso hasta el helicópterosiniestrado, y cada segundo era vital. Sino lograban reunirse, habría entoncesdos fuerzas débiles en lugar de una solay fuerte. Dos perímetros que defender enlugar de uno. Por consiguiente,avanzaban rápida pero tambiénastutamente. Mientras avanzaba, Howepensó que había que aprovechar todos ycada uno de sus disparos y que siempredebía tener una pared detrás de él. Elcampo de batalla en el que se hallaban

tenía 3 60 grados; por consiguiente, siconseguía que detrás de él hubiera unmuro habría un ángulo menos desde elque podrían dispararle. En cada cruce,él y sus hombres se detenían,observaban y escuchaban. ¿Daban lasbalas en los muros? ¿Rebotaban en lascalles? ¿Iban los tiros de izquierda aderecha o de derecha a izquierda?Cualquier experiencia vivida, por nimiaque pareciese así como todoconocimiento práctico eran útiles enaquellos momentos para seguir con vida.¿Eran balas de ametralladoras o de AK?Como una AK contaba sólo conveinticinco o treinta proyectiles por

cargador, si uno esperaba el respiro, elsammy estaría recargando mientras unocorría. Lo más importante era no dejarde avanzar. Una de las cosas másdifíciles de este mundo es alcanzar unblanco en movimiento.

Él y sus hombres se habían pasadoaños entrenándose entre ellos, luchadojuntos en Panamá y en otros lugares, y semovían con confianza y autoridad. Howeconsideraba que eran los soldadosperfectos para aquella situación. Habíanaprendido a ir más allá de la confusión,a levantar una cortina mental. La únicainformación que llegaba completa era lamás crítica de aquel mismísimo

momento. Howe podía pasar por alto ladetonación de un rifle o el estallido deun proyectil cercano. Por regla general,se trataba sólo de alguien que disparabaal aire. Para hacerle reaccionar hacíanfalta lascas volando de una paredcercana. Conforme marchaban calleabajo realizaban una rutina fluida:comprobar posibles amenazas, encontrarun lugar seguro adonde ir acontinuación, disparar, avanzar,comprobar posibles amenazas… Laclave estaba en no dejar de avanzar. Conla intensidad de disparos que había en lacalle, detenerse significaba morir. Elmayor peligro estribaba en quedar

bloqueados.Los Rangers seguían atravesando los

cruces a la carrera lo mejor que podían.Stebbins y el soldado y tirador de la 6oBrain Heard avanzaban a su altura,tranquilizados por estar cerca de loschicos D. «Esos muchachos sabían cómoseguir vivos. Stebbins no dejaba derepetirse: Esto es peligroso, perosaldremos de ésta. Todo irá bien». Enlos cruces se agachaba sobre una rodillay disparaba mientras el hombre dedelante corría. Acto seguido el de detrásle daba un golpe en el hombro y éldespegaba, con los ojos cerrados,corriendo y rezando por todo lo que más

quería.El sargento Goodale, que en una

ocasión se había jactado delante de sumadre de lo mucho que ansiaba entrar encombate, estaba aterrorizado. Esperabasu turno para echar a correr y cruzar lacalle cuando uno de los chicos D le dioun palmada en el hombro. Goodale loreconoció: era el bajito y corpulentoEarl, sargento primero Earl Fillmore, unbuen tío. Éste debía de haber advertidolo asustado que estaba Goodale.

—¿Estás bien? —preguntó.—Sí, estoy bien.Fillmore le guiñó un ojo y le dijo:—No te preocupes. Saldremos de

ésta, muchacho.Esto tranquilizó a Goodale. Creía a

Fillmore.Para cuando hubieron recorrido tres

manzanas, los hombres de Howe leshabían tomado mucha delantera. Conellos iban Stebbins, Heard, Goodale,Perino, el cabo Jamie Smith y otrosrangers. Doblaron a la izquierda en lacalle Marehan, donde se terminaba lacallejuela. Como la amplia ypolvorienta calle ascendía primeroligeramente para luego descender porespacio de varias manzanas, cuandoefectuaron el giro se hallaron justo en lacresta de la colina. Calle abajo

dirección sur vieron a unos sammies quecorrían por todas partes. Por encima dela cresta hacia el norte, Howe vio laseñal de humo procedente de dondedebía de haber ocurrido el siniestro.Estaban a unos doscientos metros dedistancia.

En aquel cruce había una lluvia detiros. Proyectiles de rifles automáticos yRPG procedentes de todas lasdirecciones. Howe notó que la tropaestaba en peligro de quedarse atrapada ydividida. Antes de aventurarse rectohacia abajo por el lado izquierdo, legritó al capitán Miller que estaba detrásde él en la calle:

—¡Seguidme!Stebbins y algunos otros rangers así

lo hicieron. Perino, Goodale, Smith yotros fueron detrás del grupo Delta deHooten que cruzó la calle y empezó abajar a lo largo del muro derecho. Justodetrás de ellos, estaba el equipo Deltadel sargento primero John Boswell.

Una RPG explotó en la pared junto ala cual estaban Howe y sus hombres.Este notó el impacto de la presión en losoídos y el pecho, y se dejó caer sobreuna rodilla. A uno de sus hombres lealcanzó un trozo de metralla en elcostado izquierdo. Howe abrió de unapatada una puerta que daba a una casa

de un solo ambiente situada a suizquierda. Él y sus hombres habíanaprendido a moverse como si el mundoles perteneciese. Toda vivienda era sucasa. Si necesitaban cobijo, le dabanuna patada a una puerta. Cualquiera quese atreviese a amenazarlos era hombremuerto. Así de sencillo. Dentro no habíanadie. Tomaron aliento y volvieron acargar las armas. Resultaba agotadorcorrer con todo aquel equipo. El chalecoantibalas era como llevar un trajeisotérmico. Sudaban profusamente y lescostaba respirar. Howe sacó el cuchilloy rasgó por detrás la camisa de sucompañero a fin de inspeccionar la

herida. El hombre tenía en la espalda unagujero de cinco centímetros queformaba un anillo hinchado y amoratado.Casi no había sangre. La inflamaciónhabía cerrado el agujero.

—Puedes seguir —le dijo Howe, ysalieron por la puerta para ponerse denuevo en movimiento.

* * *

Goodale se puso a la altura dePerino, vio los familiares uniformes decampaña calle abajo y se regocijóinteriormente. «¡Lo han conseguido!»Apenas entrasen en contacto, llegaría el

convoy y podrían salir todos de aquelinfierno. El sol empezaba a ocultarse.Goodale le había prometido a su novia,Kira, que la llamaría aquella noche.Tenía que estar de vuelta a tiempo paratelefonearla.

Goodale corrió hasta ponerse detrásdel sargento Chuck Elliot, agazapado enuna esquina de la primera intersecciónde la pendiente y disparaba hacia eleste. Goodale apuntó su arma haciaabajo, en la calle Marehan. Vio a Howey a sus hombres avanzar al otro lado dela calle, en las sombras. El sol todavíaproporcionaba gran luminosidad al ladode la calle donde se hallaba Goodale.

Como estaban en una pendiente, podíadisparar por encima de las cabezas desus compañeros a los somalíes que,calle abajo, pululaban a tres o cuatromanzanas al norte. Era un disparo largo,pero no tenía otros blancos. Se leocurrió que no había nadie quedisparara hacia la izquierda, lacallejuela al oeste. Le cegaba mirar enaquella dirección. Goodale entornó losojos para mirar a la luz y estabaefectuando algunos tiros de contencióncuando notó un dolor agudo. Se leagarrotó la pierna derecha y se cayóhacia atrás, encima de Perino.

—¡Ay! —gritó.

Una bala le había entrado en elmuslo derecho y, después dé atravesaréste, había dejado una enorme herida desalida en la nalga derecha. Lo primeroque le pasó por la mente a Goodale fueuna historia que le habían contado sobreun muchacho de la 10.a División deMontaña que perdió una mano la semanaanterior cuando un proyectil detonó lagranada en la LAW que llevaba y tuvoque forcejear para sacársela delhombro.

Perino no comprendía qué hacíaGoodale.

—¿Dónde estás herido? —preguntó.—En el mismísimo culo.

Goodale dejó caer la LAW y le gritóa Elliot:

—¡Ahí hay una LAW!Elliot la recogió.Perino llamó de nuevo por radio a

Steele, que estaba entonces siguiendo lapista a la columna.

—Capitán, tengo otro herido.—Cogedlo y seguid —insistió

Steele.Sin embargo, Perino avanzó hasta el

otro lado del cruce con algunos de losotros rangers de la Tiza Uno y dejó aGoodale con el sargento Bart Bullock, elmismo enfermero que poco antes en elcombate había ayudado a atender con

una primera cura al ranger ToddBlackburn después de que éste se cayeradesde el Black Hawk. Los dos, Bullocky el enfermero Kurt Schmid se habíanreunido con sus unidades Delta en lacasa asaltada después de haber enviadoa Blackburn de vuelta a la base en elconvoy formado por tres Humvees (en elcual habían matado al sargento Pilla).Schmid estaba en aquellos momentosavanzando a una manzana al norte conPerino y otros rangers. Goodale estabaechado de espaldas sobre el suelocuando Bullock se inclinó sobre él.

—Te han dado —le dijo Bullock—.Pero estás bien. Ningún problema.

Goodale estaba disgustado. Final delpartido. Era la misma sensación quehabía tenido cuando se lesionabajugando al fútbol estadounidense. Lesacaban a uno del campo y todoacabado. Era decepcionante, pero si loocurrido había sido particularmenteduro también podía ser un alivio. Sequitó el casco, pero una RPG pasóvolando a menos de dos metros frente aél para explotar en medio de unestruendo increíble a unos seis metrosde distancia. Se volvió a poner el casco.Estaba claro que aquel juego no habíaterminado.

—Tenemos que salir de esta calle —

dijo Bullock.Arrastraron a Goodale hasta un

pequeño patio interior y el equipo Deltaencabezado por el sargento Hooten seintrodujo allí con ellos. Goodale lepidió a Bullock su cantimplora, que elenfermero le había quitado junto con elresto del equipo. Bullock la sacó de lamochila de Goodale y descubrió queestaba atravesada por un limpio agujerode bala, la misma que le había pasadopor el cuerpo. Aún había agua en lacantimplora.

—Querrás guardarla de recuerdo —dijo Bullock.

Con los hombres en la retaguardia

de la columna, el objetivo primordialdel capitán Steele era consolidar sufuerza Ranger y volver a establecercierto orden. El tiempo era esencial. Lehabían dicho que, probablemente, elconvoy iba a llegar al lugar del siniestroantes de que lo hicieran él y sushombres. Acababa de oír por la radioque se había estrellado otro Black Hawk(el de Durant), lo que significaba quetodo era más urgente. Desde elhelicóptero C2, Harrell explicó:

—Vamos a intentar que todo elmundo quede consolidado en elhelicóptero siniestrado del norte,evacuar luego a todos desde el norte

para desplazarnos al sur, cambio.Cuando llegaron los vehículos, a

pesar de que Steele debía dar razón deunos sesenta hombres, en aquellosmomentos sólo tenía una idea vaga dedónde estaban todos ellos.

Cuando llegó al cruce en lo alto dela pendiente, atravesó corriendo hasta ellado derecho de la calle con el tenienteJames Lechner y algunos otros rangers.El sargento Watson y el resto de la TizaTres fueron los últimos en doblar laesquina.

Steele coronó la ligera pendiente yempezó a bajar la colina. Apenas habíarecorrido diez metros cuando una lluvia

de proyectiles le obligó tanto a él comoa sus acompañantes a tirarse al suelo. Seechó boca abajo, con el amplio rostrocasi pegado a la tierra. A su izquierda,estaba el sargento Chris Atwater, suoperador radiofónico. Tumbado a laizquierda de este último, estaba elteniente Lechner, el segundo en el mandode Steele. Atwater y Steele, los doscorpulentos, intentaron ponerse acubierto detrás de un árbol que tenía untronco de unos treinta centímetros deancho.

A unas tres zancadas a su derecha, eljefe del equipo Delta, Hooten, estaba enla puerta de acero que daba al pequeño

patio donde Bullock había arrastrado aGoodale. Steele observaba a otro grupode operadores que intentaban abrirsepaso calle arriba delante de él. Quisoseguirlos, pero justo entonces uno de loschicos D, Fillmore, empezó a dartraspiés. El pequeño casco se le levantóy cayó hacia atrás, y de su cabezaempezó a brotar sangre. Su estado eraletal. Fillmore se desplomó.

Un operador lo agarró y lo arrastróhasta un callejón estrecho. Entonces ledispararon, en el cuello.

Steele tuvo la sensación de que lagravedad de la situación había llegado asu punto álgido. Era irreversible.

12

Mohamed Sheik Alí se moviórápidamente por su vecindario. Alíllevaba luchando por aquellas callesdesde hacía ya una década, desde loscatorce años, cuando fue entrenado porel ejército de Siad Barre. Se movió lamayor parte del tiempo entre la multitud,saltando de escondite a escondite paramantenerse lo suficientemente lejos deconvertirse en un buen blanco, mientrasque de vez en cuando disparaba unaráfaga de su AK. Si los americanos lovieron, vieron a un hombre de bajaestatura, con el pelo lleno de polvo, los

dientes de un color marrón anaranjadode tanto mascar khat y los ojos bienabiertos por los efectos de la droga y laadrenalina.

Sheik Ali era un pistoleroprofesional, un asesino, un hombre quehabía luchado para y contra el dictador,y que luego se había puesto a la venta.La mayoría de los somalíesconsideraban al jeque Alí y a loshombres como él como una plaga. Erantemidos y despreciados. Pero ahora, conlos Rangers preparados para luchar, loshombres como él volvían a estar bienvalorados. Para él, los americanos eranun enemigo más al que disparar, y no

uno particularmente valiente. Alí estabaconvencido de que si los Rangers notenían helicópteros que les ayudasendesde el aire, él y sus hombres lesrodearían y matarían con facilidad, consus propias manos incluso.

Disfrutaba de la lucha. No habríatregua. Los chalecos negros que llegaroncon los Rangers eran asesinosespecialmente despiadados. Cuandollegaron al mercado de Bakara habíanentrado en su casa sin ser invitados yahora tendrían que aceptar su castigo.Sheik Alí era un ferviente seguidor delas emisiones de radio y de lapropaganda impresa por el SNA de

Aidid que decía que los estadounidensesquerían obligar a todos los somalíes aconvertirse al cristianismo, a querenunciasen al islam. Querían hacer deellos unos esclavos.

Cuando abatieron el helicóptero, sealegró mucho y echó a correr hacia allí.A diferencia del resto de la gente, él nose desplazó en línea recta hasta elaparato siniestrado. Sabía que habríahombres armados a su alrededor y quelos Rangers llegarían hasta allí. No iba aresultar fácil acercarse.

Sheik Alí formaba parte de una seriede milicias irregulares que se movíanentre la muchedumbre que había

empezado a formar un amplio perímetroen las inmediaciones del helicópteroabatido. Subía corriendo una calle enparalelo con los rangers que avanzaban.Se dirigía a gran velocidad hasta unaesquina, esperaba y disparaba cuandopasaban aquéllos, y acto seguido volvíaa ponerse a la carrera hasta la siguientecalle y allí los volvía a esperar. Comoél no se veía frenado por el chaleco y elequipo y no le disparaban desde todoslos ángulos, podía moverse másrápidamente y con mayor libertad quelos rangers. Cuando llegó al perímetroformado alrededor del helicópterosiniestrado, vio allí a un gran gentío,

combatientes como él, pero sobre todogente que había acudido sólo porcuriosidad, mujeres y niños. Losestadounidenses disparaban calle abajode forma indiscriminada a todo elmundo. Sheik Alí vio caer a mujeres yniños.

Él y varios hombres de su grupo seagazaparon tras un árbol para disparar alos estadounidenses cuando éstosempezaron a descender la cuesta endirección a la callejuela donde sehallaba el helicóptero abatido. Desdeallí vio que una bala le daba a un rangeren la cabeza, uno de aquellos chalecosnegros con casco pequeño. Un

compañero intentó ponerlo a cubiertoarrastrándolo y también él recibió untiro en la nuca.

Sheik Alí y sus hombres se pusieronen marcha. Rodearon sigilosamente elbarrio donde estaba el aparatosiniestrado y retrocedieron hacia abajoen dirección a la calle Marehan. Sheikencontró un árbol y se tumbó boca abajodetrás de él. En su lado de la calle, aunas dos manzanas al sur, habíaestadounidenses escondidos detrás de uncoche, un árbol y una pared,respectivamente. Había más en el mismocruce al otro lado de la calle. Entre él ylos estadounidenses había más

combatientes, en su mayoría locosarmados que no sabían luchar. Sheik Alíesperó a cubierto la oportunidad dedisparar un tiro limpio.

Llevaba casi dos horas deintercambiar disparos con losestadounidenses cuando su compañero,Abdikadir Alí Nur, fue alcanzado. Unestadounidense que se encontraba másabajo en la calle detrás de una M-60acribilló a Nur y por poco le cercenan lamitad izquierda del cuerpo. Cuando unaráfaga de una M-203 explotó cerca,parte de metralla se incrustó en el rostrode Sheik Alí.

Entonces ayudó a trasladar a su

amigo a un hospital.

13

Al soldado David Floyd siempre lehabía gustado el olor a pólvora usada.Le recordaba su hogar. Siendo niño (delo cual no había transcurrido tantotiempo puesto que sólo tenía diecinueveaños), en Carolina del Sur, salía a cazarcon su padre y le gustaba recoger loscartuchos vacíos de la escopeta yolerlos.

En aquellos momentos, ese olor, quelo envolvía todo, tenía un significadodiferente. Había corrido con los demásentre el tiroteo de la calle, doblando lasesquinas detrás de un grupo de chicos D

y saltando en busca de protección en ellado izquierdo de la calle. Incrédulo, serefugió en una esquina que daba al surjunto a un montón de hojalata.

Había supuesto un gran esfuerzoavanzar sin detenerse. Una buena partede Floyd deseaba convertirse en unabolita y esconderse en algún lugar. Sabíaque sería un suicidio dejar de luchar,pero estaba muy asustado. Tanto que sehabía meado en los pantalones. Se decíaque ya estaba en la guerra. Era como unapelícula, con la diferencia de que erareal y que él estaba en medio. No podíacreer que estuviera en un combate deverdad y que hubiera gente

disparándole, intentando matarlo. Sedijo que iba a morir en aquella callesucia de África. Era un momentodemasiado frenético para pensar ensemejantes cosas; sin embargo, a Floydle pasó repentinamente por la cabeza laimagen de su casa en una mañana dedomingo a principios de otoño, y suspadres desayunando sin tener la másmínima idea de que su adorado hijoDavid estaba a diez mil kilómetros dedistancia luchando por su vida enaquella ciudad de locos de la que jamáshabían oído hablar, y de la que muchomenos se habían preocupado nunca.«¿Qué demonios estoy haciendo aquí?»

La presencia de los chicos D ayudaba amantener estos impulsos controlados.Ellos fomentaban el impulso opuesto,que también estaba allí, que era el deluchar con todas sus fuerzas, hacer usode todo proyectil, granada o cohete alalcance de la mano, utilizar lainstrucción recibida para causar elmayor número de estragos posibles.Porque todo aquello le estabaenloqueciendo. Ver que uno de sushermanos ranger moría por una balajusto a su lado (había visto caer aWilliamson, gritando) le ponía… bueno,le cabreaba bastante. Por consiguiente,en pugna con la necesidad de meterse

debajo de una piedra estaba aquellafuria, aquella rabia de animalacorralado, algo así como «vosotros,hijos de puta, lo habéis querido y ahoralo vais a tener».

Vio entonces que le daban aFillmore. Algo totalmente imprevisto.Aquellos muchachos sabían defender suvida. «Vaya mierda.» Si empezaban amatar a los chicos D, ¿quéprobabilidades iba a tener el soldado deprimera David Floyd de salir con vidade aquello?

Estaba apoyado contra la paredoeste, disparaba su arma de formabastante repetida hacia la pendiente de

la calle Marehan y pensaba mientrastanto que la pila de hojalata que lorodeaba no era un cobijo adecuado. Enmedio de la calle, justo en el centro, elespecialista John Collett se habíaarrastrado hasta ponerse detrás de unmontículo y cubría de forma soberbia laparte sur con su SAW. Al otro lado de lacalle, el sargento Watson, con otro grupode rangers.

El sargento Watson animaba al grupocon su especial sentido del humor.Cuando una ráfaga de tiros chocó contrael muro situado detrás de él, Watson selimitó a mirar a los muchachos con losojos cómicamente abiertos. «¡Oh,

mierda», dijo de tal forma que obligó alos demás a sonreír. Su lema era:«Estamos en la mierda, pero ¡que losjodan!».

El sargento Keni Thomas era el máscercano a Fillmore cuando éste fueherido.

—¿Puedes ir a avisar a unenfermero? —le gritó Hooten.

Thomas volvió corriendo hastaWatson, quien sólo oyó la última partede lo que dijo. Sabía que no iban apoder sacar a Fillmore de allí, pero notuvo el valor de decirlo a Thomas.

—Ve adelante y pregúntale alcapitán —dijo.

Por consiguiente, Thomas se acercócorriendo todo lo que pudo y le gritó aSteele:

—Tenemos un herido con una balaen la cabeza. ¡Tenemos que evacuarlo!

Mediante un gesto, Steele le indicó aThomas que esperara un momentomientras hablaba por radio. Acontinuación, le preguntó:

—¿Es uno de los nuestros?¿No eran todos uno de los nuestros?—Un Delta —contestó gritando

Thomas.Thomas estaba muy angustiado.

Jamás había visto a un hombre con undisparo en la cabeza.

—Tranquilízate —le dijo Watson aThomas cuando volvió.

De hecho, el sargento había dichoque tal vez lo pudieran meter en unvehículo. ¿Dónde demonios estaban esosvehículos? Cuando se pusieron enmarcha hacia el helicóptero siniestradoel convoy estaba en la calle, detrás deellos.

Thomas corrió de nuevo hastaHooten.

—Aquí no puede aterrizar unhelicóptero —le dijo Thomas—, perotal vez podamos conseguir un Humvee.

—No hace falta —replicó Hooten—. Está muerto.

Cosa extraña, Thomas noexperimentó una gran emoción. Estabafurioso con el capitán Steele por haberlepreguntado si era uno de los suyos.También se sentía fracasado.

Collett estaba encantado con su sitioen el centro de la calle Marehan. Nadielo diría. Los hombres que había a cadalado de la calle pensaban que sé habíavuelto loco. Pero Collett había deducidopor los proyectiles que chocaban sobresu cabeza que detrás del montículoestaba a cubierto. Tenía la impresión deque quienes recibían los tiros eran losmuchachos que estaban de pie ymoviéndose. Contaba con buenos

ángulos, pero sólo había sitio para unhombre. Cuando el soldado GeorgeSiegler empezó a acercarse en cuclillas,Collett le gritó:

—¡Siegler, vuelve adonde estabas!Éste no discutió. Se apresuró a darse

media vuelta y regresar junto a la pared.Las balas atravesaban el refugio de

hojalata de Floyd. Como el sol estababajo en el cielo, junto a la explosión viounos dardos de luz que atravesaban depronto el metal. Daba la sensación deque alguien le disparaba con un láser.Entonces vio que, en el otro lado de lacalle, contra el mismo muro donde lehabían dado a Fillmore, era alcanzado el

soldado Peter Neathery. Estaba tumbadodisparando su ametralladora M-60cuando empezó a gritar y a rodar por elsuelo conforme se sujetaba el brazoderecho. El soldado Vince Errico loreemplazó en la ametralladora, y unossegundos después dejó escapar un grito.También a él le dieron en el brazoderecho. Los dos, él y Errico sehallaban en aquellos momentostumbados en el suelo y quejándose dedolor. Era evidente que el lado derechodel muro cercano al cruce, el lugardonde habían matado a Fillmore ydonde habían herido a los dos hombresera un punto clave para el fuego

enemigo. Pasar por allí era pedir undisparo.

La bala desgarró el bíceps aNeathery. Sangraba profusamente. Eldoctor Richard Strous examinó la heridacon calma mientras Neathery levantabala vista hacia Thomas.

—Maldita sea, sargento, espero queme manden a casa por esto.

—¿Duele? —preguntó Thomas.—¡Joder, si duele! Pero estoy bien.

Creo en Dios.—Eso está bien —dijo Thomas—.

Él también cree en ti.Thomas se hizo cargo de la M-60.

Se puso a escudriñar el lado oeste,

buscando desesperadamente al tiradorque se la tenía jurada. Floyd y elespecialista Melvin Dejesus hacían lomismo desde su punto aventajado en lasombra. Floyd estaba angustiado. «Nosvan a matar como a moscas», pensaba.Con un ruido seco, cayó un casquillo delatón en la calle, delante de ellos. Debíade haber rodado del tejado de hojalatade la casa donde ellos estabanapoyados. Quienquiera que estuvieraallí arriba, tenía una clara visión sobrelos hombres apostados en la soleadapared este. Floyd se puso de pie. No eratan alto que pudiera ver arriba deltejado, pero podía alcanzarlo con su

SAW. Colocó el arma más o menosparalela a la azotea y lanzó una largaráfaga. Oyó un sonoro estrépito y ungrito. Cesaron los disparos procedentesde aquella dirección.

Alguien más disparaba desde unpatio situado al sur. Thomas habíaagotado toda la munición de la 6o quequedaba, ya había arrojado una granadaen el patio, y Floyd y Dejesus lanzabanráfagas hacia allí sin resultado alguno.Veían enormes fogonazos procedentes deuna pared baja hecha de ladrillos conarbustos en su interior.

—¡Utiliza la LAW! —gritó Floyd.Thomas tenía un lanzagranadas

desechable sujeto a la espalda, perocomo era tan ligero y se utilizaba pocoresultaba fácil olvidar que se llevaba.

Miró a Floyd de forma interrogativa.—¡La LAW! ¡La LAW! ¡En la

espalda! —gritó Floyd a la vez que leseñalaba la espalda con un gesto.

Las cejas de Thomas se alzaron demodo teatral, perecía estar diciendo:«¡Oh, claro!».

Se desabrochó la correa quesujetaba el tubo, lo extendió y pulsó eldisparador. El cohete convirtió el patioen una bola de fuego. El sargento Watsonvio que Thomas, el mismo hombre quetan preocupado había estado por

Fillmore unos minutos antes, se alegrabadel disparo. Había resuelto su problema.A Watson le dio que pensar lo muyresueltos que podían ser los hombres y,al mismo tiempo, la gran capacidad derecuperación que tenían.

* * *

El especialista Mike Kurth ayudabaa vendar a Errico y vio caer una granadaque luego pasó rodando delante de él.Lo primero que llamó su atención fue laestela de humo, después la forma de lapiña en el suelo, al lado del montículoque ocultaba a Collett.

—¡GRANADA! —gritaron varioshombres al unísono.

Todos ellos, Kurth, Errico, Neatheryy el enfermero Strous, se arrojaron alsuelo y rodaron sobre sí mismos lo másdeprisa que pudieron. El soldado JeffYoung se echó hacia atrás para agarrar aStrous y apartarlo de en medio, pero laexplosión arrancó al enfermero de susmanos.

Cuando explotó, Kurth se notóarrojado con fuerza al suelo y algoparecido a un resplandor de calor y luzdetrás de él. Estaba en el lugaradecuado. La onda expansiva pasó porencima de él. Notó su sacudida y su

calor, y el sabor amargo y químico de laignición, pero en los instantes frenéticosque siguieron a la explosión, movióbrazos y piernas y vio que no estabaherido. Los demás muchachos podían nohaber sido tan afortunados. Collett, sinduda alguna, estaba muerto. Antes deque se dispersara el humo, Kurth seincorporó con movimientos vacilantes.

—Strous, ¿estás bien? —preguntó.—Sí.

—¿Neathery? —Sí.—¿Errico? —Sí.—¿Young?—Estoy bien.Dejó a Collett para nombrarlo el

último.—Sí, amigo, estoy bien —contestó

su amigo.El montículo de la calle había

dirigido la explosión hacia arriba y, porconsiguiente, la había alejado de él.

A Strous le había entrado metralla enla pierna y a Young un trozo en la bota,pero aparte de esto todos estaban ilesos.

Un poco más abajo en la pendiente,en el lado soleado de la calle, más alláde una chabola de hojalata quesobresalía de una de las casas, elcapitán Steele aún estaba en el suelo conel segundo en el mando, Lechner, y suoperador radiotelefónico, Atwater. El

sargento Hooten se hallaba en la puertade un patio interior a unos tres metros ala derecha de Steele. Daba la impresiónde tratar de llamar la atención delcapitán.

Floyd vio el cañón de un M-16 quesobresalía de una esquina un poco másabajo en su mismo lado de la calle y queapuntaba a los dos oficiales ranger.

14

Lo que Hooten intentaba decir aSteele era que había escogido el peorsitio para detenerse. A Fillmore y a unode los otros operadores les habían dadoen aquel lugar.

Steele le indicó a Hooten medianteun gesto de la mano que esperase.Hablaba por radio. Se preguntaba dóndediablos se habían metido los vehículos.Mientras los rangers de Steele y losoperadores Delta corrían por las callesen un intento de abrirse camino hasta elprimer helicóptero siniestrado, elconvoy terrestre vagaba perdido y cada

vez con más bajas. Pero Steele no estabaenterado de ello. Sólo sabía que sehabían marchado de la casa asaltada almismo tiempo. Steele y sus hombresllevaban bloqueados unos diez minutos.Si aquellos vehículos hacían acto depresencia podrían marcharse todos deaquel lío en el que estaban metidos.

Junto a Steele, Lechner y Atwaterproporcionaban cobertura de fuego. Alprincipio tuvieron problemas porque elaerofaro UHF de emergencia procedentedel Black Hawk derribado y a unamanzana de distancia, anulaba la señalde la radio UHF de Atwater. Lechnerpudo por fin comunicarse a través de

uno de los Little Birds de ataque en lafrecuencia radiofónica FM. El piloto, elsuboficial jefe Hal Wade, dijo a Lechnerque colocasen grandes paneles colornaranja para marcar sus posiciones.Lechner pasó la voz.

Una vez situados los paneles en lacalle, Wade descendió en medio de ungran estruendo sobre la calle Marehanpor encima de los tejados bajos. Colletthundió el casco en el pecho. Losproyectiles llovían desde todas lasdirecciones mientras el Little Birdpasaba como un rayo, pero elhelicóptero no disparaba. Wadesoportaba el tiroteo porque quería

asegurarse de dónde estaban sus fuerzasantes de devolver el fuego. Subió elhelicóptero para luego hacer un rápidogiro y descender en medio de un granestruendo a la calle. Se produjo otraexplosión rápida de proyectiles, perotampoco entonces disparó Wade. Yatenía una idea clara de dónde se hallabasu gente en tierra. El Little Bird de Wadehizo otro giro brusco. En esta ocasión,sus armas sí reaccionaron al bajar.

Después de la primera tanda deproyectiles a Steele se le metió arena enun ojo a causa del impacto de una balaen el polvoriento suelo. Lechner sevolvió a la izquierda. Pensó que el

disparo procedía del otro lado de lacalle, pero Steele rodó a su derecha y sefijó en la pared de hojalata que habíadetrás de él. El disparo había sonado tanfuerte que estaba convencido de queaquel había sido su lugar deprocedencia. Lo primero que pensó fueque uno de los rangers heridos que sehallaban detrás de él disparaba a travésde la pared. Se apartó rodando un pocomás, lo que no era fácil con la enormeradio sujeta con correas a su espalda.

Entonces, con una sonoradetonación, se hicieron dos agujerosmás en la hojalata; se levantó polvo yLechner lanzó un grito.

Primero notó un latigazo y luego ungolpe aplastante, como si le hubieracaído un yunque en la parte inferior dela pierna. El dolor era insoportable. Seagarró el muslo y bajó la vista alagujero de la pierna. La bala le habíaentrado por la tibia y salido por eltobillo, produciéndole undesgarramiento en el pie bajo el agujerode salida.

Habían sido tres ráfagas. Steele yAtwater reaccionaron a la primerarodando por el suelo para alejarse, perono había sido el caso de Lechner. Steeleaún rodaba por el suelo cuando oyógritar a Lechner. No se produjeron más

disparos. Hooten gesticulabafrenéticamente desde la puerta paraindicarle a Steele que entrara. Atwaterestaba entre Lechner y él y la puertaestaba cerrada, así que Steele se puso enpie y corrió hasta allí. Había un rebordeen la base de la puerta con el quetropezó. El fornido capitán aterrizó debruces en el patio. Atwater llegóvolando detrás de él.

Steele vio a Atwater y gritó:—¡Tenemos que ir a buscar a

Lechner!Se puso en pie dispuesto a salir de

nuevo cuando vio que Bullock, quehabía corrido a la calle para ayudar,

arrastraba hacia la puerta alquejumbroso teniente cuya pierna era unverdadero amasijo de carne.

Steele le cogió el micrófono aAtwater. Se puso a gritar con unaspalabras que le salían en frasesentrecortadas y con una voz quecontrastaba mucho con las sosegadas ytranquilas de los pilotos y de loscomandantes de las Fuerzas Aéreas, yque reflejaba el drama en tierra.

—Romeo Seis Cuatro, aquí JulietaSeis Cuatro. Somos víctimas de unintenso fuego de armas pequeñas.Necesitamos ayuda AHORA, y empezarla evacuación.

Harrell contestó en un tono uniforme,aunque cargado de cierta impaciencia.

—Aquí Romeo Seis Cuatro.COMPRENDO que debéis serevacuados. He hecho TODO LO QUEHE PODIDO para haceros llegar esosvehículos, cambio.

Steele habló con voz débil:—Roger, comprendido. Para tu

información acaban de herir al elementode mando [Lechner]. Tengo más bajas,cambio.

El sargento Goodale, al que habíanarrastrado hasta el patio poco despuésde que le hirieran en el muslo y la nalga,había oído los alaridos de Lechner. Era

un sonido espantoso, el peor que jamásemitiera un hombre. Era extraño, pero supropia herida no le dolía demasiado. Lade Lechner tenía un aspecto terrible.Todavía gritaba cuando lo llevarondentro. Goodale ayudó a retirar la radioal teniente. Unos minutos antes, despuésde ser herido, Goodale había conectadocon Lechner para decirle que ya nopodría seguir llamando a la ayuda aérea.Por esta razón, Lechner había estadollamando a Wader. Y en aquellosmomentos allí estaba el teniente, quegritaba en medio de su agonía con laparte alta del muslo intacta pero la parteinferior, a partir de la rodilla, colgando

grotescamente hacia un lado. Estabablanco como un fantasma. Goodale semareó todavía más cuando vio que seiba formando un charco bajo la pierna.La sangre brotaba de la herida como sise vertiera de una jarra.

15

Más o menos a la misma hora, aunos dos kilómetros y medio al suroeste,después de que su helicóptero aterrizarade panza en un pueblo paupérrimo decabañas de telas y hojalata, MikeDurant, el piloto del Black Hawk SúperSeis Cuatro recobró el conocimiento.Algo andaba mal en su pierna derecha.Tanto él como su copiloto, Ray Frank,habían permanecido inconscientesdurante unos minutos, como mínimo, sibien no lo sabían con exactitud. Durantestaba inclinado hacia la derecha. Sehabía roto el parabrisas y había algo

sobre él, una enorme hoja de hojalata.Resultaba excepcional, pero el BlackHawk parecía estar intacto. Las hojasdel rotor no se habían doblado. Suasiento, montado sobre unosamortiguadores, se había caído; se habíadesplomado hasta quedar en la posiciónmás baja y estaba ladeado hacia laderecha. Se imaginó que era porquehabían estado bajando en barrenadurante la caída. Los amortiguadores sehabían desplomado y los giros mandaronel asiento hacia la derecha. Debía dehaber sido la combinación de lasacudida y del impacto lo que le habíaprovocado la rotura del fémur. Éste

debió de golpear contra el borde delasiento.

El Black Hawk había aplastado unachoza ya endeble. No había nadiedentro, pero en la adyacente yacíainconsciente y sangrando una niña dedos años, Howa Hassan. Un trozo demetal se había desprendido delhelicóptero y le había hecho un profundoagujero en la frente. A su madre, BintAbraham Hassan, le había caído encimaalgo muy caliente, tal vez aceite, y teníaquemaduras graves en el rostro y en laspiernas.

Los pilotos accidentadoscomprobaron su estado. Frank tenía la

tibia izquierda rota.Durant hizo algo que después le

costó justificar. Se quitó el casco y losguantes. Luego el reloj. Cuando iba avolar, siempre se retiraba la alianzaporque se podía enganchar en remachese interruptores. La guardaba metida en lacorrea del reloj. Aquel día, se quitó elreloj, retiró de éste el anillo y dejóambos en el salpicadero.

Tomó su arma, una MP-5K, unapequeña ametralladora alemana de 9mm.Los pilotos las llamaban SP, o lashélices del skinny.

Frank intentó dilucidar lo que habíaocurrido durante el accidente.

—No he podido mantenerlasestiradas.

Y explicó cómo había forcejeadopara incorporarse y tirar de las palancasdel control de energía mientras elloscaían. Añadió que había vuelto ahacerse daño en la espalda. Se lastimópor primera vez en un accidenteacaecido unos años atrás. A Duranttambién le dolía la espalda. Los dossospecharon que se habían aplastado lasvértebras. Todo esto fue lo que salió a laluz en los primeros momentostranscurridos desde que recobraron elsentido.

Durant cayó en la cuenta de que, con

la pierna y la espalda rotas, iba a serincapaz de salir del helicóptero. Apartóde un empujón la hoja de tejado ydecidió defender su posición a travésdel parabrisas roto. Parecía que estabanen una diminuta explanada, a un metrode las chozas que los rodeaban. Frente aellos, una cabaña de diversos eirregulares trozos de metal ondulado y,junto a ella, un pasaje angosto y sucio. Aun lado, otra pared endeble apedazadaal igual que la casa. Durant recordabahaber visto a Frank sentado junto a lapuerta opuesta, y a punto de empujarlapara abrirla. Fue la última vez que lovio.

Entonces aparecieron Shughart yGordon. Durant no salía de su asombro.Los tenía delante. O él había estado unbuen rato inconsciente o era asombrosolo rápido que ellos habían llegado. Noconocía muy bien a ninguno de los dosoperadores Delta, pero reconoció susrostros. Cuando los vio sintió un granalivio. Ya había pasado todo. Imaginóque formaban parte de uno de losequipos de rescate. Primero habíapensado llevarse la radio arriba parapoder comunicar la situación, pero comosus rescatadores ya estaban allí, nohacía falta. Shughart y Gordon semostraban tranquilos. Había disparos,

en su mayoría procedentes de loshelicópteros. Los chicos D se asomarondentro y se pusieron a izar condelicadeza a Durant; como si tuvierantodo el tiempo del mundo, uno lo levantópor las piernas y el otro por el torso,luego lo dejaron en el suelo tumbado delado junto a un árbol. No sentía muchodolor. Tenía detrás el fuselaje delaparato y, a continuación, una pared, asícomo otra a su izquierda detrás de lacola del helicóptero; por consiguiente,Durant estaba en una posición perfectapara cubrir todo el lado derecho deaquél.

Advirtió que a los oficiales de vuelo

les había tocado la parte máscontundente del impacto. Detrás nohabía amortiguadores como los que él yFrank tenían instalados delante. Vio alos operadores sacar a Bill Clevelanddel fuselaje. Tenía los pantalonescubiertos de sangre y deliraba.

A continuación, los chicos D sedirigieron al otro lado del helicópteropara ayudar a Field. Durant no podía verlos pies bajo el fuselaje porque el trende aterrizaje se había aplastado con elimpacto. La panza del helicóptero estabaen el suelo. Supuso que organizaban unperímetro en la zona, estudiando laforma de evacuarlos o buscando un lugar

donde pudiera posarse otro helicópteropara recogerlos. Los skinniesempezaban a asomar las cabezas por laesquina del lado del aparato dondeestaba Durant. Sólo alguno de vez encuando. Habían disparado una ráfaga yellos se pusieron a cubierto. Como suarma seguía atascándose, expulsó elcargador para que la siguiente vezdisparase bien. Pero luego volvió abloquearse. Los disparos al otro ladodel helicóptero se intensificaron.Todavía no había caído en la cuenta deque sólo estaban aquellos dos chicos Dy que no había ningún equipo de rescate.

16

Cuando Mo'alim llegó al barriodonde se había estrellado el segundohelicóptero, los caminos que conducíanhacia allí ya estaban sembrados decuerpos. Los helicópteros disparaban y,como Mo'alim había esperado, aúnhabía estadounidenses alrededor delhelicóptero capaces de luchar.

Sólo había un acceso directo, yMo'alim sospechaba que estaba tomado.Siguió intentando contener a lamuchedumbre, pero la gente estabafuriosa y desenfrenada. El delgado ybarbudo jefe de la milicia se agazapó

detrás de un muro y esperó a que lealcanzasen otros de sus hombres paraorganizar un ataque coordinado.

17

Cada vez que sobrevolaba el aparatosiniestrado, Mike Goffena en el SúperSeis Dos advertía que aumentaba elnúmero de personas que lo rodeaba.Shughart y Gordon, junto con latripulación del helicóptero, se habíanorganizado y formaban un perímetroalrededor del aparato abatido. Eraevidente que no querían desplazar a latripulación a un terreno abierto. Sehallaban atrincherados a la espera derefuerzos. Goffena oía por radio losproblemas que tenían los convoys derescate.

Se había incrementado la lluvia debalas que acribillaban su aeronave y élmismo era objeto de ráfagas regularesde RPG. Como ya había dos BlackHawks abatidos, los otros pilotos lesaconsejaban que se alejaran del lugar.

—A unos doscientos metros detrásde vosotros ha habido una detonación.

—Una RPG ha pasado justo pordebajo, Súper Seis Dos.

Pero Goffena seguía absorto en eldrama que se desarrollaba en tierra, ytrataba de hacer algo al respecto.

—¡Ese lugar se está poniendo muypeligroso! —rogó su copiloto el capitánYacone, por la radio—. ¡Tenemos que

sacar a esos hombres de allí!—Roger, Seis Dos, ¿podéis

decirnos cuál es la situación?—Nos están acribillando con

artillería de RPG, y toda a cortadistancia.

Yacone seguía enviando fuegodirecto de refuerzo desde los pequeñoshelicópteros de ataque, apuntando dondelos grupos de somalíes eran máscompactos. Al comandante aéreoMatthews no le gustaba lo que veíadesde el Black Hawk C2. Las estelas dehumo de las RPG se arqueaban haciaarriba de forma regular y procedían deentre la muchedumbre que se apretujaba

en torno a la zona donde se hallaba elhelicóptero de Durant. Había ordenadoque los pilotos de los Little Birds losmantuvieran en suspenso sobre laescena, para que los copilotos fueranentresacando blancos portadores de M-16.

—¡Termina ya con esa mierda!—dijo—. Al final os van a abatirtambién a vosotros.

La batalla había llegado a su puntomás confuso. Había dos enclavesdistintos con sendos aparatos abatidos.Un equipo de rescate, el de CliffWolcott, llegó hasta el primero, y sehabía ordenado que toda la fuerza de

asalto, así como el primer convoyterrestre se dirigiera hacia allí. Unsegundo convoy, éste de rescate, salióde la base Ranger y no había llegadomuy lejos. Vagaban por lasinmediaciones del helicópterosiniestrado, pero no lograbanaproximarse. En este lugar tenían algunaprobabilidad de poder defenderse, peroen el de Durant, incluso con los doschicos D que habían acudidodescolgándose por la cuerda, no iban aaguantar mucho sin ayuda.

Goffena sobrevoló a baja altura y encírculo el Black Hawk abatido deDurant. Cada vez que se orientaba al

oeste le cegaba el sol. Tenía ganas deque se pusiera más deprisa. En laoscuridad, con la tecnología que tenían,los pilotos y la tripulación de loshelicópteros podían ver mientras que nosería ése el caso del adversario. Si elBlack Hawk de Goffena y los LittleBirds podían tener a raya a lamuchedumbre hasta que anocheciera, loshombres que había en tierra teníanalguna posibilidad de salvación.

La turba de abajo llenaba enaquellos momentos los accesos quedaban a la calle principal. Cada vez queGoffena sobrevolaba la zona a bajaaltura mucha gente se dispersaba, pero

volvían a cerrar filas detrás de él. Eracomo pasar una mano por encima delagua. Veía claramente las RPG quepasaban volando junto a su helicóptero.Vio que herían a uno de los chicos D.

—Aquí Seis Dos —dijo el copilotoYocane por radio—. El elementoterrestre en el segundo punto no cuentacon seguridad alguna en estos momentos.Hay un hombre fuera del helicóptero.

Seguidamente, al cabo de unosmomentos, otro ruego:

—¿Hay alguna fuerza terrestredirigiéndose al segundo helicóptero enestos momentos?

—Negativo, ahora no.

En uno de los giros hacia el sol, quese iba poniendo lentamente, elhelicóptero de Goffena chocó con lo quedaba la impresión de ser un tren demercancías. Un estruendoso estallido.Pareció que el cielo se hubiera abierto.Había volado ladeado en un giro muyempinado, a poco más de nueve metrosde los tejados y a una velocidad deciento diez nudos, y lo siguiente quesupo es que la aeronave estaba plana.Vio frente a él lo que parecía ser untrozo grande de hoja de rotor, perocuando se fijó mejor vio una grieta en elparabrisas. Durante unos segundos, nosupo si estaba en el aire o en tierra. Las

pantallas de la cabina estaban en blanco.Se hizo el silencio durante unosinstantes. Luego oyó todos los chillidosy pitidos del sistema de alarma delaparato, cuya intensidad fue aumentandogradualmente, como si alguien subiera elvolumen (más tarde comprendió que elprimer estallido de la RPG lo habíadejado sordo, y que no era el volumen loque subía, sino él que recobraba poco apoco el oído). Las alarmas le indicabanque los motores estaban muertos y quelos rotores se habían detenido… perodaba la sensación de que seguíanvolando.

Goffena advirtió que la RPG les

había dado en el lado derecho. No podíadecir si había sido delante o detrás.Ignoraba si en la parte posterior habíaquedado alguien con vida (a susoficiales de vuelo, los sargentos PaulShannon y Masón Hall, no les alcanzó laexplosión, pero el sargento BradHallings, el artillero Delta, tenía unapierna ensangrentada y acribillada demetralla). El capitán Yacone, el copilotode Goffena, aparecía desplomado en suasiento con la cabeza caída sobre elpecho. No sabía si Yacone estabamuerto o herido. Comprobó querealmente seguían volando, y comoGoffena estaba bastante alerta todavía se

dio cuenta de que se trataba de unasecuencia de la caída. Lo habíapracticado en los simuladores. Estabanen vuelo, pero bajando con rapidez.

Vio una calle abajo, un callejón. Sipudiera mantener el helicóptero endirección a aquella callejuela podríandeslizarse hasta ella. Era tan estrechaque los rotores se romperían pero con unpoco de suerte impactarían de pie, locual era la clave. Mantenerse envertical. Vio unas casas de piedra á laizquierda y que la calle no era tanestrecha como creyó al principio, perohabía una fila de postes a la derecha queno iba a poder sortear… Tal vez sólo se

golpease el sistema derecho de losrotores y tal vez sólo se rompiesen losrotores. Goffena vio los postes por laventanilla derecha y, estaba a sólo seismetros de altura, cuando Yaconeresucitó y se puso a gritar por radio quese estaban estrellando y facilitó losdatos de situación. Mientras sepreparaban para el impacto, Goffenaempezó de forma instintiva a tirar de lapalanca de control para mantener elmorro del helicóptero hacia arriba, y sedio cuenta de que… ¡el helicópterorespondía! ¡No estaba muerto! Loscontroles no funcionabanadecuadamente, pero él tenía cierto

dominio sobre ellos, el suficiente paramantenerlo en el aire. Pasaron volandopor encima de la callejuela y de lospostes. Goffena mantuvo el morro delaparato hacia arriba y éste siguióvolando. No sabía cuánto tiempopermanecerían en vuelo. ¿Se estabanparando los motores? ¿Cuánto tiempoaguantarían los controles? Pero elhelicóptero se mantenía horizontal, y laenergía subsistía. La calle que teníadelante se acabó de repente y lo que seabrió frente a él a lo lejos era lo que elpiloto reconoció como las nuevasinstalaciones portuarias, ¡territorioamigo! El helicóptero perdía velocidad

y descendía de forma gradual. Pasó justopor encima de la valla que rodeaba elpuerto y dirigió la aeronave hacia abajo.Tocaron tierra a unos quince nudos yestaba a punto de felicitarse por unaterrizaje perfecto cuando elhelicóptero, en lugar de avanzar paradetenerse, se inclinó a la derecha y elmetal se incrustó en la arenaproduciendo un chirrido. La parteprincipal derecha del tren de aterrizajehabía desaparecido. El helicópteroderrapó y Goffena tuvo miedo de quedieran una vuelta de campana, pero porsuerte acabó parándose y él pudodesconectar todo.

Cuando saltó fuera de la cabina paracomprobar la suerte de la tripulación,vio la forma familiar de un Humvee quese dirigía hacia ellos a gran velocidad.

18

Mike Durant seguía pensando que lasituación estaba controlada. Tenía lapierna rota pero no le dolía. Estabatumbado de espaldas, apoyado contra unequipo de supervivencia junto a un árbolpequeño y hacía uso del arma paramantener alejados a los skinnies que devez en cuando asomaban la cabeza en ladiminuta explanada. Entre la pared de suderecha y la cola del helicóptero sólohabía unos cuatro metros y medio. ADurant le pareció admirable la posiciónen que lo había dejado el chico Delta.

Oía disparos al otro lado del

helicóptero. Sabía que Ray Frank, sucopiloto, estaba herido, pero vivo. Y,además, estaban los dos chicos D y suoficial de vuelo, Tommy Fields. Sepreguntó si este último estaría bien.Supuso que, al otro lado del aparato,había como mínimo cuatro hombres yprobablemente otros pertenecientes alequipo de rescate. Sólo era cuestión detiempo que apareciesen los vehículospara evacuarlos.

A continuación oyó que uno de losoperadores, Gary Gordon, gritaba que lehabían alcanzado. Un simple y rápidogrito de rabia y dolor. No volvió aescuchar la voz de nuevo.

El otro, Randy Shughart, volvióadonde estaba Durant.

—¿Hay armas a bordo? —preguntó.Sí. Los oficiales de vuelo llevaban

M-16. Durant le dijo dónde lasguardaban y el otro hombre subió a laaeronave y, después de rebuscar, volviócon ellas. Le entregó a Durant el armade Gordon, una CAR-15 cargada y listapara disparar.

—¿Cuál es la frecuencia de apoyoen la radio de supervivencia? —preguntó Shughart.

Fue entonces, por primera vez,cuando Durant cayó en la cuenta de queestaban atrapados. El piloto notó un

alarmante retortijón en las tripas. SiShughart preguntaba la forma deestablecer comunicaciones, significabaque él y el otro tipo habían acudidosolos. ¡Ellos eran el equipo de rescate!¡Y acababan de herir a Gordon!

Le explicó a Shughart elprocedimiento básico para la radio deemergencia. Había un canal llamadoBravo. Escuchó mientras Shughartllamaba.

—Necesitamos ayuda —dijo Randy.Le dijeron que la fuerza de refuerzo

estaba en camino. Seguidamente,Shughart le deseó suerte, cogió lasarmas y regresó al otro lado del

helicóptero.Durant fue presa del pánico. Tenía

que mantener a los skinnies alejados.Como oyó sus voces detrás de la pared,disparó a la hojalata. Se sobresaltóporque, hasta aquel momento, él habíaestado disparando tiro a tiro, pero lanueva arma era de ráfagas. Dejaron deoírse las voces. Luego dos somalíesintentaron trepar por el morro delhelicóptero. Les disparó y los vio saltar,pero no supo si les había dado o no.

Un hombre trató de subir por lapared y Durant le disparó. Otro hombredobló subrepticiamente la esquina conun arma y Durant le disparó también.

Entonces se produjo una descarga alotro lado del helicóptero que duróalrededor de dos minutos. En medio delestruendo, oyó que Shughart gritaba dedolor. Luego, silencio.

En el cielo, los comandantes,preocupados, observaban la escena.

—¿Tenéis visión sobre el lugar delsegundo avión siniestrado?

—Nativos que deambulan alrededordel lugar.

—¿Nativos?—Afirmativo, cambio.La radio quedó en silencio.El terror se apoderó de Durant. Oyó

el rumor que producía la enfurecida

muchedumbre. El accidente habíadejado la explanada llena de restos yoyó ruido de pies arrastrándoseconforme la turba los apartaba como side una terrible fiera se tratara.

No hubo más disparos. Los otrosdebían de haber muerto. Durant sabía delo que era capaz de hacer una turbasomalí enfurecida, cosas horribles,indecibles. Eso era lo que le esperaba aél. La segunda arma estaba vacía. Teníaaún una pistola sujeta con una correa enel costado pero ni siquiera se le ocurriócogerla.

¿Por qué preocuparse? Todo sehabía terminado. Estaba acabado.

Un hombre se asomó caminando pordelante del helicóptero. Parecióasombrado de encontrar a Durant. Elhombre gritó y llegaron corriendo otrosskinnies. Había llegado la hora demorir. Durant colocó el arma vacíasobre el pecho, dobló las manos sobreella y levantó los ojos al cielo.

19

Desde un helicóptero habían heridoa Hassan Yassin Abokoi en el tobillomientras estaba entre el gentío cerca delhelicóptero abatido. En aquellosmomentos estaba sentado bajo un árbol yobservaba. Al principio, el tobillo lehabía escocido mucho, y estabaentumecido. Sangraba profusamente.Odiaba los helicópteros. Aquel mismodía, un cohete disparado desde uno deellos había volado la cabeza de su tío.Le arrancó la cabeza de los hombros,como si jamás hubiera estado allí.¿Quiénes eran aquellos estadounidenses

que sembraban fuego y muerte entreellos, que fueron para darles de comerpero luego habían empezado a matar?Quería acabar con aquellos hombrescaídos del cielo, pero a los que nosoportaba.

Desde donde estaba, Abokoi veía algentío rodear a los estadounidenses.Sólo uno permanecía con vida. Gritaba yagitaba los brazos cuando lo agarraronpor las piernas y empezaron a llevárselolejos de la aeronave a la vez que le ibanarrancando la ropa. Vio que sus propiosvecinos clavaban cuchillos en loscuerpos de los estadounidenses y lesarrancaban las extremidades. Luego vio

gente que corría y desfilaba con losmiembros de los estadounidenses.

Cuando Mo'alim rodeó corriendo lacola del helicóptero, le sorprendióencontrarse con otro estadounidense, unpiloto. El hombre no disparó. Colocó elarma sobre el pecho y dobló las manossobre ella. La muchedumbre adelantó aMo'alim y empezó a darle patadas y agolpearle, pero el combatiente barbudose sintió de pronto protector. Agarró elbrazo del piloto, disparó un tiro al aire yle gritó al gentío que retrocediera.

Uno de sus hombres golpeóferozmente el rostro del piloto con laculata de su rifle, y Mo'alim lo apartó de

un empujón. El piloto estaba herido y yano podía pelear. Los Rangers habíancapturado durante meses a somalíes ypermanecían prisioneros. Estaríandispuestos a intercambiarlos, tal vez atodos, por uno de ellos. El piloto valíamás vivo que muerto. Ordenó a sushombres que formasen un círculoalrededor del piloto para protegerlo dela turba, que tenía sed de venganza.Varios hombres de Mo'alim seinclinaron y empezaron a arrancarle laropa a Durant. El piloto tenía una pistolasujeta al costado, y un cuchillo, y temíanque tuviera otras armas escondidas;además, sabían que los estadounidenses

llevaban faros en las ropas para que loshelicópteros pudieran localizarlos. Portodo ello, fueron quitándole capas deropa.

20

Durant mantuvo la mirada en el cielomientras la turba se cerraba sobre él.Gritaban frases que él no entendía. Unhombre le golpeó el rostro con la culatade un rifle y le rompió la nariz y leaplastó el hueso que rodeaba el ojo. Lagente tiraba de sus brazos y de suspiernas, y otros empezaron a arrancarlela ropa. No sabían cómo funcionaban loscierres automáticos de plástico delequipo y él alargó la mano y los abrió.Se entregó a ellos. Le quitaron las botasde un tirón, luego el chaleco antibalas, yla camisa. Un somalí le abrió a medias

la cremallera del pantalón, pero cuandovio que Durant no llevaba calzoncillos(por comodidad en aquel calorecuatorial), volvió a subirla. También ledejaron la camiseta marrón. No dejaronde darle patadas y golpes. Un joven seagachó y agarró la placa verde deidentidad que Durant llevaba colgada alcuello. La puso en el rostro de Durant ygritó:

—¡Ranger, Ranger, Ranger, habéismatado a Somalia!

Alguien le arrojó en el rostro unpuñado de tierra que se le metió en laboca. Le ataron un trapo o una toallaalrededor de la frente y los ojos, y la

gente lo izó en el aire, medio llevándoloy medio arrastrándolo. Notó que elextremo roto del fémur rasgaba la pieldetrás del muslo y salía hacía fuera. Logolpeaban de todas partes, le dabanpatadas, puñetazos, culatazos. No podíaver adonde lo llevaban. Estabasumergido en una enorme ola de odio yrabia. Alguien, supuso que una mujer, leagarró el pene y los testículos y tiró deellos con fuerza.

Y en esta agonía terrorífica Durantdejó ir su cuerpo. Ya no estaba en elcentro de la turba, estaba en ella, o porencima de ella, tal vez.

Observaba a la gente que lo atacaba.

Distanciado. Ya no sentía dolor alguno,el miedo disminuyó y perdió elconocimiento.

E L

Á L A M O

1

El paracaidista de la fuerza aéreaTim Wilkinson volvió a meterse en elhelicóptero accidentado para liberar elcuerpo del piloto Cliff Wolcott. Quizáhabía alguna forma que no habíaadvertido al principio para apartar elasiento y tener así más sitio y un ángulomás adecuado. Pero fue inútil.

Volvió a salir al exterior. Searrodilló sobre el aparato en medio delestruendo que producían los disparos delas armas automáticas, metió la cabezapor las puertas abiertas de la derechapara observar por dentro la parte

posterior del helicóptero. Según suinformación, se habían ocupado de todoel mundo que iba a bordo. Sabía que elLittle Bird que había aterrizado pocodespués del accidente había rescatadoun rato antes a los hombres quequedaban dentro. Wilkinson buscaba,por consiguiente, equipo secreto o armasque debieran ser destruidos o retirados.Los PJ habían aprendido a borrarvelozmente los bancos de memoria decualquier equipo electrónico quecontuviera datos confidenciales. Todo elequipo eléctrico y electrónico, y todaslas piezas que no se habían sujetadodescansaban en el lado izquierdo del

aparato, que ahora se había convertidoen el fondo.

En el montón, advirtió un trozo deuniforme de campaña.

—Creo que aquí todavía quedaalguien —le dijo al sargento BobMabry, un enfermero Delta del CSAR.

Wilkinson se introdujo un poco másy vio un brazo y un guante de vuelo. Lehabló al montón de restos y se movió undedo del guante. Wilkinson se metió denuevo en el aparato siniestrado y sepuso a apartar restos y equipo hastaliberar al hombre allí enterrado. Setrataba del segundo oficial de vuelo, elartillero de la izquierda, Ray Dowdy.

Aunque el asiento se había desprendidoen parte y sus goznes habían cedido,estaba intacto y en su sitio. CuandoWilkinson liberó el brazo de Dowdy dedebajo del montón, empezó a apartarseél mismo cosas de encima. Todavía nohabía hablado y parecía medioinconsciente.

Mabry se deslizó hasta la parteinferior del aparato y trató, sin éxito, deintroducirse en él por la puertaizquierda, ahora abajo. Desistió y semetió por las puertas superiores, comohabía hecho Wilkinson para liberar aDowdy. Mientras los tres hombrespermanecían dentro del helicóptero, una

lluvia de balas atravesó su fuselaje.Tanto Mabry como Wilkinson sepusieron a bailar involuntariamente antela intensa serie de estallidos y ruidosestrepitosos. Como si de una tormentade nieve se tratara, empezaron a volaren torno a ellos trozos de metal, deplástico, de papel y de tela. Luego,silencio. Lo primero que hizo Wilkinson,según él mismo recuerda, fue tomarconciencia de que estaba todavía convida. Comprobó si tenía alguna herida.Una en la cara y otra en el brazo. Dabala impresión de que había recibido ungolpe o un pinchazo en la mejilla.Ninguno había salido completamente

ileso. Mabry había sido alcanzado en lamano. Dowdy había perdido las puntasde dos dedos.

El oficial de vuelo se miraba sincomprender la mano ensangrentada.

Wilkinson puso su mano sobre losdedos que sangraban y dijo:

—Está bien, ¡salgamos de aquí!Mabry arrancó los paneles Kevlar

del suelo y los colocó de pie apoyadosen el lado del helicóptero por dondehabían atravesado las balas. En lugar dearriesgarse a ser blanco del fuegosaliendo por arriba, se abrieron pasopor la esquina posterior de la puertaizquierda después de abrir un boquete en

la arena seca. Sacaron a Dowdy por allí.Los dos rescatadores volvieron a

meterse dentro. Wilkinson en busca deequipo para destruir, Mabry pararecuperar los paneles Kevlar ycolocarlos alrededor de la cola delaparato donde habían establecido unpunto donde reunir a las víctimas. Elfuego llegaba sobre todo de arriba abajoy viceversa por la callejuela.

Esperaban la llegada del convoyterrestre de un momento a otro.

El sargento Fales, herido, se hallabademasiado ocupado disparando y noadvirtió los paneles Kevlar. Llevaba unvendaje de emergencia que le rodeaba la

pantorrilla y un gotero intravenoso en elbrazo; yacía tumbado junto al brazo delala rota y buscaba objetivos.

Wilkinson asomó la cabeza porarriba.

—Scott, ¿por qué no te pones detrásdel Kevlar?

Fales puso cara de sorpresa. Habíaestado tan absorto disparando que nohabía visto que ponían los panelesdetrás de él.

—Buena idea —dijo.Un agujero de bala tras otro agujero

de bala atravesaban el brazo del alarota.

Wilkinson recordó la película El

Idiota de Steve Martin, donde elpersonaje retrasado que interpretabaMartin, ajeno a que los malos ledisparaban, observaba sorprendido quelos proyectiles agujereaban una hilerade latas de aceite. Gritó las palabras deMartin en la película:

—¡Odian las latas! ¡Manteneosalejados de las latas!

Los dos hombres se echaron a reír.Después de instalar a unos cuantos

hombres más, Wilkinson volvió adeslizarse en la cabina desde abajo paraver si había alguna forma de levantar ysacar el cuerpo de Wolcott. No la había.

2

Llegó una granada. Era una del tiporuso que parecen una lata de sopaclavada en un palo. Rebotó en el coche,luego en el casco y la radio delespecialista Jason Coleman, y aterrizóen el suelo.

Nelson, que estaba todavía sordo acausa de la oportuna explosiónproducida por la ametralladora deTwombly, retiró su M-60 del techo delautomóvil y se echó al suelo, comohicieron los hombres a ambos lados delcruce. A fin de protegerse de la ondaexpansiva, permanecieron agachados

casi un minuto. No pasó nada.—Supongo que era una mala —dijo

el teniente DiTomasso.Al cabo de treinta segundos, llegó

rodando otra granada en el espacioabierto que había entre el coche y elárbol al otro lado de la calle. Porsegunda vez, Nelson apartó el arma delcoche, se tiró al suelo y se alejórodando de la granada. Todos sehicieron un ovillo una vez más, perotampoco en esta ocasión explotó. Nelsonpensó que ya habían agotado toda lasuerte asignada. Él y Barton regresabansigilosamente al coche cuando cayó unatercera granada entre ellos. Nelson, para

protegerse de la explosión que en estaocasión no iba a fallar, colocó el cascoboca abajo y blandió el arma haciadelante. Abrió la boca, cerró los ojos yrespiró hondo. La granada crepitó. Sequedó inmóvil durante veinte segundosantes de levantar la vista hacia Barton.

—Mala —dijo éste.Yurek tomó la granada y la arrojó

calle abajo.Alguien había comprado un lote de

granadas en mal estado. Posteriormente,Wilkinson encontró tres o cuatro más sinexplotar dentro del fuselaje delhelicóptero.

Las fuerzas estadounidenses situadas

alrededor del Black Hawk abatido deWolcott se dispersaban a lo largo de unperímetro en forma de L que se extendíahacia el sur. Un grupo de treinta hombresse había reunido alrededor del aviónsiniestrado en el callejón, en la basenorte de la L. Cuando se enteraron deque el convoy terrestre se había perdidoy, por consiguiente, se retrasaría,empezaron a trasladar a los heridos a lacasa de Abdiaziz Alí Aden (quien seguíaescondido en la habitación trasera) através del boquete que había abierto elhelicóptero al caer. Al oeste de lacallejuela (en el ángulo de la L) estabala calle Marehan, donde permanecían

atrincherados Nelson, Yurek, Barton yTwombly al otro lado de la calle en laesquina noroeste. En el lado este de esaesquina, se hallaban los más próximos alhelicóptero, es decir, DiTomasso,Coleman, Belman y el capitán BillCoultrop y su operador radiofónico. Elresto de la fuerza terrestre se extendía alsur en la calle Marehan, a lo largo delpalo largo de la L que ascendía cuestaarriba. Steele y una docena de rangers,junto con los equipos Delta, treintahombres en total, estaban juntos en unpatio interior situado en el lado este dela calle Marehan, a media manzanahacia arriba de la siguiente al sur,

separados del grueso de la fuerza pormedia manzana, un callejón amplio yotra manzana larga. El equipo Delta delsargento Howe, junto con un grupo derangers entre los que se hallaba elespecialista Stebbins, seguido por elgrupo líder Delta al mando del capitánMiller, habían cruzado el callejón másancho y se desplazaban hacia abajojunto a la pared oeste hacia la posiciónde Nelson. El teniente Perino tambiénhabía cruzado el callejón y bajaba lacuesta a lo largo del muro este junto conel cabo Smith, el sargento Chuck Elliot yvarios hombres más.

A medida que Howe se acercaba a

la posición de Nelson, le pareció quelos rangers se limitaban a estarescondidos. Dos de sus hombrescruzaron corriendo la callejuela paradecirle a los rangers que empezaran adisparar. Nelson y los demás todavíaestaban recobrándose del susto de lasgranadas que no habían explotado. Lasbalas desportillaban las paredes que losrodeaban, pero era difícil advertir dedónde procedían. Los miembros delequipo de Howe ayudaron a convencer aNelson y a los otros para organizarcampos de tiro, y colocaron a Stebbins yal ametrallador soldado Brian Heard enla esquina sur del mismo cruce

orientados al oeste.El capitán Miller llegó a la altura de

Howe, llevando consigo a su técnico decomunicaciones y a otros miembros desu elemento, además del sargento delEstado Mayor Jeff Bray, un controladorbélico de las Fuerzas Aéreas. Como elfuego era muy intenso en aquellaesquina, Howe decidió que habíallegado el momento de salir de la calle.En su lado de la manzana había unapuerta metálica que daba a un patiosituado entre dos edificios. Empujó sinéxito la puerta, que tenía dos hojas quese abrían hacia dentro. Howe pensó encolocarle una carga pero, dado el gran

número de soldados que había en lasinmediaciones y la falta de un lugardonde ponerse a cubierto, la explosiónpodía herir a muchas personas. Así queel fornido sargento y Bray lanzaron suscuerpos contra la puerta. El lado deBray cedió.

—Sigúeme por si me disparan —dijo Howe.

Se precipitaron al patio yrecorrieron la casa por ambos ladosrevisando habitación por habitación.Howe observaba a sus moradoresfijando los ojos a la altura del pecho ycomprobando las manos. Éstas lo decíantodo. Las únicas manos que encontró

estaban vacías. Pertenecían a un hombre,a una mujer y a algunos niños, unafamilia compuesta por unas sietepersonas, aterrorizadas. Permaneció enla puerta apuntándoles con el arma en lamano derecha y mientras, con la ayudade la mano izquierda, les indujo sinbrusquedad a salir de la estancia.Tardaron un poco, pero al final salierondespacio y pegados los unos a los otros.Le pusieron las esposas de plástico atoda la familia y luego los condujeron auna pequeña habitación lateral.

Howe inspeccionó el lugar conmayor atención. Las manzanas de aquelbarrio de Mogadiscio consistían casi

siempre en casas de piedra de una plantaagrupadas de forma irregular alrededorde espacios abiertos o patios. Lamanzana donde se hallaba en aquelmomento constaba de un patio pequeño,de una anchura similar a la longitud dedos automóviles. En el lado sur habíauna casa de dos plantas, y otra de una enla cara norte. Howe pensó que aquellugar debía de ser el más seguro de losalrededores. El edificio más alto lesprotegería de las balas y de las ráfagasde RPG. En el extremo oeste, había unaespecie de cobertizo. Howe se puso aexaminarlo todo de forma sistemática,llevó a cabo un rastreo muy

concienzudo, fue de habitación enhabitación y buscó las ventanas quepudieran proporcionarles un lugarestratégico para disparar en direcciónoeste en la callejuela. Encontró varias,pero ninguna que ofreciese un ángulobueno. La callejuela de la cara norte (lamisma donde se había estrellado elhelicóptero pero una manzana al oeste)era demasiado estrecha. Sólo tenía unavisibilidad de unos quince metros a cadalado, y todo lo que veía era pared.Cuando regresó al patio, el capitánMiller y los demás hombres habíanempezado a reunir víctimas en ese lugar.Les iba a servir como puesto de mando y

punto de reunión para los heridosdurante el resto de la noche.

Cuando volvieron a entrar en elpatio, un sargento mayor que iba conMiller le dijo a Howe que salieran a lacalle y ayudaran a su equipo. A Howeno le gustó nada aquella orden.Consideraba que, en aquel punto, él erael líder de facto en tierra, el que dirigíala estrategia, el movimiento y la lucha.Habían conseguido un lugar seguro porel momento, contaban con tiempo paraque los comandantes recobrasen elaliento y consideraran la situación.Estaban en un lugar malo, pero nocrítico. El siguiente paso consistía en

buscar la forma de fortalecer laposición, extender el perímetro,identificar otros edificios susceptiblesde ser ocupados para proporcionarlesmejores líneas de fuego. La orden delsargento de tropa era la de un hombresin una idea clara de lo que había quehacer.

Aunque Howe tenía una constituciónde luchador, poseía gran capacidad dereflexión. Ello turbaba a veces surelación con la autoridad (en especial,la costumbre arbitraria y desesperanteque tenía el Ejército de dar el mando ahombres novatos y poco cualificados).Howe no era más que un sargento

primero cuyas preocupaciones,supuestamente, eran de menorenvergadura, pero él veía con muchaclaridad todo el conjunto, mejor que lamayoría. Después de haber sidoseleccionado para la Fuerza Delta,conoció y luego se casó con la hija delcoronel Charlie A. Beckwith, elfundador y primer comandante de dichafuerza. Se conocieron en un bar junto aFort Bragg y cuando él le dijo que eracivil, Connie Beckwith, a su vez exoficial del Ejército en aquella época,asintió con un gesto conocedor de lacabeza.

—Escucha —dijo—, sé para quién

trabajas, así que deja de fingir. Mi padrefue el creador de esa unidad.

Ella tuvo que enseñarle el permisode conducir para demostrarle quién era.

No es que Howe tuviera la ambiciónde conseguir un liderazgo convencionalen el Ejército. Lo que él quería era quelos oficiales hicieran caso de susconsejos pero que luego lo dejaran enpaz. A menudo se quedaba pasmado delos fallos que tenían los superiores.

Como ejemplo, aquel tingladomontado en Mogadiscio. Era estúpido.En la base, las puertas frontales de losbarracones no se cerraban nunca y, porconsiguiente, los sammies contaban con

una clara panorámica del interior atodas las horas del día y de la noche.Además, como la ciudad ascendíagradualmente desde el puerto, cualquiersomalí con paciencia y unos prismáticospodía supervisar su estado depreparación. Cada vez que se ponían enpie para pertrecharse y marcharse por laciudad corría la voz antes siquiera deque estuvieran instalados en loshelicópteros. Por si eso no fuerasuficiente, estaban los italianos, de entrelos cuales algunos simpatizabanabiertamente con los súbditos de suantigua colonia, y que parecían mandarseñales con sus faros a la ciudad cuando

los helicópteros despegaban. Nadietenía los huevos de hacer algo alrespecto.

Luego estaban los morteros. Daba laimpresión de que el general Garrison losconsideraba poco más que una molestia.Durante los primeros bombardeos conmorteros, había paseado como si talcosa con el cigarro apretado entre losdientes, divertido por la forma en quetodos los hombres se agazapaban paraponerse a cubierto. «¡Esos ridículos ymeones morteros!», decía. Una actitudque estaba bien, salvo que, como Howelo veía, si los sammies llegaban aorganizarse y conseguían lanzar unos

cuantos proyectiles en los barracones, elprecio iba a ser muy alto. Se preguntabasi el tejado de hojalata era lo bastantegrueso para que los proyectilesdetonaran en él, pues, de lo contrario, lametralla y los trozos del tejado metálicose iban a colar a través de las rendijas,o bien el propio proyectil hendiría eltejado y explotaría en el suelo decemento en medio de todo el mundo. Eraalgo que le rondaba por la cabezamuchas noches cuando se iba a dormir.Luego estaba la poca seguridad quehabía en el perímetro exterior. A lashoras de comer, todos los hombreshacían cola fuera de la sala de rancho,

separada de una carretera muyconcurrida por una delgada paredmetálica. Un coche bomba colocadojunto a aquella pared a la hora adecuadadel día podía acabar con la vida dedocenas de soldados.

Howe no ocultaba su indignaciónpor estos hechos. Y en aquel momento,le ponía furioso que le ordenaran haceralgo sin sentido en medio del mayorcombate de su vida. Empezó a retirar lasmuniciones, las granadas y las LAW alos rangers heridos que había en elpatio. Howe tenía la sensación de que lamayoría de soldados no captaban lodesesperado de su situación. Era una

forma de negación. No podían dejar deconsiderarse una fuerza superior, contodo controlado; y sin embargo, estabaclaro que los papeles se habíancambiado. Estaban rodeados y los otroseran mucho más numerosos. Resultabaabsurda la sola idea de respetar enaquellos momentos las reglasjerárquicas.

—¿Vas a arrojar granadas? —preguntó el sargento mayor de tropa,sorprendido al ver que Howe se metíatodas las que encontraba en los bolsillosdel chaleco.

—No nos pagan para que lasllevemos de vuelta —replicó Howe.

Aquello era la guerra. El juego enaquellos momentos consistía en matar oser asesinado. Salió dando grandes yruidosas zancadas a la calle y se puso abuscar somalíes a quienes disparar.

Descubrió que uno de los rangers,Nelson, disparaba con un revólver a laventana del edificio que con tantotrabajo Howe había conseguidodespejar y ocupar. Nelson había visto aalguien que se movía en la ventana y,como les disparaban desde todas lasdirecciones, empezó a atacar hacia allí.

—¿Qué haces? —le gritó Howedesde el otro lado de la callejuela.

Nelson que no podía oírle, le

contestó gritando a su vez:—¡He visto a alguien allí!—¡Mierda, claro! ¡Son los nuestros!Nelson no se enteró hasta más tarde

de por qué Howe agitaba los brazos ensu dirección. Cuando lo supo se sintiómortificado. Nadie le había dicho quelos Delta estaban en aquel espacio,pero, no podía negarlo, disparar sinhaber identificado el blanco era unpecado mortal.

Furioso, Howe empezó a desahogarsu cólera con los rangers. En su opinión,no combatían con suficiente ímpetu.Cuando vio que Nelson, Yurek y losdemás elegían de forma selectiva como

blanco a los somalíes armados en mediodel gentío, en el otro extremo de unedificio que había en el mismo lado dela calle donde él estaba, Howe lanzóuna granada sobre el tejado de aquél.Fue un lanzamiento impecable, pero lagranada no explotó. Así que arrojó otra,que explotó donde la muchedumbre sehallaba congregada. Luego observó quelos rangers intentaban dispararle a unhombre armado asomado por detrás deun cobertizo a una manzana al norte, ydisparaba para luego volver a ponerse acubierto. El sargento Delta hizo volaruna de sus minigranadas del tamaño deuna pelota de golf sobre la posición de

los rangers. Explotó detrás del cobertizoy el hombre no volvió a aparecer. Howetomó entonces una LAW y la lanzó alotro lado de la calle. Aterrizó en elbrazo del especialista Lance Twombly,quien yacía tumbado boca abajo a unmetro o metro y medio de la pared de laesquina. La LAW le dejó el antebrazoamoratado. Twombly se apresuró aarrodillarse, enfadado, y se volvió paraoír que Howe le gritaba:

—¡Dispara a ese hijo de su madre!Apoyado sobre una rodilla, Howe

no dejaba de maldecir con amarguramientras disparaba. Toda la situación lesacaba de quicio, los malditos somalíes,

sus jefes, los idiotas de los rangers…incluso su munición. Después detomarles una delantera progresiva comohabía aprendido tras innumerables horasde instrucción, es decir, encuadrándolosen su punto de mira y calculando unoscentímetros por delante de ellos, apuntóa tres somalíes que corrían al otro ladode la calle a dos manzanas al norte.Lanzó dos o tres ráfagas aumentandorápidamente su delantera a cada disparo.Era un tirador experto y pensó que leshabía alcanzado, pero no podíaasegurarlo porque los hombres siguieroncorriendo hasta que cruzaron la calle ydesaparecieron de su vista. Le molestó.

Su arma era el rifle de infantería mássofisticado del mundo, un CAR-15 dereglamento, y estaba disparando lanueva bala de 5,56 milímetros decasquillo no sintetizado. Éste tenía unaindentación de carburo de tungsteno enla punta, y agujereaba el metal, peroprecisámente este poder de penetraciónsignificaba que sus balas atravesabanlos blancos. Cuando los sammiesestaban cerca, podía ver lo que sucedíacuando les disparaba. Las camisas selevantaban en el punto del impacto,como si alguien hubiera pinchado yarrancado la tela. Pero con las balas decasquillos no sintetizados era como

clavarle a alguien un pico helado. Labala hacía un agujero pequeño y limpioy, a menos que le diera en el corazón ola espina dorsal, no bastaba para detenera un hombre en su carrera. Howe creíaque debía dispararle a un tipo de cinco aseis veces sólo para llamar su atención.Solían tomarle el pelo a Randy Shughartporque descartó el rifle moderno y sumunición y llevaba un M-14 de la épocade Vietnam, que disparaba tiros de7,62mm. sin el poder de penetración delnuevo casquillo no sintetizado. Cuandovio a aquellos sammies que no dejabande correr, Howe pensó que Randy era elsoldado más listo de la unidad. Tal vez

su rifle era más pesado y,comparativamente, poco manejable,además provocaba ligeros culatazos,pero por su madre que derribaba a unhombre con una sola bala y, en medio deun combate, un tiro era a veces todo loque le quedaba a uno. Si se dispara aalguien, se quiere ver a ese alguienmuerto; no se quiere pasar las siguientescinco horas preguntándose si se le hadado o si le está esperando a uno entrelos matorrales.

Howe se hallaba en un buen lugar.No tenía nada delante o detrás de élsusceptible de detener una bala, perohabía un árbol a unos seis metros al sur

contra la pared oeste de la calle queimpedía que pudieran verle desde esadirección. El árbol grande al otro ladodel callejón donde Nelson, Twombly ylos otros estaban apostados impedía quelo vieran desde el norte. Porconsiguiente, el fornido sargento Deltase podía arrodillar a un metro y mediode la pared y escoger blancos en el nortecon toda impunidad. Así era en labatalla. Había unos lugares más segurosque otros. En la parte superior de lacuesta, estaba Hooten tumbado bocaabajo y con una lluvia de balas a sualrededor, cuando vio que Howe y sushombres cruzaban la intersección. Pensó

que cómo podían estar haciendo aquello.Según el ángulo visual, en algunospuntos se podía poner uno en pie ycombatir sin dificultad, mientras que, apocos metros de distancia, el fuegopodía ser tan intenso que no se podíahacer otra cosa que agacharse paraprotegerse y permanecer oculto. Howereconocía que había encontrado unazona segura. Disparaba con método yahorraba munición.

Cuando vio que Perino, Smith yElliot descendían con sigilo hasta unaposición similar al otro lado de la calle,se imaginó que intentaban hacer lo queél. Salvo que en aquel lado de la calle

no había árboles donde ponerse acubierto.

Les gritó con voz impaciente, peroen medio del ruido no le oyeron.

3

Perino y sus hombres se desplazabanmás abajo, hacia una pequeña cabaña dehojalata, un porche, que sobresalía de lapared hecha con piedra gris irregular.Estaban a diez metros de la callejueladonde yacía el Súper Seis Uno. Perino,graduado en West Point en la promociónde 1990, a los veinticuatro años no eramucho mayor que los rangers a los quemandaba. Su grupo se había destacadodel capitán Steele y de la mayoría de lafuerza Ranger. Habían logrado conpenurias atravesar el último cruce antesdel helicóptero siniestrado después de

que hirieran a Goodale. Habíandespejado el primer patio por el quepasaron en aquella manzana, y luegoPerino había enviado a varios hombresde vuelta a la calle para queprosiguieran calle Marehan abajo. Sabíaque estaban próximos a reunirse con elteniente DiTomasso y el equipo CSAR,lo cual había sido el objetivo cuandoiniciaron aquel avance. La cabañaestaba a unos pasos cuesta abajo desdela puerta del patio.

El sargento Elliot ya estaba al otrolado de la cabaña. El cabo Smith seagazapaba detrás y Perino lo hacía amenos de un metro de Smith. La

intensidad del fuego enemigo era tal quetodo resultaba confuso. Las balasparecían llegar desde todos losrincones. La pared se desportilló sobrela cabeza de Perino y algunos trozoscayeron con fuerza sobre su casco. Vio aun somalí armado al otro lado de lacalle, a veinte metros al norte de laposición de Nelson y que éste no podíaver a causa del árbol detrás del cual sehallaban escondidos. Perino vio elfogonazo y dedujo que allí se originabanalgunos de los disparos que recibían.Era difícil atinarle al tipo con undisparo de rifle, pero Smith tenía unlanzagranadas en su M-16 capaz de

lanzar un proyectil 203 lo bastante cercapara herirlo. Se desplazó para darle aSmith una palmada en el hombro, pueshabía demasiado ruido paracomunicarse de otra forma que no fueracara a cara, cuando las balas empezarona atravesar la cabaña en medio de ungran estruendo. El teniente estabaapoyado sobre una rodilla y una de ellascayó entre sus piernas y levantó unmontón de tierra.

Nelson vio que herían a Smith alotro lado de la calle. El corpulento cabohabía corrido calle abajo y se habíapuesto sobre una rodilla en el suelo paraempezar a disparar. La mayoría de los

hombres en aquella esquina oyeron quela bala le había dado, un ruido seco ydesagradable. Al principio, Smithparecía sólo sorprendido. Rodó de ladopor el suelo y, como si hablara de otro,comentó extrañado:

—Estoy herido.Desde donde se hallaba Nelson, no

daba la impresión de que Smithestuviera grave. Perino le ayudó aapoyarse contra una pared. Pero paraentonces Smith gritaba:

—¡Estoy herido! ¡Estoy herido!Por el sonido de su voz, el teniente

dedujo que era presa de fuertes dolores.Cuando hirieron a Goodale, éste pareció

no sentir casi nada, pero la herida deSmith era diferente. Gemía. Estaba muymal. Perino le colocó un vendaje deemergencia en la herida, pero la sangresalía con fuerza de ella.

—¡Tengo aquí un hombre que sedesangra! —gritó al otro lado de lacalle.

El enfermero Delta, sargento KurtSchmid, se apresuró a cruzar corriendola calle Marehan. Juntos arrastraron aSmith de nuevo al patio interior.

Schmid rasgó la pernera delpantalón. Cuando le retiró el vendaje deemergencia, una sangre brillante y rojase proyectó fuera de la herida casi en

forma de chorro. Aquello era fatal.—Tío, esto duele de verdad —le

dijo el joven soldado a Perino.El teniente salió otra vez a la calle y

se dirigió de nuevo hasta donde estabaElliot.

—¿Dónde está Smith? —preguntóElliot.

—Está en el patio muy malherido.—¡Mierda! —exclamó Elliot.Vieron que el sargento Ken Boorn

era alcanzado en el pie. Luego elsoldado Rodríguez se alejó rodando porel suelo con su ametralladora, sangraba,gritaba y se sujetaba la entrepierna. Nole dolía, pero cuando puso la mano en

los genitales éstos parecían una masainforme y la sangre brotaba espesa entresus dedos. Gritó asustadísimo. Habíansido heridos ocho de los once rangers dela Tiza Uno de Perino.

En el extremo norte de la mismamanzana se produjo una enormeexplosión y Stebbins cayó desplomadoal suelo. Nelson lo vio más de cerca.Una RPG se había incrustado en lapared de la casa al otro lado delcallejón, cerca de donde estabanStebbins y Heard. La granada estalló enmedio de un brillante resplandor rojo yarrancó un trozo de pared de más de unmetro de largo. El estruendo que se

produjo en el angosto callejón fueterrible. Les dolían los oídos. Y unaenorme nube de polvo lo envolvió todo.Vio, y también Perino y Elliot desde elotro lado de la calle, que tanto Stebbinscomo Heard yacían tumbados deespaldas. Nelson los creyó muertos.Pero Stebbins se removió y se levantódespacio, cubierto de arriba abajo depolvo blanco, tosiendo y frotándose losojos.

—¡Agáchate, Stebbins! —gritóHeard.

Así que también él estaba bien.Las balas llovían alrededor de

Perino y de Elliot con una frecuencia

creciente. Llegaban en ráfagas largas ycaían con un ruido seco entre ellos,pasaban sobre sus cabezas, mellaban elcobertizo de hojalata en medio de unagudo sonido metálico y atravesaban elmetal. Los proyectiles levantaban polvoen el lado de su calle. Como habíaprevisto Howe, era una posición muymala.

—Eh, señor, creo que sería unabuena idea si nos metiéramos en aquelpatio —sugirió Elliot.

Luego le cogió del brazo y los dosse refugiaron en el patio donde Schmidtrabajaba frenéticamente para salvar aSmith.

Este último estaba consciente,aterrorizado y sufría mucho. Elenfermero había intentado primero unacura directa en la herida, pero habíavisto que ello resultaba doloroso y,evidentemente, inútil. La brillante sangreroja brotaba a borbotones del agujeroque tenía Smith en la pierna. El médicotrató de detener la hemorragiaintroduciendo Curlex en el agujero.Luego comprobó el estado general deSmith.

—¿Tienes alguna otra herida? —lepreguntó.

—No lo sé.Schmid buscó otra herida pero no

encontró ninguna.El enfermero tenía treinta y un años.

Había nacido en una familia de militaresy se había prometido no serlo nunca,pero acabó alistándose un año despuésde graduarse en el instituto. Ingresó enlos Boinas Verdes y decidió convertirseen médico porque imaginó que asítendría buenas oportunidades laboralescuando dejase el Ejército. Era bueno enello y su preparación progresaba. Hastael momento podía decirse que tenía elnivel de cualquier auxiliar de médico, yera mejor que muchos de ellos. Comoparte de su adiestramiento, trabajó en lasala de urgencias de un hospital de San

Diego, y había realizado incluso algunaoperación menor bajo la supervisión deun cirujano. En cualquier caso, tenía lossuficientes conocimientos para saberque Jamie Smith corría un gran peligrosi no se detenía la hemorragia.

Deducía el recorrido de la bala.Había entrado por el muslo y subidohasta la pelvis. Un tiro en la pelvis erauno de los peores. La aorta se divide enla parte baja del abdomen y forma a laderecha y a la izquierda las arteriasilíacas. Cuando la arteria ilíaca emergede la pelvis se escinde en las arteriasexterior y femoral, las primeras víaspara que la sangre llegue a la mitad

inferior del cuerpo. Era evidente que labala había atravesado uno de los vasossanguíneos femorales. Schmid aplicóuna cura directa en el abdomen deSmith, sobre la pelvis, donde se dividela arteria. Explicaba lo que hacía. Yahabía inyectado en el brazo del heridocatorce dosis con unas agujas anchas desonda y estrujaba la bolsa de plásticopara reemplazar el suero. La sangreformaba un charco oleoso que brillabacon debilidad en el suelo sucio delpatio.

El enfermero se consolaba ante laseguridad de que iba a llegar la ayudade un momento al otro. Otro tratamiento

táctico, aunque muy arriesgado, eraempezar a practicarle una transfusión alherido. En contadas ocasiones serealizaban transfusiones en el campo debatalla. Era un arma de doble filo. Losenfermeros llevaban bolsas de suero,pero no de plasma. Si quería hacerle unatransfusión a Smith, tendría queencontrar a alguien con el mismo gruposanguíneo e intentar una transfusión.Pero esto era susceptible de crear másproblemas. Podía reaccionar mal a latransfusión. Schmid decidió no probarlo.Se suponía que el convoy de rescateestaba a punto de llegar. Lo que aquelranger necesitaba era un médico, y

pronto.Perino comunicó con el capitán

Steele por radio.—No podemos seguir avanzando.

Tenemos muchos heridos y no podemosllevarlos a todos.

—Tenéis que seguir —le dijoSteele.

—No PODEMOS avanzar más —replicó Perino—. Solicito autorizaciónpara ocupar un edificio.

Steele le dijo a Perino que siguieraintentando avanzar. De hecho, dentro delpatio estaban a unos dieciséis metros delteniente DiTomasso y de la fuerzaCSAR, pero Perino no tenía forma de

saberlo. Trató de comunicar conDiTomasso por radio.

—Tom, ¿dónde estáis?DiTomasso le explicó su posición,

para lo cual le indicó puntos destacados.—Es que no veo nada —dijo Perino

—. Estoy en un patio.DiTomasso lanzó una granada de

humo rojo y Perino vio la estela roja quese elevaba tortuosa en el cielo cada vezmás oscuro. Dedujo por la inclinaciónde la estela que estaban separados porunos cincuenta metros, lo cual, enaquella zona letal era úna gran distancia.En la radio, Steele seguía insistiendopara que conectara con DiTomasso.

—Necesitan vuestra ayuda —dijo.—Escuche, señor, tengo tres

hombres heridos, incluyéndome a mí.¿Cómo voy a poder ayudarlo?

Al final, Steele cedió.—Roger, asegure el edificio y

defiéndalo.Schmid seguía trabajando de forma

frenética en la herida de Smith. Habíapedido a Perino que le ayudasepresionando sobre la herida para que élpudiera usar las manos. Perino metiódos dedos hasta los nudillos en laherida. El herido gritó y la sangresalpicó al teniente, quien tragó salivacon fuerza y apretó más. Estaba

mareado. La sangre salía a borbotones.—¡Ay, mierda! ¡Ay, mierda! ¡Me

estoy muriendo! ¡Me estoy muriendo! —gritaba Smith, consciente de que teníauna hemorragia arterial.

El enfermero le hablaba, intentabatranquilizarle. La única forma de detenerla hemorragia consistía en encontrar laarteria femoral desgarrada y atarla. Encaso contrario, era como tratar de pararuna manguera de bombero apretándola através de un colchón. Le dijo a Smithque se echara hacia atrás.

—Esto te va a doler mucho —le dijoSchmid al ranger en tono de disculpa—.Voy a tener que hacerte más daño, pero

debo hacerlo para ayudarte.—¡Dame un poco de morfina para el

dolor! —pidió Smith, consciente y alertaa lo que le estaban haciendo.

—No puedo —le explicó Schmid.En su estado, la morfina podía

matarlo. Después de haber perdido tantasangre, la presión estaba muy baja. Lamorfina le bajaría todavía más el ritmocardíaco y le ralentizaría la respiración,lo cual era lo último que necesitaba.

El joven ranger gritaba de dolorconforme el enfermero rasgaba con lasdos manos la entrada de la herida.Schmid trataba de olvidar que lo quetenía entre sus dedos eran terminaciones

nerviosas vivas. Era difícil. Habíacreado un vínculo emocional con elpaciente. Estaban juntos en aquello. Sinembargo, para salvar al joven ranger,debía tratarlo como si fuera un objetoinanimado, una máquina estropeada queprecisara reparación. Siguióprofundizando en busca de la arteria. Sino conseguía encontrarla, con todaprobabilidad Smith moriría. Recorrió laparte superior abierta del muslo, alargólos dedos hasta la pelvis según apartabacapas de piel, de grasa, de músculo yvasos sanguíneos, tanteando a través decharcos de brillante sangre roja. Nopodía encontrarla. Era evidente que, una

vez cortado, el extremo superior de laarteria se había replegado hacia elabdomen. El enfermero se detuvo. Elherido caía en estado de coma. El únicorecurso en aquel punto era abrir a laaltura del abdomen, buscar la arteriarota y ligarla. Pero eso significaríatodavía más dolor y más pérdida desangre. Cada vez que metía la mano enla herida, Smith se desangraba más.Schmid y Perino estaban cubiertos desangre. Había sangre por todas partes.Resultaba difícil creer que a Smith lequedase alguna gota dentro.

—Duele mucho, mucho —no dejabade gemir—. Duele mucho.

Al cabo de un rato tanto sus palabrascomo sus movimientos se volvieron máslentos, más fatigados. Había entrado enestado de coma.

Schmid seguía junto a él. Le habíainyectado seis litros de fluido en elcuerpo y se estaba quedando sin bolsas.Lo había intentado todo y se sentíadesesperado, frustrado y furioso. Tuvoque abandonar la estancia. Dejó a otrohombre al cargo de seguir presionandoen la herida y salió para hablar conPerino. Los dos hombres estaban llenosde sangre.

—Si no lo saco de aquíinmediatamente se va a morir —rogó

Schmid.El teniente volvió a comunicar con

Steele.—Señor, necesitamos un medio de

transporte para evacuarlo. Un Little Birdu otra cosa. Es para el cabo Smith.Tenemos que evacuarlo de inmediato.

Si bien resultaba difícil, Steeleconsiguió transmitirlo a la emisora delos mandos. Eran casi las cinco de latarde y oscurecía. Todos los vehículoshabían regresado a la base aérea. Steelese enteró de que no había ayuda por elmomento. Y ni que pensar en laposibilidad de que bajara otrohelicóptero en la zona donde se

hallaban.El capitán llamó a Perino y le dijo

que, de momento, Smith iba a tener queresistir.

4

Stebbins temblaba de miedo. Elhecho de tener a sus compañeros entorno a él le permitía seguir adelante. Sepodía estar preparado para lasimágenes, los sonidos y los olores de laguerra, pero para su horror, la sangre,los desgarradores gritos de dolor,aquella sensación letal que acechaba enel hombro y lanzaba su aliento en eloído, para esto no había instrucciónposible. Las cosas parecían estar enprecario equilibrio en un borde,amenazando en cada momento condescontrolarse. ¿Era aquello lo que tanto

había deseado? Un veterano sargento detropa le dijo en una ocasión: «Cuandoempieza la guerra, el soldado quiere contodas sus fuerzas estar en ella, perocuando está allí, quiere con todas susfuerzas estar en casa».

Junto a Stebbins, una ráfaga dedisparos tocó la M-60 de Heard, y lapuso fuera de uso de forma permanente.Heard sacó su pistola de 9mm. ydisparó. Si miraba con atención hacia eloeste calle abajo al sol poniente,Stebbins veía las camisas blancas de loscombatientes somalíes. Se podían contara docenas. Unos grupos salían corriendode entre los demás, lanzaban una

descarga hacia la parte alta del callejóny, acto seguido, volvían a esconderse.Por encima de su hombro derecho, alotro lado de la calle Marehan y hacia laparte inferior de la callejuela, oía a loschicos del equipo de rescate, le estabandando martillazos al fuselaje delhelicóptero, en un intento continuado deliberar el cuerpo de Wolcott. El cielo seoscurecía y todavía no había señales delconvoy terrestre. De hecho, habían vistolos vehículos a unas cuantas manzanas aloeste una hora antes. ¿Dónde estaban?

Todo el mundo temía la llegada de laoscuridad. Una clara ventaja que teníanlos soldados estadounidenses cuando

combatían era la tecnología de visiónnocturna con la que contaban, los NOD(aparatos de observación nocturna),pero los habían dejado en la base. LosNOD iban colgados del cuello cuandono se utilizaban y seguramente nopesaban más de cuatrocientos gramos,pero abultaban, eran incómodos y muyfrágiles. La decisión de dejarlos parauna misión diurna entraba dentro de lalógica. Pero en aquellos momentos seenfrentaban a la noche sedientos,agotados, heridos, con escasez demuniciones y sin su mayor ventajatecnológica. Stebbins, el secretario de lacompañía, miraba afuera la gigantesca

bola naranja que descendía despaciodetrás de los edificios al oeste y seimaginaba una cafetera llena de caférecién hecho esperándolo en algún lugarde por allí.

Como los Little Birds se habían yafamiliarizado con el suelo y podíanrealizar pasadas regulares con lasmetralletas, era mucho lo que hacíanpara mantener a raya a los somalíesaglomerados en aquella zona. Lospequeños helicópteros bajaban enpicado casi hasta el nivel del suelo yvolaban entre las casas disparando lasmetralletas. Era todo un espectáculo.Cuando los cohetes explotaban se oía un

ruido de desgarramiento y el suelo seponía a temblar. Twombly admiraba unode semejantes pases cuando el sargentoBarton le dijo que los pilotos seguíanllamando para que colocaran másmarcadores en las calles a fin dedestacar mejor las posiciones de losestadounidenses.

—Has de coger esto —le explicóBarton mientras sostenía un triángulofluorescente de plástico—, y lanzarloallí en medio.

Señaló el centro de la calle.Twombly no quería ir. Había tanto

metal volando por la calle que yaparecía un suicidio aventurarse a ir en

busca de cobijo, así que mucho máscorrer hasta el centro. Le pasó por lacabeza negarse a la orden de Barton,pero rechazó la idea tan pronto comollegó. Si él no lo hacía, otro tendría quehacerlo. No sería justo. Se habíaalistado para ser un ranger, no podíaecharse atrás sólo porque las cosas seponían feas. Tomó el triángulo naranjacon furia, corrió unos pasos y lo lanzó alcentro de la calle. Luego fue a agacharseen un lugar protegido.

—¡No funcionará! —le gritó Barton.Le explicó que los remolinos

producidos por los rotores cuando loshelicópteros hacían sus pasadas para

disparar tumbarían la señal.—Tienes que asegurar el triángulo,

ponerle una piedra encima.Furioso, y muy asustado, Twombly

hundió la cabeza en el pecho y volvió ameterse en la calle.

Nelson recuerda que le emocionó elvalor de su amigo. En el momento enque Twombly echó a correr de nuevo eltiroteo era tan intenso en la calle y habíatanto polvo en el aire que Nelson nopodía verlo. Pensó que no iba a volver aver a Twombly. Sin embargo, segundosdespués, el fornido hombre de NewHampshire apareció dando traspiéshacia atrás y sudando profusamente,

pero intacto.De detrás de un muro surgió

tambaleándose un anciano que disparabacon furia una AK. Los rangers de las tresesquinas le apuntaban con sus armas.Aquel hombre parecía frágil y tenía unamelena de cabello blanco y una barbalarga y frondosa con manchas verdes alos dos lados de la boca, sin duda delkhat. Era evidente que estaba borracho,colocado o tan flipado que no sabía loque pasaba. Sus disparos estaban tanlejos de dar en el blanco que los rangersal principio sólo se asombraron, peroluego se echaron a reír. El anciano girósobre sí mismo de forma precaria y

lanzó una ráfaga a la pared, lejos detodo blanco. Twombly acabó con élmediante una ráfaga de su SAW.

A medida que avanzaba el combateveían cosas realmente extrañas. Enmedio de la lluvia de proyectiles, elsoldado David Floyd vio una palomagris que aterrizaba en medio de la calleMarehan. El ave se puso a rebuscarentre la porquería de forma indolente yluego se pavoneó un par de metros porla calle ajena a toda la furia que sedesencadenaba a su alrededor. Y luegose marchó volando. Floyd la vioalejarse con melancolía. Un burro quearrastraba un carro atravesó despacio la

intersección cuesta arriba, en medio deuno de los campos de fuego más intensos(cerca de donde habían matado aFillmore), luego cruzó la calle saliendoileso; al cabo de unos minutos regresótrotando y no cabía duda de que ibaconfuso y desorientado. Resultabacómico. Nadie podía creer que el burrono fuera alcanzado. Ed Yurek observabala escena con pena, y asombro. «Diosama a este burro», pensó. Más cerca delhelicóptero siniestrado, una mujer corríapor el callejón conforme gritaba yseñalaba la casa situada en la esquinasureste donde habían sido trasladadosmuchos heridos. No le alcanzó ni un

solo proyectil. No iba armada. Sinembargo, cada vez que se ponía acubierto, una intensa lluvia de fuego caíasobre el lugar donde ella señalaba.Después de haberlo hecho dos veces,uno de los chicos D apostado detrás delala del Súper Seis Uno dijo:

—Si esa bruja vuelve, le voy ameter un tiro en el cuerpo.

El capitán Coultrop aprobó la ideamediante un gesto de asentimiento con lacabeza. Ella volvió a repetir laoperación, y el chico D le disparó.

La mujer del turbante azul, unasomalí muy robusta de brazos y piernasgruesos apareció corriendo por la calle

acarreando lo que parecía ser un cestopesado en los brazos. Llevaba unvestido blanco y azul brillante que se lehinchaba por detrás según corría. Todoslos rangers que había en la esquina ledispararon. Todos, Twombly, Nelson,Yurek y Stebbins abrieron fuego. Howedisparó desde un poco más arriba de lacuesta. Al principio ella se tambaleó,pero siguió caminando. Luego, conformerecibía más balazos, se desplomó alsuelo y del cesto fueron derramándoseRPG. Los disparos cesaron. Como habíarecibido varios, se quedó tumbada enmedio del polvo hecha un ovillo yrespirando con dificultad por espacio de

un buen rato. La mujer logró ponerse agatas, agarró una RPG y empezó aarrastrarse. En esta ocasión, la intensadescarga de los rangers la partieronliteralmente en dos. Un grueso proyectil203 le voló una pierna. Se derrumbó porunos momentos en un charco de sangre,luego volvió a ponerse en movimiento.Era estremecedor y, sin embargo,algunos rangers se rieron. Nelsonpensaba que aquella mujer ya no parecíasiquiera un ser humano, se habíatransformado en una masa monstruosa ysangrante, digna de una película deterror. Más tarde, antes de queanocheciera del todo, volvió a mirar en

aquella dirección. Había un gran charcode sangre en la calle, ropa y el cesto,pero las RPG y lo que Quedaba de lamujer había desaparecido.

Cuando el sol se deslizó detrás delos edificios situados al oeste, lassombras cayeron sobre el callejón ytanto a Stebbins como a Heard lesresultó más fácil localizar a los sammiesque les disparaban desde puertas yventanas. Sus fogonazos les revelabanclaramente sus posiciones. Stebbinstrataba de economizar municiones.Heard disparaba ahora con un M-16.Casi sordo, le dio una palmada aStebbins en el hombro y gritó:

—Steb, sólo quiero decirte, por sino salimos de ésta, que lo estáshaciendo estupendamente.

Después la tierra en torno a ellos sepuso a temblar. Stebbins oyó unosensordecedores ¡cabang! ¡cabang!¡cabang!, el ruido de unos enormesproyectiles que habían rotoatravesándola la pared de piedra de laesquina donde se habían puesto acubierto. Se vio envuelto en humo. Lapared que había sido su cobijo durantemás de una hora empezó adesmoronarse. Alguien con unaametralladora en la parte inferior de lacallejuela les apuntaba, y echaba abajo

su posición. Después de la primeradescarga ensordecedora, Stebbins salióal callejón y devolvió el fuego a laventana donde había visto el fogonazo.Fue a agacharse de nuevo detrás de suesquina, apoyó una rodilla en el suelo ysiguió disparando al mismo sitio.

¡Cabang! ¡Cabang! ¡Cabang! Otrastres ráfagas ensordecedoras explotaronde nuevo en la esquina y del impactoStebbins cayó de espaldas y se quedósentado en el suelo. Fue como si alguienhubiera tirado de él por detrás con unacuerda. No sintió dolor, sólo se le cortóla respiración. Las explosiones o laforma en que había caído al suelo le

habían dejado sin aliento. Estabaaturdido y otra vez cubierto por el polvoblanco procedente del morteropulverizado de la pared. Estabaindignado. «¡Ese hijo de su madre porpoco me mata!», pensó.

—¿Estás bien, Stebby? ¿Estás bien?—preguntó Heard.

—Estoy bien, Brian. Puedo seguir.Furioso y lanzando una retahila de

maldiciones, Stebbins se incorporó ysalió de nuevo al callejón para seguirdisparando a la ventana.

El sargento Howe, el jefe del equipoDelta, observaba estupefacto la escenadesde la parte alta de la calle. No podía

creer que el ranger careciera del sentidocomún para encontrar un lugar mejordonde ponerse a cubierto. Nelson teníala sensación de que a Stebbins le habíanintroducido un interruptor en el cuerpo.Por segunda vez en una hora, creyó queStebbins había muerto. Pero elsecretario de suaves modales dio unsalto hacia arriba. Era un hombre nuevo,un animal salvaje, bailaba y gritabacomo un poseso. Nelson, Twombly,Barton y Yurek estaban tambiéndisparando en aquellos momentos a lamisma ventana, cuando se produjo ungran estruendo y una explosión terribleque hizo que tanto Stebbins como Heard

se pusieran a gritar y desaparecieron enmedio de una bola de fuego.

«Esto ha sido para Brian y Stebby.»Cuando Stebbins recobró el sentido

estaba tumbado de espaldas. Sentía lomismo que antes, como si le hubierandado un puñetazo en el plexo solar.Jadeó para recuperar la respiración ynotó en la boca un sabor a polvo y humo.Miró hacia arriba y vio, a través delremolino, el azul del cielo cada vez másoscuro y dos nubes. Entonces surgió deentre medio el rostro de Heard.

—Stebby, ¿estás bien? ¿Estás bien,Stebby?

—Ay, Brian, sí estoy bien —contestó

—. Pero déjame aquí tumbado un par deminutos.

—De acuerdo.Aquella vez, cuando ordenó sus

pensamientos, surgió el sentido común.Necesitaban ayuda en aquel sitio. Lamayor parte de la esquina había voladopor los aires. Stebbins se imaginó quelas piedras desportilladas de la pared lehabían golpeado en el pecho, lo bastantefuerte para dejarle inconsciente, pero nolo suficiente para atravesarle el chalecoantibalas y herirle de gravedad. Lossammies habían montado un armaservida por una dotación e iba a hacerfalta algo más que un M-16 para

silenciarla. Mientras se incorporaba,oyó que Barton, al otro lado delcallejón, solicitaba ayuda por radio.Entonces escuchó una voz a la altura desu oreja, justo detrás. Uno de los chicosD estaba en la ventana del edificio de laesquina, la misma ventana a la queNelson había disparado un rato antes. Lavoz sonaba tranquila y lejana, como lade un surfista.

—¿Desde dónde está disparando esetío, amigo?

Stebbins le señaló la ventana.—Bien, la tenemos cubierta.

Agachad las cabezas.Desde dentro del edificio, el

artillero Delta disparó tres ráfagas de203 a la ventana indicada. Se produjouna explosión inmensa dentro deledificio. Stebbins se imaginó que elproyectil había detonado alguna especiede escondite de municiones, porquehubo un resplandor en todo el primerpiso del edificio demasiado brillante ysonoro para una ráfaga de 203. Luegotodo quedó a oscuras. De la ventanasalía humo negro.

A continuación reinó la calma.Stebbins, Heard y los muchachos queestaban al otro lado de la callejuelafelicitaron a gritos al chico D por sudisparo impresionante. De nuevo

apoyado sobre una rodilla, un poco másallá detrás de la pared destrozada,Stebbins veía el resplandor de luces a lolejos y recordó que se hallaban enmedio de una ciudad grande y que, enalgunas partes de ésta, la vida proseguíacon normalidad. Había algunas hoguerasen dirección al Hotel Olympic, dondehabían descendido por las cuerdas.Parecía que había pasado un siglo.Pensó que tal vez, ahora que era denoche, los sammies dejarían descansarlas armas y se irían a sus casas, y así ély sus compañeros podrían volver a labase para terminar allí la velada. ¿Nosería estupendo?

Alguien gritó al otro lado del cruceque todo el mundo debía dirigirse a todaprisa al helicóptero siniestrado. Comocaía la noche, la fuerza iba adesplazarse hacia la base. Uno a uno,los hombres de la esquina cruzaroncorriendo la intersección. Stebbins yHeard esperaron su turno. La intensidadde fuego había disminuido. «Perfecto, lopeor de la guerra ya ha pasado», pensóStebbins.

Este oyó entonces algo que producíaun silbido en el aire y se volvió atiempo de ver que, lo que parecía unapiedra, se estaba precipitando sobre él.Le iba a dar en la cabeza. Se agachó,

volvió el casco hacia el misil, y actoseguido desapareció en medio de fuegoy luz.

5

El sargento Fales, el paracaidistaherido, recibió una llamada para unenfermero. Necesitaban a alguienurgentemente al otro lado de la ampliaintersección situada al oeste delhelicóptero abatido. El soldadoRodríguez sangraba mucho a causa deuna herida de bala en la entrepierna.Todos los hombres retrocedían a losvarios puntos donde se congregaba a losheridos. El enfermero Kurt Schmidestaba en el patio de la parte alta de lacalle atendiendo al cabo Smith. Nadie alotro lado de la calle Marehan contaba

con la preparación adecuada para trataruna herida tan grave como la deRodríguez. Con la pierna curada deprisay corriendo y extendida sin vida ante él,Fales estaba apoyado detrás de lospaneles de Kevlar cerca del brazo de lacola del helicóptero.

Su compañero Tim Wilkinson, quehabía atendido a algunos heridos, lehabía hecho reír. Los dos enfermeros dela Fuerza Aérea se quejaban desde hacíatiempo de que iba a ser poco probableque ellos asistieran a un combate deverdad en aquel despliegue.

Wilkinson le había dado unapalmada a Fales en el hombro cuando

las balas volaban sobre ellos y le dijo:—Ten cuidado con las cosas que

deseas.Wilkinson seguía trabajando bajo la

impresión de que el convoy terrestre(que hacía rato estaba de regreso en labase, desmembrado, con heridos eincluso muertos) iba a llegar de unmomento al otro. Pensaba que su trabajodebía consistir en mantener a todos losheridos juntos y en literas, listos paraser cargados apenas llegaran loscamiones. Cuando ordenó a Fales aprimera hora de la tarde que se instalaraen una camilla, el sargento mayor sehabía resistido.

—¡Eh, ya sabes cómo hemosquedado! ¡Así que sube! —insistióWilkinson.

Fales se instaló en una camilla aregañadientes y le sujetaron con lascorreas, pero como el tiempo pasaba ylos vehículos no aparecían, acabódesabrochándose él mismo pararecuperar su arma y ponerse de nuevo adisparar. En aquel momento, había oídola llamada procedente del otro lado dela calle.

—Necesitan un enfermero, Wilky.Las balas y las ráfagas de RPG

constituían una barrera mortal entre suposición y los hombres situados al otro

lado de la calle Marehan. Wilkinsoncerró su botiquín y se dirigió hacia elcruce. Entonces se detuvo. Si teníamiedo, había relegado esa emoción.Desde que los proyectiles acribillaronel interior del helicóptero y lo llenaronde una ventisca de polvo y trozos deobjetos, Wilkinson había dejado depreocuparse por las balas y seconcentraba en su trabajo, que le exigíatanto que el resto quedaba olvidado.Trabajaba deprisa y con resolución.Había más cosas que hacer de lo que élpodía abarcar. Era como si no pudierapensar en las dos cosas a la vez, elpeligro y el trabajo. Así que se

concentró en el trabajo. En aquelmomento, se volvió a su amigo ymanifestó sin expresión en el rostro unapetición absurda y deliberadamentecinemática.

—Cúbreme —le dijo.Y se puso a correr y a correr, se

abrió paso por la amplia calle con lacabeza agachada mientras el volumen defuego se intensificaba de pronto. Mástarde, sus compañeros decíanbromeando que no le habían alcanzadoporque iba tan despacio que lossammies habían calculado mal suvelocidad y apuntado demasiado pordelante de él. Según el enfermero, lo

único que había pensado era en llegarsano y salvo al otro lado de la calle.Una vez dentro del patio que hacía lasveces de puesto de mando de los Delta,empezó a observar a los heridos paradecidir a quién atender en primer lugar.Era evidente que Rodríguez necesitabaayuda urgente. Sangraba profusamente yestaba muy asustado. Wilkinson trató detranquilizarlo.

El enfermero rasgó el uniforme delherido para calibrar el daño. ARodríguez le había alcanzado una balaque había entrado por la nalga,atravesado la pelvis y, después dearrancarle un testículo, había salido por

la parte superior del muslo. Lo primeroera detener la hemorragia. Sabía que, sise había visto afectada la arteria femoral(como en el caso de Smith, al otro ladode la calle), pocas probabilidades habíade detener la hemorragia. Wilkinsonempezó a aplicar vendas de campaña y aobstruir la herida de salida con gasasCurlex. Vendó la zona bien fuerte convendajes Ace. A continuación,Wilkinson deslizó unos pantalonesneumáticos de caucho en las piernas y lapelvis de Rodríguez, y los bombeó conaire para presionar todavía más en laherida. La hemorragia cesó. Sedó aRodríguez con morfina y le inyectó un

goteo para reponer fluidos, que no tardóen agotar al intentar mantener lasconstantes del soldado estabilizadas.

Conectó por radio con Fales.—Chicos, ¿os queda más suero?Le contestaron que sí y él les dijo

que pusieran los frascos de plástico enuna bolsa y arrojaran ésta lo más lejosque pudieran en su dirección. Mientrasmiraba al otro lado de la calle cómo unode los hombres se preparaba para ellanzamiento, cayó en la cuenta de queera una mala idea. Volvió a llamar y lesdijo que no la lanzaran. Si las bolsas serompían y abrían, o si les alcanzaba unabala, iban a desperdiciar un suero

precioso. Si la bolsa se abría, él tendríaque permanecer unos minutos en mediode la calle Marehan para recogerlo todo.Decidió que era preferible desafiar lacalle dos veces a toda velocidad quedetenerse en medio de ella.

Cruzó corriendo, también en estaocasión avanzando a lo que parecía pasode tortuga, y de nuevo llegó ileso. Loshombres que observaban desde susposiciones atrincherados alrededor delcruce se quedaron estupefactos ante elvalor de Wilkinson. Éste le dijo a Falesque en esa ocasión iba a tener quevolver fuera como fuera. El estado deRodríguez era crítico. Había que

evacuarlo de inmediato. Wilkinson loatendería hasta que llegara el momento.A continuación, acunando los sueros enlos brazos, hundió la cabeza en el pechoy cruzó corriendo la calle por tercera yúltima vez. También entonces, llegóintacto.

Cuando entró precipitadamente en elpatio, uno de los chicos D le dijo:

—Cielos, es bien cierto que Diosadora a los enfermeros.

Se hacía de noche a gran velocidad.Entre todos ayudaron a Wilkinson allevar a Rodríguez y a los otros a uncuarto interior. Se enteró de que elconvoy que había salido a rescatarlos

había tenido que dar media vuelta, y queiban a tener que pasar la noche allí.

Wilkinson buscó al capitán Miller.—Escucha, tengo un herido en

estado crítico —le dijo—. Tiene que serevacuado de inmediato. Los demáspueden esperar, pero él necesita que selo lleven.

Miller le lanzó una mirada quesignificaba: «Estamos en un mal sitio,¿qué puedo decir?».

6

El especialista Stebbins tenía losojos cerrados pero, sin embargo, vio elrojo brillante cuando explotó la granada.Notó las llamas abrasadoras y luegoentumecimiento.

Olió a pelo quemado, a polvo y acordita caliente, y él se caía rodando,rodando, junto con Heard, hasta que losdos quedaron sentados derechos ymirándose el uno al otro.

—¿Estás bien? —preguntó Heard alcabo de un largo momento.

—Sí, pero me he quedado sin arma.Stebbins gateó hasta su posición en

busca del arma. La encontró hechatrozos. Había un cañón pero ningúnguardamanos. El aire estaba todavíacargado de polvo; notaba que éste lesubía por la nariz, se le metía en losojos y en la boca. También notaba sabora sangre. Imaginó que se había roto ellabio.

Necesitaba otra arma. Con laintención de recuperar el rifle de uno delos heridos, se puso en pie para dirigirsea la puerta del patio donde se habíanrefugiado los chicos D, pero volvió acaerse. Parecía que se le habíandormido la pierna y el pie izquierdos.Después de haberse caído por segunda

vez, se dirigió al patio despacio,arrastrando la pierna. En la puertaestaba su compañero que le decía a unode los chicos D:

—Mi amigo Steb está todavía ahíafuera.

Stebbins le puso una mano en elhombro.

—Brian, estoy bien.Wilkinson sujetó a Stebbins, cuyo

aspecto daba miedo. Estaba sucio ycubierto de polvo y tierra, tenía lospantalones quemados casi por completoy sangraba de unas heridas tanto en laparte superior como inferior de lapierna. Estaba aturdido y no parecía

haberse percatado de las heridassufridas.

—Sólo necesito sentarme unosminutos —dijo—. Luego estaré bien.

El enfermero ayudó a Stebbins allegar cojeando hasta el cuarto traserodonde habían congregado a los demásheridos. Estaba oscuro, y Stebbins olió asangre, a sudor y a orina. La RPG quehabía explotado fuera había hecho queen la casa se prendiera fuego por unmomento y, como consecuencia, habíauna gruesa capa de humo negro quependía del techo hasta media altura. Laventana estaba abierta para airear laestancia y todo el mundo se sentaba en

el suelo. Había tres somalíes apiñadoslos unos contra los otros en un sofá.Rodríguez estaba en la esquina gimiendoy respirando de forma entrecortada ysonora. Llevaba el gota a gota conectadoen el brazo y aquellos pantaloneshinchables especiales en torno a suspiernas y caderas. «Jodido el que halanzado esa mierda de disparo», pensó.

Heard estaba discutiendo con elenfermero:

—Mira, sólo tengo un pequeñoarañazo en la muñeca. Estoy bien. Deverdad. Con una venda pasaré y podréseguir.

Los somalíes se pusieron en el suelo

y Wilkinson tumbó a Stebbins en el sofá,luego empezó a cortarle la botaizquierda con unas enormes tijeras.

—¡Eh, las botas no! —se quejó elherido—. ¿Por qué lo haces?

Suave y lentamente, Wilkinson retiróla bota junto con el calcetín, y Stebbinsse quedó pasmado al ver un trozo demetal del tamaño de una pelota de golfmetido en el pie. Hasta aquel momentono había advertido que había sidoalcanzado. Había notado que tenía lospantalones quemados y chamuscadospero, entonces, gracias a la luz blancadel enfermero, vio que los pedazosdescamados y ennegrecidos que

recorrían la pierna, ¡eran piel! No sentíadolor, sólo entumecimiento. El fuego dela explosión había cauterizado alinstante todas sus heridas. Vio que teníatoda la parte izquierda del cuerpoquemada.

Uno de los chicos D asomó lacabeza por la puerta y señaló la luzblanca de la linterna.

—Eh, tío, tienes que apagar esalinterna —dijo—. Fuera está oscuro ydebemos ir con mucho tacto.

A Stebbins le hizo gracia la palabra,«tacto», pero luego pensó en ello —tacto, tácticas—, y tenía mucho sentido.

Wilkinson apagó la luz blanca y

encendió una linterna roja.Stebbins echó la mano atrás para

buscar los cigarrillos en su mochila,descubrió que el paquete también sehabía quemado. Wilkinson vendó el piea Stebbins.

—Se ha acabado la acción para ti —le dijo—. Escucha, ahora lo notasdormido, pero luego te dolerá. Sólopuedo darte una pastilla de Percocet. —Se la dio junto con un poco de aguayodada en una taza. También le alargó unrifle—. Aquí tienes un arma. Puedescubrir esta ventana.

—De acuerdo.—Pero como tu consejero sanitario,

creo mi deber advertirte que losnarcóticos y las armas de fuego no vanbien juntos.

Stebbins se limitó a sacudir lacabeza y sonreír.

Procedentes de la callejuela, leseguían llegando distintos ruidos por laventana. Sin embargo allí no habíanadie. Sus nervios le jugaban una malapasada. En una o dos ocasiones, gritóaterrorizado y disparó unas cuantasráfagas a través de la ventana, pero noeran más que sombras.

Los disparos de Stebbins, así comola explosión esporádica de una RPGcontra el muro exterior, sacó a

Rodríguez de su inconsciencia. Lanzóuna carcajada y gritó por la ventana quelos somalíes eran unos tiradoresmalísimos. Por muy grave que fuera suherida, no sentía dolor, sólo se notabaincómodo. Le preguntó a Wilkinson unpar de veces si le iba a reducir un pocola presión. El enfermero contestó queno.

Se acercó uno de los chicos D y lepreguntó a Stebbins de dónde procedíala RPG que le había dado, ¿de quédirección? Stebbins no podía decirlocon certeza.

—Creo que de la parte oeste, calleabajo —contestó.

No obstante, aquella era la direcciónhacia donde él miraba, y él tenía todaslas heridas detrás. Stebbins recordóentonces que se había vuelto y miradohacia atrás cuando había visto que elproyectil iba hacia él. Debía de haberllegado desde detrás de él.

—No, del este. Pero no desde ellugar del helicóptero —dijo—. Desdemás arriba de la calle.

Al final, se quedó allí sentado, conlos pantalones destrozados, abrazado alrifle, escuchando la respiración jadeantede Rodríguez y a la mujer somalí que sequejaba, con palabras que él noentendía, de que su marido tenía las

esposas de plástico demasiadoapretadas. Cayó en la cuenta de quetenía que orinar con urgencia. Como nohabía lugar alguno adonde hacerlo, dejóescapar el líquido allí donde estabasentado. Le sentó de maravilla. Miró ala familia somalí y les dedicó una débilsonrisa.

—Lo siento por el sofá —les dijo.

7

El soldado David Floyd, todavía enla calle, le disparaba a todo aquello quese moviera. Al principio dudaba en tirara la muchedumbre cuando ésta seapiñaba cuesta abajo en el sur, perodespués de ver que le alcanzaban alDelta Fillmore, al teniente Lechner y atres o cuatro camaradas, disparaba atodo aquel que se le pusiera a tiro. Elmundo que lo rodeaba entraba enerupción y devolver los tiros parecía laúnica respuesta sensata. Pero por muchoque él o el especialista Melvin Dejesusacribillasen la parte inferior de la calle

Marehan, el gentío seguía surgiendo. Enla calle, todavía tumbado en el pequeñomontículo en medio de ésta, elespecialista John Collett hacía lomismo. Estaban en el punto más al surdel perímetro y no sabían lo que ocurríaalrededor del helicóptero siniestrado, yen ninguna otra parte. Cuando Floyd ledisparaba a alguien con ráfagas de suSAW, veía que los cuerpos se retorcían,como si hubieran recibido una descargaeléctrica. Normalmente, sólo daban unpar de pasos antes de desplomarse.

Una bala, un trozo de metal u otracosa le alcanzó. Floyd se incorporó deun salto, pero de inmediato se dejó caer

por miedo a quitarle la vista de encima ala calle que tenía delante, y descubrióque tenía los pantalones desgarradosdesde la entrepierna hasta la bota, perola bala ni siquiera lo había arañado. Eraevidente que aquélla había atravesado lapared de hojalata.

—¡Uf! —exclamó a la vez quemiraba a Dejesus entre agradecido yasustado.

Le silbaban los oídos, pero poralguna razón aún podía oír. Dejesusempezaba a alucinar. Se estaba poniendocada vez más nervioso y decía que noaguantaba más allí. Tenía que moverse.El y Floyd se habían sentido a salvo

durante cierto espacio de tiempoagazapados detrás de la pared delcobertizo situado en el lado oeste de lacalle y envuelto en sombras, perocuando oscureció, Dejesus ya no aguantóagachado. Estaba de pie y saltaba arribay abajo. Decía que necesitaba haceralgo. Tenía un mal presentimiento. Habíade estar en otro sitio. ¡Enseguida!

Floyd tuvo ganas de abofetearle.—¡Quieres dejar el culo quieto! —le

gritó.Mientras, al otro lado de la calle

Marehan los hombres les hacían señaspara que se metieran en el patio. Elcapitán Steele había desistido de

alcanzar a los tenientes Perino yDiTomasso en la manzana siguiente.Quería que todos los hombres en elextremo sur del perímetro se reuniesenen el patio. Ya había tres equipos Deltay un buen número de heridos en elpequeño espacio, entre ellos Neathery yErrico, ambos con heridas de bala en elbrazo, y Lechner, que aullaba por eldolor que le causaba la destrozada parteinferior de la pierna derecha. Goodaleseguía intentando comunicarse por radiomientras un enfermero le introducíaCurlex en la herida de la nalga. El patioera un paraíso, pero la amplia calle quelo separaba de Floyd, Dejesus, y de los

otros miembros de la Tiza Tres aparecíaamenazante como un abismoinfranqueable.

Uno a uno, echaron a correr en sudirección. El soldado George Sieglerfue el primero. Luego Collett seincorporó de un salto del lugar queocupaba en medio de la calle y corrióhasta la puerta. El soldado Jeff Young,cuyas gafas le saltaban en la nariz ycuyas piernas se elevaban mucho, fue elsiguiente en cruzar corriendo. A cadahombre, Floyd y Dejesus, que habíanvuelto a agacharse, disparaban hacia elsur para proporcionar fuego decobertura. Al final, sólo quedaron Floyd

y Dejesus.—Ahora vas a cruzar tú —le dijo

Floyd a su compañero.Dejesus asintió.—Pero, ven y escúchame. Cuando

hayas cruzado, no entres por la puerta,¿entiendes? Te das media vuelta yempiezas a disparar, porque apenashayas cruzado me tocará a mí. ¿Deacuerdo?

Dejesus asintió de nuevo. Floyd noestaba muy seguro de que lo hubieraentendido.

Debió de haber disparado unoscincuenta tiros mientras Dejesus corría.Y su amigo no lo olvidó. Antes de entrar

en el patio, Dejesus se volvió, se apoyósobre una rodilla y empezó a disparar.Conforme corría, Floyd tenía lasensación de tener plomo en las botas.Los pantalones rotos se agitaban entorno a él como si fuera una falda y,como no llevaba calzoncillos, se sentíadesnudo en más de un sentido mientrassus piernas se movían por la calle. Leparecía que, mientras corría, la puertadel patio retrocedía.

Pero lo consiguió.

8

Una hora antes, al otro lado de laciudad, en el aeródromo de los Rangers,habían llegado los camionesprocedentes del convoy perdidocargados con los heridos y los muertos.Era el tipo de catástrofe para la cual elmayor Rob Marsh se había preparadodesde hacía mucho tiempo, siempre conla esperanza de que él nunca lo vería. Sealistó en el Ejército en 1976 comoenfermero de los Boinas Verdes, y luegoingresó en la Facultad de Medicina de laUniversidad de Virginia. Su padre, JohnMarsh, era por aquel entonces ministro

de las Fuerzas Armadas. Marsh eracirujano de las Fuerzas Aéreas en Texascuando conoció al general Garrison. Losdos hicieron buenas migas desde elprincipio. Unos años más tarde, siendoya comandante de la Fuerza Delta,Garrison le propuso a Marsh el puestode cirujano de la unidad (sin dudaconsciente de la conexión familiar).Ante el temor de que la oferta tuvieramás que ver con su padre que con sudestreza como cirujano, Marsh rechazóla oferta. Pero cuando volvió aproponérselo un año más tarde, aceptó.Desde entonces, ocho años atrás, nohabía dejado de ser el médico de la

unidad.Una de las innovaciones que más

orgullo podía producirle eran cuatrocajas médicas grandes, de hecho unosbaúles de un metro veinte por sesentacentímetros, que contenían bolsas desuero gota a gota, gasas, vendas,vaselina, agujas, sondas… todo lonecesario para el tratamiento inicial delas heridas. En lugar de llenar los baúlescon todo el equipo de formaindiscriminada, Marsh y sus hombreshabían organizado quince bolsas Ziplocseparadas en cada uno, cinco paquetespara los heridos graves y diez para lasheridas menores. La idea era calibrar la

gravedad de una herida y luegoseleccionar el paquete adecuado. Marshhabía visto hacer esto al ejércitobritánico durante la guerra de las islasMalvinas. Hacía años que los Deltallevaban siempre consigo los baúles, nosiempre de buena gana. Los oficiales sequejaban del espacio que ocupaban enlas plataformas de carga, y en más deuna ocasión habían intentado deshacersede ellos. Por lo que Marsh había visto,eran siempre los oficiales conexperiencia bélica real como Garrisonquienes salían en defensa de salvar susbaúles. Y aquel día, por primera vez, losnecesitaban.

Marsh había estado rondando por elCentro de Operaciones toda la tardedesde que la misión empezara a haceraguas. Al principio, Garrison habíapermanecido apartado, sin dejar demascar su puro apagado y escuchando yobservando con tranquilidad. No erapropio de él estar interfiriendocontinuamente. Algunos de los altosmandos insistían en mangonearlo todo,pero a Garrison eso no le gustaba.Cuando se inició aquel despliegue, elgeneral pronunció un breve discursodurante el cual explicó que, por primeravez en su carrera, estaba al mando deunos hombres a quienes, en su opinión,

no necesitaba dirigir. Sabían cómomandarse a sí mismos. Garrison les dijoque su trabajo consistía sólo enproporcionarles todo lo que necesitarany permanecer fuera de su camino. Sinembargo, cuando la situación empeoró,el general se desplazó a la partedelantera de la sala.

Marsh tuvo que abandonar el Centrode Operaciones para atender al soldadoBlackburn, quien no se había roto elcuello al caer del Black Hawk comotemía el enfermero. El joven rangerhabía sufrido un traumatismo en elcráneo y el cuello, y tenía algunoshuesos rotos. Marsh lo estaba

atendiendo cuando le llegó la noticia deque se había estrellado un Black Hawken la ciudad. Regresó al Centro deOperaciones para enterarse mejor y seencontró allí con un buen revuelo. Loscomandantes parecían estar pegados alas pantallas de televisión. Garrison sehabía involucrado por completo. Estabaclaro que la situación se habíadescontrolado.

Avisaron al hospital militar decampaña situado en la embajada deEstados Unidos a fin de que sepreparase para recibir heridos.Discutieron la posibilidad de enviar alos hombres allí, pero al final se decidió

llevar a cabo una primera cura en latienda de campaña de Marsh. Estabapreparado. Contaba con dos cirujanos,un enfermero anestesista y dos médicosayudantes. Los enfermeros de lasinstalaciones quirúrgicas móvilespertenecientes a la Fuerza Aérea ysituadas en un anexo, se prestaronvoluntarios para ayudar. Se instaló unárea de selección fuera de la tienda. Loscasos más urgentes pasaban dentro. Losque podían aguardar se colocabandetrás, en una zona de espera. A los queestaban en estado crítico, próximos a lamuerte y más allá de toda ayuda, se lesllevaba a un lugar apartado cerca de la

ambulancia, alejados de los otrosheridos. Marsh decidió que laambulancia de su unidad sería para losmuertos. Allí hacía fresco y los cuerposestarían a la sombra y fuera de la vista.El cuerpo de Pilla ya estaba allí.

Cuando el convoy se detuvo aquelloparecía una escena sacada de unhorripilante cuadro medieval. La parteposterior de uno de los camiones decinco toneladas se abrió a una masa dehombres que sangraban, gritaban ygemían. Griz Martin estaba sentado a unlado y, aparte de tener las piernasdestrozadas, se sujetaba las entrañas conlas manos, consciente pero aturdido. En

muchos de los casos ni siquiera habíatiempo de aplicarles un simple vendajea los heridos. Marsh sólo disponía deunos segundos para emitir su juiciomientras los camilleros sacaban a losheridos. El soldado AdalbertoRodríguez, que había volado por losaires y a quien luego habían atropellado,fue llevado al interior de la tienda. A unsargento Delta, con la pantorrillaizquierda arrancada de un proyectil, lotrasladaron detrás para esperar. Elsargento Ruiz entró en la tienda decampaña con una herida en el pecho quele supuraba. Algunos heridos rangersparecían idos. Daban vueltas por la zona

de espera renqueando. Marsh observóque todos llevaban sus armas. Pidió alcapellán que empezase a reunir a losmuchachos y hablase con ellos.

El enfermero Delta, sargentoprimero Don Hutchinson, planteó aMarsh el estado de Griz. Hutch y Grizestaban muy unidos.

—Está muy malherido, doctor.Otros chicos D se habían acercado

para estar con Griz, quien se hallabasemiinconsciente a causa de la heridaque, a juicio de Marsh, era mortal. Sehabía quedado sin la zona central decuerpo y, cuando Marsh trató de darle lavuelta, vio que toda la parte posterior de

su pelvis había desaparecido. Grizestaba en un nivel tres, yendo a cuatro,en estado de conmoción. El color habíadesaparecido de su rostro. Era evidenteque había perdido gran cantidad desangre. Resultaba asombroso quetodavía estuviera vivo, y mucho mássemiinconsciente, pero cuando Marsh letomó la mano, Griz se la estrechó másfuerte de lo que nunca le habíanapretado. Habría debido calificarlo«crítico» o de muerte segura, y mandarlojunto a la ambulancia, pero como todosaquellos muchachos de la unidad sehabían reunido allí y le presionaban, leurgían a que hiciera algo, Marsh se vio

obligado a actuar. Estaba seguro de queera inútil, pero de todas formas Griztenía suerte de contar con todo aquelapoyo.

Marsh envió a la tienda de campañaal soldado Kowaleski, el conductorranger a quien la RPG que no habíaestallado le había penetrado en el pecho.Aunque resultara extraño aún dabaseñales de vida. Dentro, el capitánBruce Adams, general cirujano, examinóel cuerpo destrozado del soldado y seestremeció ante el panorama queencontró. Kowaleski había perdido elbrazo izquierdo (uno de los enfermerosde las Fuerzas Aéreas lo encontró, para

su horror, en el bolsillo de lospantalones donde lo había colocado elespecialista Hand). Mientras unenfermero le retiraba la ropa, Adamstrató de restablecerle la respiración.Encontraron la herida por donde habíaentrado la RPG a un lado del pecho y,cuando levantó un trozo de piel bajo elbrazo derecho, Adams vio el afiladoextremo anterior de la granada.

Marsh se acercó para un segundo yrápido diagnóstico y dijo a Adams:

—Este chico está en estado crítico.No pierdas más tiempo con él.

El sargento primero Randy Rymes,experto en municiones, había sido

asignado para llevar a los agonizantes ala parte de atrás. Fue él quien advirtióque Kowalewski tenía una bomba activametida en el pecho. El detonador estabaen la punta, justo bajo el brazo derecho.En lugar de llevarlo junto a laambulancia, Rymes y otro soldadoconstruyeron un búnker con sacos dearena y colocaron el cuerpo delmoribundo dentro. A continuación,Rymes se tumbó boca abajo junto albúnker y alargó la mano para retirardelicadamente la punta de la granada debajo la piel del hombre.

Mientras tanto, los comandantes delCentro de Operaciones observaban

horrorizados a los triunfantes somalíesque invadían el lugar donde estaba elsegundo helicóptero siniestrado, el deDurant, y recibían llamadas histéricaspara que enviaran un helicóptero paraevacuar a Smith y a Carlos Rodríguezdel sitio donde se había estrellado laprimera aeronave. Tenían a noventa ynueve hombres atrapados en la ciudad yninguna fuerza de rescate en camino.Sabían que sería temerario mandar otroBlack Hawk a la zona para evacuar a losdos rangers heridos de gravedad. Laintensidad del fuego era mucho mayorallí que en cualquier otro lugar deMogadiscio, y los somalíes ya habían

derribado cuatro Black Hawks. Garrisoncontaba con pilotos dispuestos aintentarlo, pero carecía de sentido quemataran a más hombres por salvar a dos.

Hasta aquel día, había resultadofácil creer que Aidid, el señor somalí dela guerra, careciera de un ampliorespaldo. Pero aquella lucha se habíaconvertido en algo semejante a unlevantamiento popular. Parecía que todala ciudad quería ayudar a matar a losestadounidenses. Quemaban barricadasen todas partes. Era obvio que Aidid ysu clan habían estado esperando elmomento oportuno, aquél. En el segundohelicóptero siniestrado, visto desde

arriba, no había señales de Shughart,Gordon, Durant o la tripulación delSúper Seis Dos, sólo un gentío muyactivo de excitados somalíes queacudían en tropel hacia el helicóptero.Hubo un rayo de esperanza cuando loshelicópteros de observación detectaronlos faros localizadores que Durant y sucopiloto Ray Frank portaban en sustrajes de vuelo, pero aquello duró pocopues no tardaron en darse cuenta de quelos astutos milicianos de Aidid habíanarrancado los faros a los pilotos ycorrían por toda la ciudad con ellos paradespistar a los helicópteros.

En cuanto a los hombres de las

inmediaciones del primer aparatosiniestrado, no parecían tenerproblemas. Aquellos noventa y nuevehombres eran algunos de los soldadosmás duros del mundo. Su preparaciónera soberbia, iban bien armados ypodían ser muy feroces. Se habíanapoderado de aquel barrio y nadie se loiba a quitar, mucho menos un ejército noarmado de Mogadiscio.

A menos que se quedaran sinmuniciones, o que sucumbieran a ladeshidratación. El helicóptero C2empezó a llamar para pedir ayuda pocoantes del anochecer.

—Necesitamos nuevas existencias…

bolsas intravenosas, y agua… Porsupuesto necesitamos que lleguen lo másdeprisa que puedan. Nuestros chicos entierra se están quedando sin municiones.

—Romeo Seis Cuatro [Harrell],aquí Adam Seis Cuatro [Garrison].¿Quiere que pongamos existencias enun helicóptero?

—Si pueden. Metan suministros enun helicóptero. Intenten que vaya alaparato siniestrado del norte. Se estánquedando sin municiones, frascos desuero y agua, cambio.

Pocos rangers se habían molestadoen llevar consigo las cantimploras.Hacía varias horas que corrían y

luchaban en medio de un calorsofocante. Si iban a tener que aguantartoda la noche necesitarían algo más quebuena disposición y profesionalidad.Por consiguiente, incluso a riesgo deempeorar la situación, Garrison ordenóla intervención de un Black Hawk.Podían arrojar agua, municiones ymaterial médico, y, a ser posible,posarse y recoger a los dos rangers enestado crítico. En el Centro deOperaciones, la mayoría de oficialescreía que el helicóptero iba a serderribado apenas despegase. O cabíatambién la posibilidad de un aterrizajeforzoso en plena calle Marehan. En

cualquier caso, los hombres en tierraconseguirían la munición y el agua.

El Black Hawk Súper Seis pilotadopor los suboficiales jefes Stan Wood yGary Fuller, descendieron atravesandola oscuridad después de las siete de latarde y guiado por las lucesestroboscópicas infrarrojas colocadasen la amplia calle al sur del lugar delaccidente. Mientras descendía elhelicóptero, el fuego de ametralladorase recrudeció en los puntos situadosalrededor del perímetro ranger, yempezaron a volar las RPG. Loshombres que estaban dentro de patios ycasas se extrañaron de lo cerca que se

producía el tiroteo de donde se hallaban,en algunos casos al otro lado de losmuros. Los remolinos producidos porlos rotores del Black Hawk levantabanuna violenta tormenta de arena.

Se mantuvo suspendido por espaciode unos treinta segundos, de los cuales,en lo que respectaba al sargento Howe,sobraban veintiocho. Temió que losfuera a aplastar y contuvo el alientomientras el ensordecedor aparato secernía sobre la manzana. El sargentoprimero Delta Alex Szigedi, que habíasobrevivido al convoy perdido un ratoantes aquella misma tarde, se apiñaba enla parte posterior del helicóptero con

otro operador para arrojar por la bordalas bolsas con los botiquines quecontenían agua, munición y suero. Elhelicóptero estaba siendo acribillado abalazos. Alcanzaron a Szigedi en elrostro. Las balas agujerearon las paletasdel rotor y el motor, que empezó aperder líquido. Una ráfaga atravesó lacaja de engranajes. El Súper Seis siguióvolando. Cuando se elevó y alejó, loshombres se apresuraron a salir de losedificios para recoger los suministros.

En el Centro de Operaciones, oyerona Wood que anunciaba, con voztranquila:

—Reabastecimiento completado.

La tropa inmovilizada habíarecibido suministros para la noche.

9

El combate continuaba con toda sucrudeza en tres manzanas del centro deMogadiscio. La manzana situada al surdel helicóptero siniestrado estabaocupada en dos puntos. El equipo CSARy los rangers de la Tiza Dos del tenienteDiTomasso, treinta y tres hombres, sehabían desplazado a través de la paredque el Súper Seis Uno habíaderrumbado en su caída. Empezaban aextenderse hacía el sur ocupandohabitaciones y patios adyacentes.Abdiaziz Alí Aden seguía escondido enuna de aquellas habitaciones interiores.

El teniente Perino había conducido a sushombres hasta un patio situado en lamisma manzana a través de una puerta allado este de la calle Marehan. El y ochosoldados estaban agrupados donde elsargento Schmid atendía al cabo Smith,quien se apagaba poco a poco. Si bienno les separaba más que un metro,Perino no sabía aún con certeza dóndeestaba el helicóptero derribado o a quédistancia se hallaba de DiTomasso. Elcapitán Miller y su contingente de chicosD y de heridos rangers se encontrabanen el patio que Howe había habilitadoen el lado oeste de la calle Marehan.Los veinticinco hombres de Miller se

habían dispersado por aquella manzanay guarecido en habitaciones que dabanal patio. La tercera manzana estaba alotro lado de una amplia callejuelasituada al sur y en el mismo lado de lacalle de Perino. Allí, en el patio dondese habían refugiado poco antes, elcapitán Steele y tres equipos Deltaseguían inmovilizados por no poderabrirse paso hacia el aparatosiniestrado.

La distribución tosca de las fuerzasresultaba problemática. A los pilotos delos Little Birds, los que realizabanfrecuentes pases para peinar la zona condisparos, les costaba cada vez más

separar con claridad sus posiciones delas del enemigo. Desde el Black HawkC2, el teniente coronel Harrell le pidiópor radio al capitán Miller:

—Scotty, ¿podrías reunir a todo elmundo en un perímetro pequeño ycerrado? Para nosotros es un problemaque los muchachos estén dispersos. Ymarcad vuestras posiciones. Debemossaber con exactitud dónde estáis. ¿Hayalgún modo de hacerlo? Cambio.

Miller explicó que Steele era reacioa desplazarse hacia arriba, y que losequipos Delta que estaban con Steeletambién se hallaban inmovilizados acausa del intenso tiroteo.

—Roger, sé que es muy duro y queestáis haciendo cuanto podéis, perotratad de reunir a todo el mundo en unsolo sitio y que haya un solointerlocutor en ese lugar.

Miller transmitió la petición a losjefes acorralados junto con Steele.Luego, antes de anochecer, ordenó alsargento Howe que se desplazara al otrolado de la calle Marehan paraintroducirse en el patio de enfrente ycubrir la calle. A Howe le pareció unaidea pésima. No aportaba nada paramejorar su posición. Había permanecidoafuera en la calle por espacio de largosperíodos durante la tarde y tenía su

propio plan. Steele y los otrosinmovilizados en el extremo de aquelperímetro tan tosco debían desplazarsehacia arriba y concentrarse con ellos.De esta forma se acortaría la pata largade la L, conseguirían una sola y fuerteposición que defender y proporcionaríana los Little Birds un área de unamanzana claramente definida alrededorde la cual poder trabajar. Podríanestablecer posiciones de fuego fuertes yengranadas en cada una de las esquinasclave, tanto delante y detrás delhelicóptero abatido, como en el extremosur de la manzana. Después de haberinspeccionado la parte exterior, Howe

había visto tres edificios que podíantomar por asalto y ocupar, para extendersu perímetro de fuego. Una casa de dosplantas situada en la esquina noroestedel cruce cercano a la cola delhelicóptero habría proporcionado unaplataforma de tiro susceptible de hacerretroceder a los tiradores somalíes unascuantas manzanas al norte. En opinión deHowe era tan obvio que aquel era elcamino a tomar que le sorprendía quelos comandantes de tierra no lo hubieranpuesto en práctica todavía. Por elcontrario, Howe veía que estabanagobiados. Lo habían seguido hasta elpatio y se habían apropiado del sitio, de

la misma forma que Steele ahora seestablecía en una posición inútil alejadaen el sur. Toda la instrucción recibidapor Howe presuponía que parasobrevivir era básico fomentar elespíritu de seguir adelante a pesar detodo. Se debía evaluar constantemente laposición y trabajar para mejorarla.

Howe era consciente de que no valíala pena discutir. Él y tres hombres de suequipo cruzaron corriendo la calle engrupos de dos. Irrumpieron por la puertafrontal en una casa de dos habitacionesque se dispusieron a desalojar. No habíanadie. A través de una ventana enrejadasituada en la parte posterior, Howe vio a

Perino y su grupo. Uno de los hombresde Howe rompió los barrotes y derribócon toda facilidad la débil pared depiedra para abrir un paso quecomunicara con los otros. Perino ySchmid sujetaron al moribundo caboSmith a una tabla y lo metieron en lahabitación por la ventana. Allí estaríanprotegidos de las granadas lanzadas porencima de las paredes.

Howe opinaba que su posición eraun asco. Desde la puerta de entrada,sólo veía las esquinas de los callejonesdel sur y del norte. En lugar de extenderel campo de fuego, ¡no veía más deveinte metros en cada dirección!

Con sólo escuchar las preguntas ylas órdenes que se gritaban por la radio,Howe tenía la sensación de que quienesestaban al mando andaban muydespistados. Ocurrían demasiadascosas. Lo veía en sus rostros.Sobrecarga emocional. Cuando esosucedía era posible ver los ojosempañados de los hombres. Seencerraban en sí mismos. Se volvíanreactivos.

Como ejemplo, los tan ponderadosRangers. Muchos estaban combatiendopero nadie les decía lo que debían hacery, con toda certeza, ellos no lo sabían.La mayoría estaban escondidos en

cuartos traseros de la casa situada a unamanzana al sur, junto con Steele, sucomandante, a la espera de ver cuál ibaa ser el siguiente paso. Howe suponíaque en aquella casa había más de dosdocenas de hombres capaces y variasarmas pesadas. ¿Qué demonios hacían?Parecía que por lo menos en esto tantoél como Miller e incluso loscomandantes de los helicópteros estabande acuerdo. Steele y sus hombres debíanrecoger a los heridos y desplazarsecincuenta metros cuesta abajo paraconsolidar el perímetro y unirse a lamaldita lucha. Pero Steele no se movía.Daba la impresión de que los rangers

veían a los chicos D como a sushermanos mayores y que, como sushermanos mayores estaban allí, todo ibaa ir sobre ruedas.

El fuego se calmó después de quesaliera la luna. Ésta proyectaba difusassombras en la calle. El Little Birdencargado de peinar la zona conproyectiles iluminaba el cielo con balastrazadoras y cohetes. El metal de lasmetralletas llovía sobre los tejados delatón como si alguien golpeara el lateralde un cubo metálico vacío. Aún habíacuerpos de somalíes en medio de lacalle. Howe observó que los sammiesse llevaban arrastrando a sus heridos y

muertos con gran pericia. Sin embargo,dejaban los cuerpos en el mismo sitio amenos que éstos estuvieran en medio dela calle. Con las armas, lo mismo. Sihabía un arma en el suelo, acababadesapareciendo si no estaba rota. Eranunos luchadores callejeros muy listos. Apesar suyo, Howe sentía una admiraciónprofesional. Eran disciplinados ysuplían la falta de armas sofisticadas ytácticas con determinación. Sabíanocultarse muy bien. Por regla general,todo lo que uno veía de un tirador era elcañón del arma y su cabeza. Cuandocayó la noche y los aficionados sefueron a casa, el fuego se volvió menos

frecuente pero más certero.Poco después de salir la luna, Howe

se sobresaltó ante unas voces altasprocedentes del otro lado de la esquinanorte de su puerta, donde Stebbins yHeard habían sido heridos. Primeropensó que se trataba de los rangers.¿Quién más podía ser tan bruto comopara hablar tan alto en medio de lacalle? Pero se suponía que todos ellosestaban recluidos en edificios. Se quitóuno de los tapones para el oído y prestóatención. Las voces hablaban somalí. Sedebían de haber quedado medio sordos,como todo el mundo, a causa de lasexplosiones y no advertían lo fuerte que

estaban hablando. En ocasiones, loscombatientes necesitaban dos o tres díaspara recuperar el oído por completo.Cuando tres somalíes doblaron laesquina, uno de los chicos D que estabaal otro lado de la calle alumbró al queiba en cabeza con una linterna. Como unmapache sorprendido en un cubo debasura, sus ojos se abrieron de par enpar. Howe descansó el rifle en la jambade la puerta, apuntó al segundo hombre yempezó a disparar el arma automática afondo ampliando el campo de tiro altercer hombre mediante un movimientosuave. Los tres somalíes se agacharonde golpe. Dos de ellos lograron ponerse

en pie y arrastraron al tercero hastavolver a doblar la esquina.

Howe y los otros operadores losdejaron marchar. No querían exponersus posiciones de tiro con másfogonazos. Howe volvía a estardisgustado con su munición de 5,6.Cuando derribaba a un hombre, queríaque éste no volviera a levantarse.

10

Cuando Steele y sus hombres seguarecieron en el patio la confusión eratotal. El ruido terrible: disparos,explosiones de granadas, rotores dehelicópteros, llamadas radiofónicas,hombres que gritaban, lloraban, gemíany se chillaban los unos a los otros en unintento de oír por encima del estruendo,cada uno con una necesidad másperentoria que el anterior. El aire estaballeno de humo, pólvora y polvo. Elpobre teniente Lechner tenía destrozadala pierna derecha, le sangraba a mares yvociferaba de dolor. El patio debía de

tener cinco metros de ancho por seis delargo. Entrando a la derecha había doshabitaciones, otras dos a la izquierda yenfrente había un porche cubierto y alque una vistosa celosía de cementoseparaba de la mitad abierta del patio.La primera habitación a la izquierdaestaba llena, desde el suelo hasta eltecho, de neumáticos. En la primera dela derecha estaba la familia que vivíaallí. Les habían registrado, esposado ycolocado en un rincón. Steele tenía acinco hombres heridos detrás de lacelosía. Dos de ellos, Goodale yLechner, ya no podían caminar. Losenfermeros seguían atendiendo a

Lechner. Steele tenía tres grupos dechicos D mezclados con sus hombres yninguno le prestaba atención, lo quecomplicaba todavía más la situación.

En un momento dado, los chicos Dhablaron de sacar una ametralladora a lacalle, fuera de la puerta del patio. Todosllevaban rifles. El especialista Collettescuchaba nervioso cómo discutían. Élera un artillero de SAW, y el únicoametrallador que no había sido herido.Si mandaban a alguien fuera, sería a él.Se había pasado más de una horaagazapado detrás de una piedra enmedio de la calle Marehan y ahora quepor fin estaba felizmente a cubierto, lo

último que quería era volver a salir. Loharía, pero tenía miedo.

—No pienso mandar a nadie ahíafuera —les dijo Steele.

Collett lanzó un silencioso suspirode alivio.

Steele gritó a su sargento primero,Sean Watson, que fuera a ver si habíaalguna puerta trasera en la casa. Pensabaque, como el tiroteo delante era tanintenso, cuando se marcharan, seríapreferible hacerlo por otra salida.Watson le dijo que no había puertastraseras.

Podía hablar por radio con sustenientes, Perino y DiTomasso, pero no

sabía con certeza la distancia que losseparaba. DiTomasso se pasó unosminutos intentando orientar al capitánpor radio, pero habían llegadoprocedentes de distintas direcciones yninguno conocía el barrio; porconsiguiente, la discusión no llevaba aningún lugar. Steele tenía la impresiónde jugar a aquel juego infantil dondecada uno debía ponerse ante una pizarray hacer un dibujo según las instruccionesque le iba dando el profesor, siendo elobjetivo del juego ver lo diferentes quesalían todos los dibujos. De hecho,Steele no estaba a más de cincuentametros de Perino, al cual sólo lo

separaba de DiTomasso una endeblepared interior de unos veinte centímetrosde grosor. Podían haber estado akilómetros de distancia los unos de losotros.

Por temor a que uno o más de sushombres se hubiera quedado rezagadoen medio de la confusión, Steele estabadesesperado por tener información dedónde habían ido a parar todos ellos.Les había perdido la pista al sargentoEversmann y a la Tiza Cuatro. Lo últimoque sabía era que les había ordenadodirigirse caminando al lugar delhelicóptero siniestrado. No sabía queles había recogido el convoy de tierra y

que luego las habían pasado moradasantes de regresar a la base, donde sehallaban en aquellos momentos. Perino yDiTomasso le habían dado una relaciónde quién estaba con ellos y Perino habíavisto que Rodríguez y Boren eranintroducidos en el centro donde sehallaban congregados los heridos al otrolado de la calle Marehan. Pero ¿quéhabía sido de Stebbins y de Heard?Steele no contaba con una conexiónradiofónica directa con el capitánMiller, por lo cual retransmitía suspeticiones de información al helicópteroC2, que a su vez las comunicaba aMiller.

—Kilo Seis Cuatro [Miller], aquíRomeo Seis Cuatro [Harrell]. Él[Steele] está solicitando situación delranger Stebbins y del ranger Heard.Cree que están con vosotros. ¿Puedesconfirmarlo? Cambio.

El helicóptero C2 informódebidamente a Steele:

—Roger, Julieta, la respuesta esafirmativa. Tienen a esos dos rangerscon ellos, cambio.

Era una buena noticia. Pero nadieparecía saber el paradero de la Tiza deEversmann. Steele empezaba aconsiderar el siguiente paso cuandoPerino volvió a retransmitir sobre

Smith. El capitán sabía que era inútilseguir pidiendo que mandaran otrohelicóptero, pero también que no era élquien estaba cubierto con la sangre deSmith, viendo cómo la vida del joven sedesvanecía.

—Voy a pedirlo, pero va a ser muydifícil que pueda aterrizar unhelicóptero —dijo Steele.

—Delante tenemos un cruce muyamplio —dijo Perino—. Ahí puedeposarse uno perfectamente.

Steele se comunicó con la emisorade mando.

—Romeo Seis Cuatro, aquí JulietaSeis Cuatro. Necesitamos transporte

para evacuación AHORA. Tenemos unherido en estado muy grave que no va apoder resistirlo.

Al cabo de unos minutos recibió lacontestación.

—Roger, comprendido. Vamos ainsistir para que la QRF llegue allí tanpronto como sea posible. Dudo quepodamos enviar un Hawks para quetodo el mundo pueda ser evacuado,cambio.

* * *

El enfermero Kurt Schmid habíaretransmitido una petición de sangre

después de haber visto el gruposanguíneo de Smith en la placa deidentificación. Cuando se hubomarchado el Black Hawk con el nuevoabastecimiento, se acercó al jefe delequipo Delta, Paul Howe.

—¿Han mandado sangre?—No —le contestó Howe.Schmid se imaginó que debían de

andar cortos de plasma después de tratara todas las víctimas del convoy perdido.Había oído por la radio que en la baselos médicos extraían sangre a donantespara poder atender las demandas.

Aunque pensaba que carecía desentido, siguió atendiendo a Smith.

Contaba con Perino y otros del patio seturnaban para hacer presión sobre laparte baja del abdomen y mantener laarteria femoral apretada. Al final elenfermero había cedido y le dabamorfina a través del goteo intravenoso.El cabo se había calmado un poco. Aúnestaba consciente, aunque pálido ydistante. Había empezado a hacer laspaces con la muerte. Perino creía que,aunque Smith estaba ahora tranquilo ydébil, seguía alerta y tenía miedo.Hablaba de su familia. Su padre habíasido ranger en Vietnam, y había perdidouna pierna en combate. Su hermanopequeño, Mike, tenía previsto alistarse e

ingresar en la academia Ranger. Elgemelo de Mike, Matt, también queríaalistarse. Jamie se había educadoqueriendo ser sólo eso de mayor.

Había jugado al fútbol americano yal lacróse en el instituto adonde asistióen el norte de Nueva Jersey y aprovechólo suficiente las clases para graduarse,lo cual ya fue bastante para él. Ni loslibros ni el colegio le habían interesado;sabía lo que quería ser. Nada pudodisuadirlo. Ni siquiera el miedo que supadre, también llamado James, intentóinculcarle explicándole con pelos yseñales los horrores que había visto yvivido en Vietnam. Tres años atrás,

cuando Smith estaba todavía en lainstrucción básica, le había escrito a supadre: «Hoy, cuando volvíamos decomer he visto a dos rangers quecaminaban por la zona de la compañía.El sueño de ser uno de esos tipos conuniformes desteñidos de campaña ygorra negra es lo que me ayuda a seguiradelante».

Smith pedía al enfermero que sedespidiera en su nombre de sus padres ydel resto de la familia, y que les dijeraque pensaba en ellos mientras moría yque los quería. Rezaron juntos.

—Aguanta —le decía Schmid alcabo agonizante—. Estamos intentando

sacarte de aquí. Hago todo lo que puedo.De vez en cuando se alejaba del

enfermo y le decía a Perino:—Necesitamos ayuda. Se está

muriendo.Pero ¿cómo comunicar la urgencia

con todo lo que pasaba? Elabastecimiento había proporcionadomás suero y Schmid lo suministraba alenfermo, pero el muchacho habíaperdido demasiada sangre. Necesitabaun médico y un hospital. Aunquetampoco estaba claro que eso pudierasalvarlo. Apenas le quedaba un soplo devida.

Cuando salió la luna, Steele se

censuró por haber permitido que sushombres no llevaran consigo losaparatos de visión nocturna. El, elinflexible tirano que era como un robotque seguía al pie de la letra losreglamentos Ranger, había descuidadoaquella vez el procedimiento habitualpor lo que parecían razones de peso; yen aquellos momentos luchaban por susvidas, era de noche, y carecían de laventaja tecnológica más significativaque tenían sobre el adversario. Comonunca, tenía allí la ilustración perfectade por qué no se debía jamás dejar delado el reglamento.

Sin embargo, en la base, parecía tan

obvio que el sargento Goodale habíaridiculizado al soldado Jeff Young porhaberse siquiera atrevido a preguntarpor ellos mientras se pertrechaban paramarcharse.

—Young, piensa un poco. ¿Qué horaes?

—Casi las tres de la tarde.—¿Cuánto han durado nuestras

misiones?—Unas dos horas.—¿Es aún de día a las cinco?—Sí, señor.—Entonces, ¿por qué quieres

llevarte los aparatos de visión nocturna?Steele se sentía mortificado por su

estupidez. En una hora o dos estaríaoscuro como boca de lobo. Echó unarápida ojeada al patio para ver sialguien, tal vez por casualidad, llevabalos aparatos de visión nocturna. Nadie.Fuera de la puerta metálica medioentornada estaba oscuro como en unacaverna. Desde donde se hallaba, en lasegunda habitación situada en el extremonorte del patio (que parecía ser lacocina), Steele veía que la luz de la lunareflejaba el azul de los cañones,asomados fuera de las puertas, de lasarmas de sus hombres. Los fue llamandouno a uno para asegurarse de queninguno se había quedado dormido.

Miller no sabía muy bien lo queocurría manzana abajo. Después detransmitir su idea de que Steele y sushombres se desplazaran hacia la partesuperior de la pendiente, Steele habíadeclinado el ofrecimiento de hablar conMiller por medio del auricular de unode los chicos D. Desde la posición delmando Delta, no llegaba ningunainformación sobre lo que pasaba conSteele. Había cierta preocupación deque el capitán estuviera herido, pues elmando Ranger había comunicado que el«elemento de mando» había sidoalcanzado y nadie sabía si se refería a él(Steele había hablado de Lechner).

Miller había retransmitido la petición deque Steele desplazara a parte de sushombres, si no hasta el otro lado delcruce, hasta el edificio situado en laesquina de su manzana, donde podríanayudar a cubrir el cruce sur. Elresponsable de los Ranger había oído laforma en que lo apremiaban desde elhelicóptero de mando, argumentando quepara los Little Birds sería más fácilrealizar sus pases para disparar si lasfuerzas estaban en un perímetro másreducido. La idea de abandonar larelativa seguridad de su patio fortificadopara volver a la calle no resultaba enabsoluto atractiva; sin embargo, cuando

el helicóptero C2 lo solicitó a su vez,Steele aceptó.

Comunicó con Perino por radio y lepidió que arrojase una bengala azuldesde el patio donde se hallaba hasta lacalle.

—Roger, ya está fuera —anunció elteniente.

Steele se asomó brevemente a lacalle. Le sorprendió lo cerca que estabala luz, sólo a una corta carrera callearriba.

Volvió a comunicar con Harrell porradio.

—Vale. Hoo-ah.Acto seguido se dirigió al sargento

Watson para decirle que se preparasepara el desplazamiento. Waston estabaaturdido.

—¡Uy, señor, no, no! —exclamó convoz débil—. Ni hablar.

Watson le explicó que considerabaque la idea era una locura. Apenaspusieran un pie en la calle, podíanesperarse una lluvia de balas y degranadas. Tenían cinco hombres heridos,y a dos de ellos (Lechner y Goodale)había que llevarlos. Además, tambiéndebían acarrear el cuerpo de Fillmore.Si querían moverse deprisa, significabacuatro hombres para cada litera, lo cualsupondría un blanco importante para los

artilleros somalíes. ¿Qué tenía de malola posición que tenían? El fuego se habíahecho menos violento e iba a resultardificilísimo asaltar aquel patio. Si sequedaban donde estaban, contaban conun perímetro mayor. ¿Por qué moverse?

Los rangers escuchaban nerviosos ladiscusión. Como un solo hombre,tomaron partido por Watson. El soldadoFloyd pensaba que Steele estaba loco desugerir siquiera moverse. A Goodale nole gustaba en absoluto la idea de darsemejante paseo subido en una litera.Moverse resultaba innecesario ypeligroso. Suponía ir a por másproblemas cuando ya tenían un montón

de ellos. Steele respiró profundamente yreconsideró el proyecto.

—Creo que tenéis razón —le dijo aWatson.

Discutió el asunto con los chicos D yluego llamó a Harrell por radio.

—Por ahora no vamos a podermovernos, no podemos con tantosheridos.

Fue una noticia frustrante para elcapitán Miller. Nadie había dispuestocon claridad quién estaba al mando entierra. Si una parte de los hombres deSteele se desplazaban aunque fuera sólohasta el extremo de su manzana,conseguirían una mejor cobertura sobre

la calle que los separaba. Harrell senegó a ordenarle a Steele que llevase acabo el desplazamiento.

—Si permanecéis separados nopodré daros apoyo —le dijo Harrell aSteele—. Tú eres el jefe en tierra y tútienes que decidir.

Steele había tomado su decisión, nohabía más que hablar. Cuando uno de losoperadores volvió a ofrecerle susauriculares para que pudiera hablar conMiller, los apartó mediante un gesto dela mano. Por consiguiente, en la prácticahabía dos fuerzas separadasinmovilizadas, y sus respectivoscomandantes no se hablaban entre ellos.

Aunque Steele había decidido nomoverse, Miller acabó desplazando asus propios hombres. Steele se enfadócuando los chicos D se disponían amarcharse. Si partían, iban a reducir enmás de la mitad el número de hombresdisponibles en aquella posición.Consideraba que carecía de sentido yobservó la partida de Miller con unaexpresión de ¡anda y jódete! dirigida aél y a sus hombres. Pero no hizo nadapara detenerlos.

Los operadores se pusieron en filaen el patio. Cuando el primer grupoformado por cuatro hombres se precipitóa la oscuridad, todo el barrio entró en

erupción. Sonó como si la ciudad deMogadiscio hubiera reaccionado degolpe para ver lo que ocurría. Al cabode unos segundos, los cuatro chicos Dirrumpieron de nuevo en el patio comorayos después de tropezar en elmismísimo borde metálico que había enel umbral y donde también se había dadoSteele durante la tarde. Fueron a parartodos en tropel al suelo y los cañones desus armas se enredaron unos con otrosconforme se desenmarañaban.

Steele se sintió aliviado de quenadie hubiera resultado herido, y losobservó reagruparse con moderadasatisfacción.

—Eh, capitán, tenemos que sacar aSmith de aquí. Está empeorando—volvió a pedir Perino por radio.

—Roger —dijo Steele.Sabía que estaba desahuciado, pero

consideraba que le debía a Smith cuantomenos intentarlo. Volvió a conectar conla emisora de los mandos. Hizo unllamamiento a Harrell.

—Romeo Seis Cuatro, aquí JulietaSeis Cuatro. Nuestro chico se estáconsumiendo deprisa. Hay un cruceamplio y adecuado como zona deaterrizaje aquí afuera.

—¿Puedes señalarla, Julieta? ¿Esbastante grande para que se pose un

Hawks?Steele contestó que así era y que

podía señalarla. Esperó la decisión unosinstantes. Notó la frustración en la vozde Harrell cuando éste regresó.

—Hemos mandado un Hawks allípara el abastecimiento y lo hanacribillado tanto que el aparato estáinservible. Creo que si mandamos otroMH [MH-60, un Black Hawk] sólovamos a conseguir tener otrohelicóptero abatido, cambio.

—Aquí Julieta Seis Cuatro. Roger.¿Cuál es el tiempo aproximado dellegada de los vehículos blindados?

No hubo respuesta por espacio de

unos minutos. Steele volvió a llamar,consciente de que estaba presionandomucho.

—Romeo, aquí Julieta.—Adelante, Julieta.—Roger. ¿Tenéis un tiempo

aproximado de llegada para mí?—Estoy trabajando en ello,

mantente a la espera —replicó Harrell,en cuya voz se notaba la irritación.

Steele oyó entonces que este últimointercedía por él en el Centro deOperaciones.

—Tenemos dos heridos graves[Carlos Rodríguez estaba también enestado crítico) que se van a morir si no

los sacamos de allí. No creo que seabastante prudente enviar unhelicóptero. ¿Pueden conseguir untiempo aproximado de llegada para lafuerza terrestre de reacción? Cambio.

Luego, unos minutos más tarde:—Si la QRF no llega pronto,

tendremos unos muertos en acción enlugar de unos heridos en acción. ¡Queese general de brigada [Greg Gile, elcomandante de la 10.a División deMontaña] haga mover el culo a sugente!

Desde el punto de vista de lacomandancia, aparte de la situaciónlamentable de Smith y de Rodríguez, no

tenía mucho sentido volverprecipitadamente a meterse en la bocadel lobo. Debido a las barricadas y a lasemboscadas que habían hecho regresar alos convoyes previos, los comandantesconsideraban que el siguiente tampocoiba a contar con mayores posibilidades.Tenían previsto volver pero con unatropa importante, con cientos dehombres conducidos por tanquespaquistaníes y camiones blindadosmalasios. Pero llevaría tiempo reunir yorganizar esta fuerza. Dijeron a Harrellque tardarían como mínimo una hora (dehecho precisaron tres) para ponerse enmarcha. Harrell informó a su vez:

—No podrán estar allí hasta dentrode una hora. Creo que tardarán algomás de una hora.

Steele le dijo que una hora erademasiado tiempo. El comandante de lasFuerzas Aéreas explicó:

—Roger. Me gustaría mandar unhelicóptero pero me temo que si

lo hago lo único que vamos aconseguir es perder otro aparato,cambio.

Nadie quería dar por desahuciados alos dos jóvenes soldados. En el Centrode Operaciones, los generales volvían aconsiderar la idea de que aterrizase unhelicóptero para evacuar a Smith y a

Rodríguez. Los pilotos estabandispuestos a intentarlo. Preguntaron denuevo a Miller y a Steele si podíanasegurar que había una zona deaterrizaje para que el Black Hawkpudiera posarse y volver luego adespegar. Perino salió y lo consultó conel sargento Howe, quien le dijo que unhelicóptero podía aterrizar, pero estabaseguro de que no iba a conseguir salir deallí.

Se consultó al puesto de mandoDelta del capitán Miller. Éste contestó:

—Podemos tratar de asegurar unlugar, pero hay RPG por todas partes.Va a ser muy difícil que un helicóptero

pueda llegar y luego marcharse. Metemo que sólo vamos a conseguirperder otro aparato.

De mala gana, Harrell transmitió elveredicto.

—Vamos a tener que aguantarcomo podamos con los heridos yconfiar en que la fuerza terrestre dereacción llegue a tiempo.

Steele comunicó la mala noticia aPerino.

—Es demasiado arriesgado —ledijo.

Al cabo de poco rato, Smith empezóa hiperventilar y luego se le paró elcorazón. El enfermero Schmid utilizó

todos los recursos de emergencia a sualcance. Intentó la reanimacióncardiopulmonar en varias rotaciones,compresiones y ventilaciones, luegoinyectó drogas en el corazón del ranger.No sirvió de nada. Había muerto.

Harrell seguía insistiendo para queacudiese la fuerza terrestre de rescate.

—Tenemos a unos muchachos quevan a morir si no los sacamos de aquí,y no es posible que venga unhelicóptero, cambio.

Eran alrededor de las ocho cuandoSteele recibió otra llamada por radio dePerino.

—No se preocupe más por el

transporte, señor. Es demasiado tarde.Steele transmitió la noticia a la

emisora de mando.—Uno de los heridos graves se ha

convertido en muerto en acción.

* * *

La muerte de Smith afectó en granmanera al enfermero Schmid. El cabohabía pasado de ser un ranger alerta yfuerte que se quejaba de estar herido aser un hombre muerto en las manos delenfermero.

Como era el enfermero jefe enaquella posición, tenía otros hombres a

quienes atender y no le quedó tiempopara obsesionarse, pero la prolongadaagonía de Smith y su posterior muerte loiban a atormentar durante años.Manchado todavía con la sangre deSmith, se hizo cargo de los demás. Sesentía agotado, frustrado y deshecho.¿Había sido culpa suya? ¿Habría debidobuscar a alguien e intentar unatransfusión directa al principio, cuandoesperaba que el rescate iba a serinminente? Examinó cada paso realizadoen el tratamiento de la herida de Smith,se interrogó por segunda vez, se culpópor todas y cada una de las decisionesque habían resultado erróneas y que

habían hecho perder un tiempo precioso.Al final, consiguió tranquilizarse.

Schmid creía que si hubiese podidoenviar a Smith a la base, se habríasalvado. No estaba convencido de ello,pero estaba bien pensarlo así.

También Steele se sintió perturbadopor la noticia de la muerte de Smith.Todavía no sabía nada de Pilla, tampocode sus hombres que se habían marchadocon el convoy perdido y habían muerto,Cavaco, Kowalewski y Joyce. Habíavisto a Fillmore morir de un balazo,pero Smith era uno de los suyos. Era laprimera vez que perdía a un hombre.Steele consideraba a sus hombres como

suyos, no del ejército o del regimiento.Suyos. Era su responsabilidadinstruirlos, dirigirlos y mantenerlos convida. Y ahora iba a tener que enviar auno de ellos a casa, el adorado jovenhijo de alguien, en un ataúd envuelto enuna bandera. Se acercó al sargentoWatson caminando despacio y se locontó en voz baja. Decidieron que noiban a decírselo a los otros chicostodavía.

* * *

Goodale se mostraba muy optimistapara ser alguien con un segundo agujero

en el trasero. Se daba importancia con lacantimplora atravesada por una bala. Nole dolía el muslo agujereado por unproyectil que le había dejado una heridamuy fea en la nalga derecha. Noresultaba muy elegante. Floyd, trasllegar jadeando después de que todoslos hombres se hubieran refugiado en elpatio procedentes de la calle, le echóuna ojeada al Curlex que el enfermerohabía introducido en la herida deGoodale y dijo:

—Te gusta tener el culo en alto, ¿eh,Goodale?

En la misma habitación traseraestaba Errico, un ametrallador que se

había herido en los dos brazos cuandomanipulaba su arma, y Neathery, a quienhabían herido en el brazo cuandoreemplazó a Errico. Neathery estabadesesperado. La bala le habíadestrozado el bíceps y el tríceps y nopodía mover el brazo.

Uno de los heridos, al borde de lahisteria, gritaba:

—¡Vamos a morir aquí! —no dejabade repetir—. ¡No volveremos a casa!

—¡Cállate, joder! —le dijo elsargento Randy Ramaglia, y el hombreguardó silencio.

En peor estado estaba Lechner, aquien le estaban suministrando morfina

con suero. Cuando el sargento Ramagliaentró por primera vez en la oscurahabitación posterior, se metió en lo queparecía ser un charco caliente. Luegocayó en la cuenta de que se trataba de lasangre de Lechner. El cuarto olía asangre, un hedor fuerte a almizcle unidoa un ligero matiz metálico, como cobre,un olor que ninguno de ellos olvidaríanunca.

En un momento dado, volvió Watsonen busca de más munición. Estaban casia la mitad del suministro que habíanguardado dentro.

—Si quieres tengo algunas granadasdetonadoras —propuso Goodale.

—No, Goodale, no quiero granadasdetonadoras —dijo con una ligera ironía—. Ahora ya no queremos asustarlos.Ahora vamos a matarlos.

Al igual que los demás, Goodale sesentía frustrado ante la tardanza delconvoy de rescate. Le había pedido aSteele un tiempo estimado de llegada, elcapitán le dijo que se lo iba a decir peroel tiempo pasaba y Goodale volvió apreguntar. Steele le dio un nuevo plazo,luego también éste fue sobrepasado.

—¡Atwater! —le gritó alradiotelegrafista de Steele—. Escucha,le he prometido a mi novia que iba allamarla esta noche y si no lo hago me

voy a ganar una buena bronca, así quehaz lo posible para que salgamos deaquí.

Atwater se limitó a dedicarle unatriste sonrisa.

—¡Eh, cabronazos, será mejor queos agachéis y os estéis callados! —exclamó uno de los chicos D—. Comoentre una RPG por aquella ventanaposterior estáis todos jodidos.

Corrió la voz sobre la muerte deSmith.

—¿El cábo Smith? ¿Qué le hapasado a Smith? —preguntó Goodale.

—Ha muerto.La noticia dejó a Goodale

anonadado. Él y Smith eran amigosíntimos. Los dos se creían más listos quelos demás, unos sabelotodos, siempredispuestos a la pulla, pero Smith era elmejor.

Siempre hacía reír a los chicos.Antes de que los llamaran a filas paraaquel despliegue, Smith le habíaconfiado a Goodale que había conocidoa una chica y que quería casarse conella. Hablaban mucho de la compra delanillo, algo que Goodale soportaba porKira. La decisión de Smith dedeclararse los acercaba más. Leselevaba a un nivel de masculinidad másserio de lo que les rodeaba, unos

jóvenes gallitos fanfarrones. Pasabanmucho tiempo juntos en los barraconesjugando al risk o matando el tiempo.«¿Smitty estaba muerto?»

* * *

El soldado George Siegler vigilabaa los somalíes que encontraron en lacasa. Los llevaron a todos al rincón másalejado del cuarto, un dormitorio. Habíauna cama y una mesilla de noche. Elsoldado con cara de niño, pues noparecía tener más de quince años,apuntaba su M-16 a dos mujeres, unhombre y cuatro niños. Los adultos

estaban arrodillados. La más joven, unamujer en estado muy avanzado deembarazo, lloraba. Los demás estabanesposados, pero no así esta últimaporque no podía sostener a su bebé conlas manos atadas. No dejaba de indicarmediante gestos que tenía sed, y Sieglerle dejó su cantimplora. Al principiolloraban todos los niños. Los mayoresparecían tener entre seis y diez años.Uno era una criatura. Al cabo de un ratodejaron de llorar. Lo mismo hizo lamujer embarazada después de beber. Nopodían comunicarse, pero Sieglerconfiaba en que entendiera que nopretendía hacerles daño.

A medida que transcurría la noche,la situación se fue tranquilizando.Mientras no dejasen entrever ningunaluz, no les disparaban en el patio. Antes,las balas entraban por la puerta abierta eiban a estrellarse en la celosía delporche, pero los tiros habían cesado. Alcabo de unas horas, el especialista Kurthliberó a Siegler de la vigilancia de losprisioneros. Bañado en sudor y sediento,se instaló en una silla. Por la tarde,cuando habían salido para la misión,Kurth tuvo ganas de orinar pero no lohizo pensando que estarían de vuelta alcabo de una hora más o menos. Acabótumbándose de lado en la calle detrás de

una choza de hojalata y orinó mientraslos proyectiles llovían a su alrededor yél pensaba que se la estaba jugando.

Toda aquella experiencia aterradorale afectaba de una forma que no acababade entender. Cuando estaba en la calle,agazapado detrás de una piedra que enningún caso tenía el tamaño suficientepara proporcionarle cobijo, pensó enmuchas cosas. Lo primero, en largarsedel Ejército. Luego, conforme las balaspasaban por encima de su cabeza ylevantaban nubes de polvo a sualrededor, lo reconsideró. Se dijo queno podía abandonar el Ejército, quedónde iba a tener que hacer algo como

aquello. Y allí mismo, en aquel mismomomento, decidió volver a alistarseotros cuatro años.

A medida que avanzaba la noche, dehora en hora, todo se volvía mástranquilo. Seguían recibiendo informesde situación del hombre de las FuerzasAéreas que estaba calle arriba ycontrolaba las distintas emisorasradiofónicas. El convoy llegaría enmedia hora. Luego, al cabo de cuarenta ycinco minutos, «el convoy tardará unahora». Cuando por fin éste se puso enmovimiento, se oyó a lo lejos un intensotiroteo. Kurth tenía la boca seca. Todosestaban sedientos. Notaban en las bocas

el gusto a polvo y pólvora y las lenguasestaban pegajosas e hinchadas. Nada enel mundo les hubiera sabido mejor queuna botella de agua fría. De vez encuando, llegaba un Little Bird volandobajo y en medio de un gran fragor, y seproducía un estallido de disparos yexplosiones sonoras, y el metalprocedente del helicóptero rebotaba enel tejado de hojalata y llovía en el patio.Luego volvía a reinar tanto silencio queKurth oía su propia respiración y loslatidos continuos y acelerados de sucorazón.

11

De hecho, el especialista Waddell nollegó a ponerse a cubierto junto con elresto de los hombres. Cuando anochecióy todo el mundo entró en patios y casas,el teniente DiTomasso le dijo que sehiciera cargo de la seguridad en el ladooeste del agujero hecho por el BlackHawk derribado. Desde donde estabatumbado, detrás de unos escombros,podía ver el lado opuesto detrás delbrazo de la cola doblada delhelicóptero. El sargento Barton seacurrucaba al otro lado del agujero yapuntaba su arma al este, más allá de la

parte frontal del aparato.Unas horas antes, por la tarde,

Waddell fue presa del pánico ante laidea de que no pudieran marcharse antesde que se hiciera de noche. Sin embargo,al llegar el crepúsculo ansió que el solacabara de ponerse. Parecía que no ibaa hacerlo nunca. Imaginaba que, al caerla noche, cesaría el tiroteo y podríanrespirar mejor. Observaba a los LittleBirds que rugían cuando pasabandisparando por la callejuela al este y lesrociaban con casquillos metálicos. Suscohetes sacudían el suelo. El ruido quehacían era comparable al desgarro deuna pieza gigante de Velero, y luego el

resplandor y la tremenda explosión. Sesentía bien al saberlos cerca. Así escomo los quería. Cerca.

Uno de los chicos D echó a correr,trepó al helicóptero y sacó municiónSAW para Waddell y Barton, asimismoencontró un par de aparatos de visiónnocturna que le dio al primero. Conellos puestos, Waddell podía ver toda lacalle hasta pasado el cruce al oeste yutilizar el aparato láser para apuntar, locual le hacía sentir mucho mejor. Elpequeño Fiat verde que tan eficazmentehabía servido de protección al otro ladodel cruce para Nelson, Barton, Yurek yTwombly estaba completamente

agujereado. Waddell oía por radioseguir prometiendo el envío de lacolumna de rescate. Estarían allí enveinte minutos. Luego, una hora después,se había convertido en cuarenta minutos.Al cabo de un rato, se había convertidoen objeto de bromas.

—¡Ya llegan! —decían los chicos, yse echaban a reír.

A pesar de estar a unos kilómetrosde distancia, Waddell oyó, media horaantes de la medianoche, a la inmensacolumna compuesta por tanques,vehículos blindados, camiones yHumvees, iniciar su marcha por laciudad. O bien el convoy se había visto

envuelto en un gran combate, o estabailuminándolo todo a su paso, porqueWaddell podía seguir la pista de susmovimientos por el ruido de disparos ypor la forma en que el cielo seiluminaba sobre él. No pensó en elpeligro o en las probabilidades quetenían de que los sitiaran o mataran.Pensó en cosas estúpidas. Le habíancitado para una prueba de educaciónfísica al día siguiente y se preguntó si,cuando volvieran, tendría todavía quehacerla. Preguntó a Barton.

—Eh, sargento, ¿voy a tener quehacer la prueba de educación físicamañana?

Barton sacudió la cabeza.También acudió a la mente de

Waddell la novela de Grisham queestaba leyendo antes de marcharse.Estaba impaciente por terminar el libro.¿Era su destino morir y no poder leernunca las pocas páginas que lequedaban?

Durante la noche, más o menos cadamedia hora, Barton lo llamaba en vozbaja:

—¿Estás bien?Si pasaba más rato sin que Waddell

tuviera noticias suyas, lo llamaba él a suvez:

—Sargento, ¿estás bien?

Era poco probable que ninguno delos dos se quedara dormido. Antes demedianoche, cesaron los disparos ydurante ciertos períodos de tiempo losLittle Birds dejaron de hacer suspasadas, con lo cual empezó a reinar elsilencio. Fue entonces cuando oyó a lolejos a la columna de apoyo que seponía en camino. Como Waddell era unode los pocos rangers que había llevadoconsigo una cantimplora llena de agua,en lugar de utilizar su hueco en el arnéscon munición, se la pasó a los demás,que la acogieron con avidez.

«¿Cuándo demonios nos van a sacarde aquí?» Eso era lo que el especialista

Phipps quería saber. Se hallaba junto alresto de los heridos en una habitacióninterior, pequeña, polvorienta y llena dehumo, situada en el edificio contiguodonde estaba el helicóptero abatido; ledolían la espalda y la pantorrilladerecha a causa de las heridas demetralla y escuchaba el ruido producidopor los disparos y las explosionesafuera conforme se preguntaba cuándoiba a irrumpir un sammy de miradasalvaje y le iba a volar la cabeza. Nosabía lo que pasaba. El especialistaGregg Gould estaba allí adentro con él.Un poco de metralla se había incrustadoen el culo de Gould, tenía un aspecto

harto ridículo con el trasero vendado yen alto; además, no dejaba de hablar desu novia, de cuánto la echaba de menosy de las ganas que tenía de verla cuandofuera a casa… todo lo cual todavíadeprimía más a Phipps, que no teníanovia.

—Todo saldrá bien. Tío, cuandosalgamos de aquí me voy a beber unabuena cerveza —dijo Phipps en unintento de cambiar de tema, pero nofuncionó.

El especialista Nick Struzik tambiénestaba con ellos. Le habían disparado enel hombro derecho. Phipps lo habíavisto cuando, poco antes de que él

mismo fuera herido, sangrara apoyadocontra el muro de piedra, y recordó quele había impresionado mucho, como sialguien le hubiera dado una bofetada.Struzik fue el primer herido de entre suscompañeros. El estado del sargento delEstado Mayor Mike Collins era grave.Una bala le había roto el peroné y latibia de la pierna derecha. La bala habíaentrado por debajo de la rótula y salidopor la parte posterior de la pierna,quedando destrozada. Collins sentíamuchísimo dolor y sangrabaprofusamente. Phipps pensó con tristezaque el viejo sargento Collins no iba apoder contarlo. No podía creer que

todos hubieran dejado los aparatos devisión nocturna en la base. Siempre leshabían proporcionado aquella sensacióntan chula de «estamos aquí para darosuna patada en el culo» que habíansentido en previas misiones nocturnas,porque suponía una gran ventaja que unopudiera ver a los hijos de puta y ellos nopudiesen verle a uno. Una buena lecciónaprendida. Todos sorbían de las bolsasdel gota a gota porque estaban sedientos,pero sólo para humedecerse la boca. Eraempalagoso, pero por lo menos eralíquido. Luego, después de la llegadadel helicóptero con abastecimiento,pudieron beber unos cuantos sorbos de

agua.Cuando se hizo evidente que iban a

permanecer allí un buen rato, el sargentoLamb se llevó con él al sargento RonGalliette y juntos exploraron todas laspuertas que daban al patio interior.Detrás de una de ellas que abrieron deuna patada, había dos mujeres, una muyvieja, y tres bebés. La mujer joven quisohuir. No era más que una adolescente, talvez dieciséis años, y parecía demasiadodiminuta y delgada para haber dado vidaal niño que con tanta fuerza estrechabaentre sus brazos. Llevaba un vestido azulbrillante con un reborde dorado. El bebéiba envuelto en los mismos colores. La

muchacha se iba desplazando hacia lapuerta. Lamb le dijo al sargento Yurekque la vigilara. Cada vez que este últimoapartaba la vista, ella volvía a acercarsea la puerta. Cuando él alzaba el rifle,ella se sentaba de nuevo. Yurek le habló.

—Escucha, si quisiéramos hacerosdaño ya lo habríamos hecho, así queestáte tranquilita —le dijo, pero eraevidente que ella no había entendido unasola palabra.

A pesar de ello, el sargento volvió aintentarlo. Le explicó que, de momento,estaba más a salvo dentro que fuera. Loúnico que tenía que hacer era quedarsesentada. Tan pronto como pudieran

marcharse, lo harían. Cuando ella volvióa hacer un movimiento en dirección a lapuerta, él la empujó hasta el rincón conla ayuda del rifle.

—¡No, no, no! ¡Tienes que quedarteaquí! —gritó en un intento de asustarla yque no se moviera, y la mujer le contestócon palabras que él no entendió.

Había un grifo en la pared que nocerraba bien y salía constantemente aguade él. Yurek recogió un poco en sucantimplora y se la pasó a la mujer. Ellavolvió el rostro y se negó a cogerla.

—Como quieras —dijo él.Lamb contó quince heridos, además

del cadáver del copiloto del Súper Seis

Uno, Donovan Briley. Como precisabande más espacio, pusieron una pequeñacarga en la pared del fondo. La piedra yel cemento eran tan débiles que unopodía simplemente empujar las paredespara que se desplomaran; porconsiguiente, la carga voló un buenpedazo e hizo un bonito agujero de másde un metro veinte de alto por unossesenta centímetros de ancho. Todo elmundo se asustó cuando explotó, enparticular la mujer somalí vigilada porYurek. Fue presa de un ataque denervios. Incluso Twombly, que habíapuesto la carga, se sobresaltó. Pensó quetenía una mecha de treinta segundos,

pero como era de sólo veinte segundos,dio un brinco de medio metro cuandoestalló. El nuevo agujero daba al cuartoque comunicaba con el patio central dela manzana, donde había estado Perinoen un principio. Por consiguiente,aunque por casualidad, la unidad deDiTomasso y la de Perino se habíanencontrado. El impacto de la explosiónderrumbó parte de la pared exteriorsobre Waddell y Barton, que estabanfuera junto al helicóptero abatido.

Nelson se había quedado tan sordoque ni siquiera oyó la explosión. Desdeque Twombly disparara su Saw delantede su cara, no dejaban de silbarle los

oídos. Nelson contempló la carniceríaque lo rodeaba y se sintió loca eincreíblemente afortunado. ¿Cómo eraposible que no le hubieran herido?Resultaba difícil describir lo quesentía… Era como una epifanía. Cercade la muerte, jamás se había sentido tancompletamente vivo. Había habido en suvida unas décimas de segundo en quesintió que la muerte lo había rozado,como cuando otro coche surge a todavelocidad de una curva cerrada y está apunto de chocar con uno de frente. Todaaquella tarde había vivido con aquellasensación, de que la muerte le lanzabasu aliento en plena cara como el viento

ardiente de una granada al otro lado dela calle, minuto tras minuto, y asídurante tres horas o más. Con lo únicoque podía compararlo era con lasensación que experimentaba a vecescuando hacía surfing, cuando estabadentro del tubo de una enorme ola y todoa su alrededor era energía y movimientoy una fuerza terrible lo arrastraba y todolo que él podía hacer era concentrarseintensamente en mantener el equilibriopara cabalgar hacia fuera. Los surfistaslo llamaban «el cuarto verde». Elcombate era otra puerta a aquel cuarto.Un estado de conocimiento mental yfísico. Durante aquellas horas en la calle

no había sido Shawn Nelson, no tuvoconexión con el mundo convencional,ninguna factura que pagar, ningúnvínculo emocional, nada. Sólo un serhumano que conservaba la vida de unamilésima de segundó a la otra, quebosquejaba un aliento tras otro,consciente de que cada uno podía ser elúltimo. Presentía que jamás iba a poderser el mismo. Siempre había sabido quealgún día moriría, de la forma en quetodo el mundo sabe que morirá, pero enaquel momento su realidad le habíamarcado. Y no suponía algo aterrador omorboso. Sentía algo más parecido alconsuelo. Le hacía sentir más vivo. No

tenía remordimientos por la gente a laque había disparado y matado en lacalle. Ellos intentaban matarlo. Estabacontento de permanecer con vida y deque los otros estuvieran muertos.

Se inició el traslado de los heridos ala habitación mayor que había abierto lacarga de Twombly y había que pasar alsargento Collins por el agujero en unacamilla. Para ello, no sólo tenían quesujetarlo a ésta con correas, sino ademásponerlo de lado para que pudiera pasar.Conforme se disponían a preparar eltraslado de esta forma, Collins protestó.

—¡Eh, chicos, que tengo una piernarota!

—Lo siento —le replicó Lamb—.Pero tenemos que pasarte por el agujero.

Collins gritaba de dolor mientras lotrasladaban hasta los hombres queestaban al otro lado.

Hicieron lo mismo con el cuerpo deToro Briley en una camilla. Nelsonhabía visto a Briley jugar a cartas yreírse en la base aquella misma mañana.En el accidente, se había abierto lacabeza, cercenada de oreja a oreja bajola barbilla. El cuerpo estaba todavíacaliente y sudoroso, pero habríaadquirido una tonalidad gris enfermiza.El corte en la cabeza tenía unos docecentímetros de ancho y ya no sangraba.

Cuando levantaron el achaparrado perorobusto cuerpo hasta la litera, la partesuperior de la cabeza cayó hacia atrásde forma grotesca. Lamb recordabahaberlo visto correr en pantalón corto,era un hombre fuerte. «Cielos, qué díamás triste», pensó. Una vez lo hubieronpasado por el agujero, Lamb lo atravesóa su vez y, después de bajar el cadáverde la litera, lo apoyó contra la pared. Lacabeza del piloto la golpeó y se oyó unruido sordo que casi hizo vomitar aLamb. Luego deslizó el cuerpo para quequedase plano y, cuando llegase la rigormortis, no se doblara por la cintura.

Abdiaziz Alí Aden acechaba en la

oscuridad. Los rangers se habíaninstalado en su casa. Podía ver lasestrellas a través de la pequeña aberturaque había hecho el helicóptero al chocaren el techo. Los rangers habían colgadolámparas rojas en los árboles y en lasazoteas de las casas. Nunca había vistounas luces semejantes. El fuego seguíasiendo intenso en las calles y procedíade todas direcciones. Los helicópterosbajaban en picado hasta poca altura yacribillaban las azoteas con susproyectiles. Oía a los estadounidensesde dentro que hablaban con loshelicópteros por radio para indicarlesadonde debían disparar.

No sabía muy bien qué era máspeligroso, si quedarse en la casa contodos aquellos rangers al otro lado delmuro o huir corriendo en medio de lanoche a riesgo de recibir una bala en elcuerpo. Así se estuvo debatiendo hastaque el fuego remitió y decidiómarcharse.

Trepó a lo alto de un muro exterior ydesde allí saltó a la callejuela. Habíacuatro personas muertas allí dondeaterrizó, dos hombres, una mujer y unniño. Echó a correr, pero apenas habíarecorrido unos cuantos metros, cuandopor detrás de él apareció rugiendo yvolando un helicóptero y las balas

levantaron tierra al dar en el suelo yrebotaron en las paredes. Hundió lacabeza entre los hombros y siguiócorriendo, sorprendido de no haber sidoalcanzado.

El paracaidista Tim Wilkinsonvigilaba a los hombres heridos delcapitán Miller instalados en un patio alotro lado de la calle Marehan. Estabasentado en la puerta de entrada al patiocon una pistola en la mano. Sólo se oíanesporádicas explosiones de armas defuego. De vez en cuando, bajaba unhelicóptero en medio de un gran fragor eiluminaba el cielo fuera de la ventana.

Stebbins encendió un cigarrillo con

una cerilla y Wilkinson, sobresaltado, sedio media vuelta con la pistola y leapuntó.

—Sólo estaba encendiendo unacolilla, sargento.

Se hizo un momento de silencio,luego los dos sonrieron conscientes deque pensaban lo mismo.

—Ya lo sé, ya lo sé —dijo Stebbins—. Es malo para mi salud, ¿no es eso?

12

Ya muy entrada la noche, NormHooten y los otros chicos D, al mandode cuyos equipos estaban el sargentoprimero John Boswell y Jon Hale, juntocon un grupo de rangers a cuya cabezase hallaba el sargento Watson,abandonaron el patio del capitán Steele,el situado en el punto más al sur conrespecto a los demás, y se introdujeronen la angosta callejuela agachados ypegados a la pared norte, donde habíandejado el cuerpo de Fillmore a últimahora de la tarde. Llegaron a laconclusión de que, como la situación se

había calmado, podían desplazarsecomo quería el capitán Miller al edificiode la esquina en el extremo norte de lamanzana donde ya estaban. Desde allí,podían cubrir el amplio callejón que ibade este a oeste y que separaba a las dostropas atrapadas. En el patio quedaronsolamente Steele junto con los heridos ysólo cuatro o cinco hombres sanos, perolos demás no se iban muy lejos.

A ninguno de los rangers le hizogracia la idea de marcharse. Uno, unsargento, se negó en redondo aabandonar el patio, incluso cuandoSteele se lo ordenó. El hombre se limitóa alejarse y a quejarse de que algo le

había lesionado un ojo. Le dijeron quevolviese y ayudase con los heridos.

Los sargentos Thomas y Watsonsiguieron a los chicos D por la calle y,detrás de ellos, Floyd, Kurth, Collett yvarios hombres más. Floyd descubrió unburro muerto a un lado de la calle fuerade la puerta y se agazapó detrás de él.Los chicos D subieron la calleja y semetieron en el edificio de la esquina através de una ventana que estaba a unmetro del suelo. Cuando Floyd llegó, yahabían pasado el cadáver de Fillmorepor la ventana.

Floyd tropezó con algo. Cayó alsuelo y encontró la CAR-15 de

Fillmore. Notó la sangre secadescamándose en sus manos. Tambiénhalló el casco con sus auriculares y elcorrespondiente micrófono, así comootros objetos de su equipo. Lo estabarecogiendo todo cuando Watson seasomó por la ventana.

—¿Qué demonios estás haciendo,Floyd? ¡Deja ya de hacer el tonto y meteel culo por la ventana!

A Floyd le costó mucho saltar por laventana con todos aquellos pertrechos.Watson tiró de él y aterrizó en unespacio mucho mayor que donde estabanel capitán Steele y los otros. El cuerpode Fillmore yacía en medio de la luz de

la luna. Los chicos D le habían esposadobrazos y pies para que resultara másfácil transportarlo. Enfrente de laventana por la que habían entrado habíaotra en la pared y, como les separaba delos heridos, rompieron los postigos parapoder hablar con mayor facilidad de unlado al otro.

Los chicos D colocaron lucesestroboscópicas infrarrojas alrededordel nuevo espacio a fin de señalar éste alos helicópteros. Floyd revisó el patio yencontró un bidón lleno, de unacapacidad aproximada de unosdoscientos cincuenta litros bajo un grifoque perdía. Primero lo olió por si era

gasolina, luego metió un dedo y lo lamiódespués. Era agua. Habían advertidomuy seriamente a Kurth y a los demáshombres que no bebieran agua del grifo.Los médicos les dijeron que nada podíaenfermarlos más deprisa. «Bueno —decidió Kurth—, al cuerno con losmatasanos.» Si se ponía enfermo, bien,ya se preocuparía de ello. Llenó sucantimplora y bebió unos tragos justopara mojarse la garganta.

Acto seguido, él y el sargentoRamaglia, que estaba en la habitacióndel otro lado del callejón, empezaron apasar cantimploras arriba y abajo con laayuda de un palo de escoba. El sargento

reunió todas las que pudo y las fuepasando después de introducir el palopor el asa del tapón de plástico que ibaenroscado a la embocadura de lacantimplora. Una a una, Floyd las fuellenando todas con el agua del bidón.

Luego, se sentó con Collett ycharlaron en susurros durante largo rato.Como los chicos D ya cubrían todas lasventanas y las puertas, ellos no teníannada que hacer. La luna estaba alta yreflejaba una luz suave sobre el cuerpode Fillmore en medio del patio. Collettno dejaba de consultar su reloj.Después, Floyd, con los pantalones quese agitaban alrededor de las caderas

desnudas, se puso a curiosear por elpatio. En el suelo, junto a su bota,encontró una funda nueva para un M-16.

—Eh, Collett, mira esto.Les habían dicho que todos los

somalíes usaban armas viejas ydestartaladas, pero aquella funda aúntenía la grasa de embalaje.

Collett estaba aburrido. No podíacreerlo, ¿aburrido en una zona decombate? ¿Cómo podía ser? Toda lasituación resultaba extraña, demasiadoextraña para ser verdad. Ni en broma lesiba a creer nadie cuando lo contasen encasa. Escuchaban las batidas de loshelicópteros encima de ellos y el cada

vez más cercano fragor de las armasconforme el gigantesco convoy derescate se debatía para abrirse pasohasta ellos.

—¡Eh, Floyd!—Dime…—Tengo una idea.-¿Qué?—¿Jugamos para un «jack somalí»?Floyd no daba crédito a lo que oía.

Collett estaba sugiriendo que apostaran.Era un viejo juego entre los rangers:conseguir un «jack» en lugares exóticos.Los muchachos fanfarroneaban de haberobtenido un «jack tailandés», o un «jackegipcio», o un «jack C-5».

Se echaron a reír.—Collett, tú estás flipado del todo.

Loco como una cabra —dijo Floyd.—No, tío. Piensa en ello. Serías sin

lugar a dudas el primer chico de tubloque. ¿Cuántas personas pueden decirque han conseguido uno de ésos? ¿Eh?

13

Desde arriba, los comandantesobservaban la zona en contiendamediante cámaras infrarrojas y sensiblesal calor que esbozaban las manzanas enmonocromo. Veían a montones desomalíes que se movían alrededor delperímetro en grupos de una docena omás y seguían disparándoles desde loshelicópteros. Los milicianos de Aididtransportaban en camiones a máscombatientes desde otras partes de laciudad. Los Little Birds pasabanvolando bajo y acribillaban las paredesen medio de la noche. Uno de los

helicópteros disparó a un somalí armadocon una RPG que debía de llevarcartuchos de reserva en la espalda. Lemetieron en el cuerpo un cohete de casisiete kilos que lo mató y debió hacerestallar la munición de reserva, porquesaltó por los aires como un petardo.Cuando el helicóptero volvió a la basepara repostar encontraron trozos de sucuerpo pegados al parabrisas.

El sargento Goodale, sentado delado para que la nalga vendada notocara el suelo, reanudó su trabajo decoordinar las batidas de los helicópterosdesde el patio del capitán Steele. Desdedonde estaba sentado no podía ver nada,

pero hacía las veces de agenciadistribuidora para todos los operadoresde radio que pedían que se hicierafuego. El decidía qué lugar precisaba demás ayuda y se lo transmitía alhelicóptero de mando.

A última hora de la tarde, leinformaron de que dos fuerzas muynumerosas de somalíes se desplazabandel sur al norte.

Por primera vez Steele fue presa delpánico. «A lo mejor no vamos a podersalir de aquí», pensó. Si una fuerzasomalí tomaba por asalto el patio, él ysus hombres iban a matar a muchos, perono podrían detenerlos. Dio una vuelta

para asegurarse de que todos sushombres estaban despiertos ypreparados. Se maldecía por haberdejado que bajasen de los helicópterossin llevar las bayonetas, otro objeto queexigía el reglamento táctico pero del queellos habían prescindido para evitar máspeso. ¿Quién habría pensado que iban anecesitar bayonetas? Asomó la cabezapor el cuarto interior donde estabaGoodale con el resto de los heridos y leinformó con humor macabro:

—Si ves a alguien que entra por estapuerta y no gritan «¡Ranger! ¡Ranger! »,te adelantas y los matas, porque si noseremos nosotros los que la palmemos.

Goodale se quedó de piedra. Latranquilidad le había llevado a sentirse asalvo. Razonó para sus adentros: «Estábien, es posible que muera aquí.Preferiría que no fuera así pero si ha desuceder, entonces quiere decir que tieneque pasar y no hay nada que yo puedahacer para impedirlo». Y pensó tambiénque era terrible haber entregado laresponsabilidad de su vida, de sumismísima existencia, al Gobierno deEstados Unidos, y que por eso tal vezestaba respirando su último aliento enaquella mierda de cuarto interior, enaquella calle inmunda del jodidoMogadiscio de Somalia. Recordó cuánto

había deseado ir a la guerra, ver elcombate, y luego pensó en todasaquellas espectaculares películasbélicas y documentales sobre batallasque había visto. Sabía que nunca veríade nuevo uno de esos filmes con lamisma percepción. Porque la gente semoría de verdad. Descubrió que lamejor forma de aceptar el trance en elque se hallaba era asumir que ya estabamuerto. Ya estaba muerto. No hacía másque seguir cumpliendo con su deber.

Una manzana más arriba, el sargentoYurek estaba apostado en una ventana yobservaba en dirección este el callejóndel helicóptero abatido.

Todo aparecía dibujado con suavessombras azules, la pálida tierra de lacallejuela, las hojas de los cactos y unapared de unos dos metros y medio dealto con una valla justo fuera de ella, auna distancia menor a la de la longitudde dos automóviles. Yurek creyó haberoído que se acercaba alguien y trató depermanecer lo más quieto que pudo.Luego vio que la cerca se sacudía. Sellevó el M-16 al hombro y apuntó a loalto de la valla, entonces un sammy, yluego otro, se auparon ágilmente y sepusieron sobre la pared adyacente, contoda evidencia en busca de un lugaradecuado para saltar al suelo. El

sargento pensó que aquello iba a ser pancomido. Uno de los hombres lo divisójusto antes de que apretara el gatillo.Antes de que las ráfagas de Yurek loderribaran y arrojaran al otro fuera de lapared hacia atrás, tuvo tiempo de dar ungrito y preparar el arma. Una de lasarmas de los hombres cayó junto aYurek. Oyó un ruido al otro lado y luegovolvió a reinar el silencio.

Cuando el sargento Howe se asomóa la calle principal, se sintió todavíametido en una trampa. Había estadoinmovilizado en una posición nefasta y,por primera vez, empezó a tener lasensación de que tal vez no iba a salir

de allí con vida.Los somalíes habían estado

enviando grupos de entre tres a seishombres por las callejuelas parainvestigar sobre sus posiciones yenterarse exactamente de dónde estaban.Howe vio a algunos de ellos y supo concerteza lo que estaban haciendo. Unoasomó su arma por la esquina y disparóen dirección a la posición de Millersituada enfrente, luego, con la esperanzade ver las balas trazadoras que guiaransu fuego, se quedó aguardando. Al verque nadie lanzaba ninguna, se decidió adoblar la esquina. Howe dejó que bajaratranquilamente la calle hasta que

estuviera frente a su posición antes dedispararle, porque si fallaba y el hombreno moría, podía regresar con los suyospara señalar su posición. Seconvertirían entonces en un buen y granblanco para una RPG. Cuando ya sepreparaba para hacer fuego, lo hicierondos chicos D al otro lado de la calle yderribaron al hombre, que no volvió alevantarse. Al mismo tiempo, iluminarona un grupo de cinco somalíes que sepreparaban para doblar la esquina.Heridos, se marcharon arrastrándosecalle arriba.

En cierto sentido, el silencioresultaba más desconcertante que el

previo estruendo propio de la batalla.Resultaba difícil no imaginar que seformaban amplios grupos de somalíes alotro lado de las esquinas. Howepensaba que, si se producía unarepentina avalancha de un grupo bastantenumeroso, corrían el peligro de que losrodeasen. Se puso a prepararmentalmente una lista de las medidasque tomaría en aquel combate final.Pensaba tomar tantas como fuerahumanamente posible. Tenía aún seis osiete cargadores para su CAR-15,además de su calibre.45 y munición parala escopeta. Haría fuego con el riflehasta quedarse sin balas, luego con la

escopeta, después con la pistola, yfinalmente haría uso del cuchillo. Con unpoco de suerte, encontraría algún armaenemiga.

Howe reunió a su equipo y les dijoque no abriesen fuego sobre lossomalíes hasta que éstos estuvieranconfiados calle abajo, como él habíahecho. Todos debían ahorrar munición,seleccionar con cuidado cada disparo.Los demás operadores debían informarpor radio cuando hacían uso de susarmas, decirse los unos a los otros a quétiraban y dónde, y si habían dado en elblanco después de apuntar. Eso lesservía para seguir la pista de los lugares

conflictivos que iban surgiendo. Lanoche había llegado a una coyunturacrítica.

Los Little Birds se hicieron cargo delos dos importantes elementos somalíesque se acercaban. Goodale oyó que unode los helicópteros recorría rugiendo lacalle Marehan y, a continuación, eltableteo de sus armas y el tansatisfactorio \boom! de un cohete.

—¡Ese elemento fuera de juego! —gritó Goodale.

Otra batida eliminó la segundaamenaza.

El sargento Bray, el controladorbélico de las Fuerzas Aéreas en la

posición de Miller, pidió que elhelicóptero bombardeara la casa de dosplantas contigua al patio que ocupaban.Ese edificio los dominaba en altura yademás contaba con una entradaindependiente al otro lado de la esquina.Si había somalíes en esa casa, lesresultaría muy fácil dispararles desdeabajo. El edificio era adyacente al patiodel puesto de mando Delta y no estaba amás de veinte metros frente a la posiciónde Howe, lo que significaba que hacíafalta un tiro fenomenal para acertar elblanco sin herir a ninguno de losestadounidenses en tierra. Los hombresde Howe señalaron el edificio con luces

láser para el piloto del Little Bird, quienles preguntó por radio si estaban segurosde que querían que hicieran fuego consus metralletas tan cerca. Desde el aire,era como trazar una línea fina entre dosposiciones amigas.

—Agachad las cabezas —advirtió elpiloto.

Su disparo dio de lleno donde estabala señal. Después de observar cómo lasmetralletas derribaban la casa, se volvióa uno e sus compañeros y le dijo:

—¡No intentes repetir esto en casa!Al cabo de un rato, aparecieron dos

somalíes caminando por en medio de lacalle como si estuvieran dando un

paseo. La luna estaba alta en esosmomentos e iluminaba la escena con unaluz similar a la de una tarde nublada.Una distancia de unos cuarenta metrosseparaba a los hombres. Howe vio pasaral primer hombre por delante de suposición. Intentó tapar la luz de su armacon la tapa infrarroja pero, por unmomento, brilló accidentalmente la luzblanca fuera de la puerta. Vio que elhombre se volvía y buscaba dónde sehabía originado el resplandor. Howeapartó el calibre 45. No queríadispararle al hombre con el rifle porquehabía chicos D en el edificio de enfrentey las balas podían atravesar la calle

después de haber dado al somalí.Asimismo, sabía que el segundo hombrevería con claridad el fogonazo tanto delrifle como de la escopeta. Howe pidiópor radio que uno de sus hombresdisparase al hombre apenas éste hubierasalido del perímetro. Cuando el hombrese alejaba, uno de los hombres apostadoal otro lado de la calle le disparó en laparte derecha inferior de la espalda. Elhombre giró sobre sí mismo conexpresión atónita e, inmediatamente,otras cuatro balas lo hicieron caer. AHowe le molestó que se hubierannecesitado tantos proyectiles paraderribar a un solo hombre. El segundo

somalí pasó por el mismo sitio unosminutos después y también abrieronfuego sobre él.

A medianoche el convoy de rescateya estaba cerca. Los hombres atrapadosoían el sordo retumbar de casi cienvehículos, entre tanques, camionesblindados para transporte de tropa yHumvees. El trueno de sus armas se ibaacercando poco a poco. Al cabo de unrato, el ritmo de los disparos sonabacomo un largo solo de batería en unacanción de rock muy heavy metal. Era lallegada colérica de Estados Unidos deAmérica, los pasos del gran dios delrojo, el blanco y el azul.

Era el sonido más cojonudo delmundo.

C. N. N. A.

1

Michael Durant oía los disparosprocedentes del gigantesco convoy derescate que entraba en la ciudad enmedio de un gran fragor. El piloto heridodel Black Hawk estaba tumbado bocaarriba y atado con una cadena de perrosobre el frío suelo de baldosas de unpequeño cuarto octogonal sin ventanas.El aire, la luz de la luna y los ruidos sefiltraban a través de unas aberturas enforma de cruz situadas en el terciosuperior de las paredes de cemento.Notaba gusto de polvo en el aire y olía asangre, a pólvora y a sudor. La

habitación no estaba amueblada y sólotenía una puerta, que estaba cerrada.

Cuando la enfurecida turba seabalanzó sobre él creyó que iba a morir.Todavía ignoraba la suerte de los otrostres hombres que formaban sutripulación, el copiloto Ray Frank y losoficiales Tommy Field y Bill Cleveland,o de los dos chicos D que habían tratadode protegerlos. No sabía cómo sellamaban.

Perdió el conocimiento cuando lossomalíes se lo llevaron. Tuvo laimpresión de que abandonaba su cuerpo,que observaba la escena desde fuera desí mismo y, en lo peor del caos y del

terror, eso le había tranquilizado. Peroesta sensación no duró mucho. Recobróel sentido cuando, con la cabezaenvuelta en un harapo, lo arrojaron en laparte posterior de un camión paratransporte de tropas y, aunque esperabamorirse en cualquier momento, lesorprendió estar aún vivo. Estuvieroncirculando largo rato. El camiónavanzaba y se detenía, avanzaba y sedetenía. Calculó que habían transcurridotres horas desde el accidente cuandollegaron a aquel lugar, le retiraron eltrapo y le ataron las manos con lacadena.

Lo que Durant no sabía era que ya no

estaba con el primer grupo que se habíaapoderado de él. La intención de YousefDahir Mo'alim, el líder de la milicia deun pueblo vecino, que le había salvadode la turba enfurecida después de queésta arrollara y matara a los otros, erallevar a Durant a su pueblo y entregarloa los jefes del Habr Gidr. Sin embargo,cuando se alejaban del aviónsiniestrado, les detuvo una banda demooryan disidentes que iban mejorarmados y llevaban detrás un técnicocon una ametralladora. Este grupo noconsideraba que el piloto herido fueraun prisionero susceptible de serintercambiado por líderes de clanes que

habían sido capturados, sino un rehén.Sabían que alguien pagaría dinero pararecuperarlo. Dado que esta bandaexcedía tanto en número como enarmamento a los hombres de Mo'alim,éstos renunciaron, aunque de mala gana,a Durant. Así funcionaban las cosas enMogadiscio. Si Aidid quería recuperaral piloto, tendría que luchar por él, opagar.

A Durant le dolía la pierna derecha ala altura del fémur fracturado y notabaque la sangre rezumaba dentro de lospantalones donde un extremo del huesoroto había atravesado la piel durante elintento de linchamiento. Era un dolor

soportable, y no sabía si esto era buenoo malo. Estaba todavía con vida, lo quesignificaba que el hueso no había rotouna arteria. Lo que realmente lepreocupaba era la espalda. Temíahaberse roto una vértebra durante elaccidente.

Después de un ligero forcejeo, logróliberar una mano de la cadena. Sudabatanto que la mano se deslizó confacilidad fuera de aquélla cuando pudorelajarla. Tuvo una sensación de triunfoque le animó en gran manera. De unaforma muy modesta, había luchado.Podía limpiarse la nariz y los ojos,estirar la pierna rota y, dentro de lo que

cabía, ponerse un poco más cómodo. Acontinuación volvió a deslizar la manoen la cadena para dar la sensación deque seguía atado.

En un momento dado oyó que variosvehículos blindados pasaban justo por elexterior. Oyó disparos y pensó queestaban a punto de rescatarlo o dematarlo. Se produjo un tiroteo feroz.Oyó el sordo bombardeo de unlanzagranadas automático Mark 19, asícomo la explosión de lo que sonabacomo misiles TOW. Jamás había sido lavíctima de un intenso fuego de artilleríay le impresionó lo potente y aterradorque era. Las explosiones se acercaban

cada vez más. El nerviosismo entre losskinnies que lo tenían prisionero se fueincrementando. Todos eran hombresjóvenes con unas armas que parecíanoxidadas y mal conservadas. Escuchóque se gritaban entre ellos y quediscutían. En varias ocasiones, un par deellos irrumpió en el cuarto y loamenazaron. Uno hablaba algo de inglés.

—Tú matar somalíes. Tú morirsomalíes, ranger —dijo.

Durant no pudo comprender lo otroque decían pero adivinó que le pegaríanun tiro antes de dejar que losestadounidenses que se acercaban se lollevaran.

Escuchaba la batalla entablada conesperanza y temor a la vez. Luego elruido se alejó para irse apagando. Apesar del peligro, se sintiódecepcionado. ¡Habían estado tan cerca!

Al cabo de un momento, asomó porla puerta el cañón de un fusil. Sólo elcañón. Durant advirtió el movimientopor el rabillo del ojo y volvió la cabezajusto cuando resplandeció y en lahabitación sonó un disparo. Notó elimpacto en el hombro izquierdo y en lapierna izquierda. Le echó una ojeada alhombro y, además de sangre, vio elextremo posterior de una bala quesobresalía de la piel. Era evidente que

aquélla primero había dado en el suelo yluego rebotado en su dirección ya sin lafuerza suficiente para entrar porcompleto. Un fragmento de metralla sele clavó en la pierna.

Sacó la mano de la cadena y trató desacar el proyectil del hombro. Fue unmovimiento automático, un reflejo, perose quemó los dedos cuando la tocó ehizo una mueca de dolor. Estaba todavíacaliente. Las yemas de los dedos se lechamuscaron.

«A ver si aprendes la lección, hayque esperar a que se enfríe», pensó.

2

La noticia de la gran batalla enMogadiscio llegó a Washington cuandoallí era la mañana del domingo.Llevaban algunas horas de combatecuando el general Garrison recibió unallamada del general Wayne Downing, unviejo amigo que era comandante en jefede las Operaciones Especiales deEstados Unidos. Después de correr porla mañana temprano, Downing pasó porsu despacho en la Base MacDill de lasFuerzas Aéreas de Tampa, y decidióhacer una llamada a su amigo que estabaen Mogadiscio para saber cómo andaban

las cosas por allí. Hacía unas dos horasque duraba la lucha. Garrison le resumióen pocas palabras lo que había ocurridohasta ese momento. La misión en síhabía sido un éxito, habían capturado ados de los lugartenientes de Aidid y a unbuen número de miembros de menorcategoría, pero habían sido derribadosdos helicópteros, el tiroteo era intenso ylos muchachos estaban todavía en mediodel combate. Después de preguntarle asu amigo si había algo que él pudierahacer, Downing colgó el teléfono. Loúltimo que necesitaba su amigo en aquelmomento era alguien que anduvieradándole la lata a veinte mil kilómetros

de distancia.Downing difundió la noticia.

Aquella misma mañana, el consejero deSeguridad Nacional, Tony Lake, recibióun sucinto resumen en la Casa Blanca,dos lugartenientes de Aidid capturados,dos helicópteros derribados, laoperación de rescate en marcha. Lakeestaba entonces más preocupado por loque sucedía en Moscú, donde elpresidente Boris Yeltsin se defendía deun golpe de Estado de la derecha. Elpresidente Clinton no mencionóMogadiscio en la conferencia de prensade aquella mañana, que se celebraba enel mismo momento en que el

destacamento especial Ranger quedabaatrapado en torno al primer helicópterosiniestrado. Tanto Clinton como el restode los estadounidenses fueron ajenos aldrama que se desarrollaba en el lejanoMogadiscio. Después de la conferenciade prensa, el presidente voló a SanFrancisco para una gira de conferenciasya planificada y que iba a durar dosdías.

En esta ocasión, Garrison hizo todolo posible para que la fuerza que mandóa la ciudad fuera demoledora. Si Aididquería jugar, el ejército de EstadosUnidos jugaría. Centrados en veintiochocamiones blindados malasios y cuatro

tanques paquistaníes, el convoy ascendíaa cien vehículos y tenía una longitud demás de tres kilómetros, y contaba contanta potencia de fuego que podían encaso necesario abrirse su propiocamino. El teniente coronel Bill Davidfue el responsable de reunir rápidamenteesta fuerza en el Puerto Nuevo, situadoen la costa a unos tres kilómetros alnorte de la base Ranger.

Cuando a David le confiaron lamisión, su primera reacción fue: «¡Noestarán hablando en serio!» Sushombres, dos compañías de fusileros dela 10.a División de Montaña, quesumaban cien hombres, estaban ya en el

aeropuerto. La compañía Charlie deDavid, los «Tigres», habían recogido aalgunos heridos leves en la emboscadade la rotonda K-4 cuando intentabanllegar al helicóptero siniestrado deDurant, pero aparte de esto, estabanfrescos y ansiosos de participar en lalucha. La Compañía Alfa, bajo el mandodel capitán Drew Meyerowich, se unió aellos. Los vehículos blindados eranestupendo, de acuerdo, pero ¿qué iba ahacer David con los malasios y lospaquistaníes? Se reunió con el generalGile, segundo en mando de la 10.a

Convinieron que cuando sus hombres sejuntasen con las tropas extranjeras en el

Puerto Nuevo, les pedirían a losmalasios que retirasen a su propiainfantería de los camiones blindados ymeterían en éstos a las tropasestadounidenses. Sería algo así como:«Muchas gracias, nos quedamos con susvehículos y sus conductores, pero nonecesitamos a sus hombres». Davidintuía la reacción.

—¿Esos chicos hablan inglés? —preguntó.

—La mayoría de los oficiales hablanun poco —le contestó Gile—. Además,habrá oficiales de enlace para facilitarel proceso.

A David le bullía la cabeza cuando

salió del Centro de Operaciones. Aloficial del Ejército Regular (West Point,promoción del 75), nativo de San Luis,le acababan de asignar a sus cuarentaaños de edad la misión de su vida.Hacía dos meses que estaba enMogadiscio, al mando de un batallón depacificadores destinado a apoyar a lasfuerzas de Naciones Unidas. Nunca lehabía hecho mucha gracia la presenciadel destacamento especial Ranger bajoel mando de Garrison, que había llegadoe iniciado sus misiones secretas almargen de la estructura militar yaorganizada. Las unidades del EjércitoRegular admiraban el elitismo de los

Boinas Verdes, pero también lesmolestaba. Las divisionesconvencionales no gozaban ni conmucho del mismo dinero para lainstrucción, o de la misma libertad paraescoger las misiones. No resultó fácilpara los orgullosos oficiales y hombresde la 10.a, que contaban con su propia ydistinguida historia bélica, ver aldestacamento especial Ranger apareceren Mogadiscio y quitarles los honores.Desde que la osada misión empezó a irmal, no costó mucho considerarla unatemeridad. ¿Qué estaban haciendo en elbarrio Mar Negro, aquella zona deAidid tan popular, a plena luz del día?

¿Dónde estaba la reserva? Y David ysus hombres, a veces despreciados porel cuerpo de elite, tenían por misiónsacarles las castañas del fuego a losDelta y a los rangers.

Debía trasladar a sus hombres, juntocon lo que se había dado en llamar el«Pelotón de los Cocineros», formadopor voluntarios y restos de las fuerzasoriginales de asalto, al Puerto Nuevo enel norte, y una vez allí negociar con losmalasios y los paquistaníes, desarrollarun plan y entonces hacer que sussubordinados lo comunicaran a todo elconvoy. Seguidamente tenía queconducirlos hasta la ciudad y

mantenerlos juntos en la oscuridadconforme se abrían camino hasta los doshelicópteros siniestrados.

Mientras los comandantesorganizaban el plan, los rangersasignados a la columna de rescate secarcomían de impaciencia. ¡Eran suscompañeros los que seguían allíatrapados! Los que habían estado en lalucha sabían lo cruenta que se habíavuelto la batalla. Habían ayudado atrasladar a sus camaradas heridos omuertos desde los Humvees y loscamiones del convoy perdido hasta elhospital de campaña, donde el doctorMarsh y su equipo de médicos y

enfermeros luchaban con todas susfuerzas para salvarles la vida. Losrangers sabían que los muertos eranPilla, Cavaco y Joyce. En estado graveestaban Blackburn, Ruiz, Adalberto,Rodríguez y el operador Delta GrizMartin. Había otros muchos heridos. Erauna escena espantosa. Además, lossoldados ilesos estaban tan salpicadosde sangre que parecían también heridos.

Algunos asistentes médicos seacercaron al sargento Eversmann, quienhabía estado al mando de la Tiza Cuatroy había vuelto junto con sus hombres enel convoy perdido. Eversmann no estabaherido, pero la mayoría de los hombres

de su tiza sí. Al igual que en el trayectode vuelta, le tocó ir apretujado con losheridos en la parte posterior de unHumvee, y además iba con el uniformeapelmazado de sangre. Cuando llegarona la base y empezó a ayudar a bajar alos heridos, dos enfermeros lo agarrarony empezaron a cortarle los pantalones.

—¡Eh, dejadme en paz! —exclamó—. ¡Estoy bien!

No le hicieron ningún caso, porquehabía hombres realmente heridos queprotestaban de la misma forma.

—Escuchad, no tengo nada.¡Ocupaos de ellos! —gritó a la vez queseñalaba a los que esperaban atención.

Eversmann estaba destrozado. Habíasido un día larguísimo, y toda aquellasangre, y todos aquellos hombres, ¡sushombres!, mutilados, le partía elcorazón. Costaba mucho mantenersesereno. Estaba discutiendo con losenfermeros y los médicos cuando uno,ya maduro, lo apartó de los demás.

—Sargento, ¿cómo se llama?—Matt Eversmann.—Bien, Matt, escuche. Tiene que

tranquilizarse.—Roger.—Vamos a atender a esos

muchachos. Se pondrán bien. Pero ustedtiene que tranquilizarse.

—¡Estoy tranquilo! —gritóEversmann, aunque era evidente que nolo estaba—. ¡Sólo quiero que se ocupende ellos!

—Lo que estos chicos necesitanahora de usted es saber que no haperdido la calma. No deben verlenervioso porque eso los inquietará más.

Eversmann cayó en la cuenta de queestaba haciendo el ridículo.

—De acuerdo —dijo.Se quedó allí un momento, indeciso,

luego se volvió y se dirigió caminandodespacio a los barracones. Resultabadifícil librarse de todas las emocionesdel combate. Se sentía sacudido como

después de un terremoto. Eraescalofriante tener que identificar lamuerte. Casey Joyce era uno de sushombres. La última vez que había visto aJoyce corría hacia el convoy con lacamilla que portaba a Blackburn.Después, le había perdido la pista. Yluego había visto su cara pálida ytirante, vacía de vida. Durante elcombate no hubo tiempo para reaccionaral terror o retroceder ante lo queresultaba grotesco. Pero ahora todo salíaa la luz.

Le ayudó mucho que el tenientecoronel McKnight le pidiera quereforzase el perímetro de seguridad en

el aeropuerto. Había el temor de que, enmedio del caos, Aidid aprovechase paraasaltar la base. Por consiguiente,Eversmann se guardó todas susmeditaciones y se fue a trabajar. Todavíale quedaban seis hombres sanos de sutiza. Los puntos de sutura que elespecialista Sizemore tenía en el codo,donde antes se había quitado el yesopara unirse a la lucha, estaban abiertos ysangraban; sin embargo, él apartó a losenfermeros mediante un gesto enérgicode la mano. No quería que lo volvierana marginar. No podía quitarse de lacabeza las imágenes de sus compañeros,allí en la ciudad bajo sitio y

esperándolo. Estaba furioso y, al igualque muchos de sus camaradas rangers,quería venganza. Recordó a Stebbins,que había tomado su puesto en elhelicóptero, y se volvía loco ante la ideade que el secretario estuviera allí en sulugar. Tenía que ir. ¿Qué era lo queretrasaba la marcha? Estaba dandovueltas alrededor de los Humveespreparados cuando se acercó un chico Dy preguntó:

—¿Alguien conoce a Alfabeto?Sizemore dijo que él lo conocía.

Atravesaron juntos la puerta de entrada,pasaron por delante del hospital decampaña y llegaron al parque de

bomberos. Detrás de él, una sábanablanca cubría el minibúnker hecho consacos de arena por el sargento Rymes.El sargento levantó la sábana. Dentroyacía el cadáver de Kowalewski con laRPG todavía clavada en el pecho.

—¿Es Kowalewski? —preguntó elchico D.

Sizemore asintió con un gesto de lacabeza, por lo menos creía que era él.Estaba anonadado. El chico D volvió aformular la pregunta.

—¿Es Kowalewski?—Sí, es él.El larguirucho Steve Anderson

intentaba darse ánimos para volver a

salir de la base. Ya se había ido aregañadientes la primera vez. Losacontecimientos de la jornada habíandespertado en él una serie desentimientos confusos, entre los quepredominaba la ira. Hasta aquel día,Anderson había sido tan patriota comoel resto de los muchachos, pero enaquellos momentos, después de ver a losmuertos y heridos, se sentía utilizado yestúpido. Habían puesto su vida enpeligro y arrastrado a una situacióndonde tenía que disparar y matar apersonas para sobrevivir… y resultabadifícil comprender la razón. ¿Cómopodían unos políticos de Washington

tomar a unos hombres como él yponerlos en una situación semejante,tipos que eran jóvenes, ingenuos,patriotas y estaban ansiosos por hacer locorrecto, y aprovecharse de todo estosin una buena razón?

Oyó la historia de uno de suscompañeros, el soldado KevinMatthews, que había estado en lacolumna pequeña de Humvees cuandomataron a Pilla y luego regresó con elprimer convoy de rescate. Matthewscontaba lo del hombre que había matadoen la calle unas horas antes, de cómo sehabía retorcido cuando le metió en elcuerpo cinco, diez, quince proyectiles, y

Anderson tuvo la sensación de queMatthews fanfarroneaba. Salvo que, amedida que lo escuchaba, se dio cuentade que el joven soldado estabatrastornado y que hablaba y hablabaporque necesitaba desahogarse y contarlo que había ocurrido. Estabatemblando. Necesitaba que leasegurasen que había hecho lo correcto.

—¿Qué otra cosa podías haberhecho? —le dijo Anderson.

Este último había hablado la vísperacon sus padres en Illinois, y les habíadicho que todo iba bien, que no pasabanada y que probablemente así seguiría.Y ahora, aquello…

Hubo que llevar a cabo un examenespecial para identificar a los hombresque podían conducir los camiones decinco toneladas con los aparatos devisión nocturna. Las gafas de visiónnocturna bloqueaban toda la visiónperiférica y escocían los ojos. Hacíafalta tiempo para acostumbrarse aconducir con ellas. Como el especialistaPeter Squeglia, el armero de lacompañía, tenía experiencia en conduciruna moto con los aparatos de visiónnocturna, uno de los tenientes le pidióque se hiciera cargo de uno de loscamiones.

—Señor, si usted me pide que

conduzca un camión, lo haré. Pero nuncahe conducido un camión.

La idea de que le rechinasen lasmarchas y de que se le calase el motoren medio de un tiroteo, donde unvehículo parado podía atrasar unacolumna entera o, peor, quedarserezagado, le aterrorizaba. El tenientehizo una mueca y se alejó en busca deotro. Squeglia volvió de nuevo a la tareade reunir las armas de los muertos yheridos para limpiarlas y repararlas mástarde. De momento, se limitó aamontonar aquella pila de aceromanchado de sangre junto a su cama. Laexpresión del teniente hizo que Squeglia

se sintiera humillado y culpable. Todo elmundo estaba asustado. Algunos teníanunas ganas frenéticas de unirse a lalucha, mientras que otros buscaban elmodo de evitarla. El estaba, diríamos,en un punto medio. Después de lo quehabía visto del convoy perdido, unaparte de él tenía la impresión de quevolver a aquella ciudad era lo mismoque suicidarse. Era una locura, perotenían que hacerlo. Iban a cargar a losrangers detrás de los camiones paratransporte protegidos con sacos dearena, y los vehículos no se iban adetener bajo ningún concepto parallevarlos por aquellas calles donde

todos aquellos escuálidos y cabronazossomalíes los esperaban para matarlos,¿y para qué? Los malasios tenían por lomenos vehículos blindados. Squeglia ibaa participar. Iba a cumplir con su parte,pero no pensaba hacer nada insensato,como aprender a conducir un camióngrande en medio de un tiroteo.

Cuando llegó el momento de subir abordo, Squeglia recogió su pistola y suCAR-15 que había manipulado paraañadirle un lanzagranadas M-203.Procuró subir al camión después de quelo hicieran otros muchos. Se imaginabaque el lugar más seguro, si había algunoen el camión de transporte, era hacia el

extremo posterior, donde sobresalían larueda de recambio y el silenciador deescape. Se acurrucó detrás. Tal vez esoparara los tiros. Con toda certeza lossacos de arena no lo harían.

Justo antes de que el convoyabandonara la base, el especialistaChris Schleif se precipitó a losbarracones, rebuscó entre la pila dearmas de Squeglia y sacó el M-60 y lamunición de Dominic Pilla. Tanto el riñecomo los cargadores estaban manchadoscon la sangre y la masa cerebral dePilla. Schleif se deshizo de su propiaarma y se subió al Humvee con la dePilla.

—No ha podido matar a nadie conella —explicó Schleif al especialistaBrad Thomas, quien, al igual queSchleif, se dirigía a la ciudad portercera vez—. Yo lo haré en su nombre.

Eran las 21:30 cuando la fuerza derescate salió del aeropuerto y se dirigióhacia el norte, al Puerto Nuevo, parareunirse allí con los malasios y lospaquistaníes. Gran parte de los Ranger,todos los chicos D, los SEAL, loscontroladores bélicos de la fuerza aéreailesos y las dos compañías de la 10.a

División de Montaña formaban unejército de casi quinientos hombres. Losesperaban los vehículos malasios

blindados para transporte de tropas, losllamados «Condor» de fabricaciónalemana, con aspecto de contenedoresde acero rodantes de color blanco y conun conductor al frente y una portilladetrás para el artillero. Estabanpensados para transportar seis hombrescada uno. Los tanques paquistaníes eranM-48 de fabricación estadounidense. Apesar de que los blindados estabanalineados y listos para ponerse enmarcha cuando llegó el largo convoy decamiones y Humvees, haría falta mástiempo para coordinar los movimientosde esta extraña colección de vehículos,que el teniente coronel David llamaba

«la jodida manada».Se concentró en ello. Extendió un

plano sobre el capó de su Humvee y,rodeado de soldados que le iluminabancon linternas, improvisó un plan. Congran alivio, casi todos los oficialesmalasios y paquistaníes hablaban inglés.No hubo grandes discusiones. Alprincipio, a los oficiales malasios nohizo ninguna gracia que se retirara a suinfantería de los camiones blindados,pero cedieron cuando David aceptódejar en cada vehículo al conductor y alartillero. Como las diferentes unidadesno contaban con radios compatibles,hubo que instalar radios estadounidenses

en los vehículos. Elaboraron sistemaspara controlar los tiroteos, medidas paraevitar dispararse entre ellos, códigos dellamadas, la ruta y un montón de asuntoscríticos.

David era consciente de la urgencia,pero no quería que ésta predominase.Sabía que había soldados en estadograve en el lugar del primer helicópterosiniestrado para quienes cada minuto eraimportante. Por otra parte, aquel convoyera definitivo. Si fallaban, si noconseguían llegar a ese lugar, oquedaban divididos o bloqueados,¿quién iba a acudir en su ayuda?Resultaría trágico que uno o dos

soldados muriesen durante la espera,pero rescatar a los otros noventa y sietehombres, y que ellos mismos fueran yvolvieran sanos y salvos, tenía que serprioritario.

A los rangers y a los soldados de la10.a División de Montaña que veían losCondors por primera vez les parecióque eran como ataúdes con ruedas.Escoger entre éstos vehículos blindadosy los camiones de cinco toneladas consacos de arena era lo mismo que intentarescoger el propio veneno: detrás de uncamión de transporte de tropas se corríael riesgo de ser acribillado a balazos,pero en la torreta o dentro de uno de

aquellos vehículos se podía acabarquemado por una granada. Al cabo deuna hora después de haber llegado alPuerto Nuevo, los hombres empezaron asubir, de mala gana, a los Condors.Como sólo había unas pequeñas mirillasen los lados, la mayoría de la fuerza noiba a poder ver nada. Y la idea de queles llevara un malasio todavía lesdeprimía más.

Los rangers veían transcurrir lashoras sin que se pasara a la acción y laimpaciencia les carcomía. Según elloslo percibían, se retrasaban por culpa deaquel ejército regular que carecía deagilidad, se regía demasiado por los

reglamentos y no comprendía la urgenciade la situación. Para los que estabanhacia atrás en la columna, parecía queno se hacía nada. Algunos jóvenes de la10.a División dormitaban en losvehículos. ¡Durmiendo! El sargentoRanger Raleigh Cash no podíacontenerse. ¡Sus compañeros morían enla ciudad y aquellos tíos se dedicaban aechar una cabezadita! ¿Por quédemonios no se movían? Había hecholas paces consigo mismo al acompañaral «Convoy de los cocineros» en aquellaabortada misión para rescatar a Durant ysu tripulación. Si le tocaba morir aqueldía, pues que así fuera. La lealtad le

tiraba más que la voluntad desobrevivir. Había reflexionado sobreello muy a fondo. Llevaba chalecoantibalas; por consiguiente, si lealcanzaba un proyectil, sería en losbrazos o las piernas, y había enfermerospara atenderlo. Le dolería, pero ya sabíalo que era estar herido. Si le disparabanen la cabeza, entonces moriría. Nosentiría dolor alguno. La vida seescaparía de su cuerpo. Así de sencillo.El final. Sus amigos se ocuparían por élde su familia. Si moría significaba queera eso lo que había de ocurrir.

Cuando se enteró de que Smith habíamuerto, que se había desangrado

esperando la ayuda que no habíallegado, Cash perdió los estribos.Desahogó su ira e impaciencia en unoficial de la 10.a División de Montaña.Le dijo que antes de que los rangershubieran tenido que cargar con su unidadno habían tenido problemas paraencontrar la batalla.

—Escucha, nosotros no estamosretrasando nada —protestó el oficial—.Estamos tan preparados para marcharcomo vosotros. Pero has de confiar unpoco más en tus superiores.

—Estamos tardando demasiado —replicó Cash en un tono alto y teñido derabia—. ¡Mis amigos se están muriendo

allí afuera! ¡Tenemos que ponernos enmarcha de inmediato!

Se acercó el jefe de su pelotón ytrató de calmarlo.

—Escucha, todos estamos deseandoponernos en movimiento.

Hacia las 23:00, David tenía a su«jodida manada» lista para la marcha, yse sentía bastante satisfecho delresultado. Veía el esfuerzo que habíarealizado para organizarlo todo comouno de los logros más importantes de suvida. Los tanques paquistaníes iban aguiar al convoy por la ciudad. Detrás deellos, cada pelotón contaba con cuatrovehículos blindados entremezclados con

los camiones y los Humvees. Loshelicópteros de combate Cobra de laQRF proporcionarían apoyo aéreo.Debían desplazarse hasta un puntodeterminado en la calle Nacional, desdedonde la mitad de la fuerza se dirigiríaal sur hacia el lugar donde se habíaestrellado el Súper Seis Cuatro deDurant, y la otra se desviaría al norte,hasta el Súper Seis Uno de Wolcott,donde se hallaba atrapado el grueso dela unidad especial. Habían establecidoconexiones comunes, había oficiales deenlace repartidos por el convoy…Estaban listos para ponerse en marcha.

Pero entonces acudió corriendo un

oficial paquistaní. Su comandante noestaba de acuerdo en que los tanquesencabezaran el convoy, lo que constituíaun problema porque los tanques debíanabrir el camino a través de las enormesbarricadas (zanjas, carrocerías deautomóviles y camiones, piedrasamontonadas, neumáticos en llamas ydiversos escombros) que los somalíeshabían levantado para bloquear loscaminos principales que salían de lasinstalaciones de Naciones Unidas. Comoel Puerto Nuevo era la base de lospaquistaníes, quienes habían propuestola ruta hasta el punto de desvío, se llegóa un compromiso. Los tanques

encabezarían el convoy hasta la rotondaK-4 y luego se colocarían un poco másarriba de la columna.

Aparecieron nuevos problemas. Noera difícil comprobar que, cuando habíamuchos comandantes, una batalla podíallegar a convertirse en una derrota.Después de discutirlo con sussuperiores, los malasios dijeron que leshabían ordenado que no sacaran losvehículos blindados de las callesprincipales, por la misma razón queGarrison había afirmado anteriormenteque Mogadiscio era un lugar inadecuadopara los blindados. A los tanques y a losvehículos blindados les resultaba harto

difícil maniobrar en el complejoentramado de calles estrechas ycallejones que había en la ciudad. Losvehículos grandes eran vulnerablescuando circulaban despacio por unascalles donde el enemigo podía acercarsesigilosamente y arrojar granadas desdelas azoteas y los árboles, o disparar decerca proyectiles susceptibles deatravesar el blindaje.

David volvió a bajar de su Humveey parlamentó de nuevo con los oficiales.

—Escucha, Drew —le dijo alcapitán Meyerowich—, así están lascosas. Necesito que tu compañía nosabra el camino para entrar en la ciudad.

Los paquistaníes aceptabanencabezar el convoy hasta la rotonda K-4, el límite del territorio de Aidid. Enese punto, la compañía de Meyerowich,que en su mayoría iba en los Condors,debían tomar la delantera.

Eran las 23:23.

3

Cuando el capitán Steele oyó lasdetonaciones del convoy gigante cadavez más próximo, supo que habíallegado el momento más peligroso de lanoche. La luna estaba alta y casi habíacesado el tiroteo en la zona que rodeabael lugar del primer helicópterosiniestrado. Se oían algunasdetonaciones de vez en cuando. Laatmósfera se había despejado de humo yde pólvora. Sólo quedaba aquel hedor aalmizcle típico de Somalia, el rastro delpolvo del desierto en el aire y el ligeroregusto de las pildoras yodadas que

había en las cantimploras.Inexplicablemente, los sammiesdeambulaban calle arriba justo en mediodel perímetro. Los chicos D los dejabanavanzar hasta que llegaban a una zona defuego cruzado y entonces los derribabancon disparos rápidos. De vez en cuando,se oía retumbar a los Little Birds quesoltaban un cohete y repartían fuego demetralleta. Pero en aquellos momentos,el ruido que preocupaba a Steele era elintenso fragor de las armas cada vezmayor a medida que la columna derescate se acercaba a su posición. Contodo aquel tiroteo, con dos elementos desoldados inquietos a punto de juntarse

en una ciudad caótica a oscuras, lamayor amenaza para los hombresatrapados eran sus rescatadores.

—Romeo Seis Cuatro [Harrell],aquí Julieta Seis Cuatro [Steele], ¿Quéhacemos, nos arriesgamos a salircorriendo o nos morimos aquí dentroahumados?

—Quieren que marquéis vuestraposición con una luz estroboscópica IR.Si tienes alguna duda, indícales ellugar con una linterna roja.

Calle arriba, el capitán Miller teníasus propias preocupaciones.

—De acuerdo, y dime, esta unidadespecial está formada por malasios, ¡y

quién mási Cambio.—Malasios y estadounidenses.

También llevan rangers, cambio.—Está bien, en ese caso todos los

vehículos deben de llevar algún equipode visión nocturna para poderidentificar la luz estroboscópica —añadió Miller en tono esperanzador—.Cambio.

—Estas son las órdenes, cambio.Luego, minutos más tarde, el

helicóptero de mando tranquilizó aMiller:

—Sí, se están moviendo. Elelemento de cabeza cuenta conaparatos de visión nocturna y, por

consiguiente, deberían poder detectarvuestra luz estroboscópica IR, Scotty,cambio.

También informaron a Miller de quela columna iba a ser conducida pormiembros de la unidad Delta, entre ellosel mayor James Nixon, John Macejunas,Matt Rierson y Chuck Esswein, lo cualsupuso un gran alivio tanto para él comopara los otros jefes del equipo Delta.

El convoy de rescate procedía delsur. Por el ruido que hacía, realizaba lamisma ruta que los rangers y los chicosD habían tomado la tarde anterior, por eleste del Hotel Olympic, lo quesignificaba que la primera posición a la

que iban a llegar era la de Steele. Seacercaban sin pausa pero despacio y,por los sonidos que se propagaban, ibandisparándole a todo. Eran las dos menosdiez de la madrugada. Sin los aparatosde visión nocturna no podían ver la callehasta tan lejos. Lo único que debíanhacer era permanecer escondidos,esperar y confiar en que el convoy no seabriese camino por su calle a base deexplosiones.

—Romeo Seis Cuatro, aquí JulietaSeis Cuatro. Vamos a colocar lucesestroboscópicas IR frente al edificiodonde estamos. También pensamosarrojar una bengala roja para señalar

dónde están los heridos. Cuanto más seacerquen los vehículos blindados a estasluces, más fácil será el traslado de losheridos, cambio.

—Roger, pero será preferible quevayáis con cuidado al poner esas lucesrojas, o los malos van a empezar adisparar sobre ellas.

—De acuerdo, pero has dicho quetodos los chicos llevan aparatos devisión nocturna, ¿no es así?

—Hay hombres en el elemento decabeza que los llevan, y deberíanbombardear estas luces estroboscópicasIR, cambio.

Qué gran tensión. Desde que le

habían dicho a Steele que el convoyllegaría a su altura al cabo de veinteminutos, había transcurrido casi unahora.

—Romeo, aquí Julieta. Creoadivinar que ahora han girado hacia elnorte. La fuerza terrestre de reacciónviró al norte. ¿Cuentan con un tiempoaproximado de llegada a esta posición?

—No, se mueven despacio,tomándose su tiempo. Van a tardar unpoco, Mike. Probablemente de quince aveinte minutos, según dónde estén,cambio.

—De acuerdo. Aquí estamos más omenos seguros. Creo que esas batidas de

los Little Birds han aplacado los ánimosde los espíritus rebeldes, cambio.

Hacia las dos, se oyó un avisoprocedente del helicóptero de mando.

—Bien, empezad a prepararos parasalir de ahí, pero siempre con lascabezas agachadas. Es un malmomento.

—Roger, recibido. Marcamosposiciones ahora mismo. Estamospreparados para salir —dijo Steele.

—Roger, tened mucho cuidado,porque llegan con artillería pesada.

—Espero que así sea, cambio.—El enlace es inminente —informó

Steele a Perino—. Quiero que todo el

mundo salga de los patios y permanezcaalejado de puertas y ventanas.

Y los rangers se recogieron comotortugas en sus conchas y aguzaron eloído. Todos sentían un miedo cerval porla 10.a División de Montaña, a quienesconsideraban unos tontainas del EjércitoRegular muy mal preparados, a sólo unescalón por encima de los totalmenteincompetentes civiles.

Pasaron cinco minutos. Pasaron diezminutos. Pasaron veinte minutos. Luego,otra llamada procedente del helicópterode mando.

—Queremos poneros al corrientede la situación. Todavía están en

aquella curva en forma de U. Hantenido un pequeño problema sobre ladirección entre ellos. Pero están apunto de volver a ponerse en marcha.Os avisaremos tan pronto comoempiecen a desplazarse hacia el norte.

Perino llamó al capitán Steele.—¿Dónde están? —preguntó.—A pocos minutos —fue la

respuesta del capitán.Los dos hombres se rieron.

4

El capitán Drew Meyerowich estabacon los operadores Delta queencabezaban la sección del convoy derescate que se dirigía hacia la posiciónde Steele y de Miller. La mayor partedel trayecto se había convertido en unabatalla campal. Dos conductoresmalasios habían tomado una calleequivocada y llevando con ellos a unostreinta hombres de Meyerowich endirección errónea. Habían caído en unaemboscada y se reían envueltos en untiroteo intenso; además, uno de sushombres, el sargento Cornell Houston,

estaba mortalmente herido.Gracias a toda su cuidadosa

planificación, el especialista Squegliaacabó en un Humvee. El estallido de lasarmas de fuego era constante, la mayoríaprocedente del propio convoy que seextendía tanto en ambas direcciones queel especialista no podía ver ni la cabezani la cola. Los faros no estabanencendidos pero los fogonazos y lasexplosiones iluminaban la fila completa.La luz reflejada le dejó ver dos burrosmuertos al borde de la calle, todavíasujetos a sus respectivos carros. Losgases de diésel impregnaban el aire y, através de la ventanilla abierta del

Humvee, Squeglia notaba la pólvora desu arma mezclada con el olor deneumáticos y basura quemados y elhedor general, acre y podrido, de lapropia Somalia.

Estaba en plena acción.En medio de una descarga repentina

de armas de fuego, una RPG rebotó en eltecho. La explosión posterior, a escasosmetros de distancia, sonó como sialguien hubiera arrojado un contenedorvacío de basura desde una azotea. ASqueglia le dio la impresión de que leexplotaba el pecho, luego olió el humo.Todos se habían agachado ante elestallido.

—¡Mierda! ¿Qué ha sido esto? —gritó el especialista David Eastabrooks,el conductor.

—¡Cielos! —exclamó el sargentoRichard Lamb, que iba sentado junto aDavid—. Creo que me han dado.

—¿Dónde te han dado? —preguntóSqueglia.

—En la cabeza.—¡Dios mío!Uno de los hombres se apresuró a

sacar una linterna roja y alumbraron conella a Lamb. Un hilo de sangre le bajabapor el rostro y, en medio de la frente,tenía un pequeño y nítido agujero.

—Creo que no es nada —dijo Lamb

—. Por lo menos te estoy hablando.Él mismo se vendó la cabeza. Más

tarde, los médicos explicarían que unfragmento de metralla se le habíaalojado entre los lóbulos frontales delcerebro, que no habían sido afectadoslos tejidos vitales por fracciones demilímetro en las dos direcciones. Estababien, sólo tenía la sensación de habersedado un golpe en la cabeza. Le doliómucho más cuando, unos minutosdespués, le alcanzó una bala en el dedomeñique de la mano derecha y le quedóla punta colgando de un trozo de piel.Lamb soltó un taco, colocó la yema deldedo en su sitio, envolvió éste con un

trozo de cinta adhesiva y siguiótrabajando con la radio.

El especialista Dale Sizemore nohabía dejado de usar el arma desde quesalieran de la base. Se había quitado laescayola del brazo para unirse alcombate y, por fin, estaba allí. Losaparatos de visión nocturna leproporcionaban a él y a toda la inmensacolumna una ventaja enorme sobre lossomalíes. El especialista estabatumbado boca abajo en la parteposterior del Humvee y buscaba a quiendisparar. Cuando no encontrabaobjetivos móviles, tiraba a ventanas ypuertas. La mayoría de las veces no

sabía si había acertado o no. Las gafasnocturnas restringían la visiónperiférica. Aunque, a decir verdad, noquería saberlo. No quería pensartodavía en ello.

En un momento dado, le llovieronchispas en la cara. Se volvió ydescubrió un agujero del tamaño de unpuño en la carrocería del Humvee a sólounos centímetros de su cabeza. No habíanotado nada. Cuando una RPG alcanzó auno de los camiones de delante, loshombres acudieron corriendo calleabajo en busca de un espacio en losHumvees, mientras las balas trazadorasvolaban. Uno de ellos, el especialista

Eric James, enfermero, se acercó a lapuerta abierta donde estaba Sizemorecon una manta Kevlar.

—¿Tenéis sitio? —preguntó con unaexpresión atónita y asustada.

Sizemore y el soldado Brian Connerle hicieron sitio junto a ellos.

—Ven aquí y ponte la manta sobre lacabeza, verás como no te pasa nada —letranquilizó Sizemore, quien pensaba quesiempre era bueno tener un enfermerocerca.

James tenía la sensación de queSizemore le acababa de salvar la vida.

El especialista Steve Andersonviajaba en un Humvee que iba cerca del

de Sizemore en la columna. Estabasentado detrás en el lado izquierdo conlos ojos pegados al visor de visiónnocturna de su SAW. Cada vez que lacolumna se detenía, lo que ocurría amenudo, los hombres debían bajar entropel y velar por ponerse a cubierto. Laprimera vez que pararon, Andersontitubeó. No quería dejar lasextremidades fuera del vehículo comotenía que hacer para saltar al suelo.Antes de aquel destino, había empezadoa tomar clases de paracaidismo de estiloy, de repente, en aquel momento, elmiedo específico a que le disparasen enlas extremidades le dejaba

inmovilizado; porque, además, yacontaba con una herida leve en laspiernas como consecuencia de unamisión anterior. En su país, acababa derealizar el primer salto de caída libre.Había sido tan emocionante… ¿Quépasaría si le arrancaban un pie de un tiroy no podía volver a saltar nunca más?Aunque de mala gana, hizo un esfuerzopara salir del vehículo.

En una de estas paradas, él ySizemore estuvieron fuera durante lo queles parecieron horas, observando laventana de un edificio de tres plantas,atentos a cualquier signo de que hubieraallí un tirador. Llevaban allí un buen

rato cuando Anderson notó unaabolladura y un arañazo en el techo delHumvee, muy cerca de ellos. Una balahabía rebotado allí.

—¿Lo habías notado antes? —lepreguntó a Sizemore.

Éste no había advertido nada.Tampoco estaba allí cuando salieron delvehículo. Lo cual significaba que habíapasado una bala entre ellos, no les habíatocado de milagro y ni se habíanenterado.

Así era como Anderson se sentía lamayor parte del tiempo. En tinieblas.Veía las balas trazadoras y había vecesen que el tiroteo hacía tanto estruendo

que la noche parecía pronta a estallar,pero no podía en ningún momento decirde dónde procedía, o distinguir a quiéndebía disparar. Sizemore, en cambio,gastaba las municiones a la mismavelocidad con que cargaba el arma.Anderson admiraba la seguridad y lafalta de interés por la vida que mostrabasu amigo, y ello le inspiraba yacomplejaba a la vez.

Sizemore descargó lo que parecíacorresponder a un cargador entero deproyectiles a la fachada de un edificiosituado a quince metros de distancia.Acto seguido, Anderson vio balasbrillar y estallar en el suelo donde su

compañero había disparado, lo quesignificaba que le había dado a alguien.Cuando los proyectiles tocaban en latierra, o impactaban en el suelo o en unedificio, solían desviarse. Pero cuandotocaban carne, brillaban durante unosinstantes.

—¿No los habías visto? —preguntóSizemore a Anderson—. Había un grupoenorme allí que nos estaba disparando.

Anderson no lo había advertido. Sesentía fuera de su elemento. Minutosdespués, observó otra abolladura y unasrayas encima del Humvee, al lado de lasanteriores. Confiaba en que sucompañero hubiera silenciado al arma

que lo había hecho.En otra parada, esta vez en una calle

amplia, Anderson y los demás hombresde su Humvee se apostaron cerca de unacasa de dos plantas, y entonces llegó unvehículo blindado malasio cuyo artilleroabrió fuego con la ametralladora a seismetros por detrás de ellos. Disparaba altejado del edificio junto al que sehallaba Anderson. Como las balastrazaban líneas rojas en la oscuridad,Anderson pudo seguir su trayectoria, ytodas rebotaron en el edificio junto a él.La pared era de piedra irregular.Cualquier bala habría podido desviarsehacia él. No podía hacer más que mirar.

Uno de los proyectiles dio en el edificioy luego trazó un arco cruel al otro ladode la calle como una decoración festiva.

El especialista Dale Sizemore nohabía dejado de usar el arma desde quesalieran de la base. Se había quitado laescayola del brazo para unirse alcombate y, por fin, estaba allí. Losaparatos de visión nocturna leproporcionaban a él y a toda la inmensacolumna una ventaja enorme sobre lossomalíes. El especialista estabatumbado boca abajo en la parteposterior del Humvee y buscaba a quiendisparar. Cuando no encontrabaobjetivos móviles, tiraba a ventanas y

puertas. La mayoría de las veces nosabía si había acertado o no. Las gafasnocturnas restringían la visiónperiférica. Aunque, a decir verdad, noquería saberlo. No quería pensartodavía en ello.

En un momento dado, le llovieronchispas en la cara. Se volvió ydescubrió un agujero del tamaño de unpuño en la carrocería del Humvee a sólounos centímetros de su cabeza. No habíanotado nada. Cuando una RPG alcanzó auno de los camiones de delante, loshombres acudieron corriendo calleabajo en busca de un espacio en losHumvees, mientras las balas trazadoras

volaban. Uno de ellos, el especialistaEric James, enfermero, se acercó a lapuerta abierta donde estaba Sizemorecon una manta Kevlar.

—¿Tenéis sitio? —preguntó con unaexpresión atónita y asustada.

Sizemore y el soldado Brian Connerle hicieron sitio junto a ellos.

—Ven aquí y ponte la manta sobre lacabeza, verás como no te pasa nada —letranquilizó Sizemore, quien pensaba quesiempre era bueno tener un enfermerocerca.

James tenía la sensación de queSizemore le acababa de salvar la vida.

El especialista Steve Anderson

viajaba en un Humvee que iba cerca delde Sizemore en la columna. Estabasentado detrás en el lado izquierdo conlos ojos pegados al visor de visiónnocturna de su SAW. Cada vez que lacolumna se detenía, lo que ocurría amenudo, los hombres debían bajar entropel y velar por ponerse a cubierto. Laprimera vez que pararon, Andersontitubeó. No quería dejar lasextremidades fuera del vehículo comotenía que hacer para saltar al suelo.Antes de aquel destino, había empezadoa tomar clases de paracaidismo de estiloy, de repente, en aquel momento, elmiedo específico a que le disparasen en

las extremidades le dejabainmovilizado; porque, además, yacontaba con una herida leve en laspiernas como consecuencia de unamisión anterior. En su país, acababa derealizar el primer salto de caída libre.Había sido tan emocionante… ¿Quépasaría si le arrancaban un pie de un tiroy no podía volver a saltar nunca más?Aunque de mala gana, hizo un esfuerzopara salir del vehículo.

En una de estas paradas, él ySizemore estuvieron fuera durante lo queles parecieron horas, observando laventana de un edificio de tres plantas,atentos a cualquier signo de que hubiera

allí un tirador. Llevaban allí un buenrato cuando Anderson notó unaabolladura y un arañazo en el techo delHumvee, muy cerca de ellos. Una balahabía rebotado allí.

—¿Lo habías notado antes? —lepreguntó a Sizemore.

Éste no había advertido nada.Tampoco estaba allí cuando salieron delvehículo. Lo cual significaba que habíapasado una bala entre ellos, no les habíatocado de milagro y ni se habíanenterado.

Así era como Anderson se sentía lamayor parte del tiempo. En tinieblas.Veía las balas trazadoras y había veces

en que el tiroteo hacía tanto estruendoque la noche parecía pronta a estallar,pero no podía en ningún momento decirde dónde procedía, o distinguir a quiéndebía disparar. Sizemore, en cambio,gastaba las municiones a la mismavelocidad con que cargaba el arma.Anderson admiraba la seguridad y lafalta de interés por la vida que mostrabasu amigo, y ello le inspiraba yacomplejaba a la vez.

Sizemore descargó lo que parecíacorresponder a un cargador entero deproyectiles a la fachada de un edificiosituado a quince metros de distancia.Acto seguido, Anderson vio balas

brillar y estallar en el suelo donde sucompañero había disparado, lo quesignificaba que le había dado a alguien.Cuando los proyectiles tocaban en latierra, o impactaban en el suelo o en unedificio, solían desviarse. Pero cuandotocaban carne, brillaban durante unosinstantes.

—¿No los habías visto? —preguntóSizemore a Anderson—. Había un grupoenorme allí que nos estaba disparando.

Anderson no lo había advertido. Sesentía fuera de su elemento. Minutosdespués, observó otra abolladura y unasrayas encima del Humvee, al lado de lasanteriores. Confiaba en que su

compañero hubiera silenciado al armaque lo había hecho.

En otra parada, esta vez en una calleamplia, Anderson y los demás hombresde su Humvee se apostaron cerca de unacasa de dos plantas, y entonces llegó unvehículo blindado malasio cuyo artilleroabrió fuego con la ametralladora a seismetros por detrás de ellos. Disparaba altejado del edificio junto al que sehallaba Anderson. Como las balastrazaban líneas rojas en la oscuridad,Anderson pudo seguir su trayectoria, ytodas rebotaron en el edificio junto a él.La pared era de piedra irregular.Cualquier bala habría podido desviarse

hacia él. No podía hacer más que mirar.Uno de los proyectiles dio en el edificioy luego trazó un arco cruel al otro ladode la calle como una decoración festiva.

El soldado Ed Kallman estaba enalgún otro lugar del convoy gigantesco yconducía también en esa ocasión. Elespectáculo de luces le tenía asombrado.El brazo izquierdo y el hombro estabanllenos de morados a causa de la RPGque no había explotado cuando le dio enla puerta del Humvee la tarde anterior yle golpeó. Se sentía bien, de nuevoexcitado y razonablemente a salvo entreaquella fuerza masiva. Había largosratos de relativa calma, luego, de

pronto, la noche explotaba con luz yruido. Un par de disparos procedentesde las casas o callejones oscuros a uno uotro lado de la calle desencadenaba laviolenta explosión cuando la columnaabría fuego a su vez. Arriba y debajo dela fila surgían salpicando las balastrazadoras, eran literalmente miles debalas en segundos que se limitaban aregar manzanas enteras de casas. Losaparatos de visión nocturna enmarcabanla escena en un círculo y ofrecían pocaprofundidad de percepción. Tambiéndespedían calor a cinco centímetros delrostro, lo cual le causaba molestias enlos ojos al cabo de un rato. Entonces

descansaba un poco y miraba de frente ode soslayo.

Al final se detuvieron y se quedaronesperando en el mismo lugar variashoras. Le ordenaron a Kallman quehiciera retroceder el Humvee hastaaproximadamente media manzana, y élasí lo hizo, pero apenas se hubo puestoen movimiento, una RPG explotó en loque parecía el lugar que acababa deabandonar. Tanto él como otros hombresdel vehículo se echaron a reír. Unaexplosión en la pared de encimaprovocó una lluvia de escombros quecayó sobre ellos. Ningún herido.Kallman avanzó el Humvee un par de

metros sólo para asegurarse de que nohabía quedado inmovilizado.

Se pasó el resto de la nocheescuchando la radio, en un intento deencontrarle sentido al constanteparloteo, de discernir lo que ocurría.Delante de ellos en la larga columna,todo aquel tiroteo tenía muyimpresionado al sargento Struecker.Antes de abandonar la base, había oídoque un sargento mayor de la 10.a

División de Montaña decía a sushombres: «Esto va en serio, así quedisparad a todo bicho viviente».

También había advertido a suartillero que escogiese con mucho

cuidado los blancos. El sargentoexplicó: «Cuando se dispara la calibrecincuenta, la ráfaga parece que continúade por vida». Era evidente que el restodel convoy no tomaba semejantesprecauciones. No paraban de lanzarplomo en aquella parte de Mogadiscio.

5

Aquel mismo día, muy temprano, loshelicópteros estadounidenses habíanatacado el garaje de Kassim SheikMohamed, un hombre de negocios alto ycorpulento de rostro redondo que sepavoneaba al andar y tenía una sonrisade perdonavidas. Bombardearon elgaraje de Kassim porque, como era unsomalí acaudalado, tenía a muchoshombres vigilándolo. En el punto álgidode la batalla, todo grupo grande y bienarmado de somalíes en lasinmediaciones de la lucha era un blanco.El bombardeo no iba tan mal

desencaminado. Kassim era un miembroactivo del clan Habr Gidr y partidariode Mohamed Farah Aidid.

Cuando se inició el bombardeo,Kassim corrió hasta el hospital máscercano, pues imaginaba que sería ellugar que los estadounidenses no iban aatacar. Permaneció allí dos horas.Cuando regresó al garaje, era una ruinaen llamas. Una de las explosiones lanzóal aire un Land Rover blanco deNaciones Unidas hasta una altura de casicuatro metros y permanecía derecho enlo alto de un montón de cajas deembalaje, como si alguien lo hubieraaparcado allí arriba. El equipo para el

levantamiento de tierras quedódestruido. Su amigo y contable, AhmadSheik, de cuarenta y dos años, estabamuerto, así como uno de sus mecánicos,Ismael, de treinta y dos.

Era a última hora de la tarde y, comosegún la ley islámica había que enterrara los muertos antes de que se pusiera elsol, Kassim y sus hombres llevaron loscuerpos al cementerio Trabuna. Duranteel trayecto, un helicóptero descendió enpicado sobre ellos y disparó unosproyectiles que dieron alrededor delcoche, pero ellos se mantuvieron ilesos.

El cementerio estaba abarrotado degente que sollozaba. Allí, en medio de la

oscuridad, mientras se escuchaban lasdetonaciones del combate a lo lejos, lamultitud cavaba tumbas en todos y cadauno de los espacios libres. Kassim y sushombres se dirigieron con el coche hastael único rincón tranquilo. Sacaron laspalas y los dos cadáveres de la parteposterior de los automóviles yempezaron a transportarlos. Pero comootro helicóptero estadounidense lossobrevoló muy bajo y los asustó,soltaron los cuerpos, las palas y echarona correr.

Se escondieron detrás de una tapiahasta que el helicóptero se hubo alejadoy, acto seguido, salieron de nuevo,

cogieron los cuerpos envueltos ensábanas y continuaron con el traslado.Otro helicóptero pasó zumbando a bajaaltura sobre ellos. De nuevo, soltaronlos cuerpos y las palas y corrieron hastala tapia. En esta ocasión, abandonaronlos cuerpos de Ahmad Sheik e IsmaelAhmed y se marcharon en el coche,después de convenir que volverían porla noche para enterrarlos.

Cuatro de sus hombres volvieron amedianoche. Las detonaciones todavíasonaban en la ciudad. Subieron loscuerpos hasta una pequeña elevación yempezaron a cavar. Apareció otrohelicóptero estadounidense que quedó

suspendido a baja altura e iluminó laescena. Los hombres de Kassim echarona correr y dejaron los cuerpos en elsuelo.

Regresaron a las tres de lamadrugada y, por fin, pudieron enterrar aAhmad Sheik y a Ismael Ahmed.

6

La mitad del convoy de rescate sedirigía hacia el sur, al helicópterosiniestrado de Durant, pero se habíandetenido en las inmediaciones de unlugar parecido a un gueto de cabañas detela y hojalata donde el Súper SeisCuatro se había estrellado. En laoscuridad, el laberinto de senderos queno aparecían en el plano y queconducían a ese lugar daba la impresiónde ser mortales en potencia, comometerse en la boca del lobo. Con laayuda de los aparatos de visión nocturnay guiándose a ojo hacia la aldea y donde

estaba el helicóptero abatido —dondehoras antes se había terminado la misiónpara sus compañeros Randy Shughart yGary Gordon—, el sargento John MazoMacejunas, el rubio y temerariooperador Delta, para quien aquel era yasu tercer viaje a la ciudad, se deslizódel Humvee donde viajaba y, a pie,condujo a una pequeña fuerza.

Alrededor del helicópterosiniestrado encontraron charcos yregueros de sangre, trozos de ropa rota ycasquillos vacíos, pero ni armas ni señalde sus compañeros Shughart y Gordon,tampoco de Durant ni de los otrostripulantes. Con la ayuda de un

intérprete, los soldados miraron en lascabañas de las inmediaciones en buscade información sobre losestadounidenses accidentados, peronadie se brindó a ayudarlos. A pesar delriesgo de atraer disparos, se pusieron agritar en la noche los nombres de losseis hombres: ¡Michael Durant! ¡RayFrank! ¡Bill Cleveland! ¡Tommie Field!¡Randy Shughart! ¡Gary Gordon! Sóloles respondió el silencio.

Macejunas supervisó entonces elemplazamiento de las cargas dedemolición en el helicóptero.Permanecieron allí hasta que el SúperSeis Cuatro se convirtió en una bola de

fuego blanco, luego regresaron alconvoy.

La mitad del convoy, la que tomódirección norte y a cuyo mando estabaMeyerowich, se retrasó debido a unaenorme barricada levantada en laavenida Hawlwadig cerca del HotelOlympic, y los conductores malasios senegaron a pasar por encima. En elpasado esas barricadas habían estadollenas de minas.

Meyerovich fue a recabar ayuda conel oficial de enlace.

—¡Dígales que el fuego de las armasligeras no sirven contra ellas!

En un par de ocasiones, bajó del

Humvee y se dirigió al vehículoblindado de cabeza y, mediante gestosde lo brazos, instó al vehículo a seguiravanzando. Pero los conductores de losCondors se negaron en redondo. Así queel convoy tuvo que esperar hasta queunos soldados desmantelaran labarricada a mano.

Meyerovich y los chicos Ddecidieron no esperar a que sesolucionara el problema con labarricada. Se pusieron a correr arriba yabajo de la columna de vehículos, agolpear las puertas y a gritar a loshombres que bajaran enseguida de losvehículos. Sabían que estaban a tan sólo

unas manzanas de los hombresatrapados.

—¡Salid! ¡Salid! ¡Americanos,salid!

Uno de los que emergió con grancautela fue el especialista Phil Lepre.Un rato antes, mientras circulaban y elfuego se intensificaba y las balasproducían un ruido metálico al chocarcon los laterales de los vehículosblindados, Lepre sacó una foto de suhija que llevaba en el casco y le dio unbeso de despedida. «Cariño, espero quetengas una vida feliz», dijo. Salió a lanoche de Mogadiscio, corrió hasta unapared con otros dos soldados y apuntó

su M-16 al callejón. Cuando sus ojos seacostumbraron a la oscuridad, vio a ungrupo de somalíes a unas manzanas dedistancia que se encaminaban hacia él.

—¡Se acercan unos somalíes! —dijo.

Como uno de los chicos D le dijoque disparase, Lepre abrió fuego endirección al grupo. Primero lo hizosobre las cabezas pero cuando vio queno se dispersaban les disparó al cuerpo.Vio varias caídas. Los otros searrastraron hasta estar fuera delcallejón.

En el cruce, los soldadosdesmontaban la barricada pieza a pieza

bajo un intenso fuego. Lepre se desplazóun par de veces calle arriba con el restode los hombres. En aquel momentoestaban desplegados a ambos lados deun callejón a pocas manzanas pordelante de los vehículos blindados.Avanzaban, se detenían, esperaban,luego en movimiento de nuevo, partes deun acordeón humano que se deslizabafurtivamente hacia el este. En uno de loslugares donde se detuvieron, desde unacasa cercana les empezaron a dispararcon gran intensidad. Los soldadoscorrieron a ponerse a cubierto yencontraron una posición estratégicatodavía más ventajosa.

—Eh, toma mi posición —le ofrecióLepre al soldado y fusilero, JamesMartin, un joven de veintitrés años.

Este último, después de hacerse sitiosin más ceremonias, se acurrucó detrásdel muro. Lepre se había desplazadoapenas dos pasos a la derecha cuandouna bala le dio a Martin en la cabeza yle tumbó de espaldas. Lepre vio unagujero en su frente.

—¡Enfermero! —gritaron Lepre ylos otros—. ¡Necesitamos un enfermero!

Un enfermero se precipitó paraatender al herido y como primeramedida le aflojó la ropa a fin de evitaruna conmoción. Examinó a Martin unos

minutos, luego se volvió a Lepre y a losotros:

—Está muerto.El enfermero junto con otros

soldados arrastraron el cuerpo deMartin para dejarlo en un lugarprotegido, pero les sorprendió untiroteo. Uno de los hombres volviócorriendo y desafió el fuego disparandoél a su vez con una mano mientras con laotra ayudaba a arrastrar a Martin.Cuando estuvieron cerca, otros salierona darles una mano y juntos metieron elcuerpo en la callejuela.

Lepre estaba a cubierto a unosmetros de distancia y observaba el

cuerpo de Martin. Se sentía fatal. Habíadicho al soldado que tomara su posicióny éste había muerto de un disparo. Al serarrastrado, se le habían deslizado lospantalones hacia abajo y los tenía enaquellos momentos a la altura de lasrodillas. Eran pocos los chicos queusaban calzoncillos con aquel calortropical. Lepre no pudo soportar ver aMartin tumbado medio desnudo. Porconsiguiente, a pesar del tiroteo, salió alcallejón para subirle los pantalones yproporcionarle así algo de dignidad.Dos balas dieron en el pavimento cercade donde se detuvo y Lepre, aunque aregañadientes, regresó gateando hasta

que estuvo a cubierto.—Lo siento, amigo —murmuró.

7

El helicóptero de mando seguíaintentando convencer a la fuerza paraque se reuniese en el lugar del primerhelicóptero siniestrado.

—La tropa de a pie está guiando ala fuerza de los vehículos —comentaron, y añadieron luegodirigiéndose al convoy cuando éste seaproximaba a un giro a la izquierda—:Estáis ahora a treinta metros al sur delos nuestros. Están a una manzana máspequeña de lo habitual al norte y avuestra derecha. Si el vehículoblindado de cabeza sigue circulando

puede girar a la izquierda en la callesiguiente y seguir una manzana,cambio.

Steele oyó a los vehículos doblar laesquina. Afuera, sus hombresdistinguieron el contorno difuso de lossoldados. Steele y sus hombres sepusieron a gritar:

—¡Ranger! ¡Ranger!—¡Décima División de Montaña! —

fue la respuesta.—Roger, conexión hecha con el

elemento Kilo y Julieta, cambio.Steele asomó la cabeza por la

puerta.—Soy el capitán Steele. El

comandante de los Ranger.—Roger, señor, somos de la 10.a

División de Montaña —replicó unsoldado.

—¿Dónde está vuestro comandante?—preguntó Steele.

8

Hicieron falta horas para sacar aElvis del helicóptero. Fue un trabajodesagradable. La columna de rescatehabía llevado consigo una sierra manualpara cortar el fuselaje metálico delaparato y poder así liberar el cuerpo delmuerto, pero la cabina estaba forradacon una capa de Kevlar que se tragabala hoja de la sierra. Intentaron acontinuación desmontar el Black Hawkatando unas cadenas en los extremosanteriores y posteriores,respectivamente. Unos cuantos rangersque observaban la escena a cierta

distancia vieron que los chicos Dutilizaban los vehículos para abrir losrestos del helicóptero y sacar el cuerpodel piloto. Algunos desviaron la vistaasqueados.

Colocaron al muerto en el techo deun vehículo blindado y a los heridosdentro. Goodale salió cojeando enmedio de un gran dolor y se dejó caer enel vehículo de lado en el suelo.

—Tienes que ir sentado —ledijeron.

—Escucha, tengo una bala en elculo. No puedo sentarme.

—Pues apóyate o haz algo, peronecesitamos sitio.

En el patio donde estaban Miller ysus hombres, primero trasladaron aCarlos Rodríguez, quien llevaba unospantalones hinchables de goma. Luegose ocuparon de los otros heridos.Stebbins se encontraba bastante bien.Veía por la ventana a los chicos de la10.a División de Montaña arriba ydebajo de la calle, había muchos.Protestó cuando acudieron a por él conuna camilla.

—Estoy bien —les dijo—. Puedosostenerme sobre una pierna. Sólo tenéisque ayudarme a llegar al camión.Todavía tengo el arma.

Se apoyó sobre el pie bueno y,

dando saltos y ayudado por uno de loschicos, se metió en el camión blindado.

Wilkinson se encaramó a la parteposterior del mismo vehículo. Todosconfiaban en que no tardarían en ponerseen movimiento; sin embargo, lostuvieron mucho rato allí sentados. Elinterior de aquel receptáculo cerrado deacero era como una sauna y, además,apestaba a sudor, orín y sangre. ¡En quépesadilla se había convertido aquellamisión! Cada vez que creían que sehabía acabado, que ya estaba, seproducía algo peor. Los heridos queestaban en los vehículos no podían verlo que ocurría fuera, y no sabían a qué

achacar el retraso. Todos suponían que,cuando llegara el convoy, se iríanpitando a la base. Estaban a sólo cincominutos en coche del aeropuerto. Eranya las tres de la madrugada. Dentro deun par de horas saldría el sol. De vez encuando, alguna bala daba en loslaterales y producía un sonido metálico.¿Y si les alcanzaba una RPG?

Se produjo un breve motín en elCondor donde iba Goodale.

—¿Por qué no nos movemos? —preguntó éste.

—Sí, eso me pregunto yo —replicóuno que iba apretujado contra él.

Como Goodale era el que estaba

más cerca de la cabina, se puso en pie yse inclinó sobre el conductor malasio.

—¡Eh, tío, vámonos! —le dijo.—¡No, ni hablar! —protestó el

conductor—. ¡No nos moveremos hastaque nos lo digan!

—¡Maldita sea, no nos vamos aquedar aquí! ¡Haz el favor de sacar estetrasto de aquí!

—¡No, no! ¡No nos movemos!—¡No entiendes nada! ¡Nos van a

disparar! ¡Nos van a joder aquí dentro!También los mandos se estaban

impacientando.—Scotty [Miller], dime lo que está

pasando —preguntó el teniente coronel

Harrell.Aparte de breves regresos a la base

para repostar, Harrell y el comandantede las Fuerzas Aéreas Tom Matthewsllevaban toda la noche en el BlackHawk C2 sobrevolando la ciudad.

—Roger. Están intentando abrirlo,sin suerte hasta el momento —contestó Miller.

—Roger. Os queda poco más de unahora antes de que empiece a clarear.

En el interior y alrededor deaquellas dos manzanas de Mogadiscio,había más de trescientosestadounidenses, la vanguardia de unconvoy que se extendía a lo largo de

ochocientos metros hacia la calleNacional, lo que proporcionaba unasensación de seguridad entre las tropasde la 10.a recién llegadas, pero que nocompartían ni los rangers ni los chicosD que se habían pasado la nocheluchando. La agotada fuerza de asaltoobservaba atónita a los muchachos delEjército Regular, que se repantigabancontra las paredes, fumaban y charlabanen voz alta en la misma calle dondeellos habían sufrido la tormenta delfuego enemigo. En opinión de Howe, eljefe del equipo Delta y a quien losrangers tanto habían decepcionado,aquellos hombres parecían estar fuera

de lugar. La espera para que ellossacasen el cuerpo de Elvis empezaba apreocupar a todo el mundo.

Una explosión zarandeó el camiónblindado donde estaba Stebbins y loshombres se pusieron a gritar furiosos.

—¡Joder, sácanos de aquí! —exclamó uno de ellos.

Rodríguez no dejaba de gemir.Stebbins y Heard se turnaban parasostener la bolsa que contenía el gota agota para el artillero. Estaban encajadosen el espacio reducido como piezas deun puzzle. Poco después de la explosión,se abrió de golpe la enorme puertametálica del blindado y subieron en una

litera a un soldado de la 10.a que habíasido herido en el codo. Gritó de dolorcuando lo dejaron en el suelo.

—¡No puedo creerlo! —exclamó.El conductor malasio se volvía de

vez en cuando, en un intento de calmarlos ánimos.

—Dentro de nada, hospital —decía.Después de haber instalado como

mejor pudieron al recién llegado,Wilkinson se apoyó en la pared y vio, através de una mirilla, que la oscuridadse iba desvaneciendo en el este. Laintensidad de fuego empezaba aincrementarse. Se oían más sonidosmetálicos en el lateral del camión

blindado.Los heridos que tanto habían

deseado subir a los grandes vehículosblindados rezaban ahora para salir deellos. Se sentían como blancos en unacaseta de tiro. Goodale sólo contaba conuna mirilla pequeña para mirar afuera.Hacía tanto calor que empezaba amarearse. Se quitó el casco y aflojó elchaleco antibalas, pero no sirvió demucho. No podían hacer otra cosa quepermanecer sentados en aquel espacioreducido, mirarse en silencio los unos alos otros, y esperar.

Una hora antes del amanecer, elhelicóptero C2 pasó un informe de la

situación al Centro de Operaciones:—Esencialmente, están desmontando

el tablero de instrumentos delhelicóptero para liberar el cuerpo. Nosaben lo que pueden tardar todavía.

—Está bien, ¿podrán sacar elcuerpo de allí? —preguntó Garrison—. Necesito una estimación honesta yreal, nada de tonterías, del jefe delpelotón o del hombre de mayor edadallí presente. Cambio.

—Roger —contestó Miller—.Hemos de calcular veinte minutos parasacar el cuerpo.

—Roger, sé que están haciendo loque pueden —replicó Garrison—.

Vamos a esperar hasta que terminen.Cambio.

Cuando el cielo clareó al este, elsargento Yurek se quedó atónito ante lacarnicería que era la habitación dondehabían pasado la noche. La luz del soliluminó los charcos y las manchas desangre que había por todas partes.Cuando asomó la cabeza por la puertadel patio que daba a la calle, viocuerpos de somalíes diseminados arribay abajo de la calle hasta donde lealcanzaba la vista. Uno de los cuerpos,el de un hombre joven, parecía habersido atropellado varias veces por uno delos vehículos que se estaban usando

para partir el helicóptero en dos. AYurek le dio pena observar, en unaesquina de la calle Marehan, el cadáverdel burro al que había visto el díaanterior cruzar milagrosamente la callearriba y abajo en medio de todo eltiroteo. Seguía sujeto al carro.

Howe advirtió entre los cuerposamontonados sobre los vehículosblindados las suelas de un par de botasde asalto que eran más pequeñas de lonormal. Sólo había un muchacho en launidad con unas botas tan pequeñas.Earl Fillmore.

Todos sabían que el respiro estaba apunto de llegar a su fin. Con la luz del

día los sammies volverían a salir a lacalle. El capitán Steele estaba fuera dela puerta que daba al patio y consultabael reloj de forma compulsiva. Debía dehaberlo mirado cientos de veces. Nopodía creer que no se movieran todavía.El horizonte empezaba a volverse decolor rosa. Poner a trescientos hombresen peligro para recuperar el cuerpo deun hombre podía ser un gesto noble,pero no sensato. Por fin, a la salida delsol, quedó finalizado el macabrotrabajo.

—Adam Seis Cuatro [Garrison],aquí Romeo Seis Cuatro [Harrell] Sedisponen a ponerse en movimiento

ahora, cambio… Colocamos las cargasy estaremos listos para marcharnos.

Luego llegó la siguiente sorpresadesagradable para los rangers y loschicos D que llevaban luchando catorcehoras. En los vehículos no habíasuficiente espacio para ellos. Apenaslos soldados de la 10.a División deMontaña subieron de nuevo a aquéllos,los ansiosos conductores malasiosarrancaron y dejaron al resto de lafuerza detrás. Iban a tener que correrdetrás por las mismas calles por dondehabían tenido que abrirse camino a tiros.

Eran las 5:45, del lunes 4 deoctubre. El sol estaba ya sobre los

tejados.

9

Y se pusieron a correr. La ideainicial consistía en que debían hacerlo ala altura de los vehículos para estar acubierto, pero los conductores malasiosiban demasiado deprisa.

Aún con la radio colgada a laespalda, Steele corría junto a Perino.Había ocho rangers aislados detrás deellos. Y más atrás, el resto de la FuerzaDelta, el equipo CSAR, todos. Ocurriótan deprisa que los hombres que estabanal extremo de la fila se sorprendieroncuando doblaron a la derecha en lo altode la cuesta y descubrieron que los

demás ya se habían marchado.Yurek corría con el equipo de Smith.

Nadie quería tocarlo. Parecía elreconocimiento de que se había ido.Toda la tropa seguía la ruta que tomabala fuerza principal al llegar, se deteníanen cada cruce para abrir fuego decobertura mientras uno a uno loatravesaban corriendo. El tiroteo sereanudó apenas se pusieron enmovimiento, y era casi tan intenso comola tarde anterior. Los rangers disparabana ventanas y puertas, así como a cadacalleja que atravesaban. Steele notabalas piernas pesadas como plomo y, apesar de que corría tan deprisa como

podía, tenía la impresión de que semovía a una fracción de su velocidadnormal.

Cuando llegaron a la altura de laposición original de bloqueo, se produjoun tiroteo arrollador en el amplio cruceque precedía al Hotel Olympic. Elsargento Randy Ramaglia vio que losproyectiles se estrellaban en loslaterales de los vehículos blindados queiban unas manzanas más adelante.«¿Vamos a tener que cruzar por ahí?»Era la misma mierda que el día anterior.Había llegado al cruce cuando notó ungolpe seco en el hombro, como sialguien le hubiera dado con un martillo.

Pero no le derribó. Sólo se quedóparalizado. Necesitó algunos segundospara recuperar el sentido. Al principiopensó que le había caído algo encima.Levantó la vista.

—¡Sargento, le han dado! —gritó elespecialista Collett, que corría junto aél.

Ramaglia se volvió hacia él. Colletttenía los ojos abiertos de par en par.

—Ya lo sé.El sargento respiró profundamente

varias veces y trató de mover el brazo.Podía moverlo. Además, no le dolía.

El proyectil le había dado en laparte posterior del hombro derecho y se

le había llevado un trozo de carne deltamaño de una pelota de golf. La balahabía rozado a continuación el omóplatoy rasgado la manga del sargento,arrancando al mismo tiempo la banderaestadounidense que allí se había cosido.

—¿Estás bien? —le gritó unenfermero Delta desde el otro lado de lacalle.

—Sí —contestó Ramaglia.Y echó a correr de nuevo. Estaba

furioso. Toda aquella escena le parecíasurreal. No daba crédito al hecho de queun jodido jilipollas sammy le hubieradisparado, al sargento Randal J.Ramaglia del regimiento Ranger de

Estados Unidos. O salía con vida deaquella ciudad o se llevaba la mitad conél. Empezó a disparar a todo lo que se leponía por delante, cosa o persona.Corría, sangraba, sudaba y gritaba.Ventanas, puertas, callejas… en especialla gente. Todo lo echaba abajo. Se habíaconvertido en el caos. Toda semejanzacon una retirada ordenada se habíadesvanecido. Todos se limitaban aabrirse paso como mejor podían.

* * *

El sargento Nelson, todavía sordocomo una tapia, corría junto al soldado

Neathery, herido en el brazo derecho latarde anterior. Portaba su M-60 ytambién llevaba colgada a la espalda laM-16 de Neathery. Corrían tan deprisacomo podían y Nelson disparaba a todolo que veía. Jamás había estado tanasustado, ni siquiera en pleno fragor dela batalla el día anterior. Tanto él comoNeathery iban casi al final de la columnay tenían miedo de que, en medio deaquel maratón salvaje, se quedaranrezagados o separados de los demás.Como el herido tenía problemas paraseguir el ritmo de los otros, losretrasaba a todos. Cuando llegaron a laaltura de uno de los grupos que

proporcionaban fuego de cobertura, enlugar de detenerse y, según lo previsto,cubrir a su vez al grupo mencionadoconforme éste avanzaba, atravesaroncorriendo sin más.

Howe abrió de una patada unapuerta que encontró a su paso y suequipo entró por ella atropelladamentepara cargar las armas y recobrar elaliento. Entró el capitán Millerrespirando con dificultad, y les dijo quedebían seguir avanzando. Después deque Howe recorriera la estancia paracomprobar el estado de los hombres ylas municiones, volvieron a salir entropel a la calle. Disparaba una CAR-15

y una escopeta. Un poco más adelante,los artilleros de los vehículos blindadosabrían fuego sobre todo lo que sepusiera en su camino.

El soldado Floyd corría y suspantalones rasgados se agitaban a supaso; como iba prácticamente desnudode cintura para abajo, se sentíavulnerable y ridículo. Junto a él, elenfermero Strous desapareció en mediode un resplandor seguido de unaexplosión, que a su vez dejaron a Floydinconsciente en el suelo. Cuandorecobró el conocimiento y buscó aStrous, sólo vio una bola de humo que sedesvanecía. Ni rastro del enfermero.

El sargento Watson tocó a Floyd enel hombro. El soldado tenía el cascotorcido y los ojos idos.

—¿Dónde demonios está Strous?—Ha volado, sargento.—¿Ha volado? ¿Qué diantre quieres

decir con que ha volado?—Ha volado.Floyd señaló el lugar donde había

visto al enfermero por última vez. Éste,después de surgir repentinamente deentre un montón de hierbajos, se sacudióla ropa y se enderezó el casco. Bajó lamirada hasta Floyd y echó a correr. Unproyectil había dado en una granadadetonadora que Strous llevaba en el

chaleco, había explotado y, comoconsecuencia del impacto, el hombreperdió el equilibro y fue a parar a unasmatas. Estaba ileso.

—¡Muévete, Floyd! —gritó Watson.Siguieron corriendo todos, corrían y

disparaban en medio de aquel amanecercada vez más luminoso, en medio deltableteo de los tiros, de la lluvia depiedras que caían de las paredesacribilladas, de repentinas ráfagas deviento caliente procedente de unaexplosión que a veces los derribaba ylos dejaba sin aire en los pulmones, delsonido de los helicópteros queretumbaban sobre ellos, y del ruido seco

y tan desapacible, parecido al desgarrode una tela gruesa, que producían susarmas. Corrían en medio del olorempalagoso de la ciudad y de suspropios cuerpos, con el sabor a polvo ensus bocas ya secas, con las quebradizasy oscuras manchas de sangre en losuniformes de campaña y el recuerdofresco de sus amigos muertos omutilados de forma indecible, en aquellaterrible pesadilla que se había vueltoinsoportablemente larga, sin poder creerque el poderoso y temido ejército deEstados Unidos de América los hubierametido en aquella hecatombe,abandonándolos a su suerte y

permitiendo que pasaran por los mismospeligros para poder salir. ¿Cómo podíaser que ocurriera eso?

Ramaglia apuraba de formadesesperada su última y escasa reservade adrenalina. Corrió, disparó y juróhasta que empezó a oler su propiasangre y a sentirse mareado. Por primeravez sintió unas punzadas de dolor. Sinembargo siguió corriendo. Cuando seaproximaba al cruce de la avenidaHawlwadig con la calle Nacional, aunas cinco manzanas al sur del HotelOlympic, vio un tanque, la hilera devehículos blindados y Humvees y unamasa de hombres vestidos con el

uniforme de campaña. Corrió hasta caerdesplomado, feliz.

10

En el Hospital Volunteer deMogadiscio, el cirujano Abdi MohamedElmi estaba agotado y cubierto desangre. Los compatriotas heridos omuertos habían empezado a llegar latarde anterior. A pesar de la intensidaddel tiroteo, al principio sólo fue ungoteo. Como no se podía circular por lascalles, la gente llevaba a los heridos enbrazos o metidos en carretillas. Habíabarricadas en llamas por toda la ciudady los helicópteros estadounidenses lasobrevolaban a baja altura en medio deun gran estruendo. La mayor parte de los

ciudadanos no se atrevían a salir decasa.

Antes de que se iniciara la batalla,en el Hospital Volunteer apenas habíapacientes. Estaba ubicado en la partebaja de la ciudad, junto al aeropuerto,cerca de la base estadounidense. Cuandoempezaron los problemas con losestadounidenses muchos somalíes teníanmiedo de llegar hasta allí. Al final deaquel día, lunes, 4 de octubre, lasquinientas camas del hospital iban aestar ocupadas. Otros cien heridos sehacinarían en los pasillos. Y elVolunteer no era el mayor hospital de laciudad. El número era todavía superior

en el Digfer. La mayor parte de los quetenían heridas abiertas en el estómagoacabarían muriendo. Como tardaron enllevarlos al hospital (llegaron más elsegundo día que el primero), lasinfecciones se habían extendido tantoque los antibióticos, que escaseaban yaen el hospital, no hacían efecto.

En la sala de operaciones delVolunteer, donde trabajabansimultáneamente en tres camillas, nohabían parado en toda la noche. Elmiformaba parte de un equipo formado porsiete cirujanos, los cuales trabajaron sinpausa. Al amanecer, había intervenidoen dieciocho operaciones de

importancia, y los pasillos se llenabanrápidamente con más víctimas, docenas,cientos. Era una ola gigantesca desangre.

Salió un momento del quirófano alas ocho de la mañana. El hospitalresonaba con los agudos chillidos ygemidos de personas destrozadas ydesmembradas que se desangraban yagonizaban en medio de doloresespantosos. En un intento de abarcarlotodo, los médicos y las enfermerascorrían de una cama a la otra. Elmi sesentó en un banco y encendió uncigarrillo. Una mujer francesa que lo viosentado se acercó furiosa.

—¿Por qué no ayuda usted a estagente? —le espetó gritando.

—No puedo —contestó él.Ella se alejó a grandes zancadas. El

cirujano permaneció sentado hasta quehubo acabado de fumar el cigarrillo.Luego se puso en pie y regresó alquirófano. Seguiría sin dormir porespacio de otras veinticuatro horas.

11

Abdi Karim Mohamud abandonó lacasa de su amigo por la mañana cuandolos estadounidenses se hubieronmarchado. El día anterior, en laembajada estadounidense dondetrabajaba, lo enviaron a casa antes dehora y él corrió a presenciar el combateque se desarrollaba en torno al mercadoBakara. Aquél resultó ser tan cruento,que se pasó toda aquella larga noche sindormir, tumbado en el suelo de la casade su amigo, sin dejar de escuchar elintercambio de tiros y observando lasexplosiones que iluminaban el cielo.

Los disparos arreciaron de nuevocon violencia al amanecer, mientras losrangers se abrían paso para salir de laciudad. Luego el tiroteo cesó.

Se arriesgó a abandonar su refugioal cabo de aproximadamente una hora.Vio a una mujer muerta en medio de lacalle. La habían alcanzado unosproyectiles arrojados desde unhelicóptero. Se podía saber porque lasarmas de éstos dejaban a las personasdestrozadas. El estómago y las entrañasestaban esparcidos por la calle. Vio atres niños pequeños a quienes la muertehabía vuelto rígidos y grises. Había unanciano tumbado boca abajo cuya sangre

se había convertido £n un charco seco asu alrededor y, junto a él, su burrotambién muerto. Abdi contó las balas enel cuerpo del anciano. Tres, dos en elpecho y una en la pierna.

Bashir Haji Yusuf, el abogado,advirtió al amanecer que la lucha sereanudaba. Había conseguido dormirunas cuantas horas y se despertó.Cuando cesó el tiroteo le dijo a su mujerque iba a salir para ver cómo estaba lasituación. Se llevó la cámarafotográfica. Quería documentar lo quehabía pasado.

Vio burros muertos en la calle,daños de envergadura en los edificios

que rodeaban el Hotel Olympic y haciael este. Había manchas de sangre en lasparedes de los edificios y en las calles,daba la impresión de que hubierapasado por allí una fiera enorme ydevastadora. Sin embargo se habíanllevado la mayor parte de los cadáveres.Tomaba fotografías conforme caminabapor una de las calles que habíanabandonado los soldados cuando vio elesqueleto del primer Black Hawk que sehabía estrellado, todavía ardiendo sinllamas después de que los rangers leprendieran fuego. También observó másadelante los restos calcinados de unHumvee, otro aún en llamas, así como

varios vehículos blindados.Bashir oyó entonces un gran revuelo,

gente cantando, vitoreando y gritando.Corrió a ver qué ocurría.

Llevaban a un estadounidensemuerto en una carretilla. Le habíanarrancado la ropa menos loscalzoncillos negros, yacía desplomadoboca arriba y arrastraba las manos porel suelo. Tenía el cuerpo cubierto desangre; sin embargo, la expresión delrostro era sosegada, distante. Habíabalas en el pecho y en el brazo. Elcuerpo se sujetaba mediante cuerdas yun trozo de hojalata ondulada cubría amedias su cuerpo. A medida que unos

cuantos arrastraban la carretilla por lascalles, más gente se iba sumando algrupo. Escupían, zarandeaban y dabanpatadas al cuerpo.

—¿Por qué habéis tenido que venir?—gritó una mujer.

Bashir, horrorizado, siguió la oleadade gente. Pensó que era espantoso. Elislam exigía un tratamiento reverente yque se enterrase de inmediato al muerto,no aquella escena grotesca. Bashirquería detenerlos, pero la turba estabadesmandada. Eran primitivos, miembrosdel gueto, y estaban de celebración. Si,como a Bashir le hubiera gustado hacer,los abordaba y les preguntaba qué

estaban haciendo en un intento deavergonzarlos, corría el riesgo de que sevolvieran contra él. Hizo unas cuantasfotos y siguió a la muchedumbre. ¡Habíamuerto tanta gente la noche anterior, porno hablar de los heridos! Las callesestaban llenas de una muchedumbre cadavez más furiosa, más cruel. Un festivalde sangre.

Hassan Adán Hassan formaba partede un grupo que arrastraba a otroestadounidense muerto. Hassantrabajaba a veces como traductor paralos periodistas estadounidenses yeuropeos, y quería ser periodista. Siguióa sus compatriotas por la rotonda K-4,

donde el grupo aumentó de formaconsiderable hasta convertirse en unaturba. Arrastraban el cuerpo por la callecuando aparecieron los vehículos de unaescuadra de soldados de Arabia Saudíque les excedían en número y en armas.Si bien estaban con Naciones Unidas,los somalíes no consideraban enemigosa los saudíes e incluso aquel día noatacaron sus vehículos. Lo que vieronaquéllos les enfureció.

—¿Qué estáis haciendo? —exclamóuno de los soldados.

—Tenemos a Monstruo Howe —contestó un joven somalí armado, uno delos cabecillas.

—Es un soldado estadounidense —dijo otro.

—Si está muerto, ¿qué le hacéis?¿No sois seres humanos? —le preguntóel soldado saudí al cabecilla, y sonócomo un insulto.

Uno de los somalíes apuntó el armaal soldado saudí.

—Vamos a matarte —dijo el hombrearmado.

—¡No os metáis! ¡No os metáis!Estas personas están furiosas. Podríanmataros a vosotros —gritó alguien deentre el gentío a los saudíes.

—¿Pero por qué lo hacéis? —insistió el saudí—. Podéis combatir y

ellos pueden combatir, pero este hombreestá muerto. ¿Por qué lo arrastráis así?

Otras armas apuntaron al saudí. Losasqueados soldados se marcharon en susvehículos.

Abdi Karim estuvo con la turba quearrastraba al estadounidense muerto porlas calles. La siguió hasta que temió lallegada de un helicópteroestadounidense para bombardearlos. Seapartó de la muchedumbre y se fue acasa. Sus padres sintieron un gran alivioal verlo con vida.

12

Los malasios condujeron al convoy aun estadio de fútbol situado en elextremo norte de la ciudad y que era unabase paquistaní de operaciones. Laescena era surrealista. Como si fueran aasistir a un partido de fútbol o debéisbol en su propia casa, los exhaustosrangers cruzaron la enorme entrada de lafachada principal, pasaron por lassombras de cemento bajo las tribunas eirrumpieron en la amplia arena cegadospor el sol y rodeados por las hileras debancos que se erguían al cielo. Los

soldados de la 10.a División deMontaña ocupaban filas y filas de losprimeros niveles y, mientras en el campolos médicos atendían a los heridos, ellosfumaban, hablaban, comían y se reían.

El doctor Marsh se había apresuradoa acudir al estadio junto con otros dosmédicos para supervisar los primerosauxilios. A diferencia de las primerasvíctimas que habían llegado en elconvoy perdido, éstos habían recibidolos primeros auxilios en el campo debatalla por parte de enfermeros. A pesarde ello, al doctor Bruce Adams lepareció una escena infernal. El solíacurar una o dos heridas a la vez.

Allí tenían un campo de fútbolcubierto de cuerpos sangrantes ydestrozados. El oficial de vuelo delSúper Seis Uno, Ray Dowdy, se acercóa Adams y levantó una mano a la cual lefaltaban casi dos dedos enteros. Eldoctor no pudo evitar rodearlo con unbrazo y decirle:

—Lo siento.Para los rangers, incluso el trayecto

desde el punto de encuentro en la calleNacional hasta el estadio había sidotraumático. Persistían todavía losdisparos y, como apenas había espacioen los Humvees para dar cabida a todoslos hombres que habían salido corriendo

del centro de la ciudad, se tuvieron queamontonar los unos sobre los otros. Unode los chicos D ayudó a subir al soldadoJeff Young, que se había torcido eltobillo mientras corría, y lo sentó sinmás ceremonia sobre su regazo. Elsoldado George Siegler había trepadoesperanzado a la puerta de uno de losvehículos blindados justo cuando unavoz gritaba desde dentro que sólopodían aceptar a uno más. El tenientePerino ya tenía una pierna en la puerta.Por el rabillo del ojo, Perino percibió ladesesperación en el rostro del hombremás joven.

—Sube, soldado, sube —dijo en un

tono donde la impaciencia quedabaencubierta por la amabilidad.

Mientras, bajó la pierna de la puerta.El teniente habría podido pasarlo poralto. A Siegler le conmovió tanto elgesto que en aquel momento decidióvolver a alistarse.

Nelson subió a un Humvee dondehabía cuatro bidones llenos de municióncalibre 60, y se lo pasó en grande todoel camino de vuelta disparando a todobicho viviente. Si había alguien en lacalle y él lo veía, abría fuego. Estaba apunto de salir de aquella pesadilla convida e iba a hacer lo imposible para queasí fuera.

Mientras salían de la ciudad, DanSchilling, el técnico de control encombate que había vivido la sangrientacarrera del convoy perdido y que luegohabía vuelto con el de rescate, vio en lacarretera a un anciano somalí de barbablanca que llevaba un niño pequeño enlos brazos de unos cinco años, cubiertode sangre y parecía estar muerto. Elhombre caminaba en apariencia ajeno altiroteo que todavía seguía en torno a él.Dobló un lado de la montaña ydespareció calle arriba.

En opinión de Steele, el peormomento del combate se producíacuando se alejaban de la calle Nacional.

El capitán observaba la fila devehículos blindados mientras loshombres subían a ellos y vio a Perino enel extremo de aquélla que saltaba alsuelo para dejarle sitio a Siegler, yentonces los vehículos se pusieron enmarcha. ¡Todavía quedaban hombres,Perino y otros! Sacudió furiosamente loshombros del conductor y le gritó:

—¡Tengo hombres abajo todavía!Pero el conductor llevaba un casco

de camión-tanque y, fingiendo no haberoído a Steele, siguió avanzando. Elcapitán conectó con la emisora demando. Se oía tan mal dentro delvehículo blindado que apenas pudo

escuchar la respuesta, pero él transmitióla alarma mediante frases entrecortadas.

—Nos quedamos rezagados en lacalle Nacional… Los vehículospaquistaníes tenían que llevarnos a labase, a los soldados de a pie…

Y hemos subido, pero deben dequedar todavía quince o veinte que hande caminar. Han arrancado y nos handejado. Hay que mandar a alguien abuscarlos.

—Roger, captado —contestóHarrell—. Pensaba que todos habíansubido a los vehículos. He recibido tresllamadas. Me han dicho que todoshabían sido cargados. ¿En qué parte de

la calle Nacional están?—Romeo, aquí Julieta. Estoy

mandando esto a ciegas. ¡Necesito querecojan a esos soldados en la calleNacional de inmediato!

Si bien era cierto que Perino y losotros habían sido recogidos, no habíasido sin cierta peripecia. El teniente,junto con otros seis hombres, rangers ychicos D, eran los últimos que quedabanen la calle cuando se acercó lo queparecía ser el último vehículo. Losagotados soldados gritaron y leshicieron señas con los brazos, pero elconductor malasio no les hizo caso hastaque uno de los chicos Delta se adelantó

y le apuntó con un CAR-15. Se detuvo.Y los hombres se amontonaron sobre losotros ya apretujados en el interior.

Steele no se enteró de todo estohasta que llegó al estadio. AlgunosHumvees se habían ido directamente a labase, por lo que hizo falta una últimamedia hora cargada de tensión parahacer el recuento. Al final, alguien delCentro de Operaciones le leyó una listade todos los rangers que habían vuelto.No fue hasta entonces cuando el capitánmiró largo y tendido a su alrededor yempezó a captar la magnitud de losucedido.

El teniente coronel Matthews, quien

había pasado las últimas quince horas,salvo unas cortas pausas para repostar, abordo del helicóptero de mando, saliódel aparato y estiró las piernas. Se habíallegado a acostumbrar tanto al sonido delos rotores que en aquellos momentospercibía la escena que tenía delante enmedio de un gran silencio. Los heridosestaban tumbados en camillas yocupaban la mitad del campo, les habíanconectado bolsas de gota a gota, ibanvendados y cubiertos de sangre. Losmédicos y los enfermeros se agolpabansobre los más graves y trabajabanfrenéticamente. Vio al capitán Steelesentado solo sobre los sacos de arena en

la base de un mortero con la cabezaentre las manos. Detrás de él, losmuertos ordenados en filas perfectas ymetidos en unas bolsas para restoshumanos provistas de cremalleras. Fueraen el campo de juego, un soldadopaquistaní iba de herido en herido conuna bandeja que contenía vasos de aguafresca. Una toalla blanca envolvía elbrazo del hombre.

Los que no estaban heridoscaminaban entre las camillas por elcampo de fútbol, con los ojosempañados en lágrimas, con aspectoagotado y miradas vacías y lejanas.Unos helicópteros, los Hueys de la

época de Vietnam con el emblema de laCruz Roja pintado en ellos, iban yvenían para trasladar a los que estabanpreparados al hospital situado junto a labase. El soldado Ed Kallman, quien conanterioridad se había entusiasmado antela oportunidad de participar en elcombate, observaba en aquellosmomentos a un enfermero que repartíalas camillas a medida que las sacabande los vehículos como un capataz en unmuelle de carga y descarga. «Qué traéisaquí? Bien. Muerto en aquel grupo deallí. Vivo en este grupo de aquí.» Elsargento Watson se paseaba despacioentre los heridos y hacía recuento. Como

los enfermeros y los médicos les habíanretirado las ropas ensangrentadas ysucias, y las heridas habían quedadoexpuestas, el horror al completo eramucho mayor. Había muchachos quetenían enormes y amoratados agujerosen. el cuerpo, miembros destrozados, alpobre Carlos Rodríguez una bala lehabía atravesado el escroto; Goodale yGould con los traseros vendados ydesnudos al aire; Stebbins acribilladode metralla; Lechner con una piernaaplastada; Ramaglia, Phipps, Boom,Neathery… y la lista seguía.

El especialista Anderson, a pesar delo reticente que se había mostrado a la

hora de unirse al último y principalconvoy, había regresado ileso. Estabadeseoso de encontrar a su compañero deparacaidismo el sargento Keni Thomascon vida e ileso, pero aparte de esto nosentía emoción alguna. Rehuía lamonstruosidad que representaba laescena, los heridos, los cadáveres.Cuando llegó el vehículo blindado conel cuerpo del copiloto del Súper SeisUno, Toro Briley, Anderson tuvo quevolver el rostro. El cuerpo habíaperdido el color. Estaba amarillonaranja y, a través de la profunda rajaque tenía en la cabeza, veía la masacerebral que también se desparramaba

por el lateral del vehículo. Cuando losenfermeros se acercaron en busca deayuda para bajar el cuerpo, Anderson sealejó con la cabeza gacha. No habríapodido soportarlo.

Goodale estaba tumbado en mediodel gran estadio con los pantalonesdesgarrados y miraba al cielo azul ydespejado. Un enfermero se inclinósobre él y le tiró ceniza del cigarrilloque fumaba mientras le clavaba la agujapara el gota a gota en el brazo. Y, aunquehacía sol y probablemente estaban cercade los cuarenta grados de temperatura, aGoodale le castañeaban los dientes. Sele había metido el frío en los huesos. Un

enfermero le dio té caliente.Así lo encontró el sargento Cash.

Éste acababa de llegar con la cola delconvoy de rescate y se paseaba conmirada horrorizada por el campo enbusca de sus amigos. Al primer golpe devista pensó que Goodale, pálido y presade violentos temblores, estabaagonizando.

—¿Estás bien? —le preguntó Cash.—Me pondré bien. Sólo tengo frío.Cash le hizo señas a un enfermero y

éste cubrió a Goodale con una manta yluego lo arropó bien. Despuésintercambiaron información. Goodale lecontó a su amigo lo de Smith, y enumeró

a los heridos. Por su parte Cash leexplicó lo que había visto en la basecuando llegó el convoy perdido. Lehabló de Ruiz, de Cavaco, de Joyce y deKowalewski.

—A Mac le han disparado también—prosiguió, refiriéndose al sargentoJeff McLaughlin—. No sé dónde estáCarlson. He oído que ha muerto.

Rob Phipps se dejó caer por lapuerta del vehículo blindado apenas éstese detuvo en el estadio. Después deestar tantas horas encerrados en aquelhabitáculo apestoso junto con todos losotros heridos, se produjo un repentinoforcejeo para respirar aire en cuanto se

abrió la puerta. Phipps se dio un golpeal caer, pero el aire fresco era tanreconfortante que no le importó el dañorecibido. Descubrió que no podíaponerse de pie y un soldado al que noconocía lo levantó y lo llevó hasta losenfermeros. Le estaban poniendo suerointravenoso en el brazo cuando seacercó uno de los muchachos de suunidad y le contó lo de Cavaco yAlfabeto.

Floyd saltó por encima de labarandilla y, después de subir variasfilas de bancos, llegó hasta un grupo dela 10.a División de Montaña y pidió uncigarrillo. Mientras bajaba de nuevo, el

sargento Watson le indicó mediante ungesto que se reuniera con el resto de suescuadra, que todavía no se habíainstalado. En tono sombrío, Watson lehizo una relación de los muertos. AFloyd le impresionó especialmente lo dePilla. Smith y Pilla eran sus amigos másíntimos.

Cuando por fin se abrió la puerta delvehículo blindado, Stebbins dio unalarga bocanada de aire fresco paraoxigenarse un poco. Después de ayudara algunos a que bajaran, subieron unacamilla para él. Se arrastraba hacia ellacuando un sargento de la 10.a deMontaña gritó:

—¡No dejéis que vaya gateando,chicos!

Y de repente, aparecieron manosdesde todos los lados y lo levantaroncon suavidad. Desnudo de cintura paraabajo, lo dejaron en medio de un grupode camaradas. El sargento AaronWeaver le llevó una taza de café.

—Dios te bendiga, hijo —dijoStebbins—. ¿Tienes un cigarrillo?

Weaver no tenía ninguno. Stebbinsfue preguntando a todo el que pasabapor su lado, sin suerte. Al final, leagarró el brazo a un soldado de la 10.a yle suplicó:

—Escucha, amigo, ¿puedes ir a

buscarme un maldito cigarrillo?Uno de los conductores malasios, el

tipo al que todos los de su vehículo(Stebbins incluido) habían estadogritando una hora antes, se acercó y ledio un cigarrillo. Luego se inclinó paraencendérselo y le ofreció el resto delpaquete. Stebbins quiso devolvérselopero el malasio, después de tomarlo, selo introdujo en el bolsillo de la camisa.

Se acercó Watson.—Stebby, he oído que has hecho un

buen trabajo. Buen chico —le dijo segúnse agachaba y le colocaba sobre losgenitales un trozo de tela de unosveinticinco centímetros que arrancó de

los ya destrozados pantalones delherido.

Los dos hombres se echaron a reír.Dale Sizemore estaba impaciente

por encontrar a los chicos de su grupo.Deseaba de forma desesperada quesupieran que él no se había resistido aseguir luchando cuando había vuelto a labase, que había ido a por ellos, dosveces. Era importante que supieran queél había ido a buscarles.

Al primero que encontró fue alsargento Chuck Elliot. Cuando se vieron,los dos se echaron a llorar, felices deestar con vida, de volverse a ver.Entonces Sizemore empezó a contarle a

Elliot que había rangers muertos yheridos en el convoy perdido. Lloraban,hablaban y observaban cómo loscadáveres eran cargados en loshelicópteros.

—Ahí va Smitty —dijo Elliot.—¿Cómo dices?—Es Smith.Sizemore vio dos pies que colgaban

por debajo de una sábana. Uno ibatodavía calzado con la bota, el otroestaba descalzo. Elliot le explicó que él,Perino y el enfermero se habían turnadodurante horas para meter los dedosdentro de la herida pélvica en un intentode apretar la arteria femoral. Le habían

cortado tanto los pantalones como labota de una pierna y fue así como supoque se trataba de Smith. Se quedó sinhabla y se echó a llorar. SeguidamenteSizemore encontró a Goodale, con eltrasero al aire. —Me han dado en elculo —informó Goodale.

—Te lo tienes bien merecido,Goodale, no tenías que haber huido —ledijo Sizemore.

Steele se quedó impresionadísimocuando se enteró de que la mayor partede sus hombres estaban muertos. Elsargento que se lo dijo no tenía aún lacifra exacta, pero pensó que podían sertres o cuatro rangers. ¿Cuatro? Hasta

que llegó al estadio, Steele sólo habíatenido la certeza de la muerte de Smith.Se alejó un poco a fin de estar solo.Tomó una botella de agua y se sentó abeber, absorto en sus pensamientos.Sentía una tristeza insoportable, pero nose atrevía a derrumbarse delante de sushombres. En torno a él no había nadie desu graduación, nadie con quiendesahogarse. Algunos de sus hombreslloraban, otros hablaban por los codoscomo si les fuese a faltar tiempo paracontar sus historias. El capitán se sentíaextraño, demasiado despejado. Era laprimera vez en casi un día entero quepodía dejarse ir por un minuto,

relajarse. Todas y cada una de lasimágenes y de los sonidos de aquellaescena tan activa que tenía delante leimpactaban de lleno, como si sussentidos hubieran estado finamenteafinados durante tanto tiempo que nopudiera retraerse a ellos. Encontró unsitio donde sentarse en el borde de labase de un mortero, colocó el rifle sobreel regazo, respiró profundamente, seenjuagó la boca con agua fría y trató deanalizar todo lo ocurrido. ¿Habíatomado las decisiones adecuadas?¿Había hecho cuanto había podido?

El sargento Atwater, el operadorradiofónico del capitán, tuvo ganas de

acercarse y decirle algo, ofrecerle algúntipo de consuelo. Pero tuvo la impresiónde que no habría sido apropiado.

Uno a uno, cargaron a los heridos enlos helicópteros y los llevaron alhospital militar en la embajadaestadounidense o al de la base.

El trayecto en helicóptero tuvo unefecto tranquilizador para Sizemore, sedejó envolver en las sensaciones tanreminiscentes de todos aquellos días enMogadiscio antes de la batalla, losvuelos de prueba, las excitantes seisprimeras misiones donde todo había idosobre ruedas. Al sentir el viento queentraba por las puertas abiertas y

observar desde arriba aquella miseriade abajo ya tan familiar, así como elocéano que se extendía hacia el oeste,parecía que las cosas volvían a lanormalidad. Era una advertencia decómo estaban tan sólo un día antes,llenos de alegría y con tantas ganas delibrar una batalla. Esto era sóloveinticuatro horas antes. Nada volveríaa ser de esta manera para ellos. No seoía ninguna conversación en el BlackHawk que los llevaba de vuelta a labase. Los soldados guardaban silencio.

Nelson se fijó en un barco de la flotade Estados Unidos que surcaba a lolejos las profundas aguas azules. Parecía

que estuviera viéndolo todo a través deunos ojos ajenos. Los colores leparecían más brillantes, los olores másvivos. Tuvo la impresión de que aquellaexperiencia le transformaba de unaforma fundamental. Se preguntó si algúnotro compañero sentía lo mismo, peroresultaba extraño porque no sabía cómoexplicarlo o cómo preguntarles.

Conforme el helicóptero se elevaba,Steele observó que la enrevesadamaraña de calles que se había cerradoen torno a ellos la tarde anterior sedespejaba de nuevo para convertirse enun panorama más amplio, y le asombrólo pequeño que era el espacio en el que

habían luchado y eso le recordó loremoto y pequeño que era Mogadisciodentro del inmenso mundo.

Cuando subieron al sargentoRamaglia a un helicóptero, un enfermerose inclinó sobre él y dijo:

—Tío, no sabes cuánto lo siento portodos vosotros.

—Deberías sentirlo por ellos —dijoel sargento—, porque les hemos dado sumerecido.

13

Después de haber dispuesto tanto alos muertos como a los heridos, loschicos D se apresuraron a subir a loshelicópteros para volar de vuelta a labase. Tanto el sargento Howe como sushombres se prepararon para salir denuevo y volver sin más preámbulo altrabajo. Estaban preparados parafuncionar sin dormir durante días y, porconsiguiente, se sentían en un lugarfamiliar, un sitio al que llamaban la«zona continua», un punto en el cual elcuerpo supera los dolores menores y sevuelve insensible al calor y al frío. En

aquella zona continua, se movían con unnivel intensificado de percepción, nopensante, como si circulasen con elpiloto automático. A Howe no le gustabaaquella sensación, pero estabaacostumbrado a ella.

Algunos rangers e incluso algunos desus amigos pertenecientes a la unidadactuaban como si les hubieran vencido,lo cual sacaba de quicio al fornidosargento. Tenía la seguridad de que él ysus hombres habían causado mucho másdaño del recibido. Habían sido puestosen una terrible encrucijada y, no sólohabían sobrevivido a ella, sino quehabían destrozado al enemigo. No tenía

idea de la cifra aproximada de muertos,pero cualquiera que fuera sabía queacababan de participar en una de lasmás desiguales batallas en la historia deEstados Unidos.

Se quitó el chaleco Kevlarempapado de sudor, así como el restodel equipo y lo dejó todo extendidosobre su camastro. Acto seguido, fuedesmantelando de forma metódica cadauna de sus armas, las limpió, las lubricóy concluyó cada proceso verificandofunción por función. Cuando lo tuvo todolisto y guardado, se quedó mirándolocon una gran y profunda satisfacción. Suequipo, y la forma tan precisa con que lo

había preparado, le había sido deutilidad y quería recordar con exactitudcómo estaba todo para la próxima vez.Lo único que habría hecho diferente erallevarse los aparatos de visión nocturna.Los guardó en la mochila. Jamásvolvería a salir para una misión sinellos, de noche o de día.

Howe se sentía sorprendido de estaraún con vida. Le asustaba la idea devolver enseguida a la lucha, pero eltemor no era nada comparado con lalealtad que sentía por los hombresabandonados en la ciudad. Algunos delos suyos estaban todavía allí, comoGary Gordon, Randy Shughart, Michael

Durant y la tripulación del Súper SeisCuatro. Vivos o muertos, volverían acasa. Aquella batalla no acabaría hastaque todos ellos estuvieran de vuelta.«¡Maldita sea, volvamos allí y matemosa algunos somalíes!» Así fue como sementalizó.

Y si tenían que volver, lo iban apagar bien caro.

14

Sizemore no se enteró de que sucompañero Lorenzo Ruiz había muertohasta que regresó a la base.

—Supongo que ya sabes lo de Ruiz—le dijo el especialista KevinSnodgrass.

Sizemore supo de inmediato lo quehabía sucedido y se echó a llorar.Cuando un rato antes por la tarde habíanembarcado a Ruiz en un avión parallevarlo a un hospital alemán todavíaestaba con vida. Poco después dedespegar, les llegó la noticia de quehabía muerto. Ruiz había querido

entregarle a Sizemore el paquete decartas para sus padres y personasqueridas antes de la misión, pero aquélle había dicho que no hacía falta. Y Ruizestaba muerto. Sizemore no podía creerque fuera su amigo y no él quienestuviera muerto. Estaba casado y teníaun niño. ¿Por qué le había tocado a Ruizy no a él? Le parecía harto injusto. En unintento de consolarle y que no se sintieraculpable, el sargento Watson pasó largorato con él. ¿Pero qué podía decirle?

El sargento Cash había visto a Ruizpoco antes de que fuera evacuado.

—Te pondrás bien —le dijo.—No, no creo —fue la respuesta de

Ruiz, al que apenas le quedaban fuerzaspara articular las palabras—. Ya sé queestoy perdido. No os preocupéis por mí.

El capitán Steele obtuvo la lista finalcuando regresó a la base. El sargentoprimero Glenn Harris lo esperaba en lapuerta. Saludó.

—Los Rangers abren el camino,señor.

—Todo el camino —replicó Steeledevolviéndole el saludo.

—Señor, aquí tiene la situación —dijo Harris conforme le entregaba unahoja de papel verde.

Steele se quedó horrorizado. La listade nombres abarcaba toda la longitud de

la página. Había más de cuatro hombresmuertos. En aquella lista había trecevíctimas. Seis habían desaparecido en lazona donde se había estrellado elsegundo helicóptero y se suponía queestaban muertos. De los tres hombresheridos de gravedad y ya de camino a unhospital en Alemania, Griz Martin,Lorenzo Ruiz y Adalberto Rodríguez, elsegundo había muerto. La cifra deheridos ascendía a setenta y tres. Entrelos muertos, seis eran hombres de Steele—Smith, Cavaco, Pilla, Joyce,Kowalewski y Ruiz—. Treinta heridoseran rangers. Harris había empezado aescribir una segunda columna que

llegaba también casi hasta el final de lapágina. Un tercio de la compañía deSteele estaba entre los muertos y losheridos.

—¿Dónde están? —preguntó Steele.—La mayoría en el hospital, señor.El capitán se quitó el equipo y se

encaminó al hospital de campaña. Hacíaun gran esfuerzo para mantener comomínimo una fachada de resistenciaemocional, pero la escena del hospitalle trastocó. Era espantoso. Losmuchachos yacían por todas partes,sobre camas plegables, en el suelo…Algunos seguían envueltos en losimprovisados vendajes que les habían

puesto durante el combate. Balbucióalgunas frases entrecortadas de ánimo acada uno mientras contenía el gran dolorque lo atenazaba. El último soldado quevio fue Phipps, el ranger más joven delhelicóptero CSAR. Daba la sensaciónde que lo hubieran golpeado con un batede béisbol. Tenía la cara hinchada eldoble de lo normal y de color negroazulado. Un grueso vendaje le cubría laespalda y la pierna y se veían en aquélmanchas del pus que rezumaban lasheridas. Steele le alargó la mano.

—¿Phipps?El soldado se agitó. Cuando abrió

los ojos, vio que éstos estaban

enrojecidos.—Ya verás como te pones bien —le

dijo su superior.Phipps levantó un brazo y agarró al

capitán.—Señor, dentro de un par de días

estaré bien. No se marchen sin mí.Steele hizo un gesto de asentimiento conla cabeza y abandonó la estancia.

Al soldado David Floyd le llamó laatención lo vacía que estaba la base. Sedirigió despacio a su catre y se quitó elequipo. Pero en lugar de sentirsealiviado, notó que le invadía un granpeso y una enorme tristeza. A sualrededor, los chicos no paraban de

hablar. Daba la sensación de queintentaban elaborar toda la peripecia.Hablaban en nombre de todos. Habíauna historia que contar de cómo, cuándo,dónde y por qué para cada uno de losmuertos y de los montones de heridos.En algunos casos, los relatos diferían.Uno decía que Joyce había estado aúncon vida cuando iba en el camión,mientras que otro aseguraba que habíamuerto al instante. Alguien pensaba quehabía sido Diemer quien habíaarrastrado a Joyce fuera de la línea defuego, pero otro insistía en que habíasido Telscher. Stebbins se había caídocuatro veces. No, discutió alguien,

fueron sólo tres. Hablaron de la larga einútil lucha por mantener a Jamie Smithcon vida. Lloraban sin pudor.

Nelson, uno de los últimos en volvera la base, encontró al sargentoEversmann bañado en lágrimas.

—¿Qué pasa? —le dijo, pero luego,al recordar que su amigo Casey Joyceformaba parte de la tiza de Eversmann,preguntó—: ¿Dónde está Joyce?

Eversmann le miró sorprendido,demasiado emocionado para hablar.Nelson entró corriendo en la base ybuscó al teniente Perino, quien le dio lamala noticia. También le contó que Pilla,su compañero de parodias, había

muerto. Nelson se derrumbó.La muerte de Joyce le afectó de

forma particular. Tenía una disculpapendiente con él. Hacía unos días, hartode tener que montar guardias con todo eltraje de batalla, Nelson dijo a loshombres de su equipo que podían hacercaso omiso de la orden. Les dijo que sepusieran el casco y el chaleco antibalas,éste sobre los pantalones cortos y lacamiseta. Si ello suscitaba algúnproblema, él se haría responsable. Sinembargo, actuó de forma algo frívolaporque, cuando llegó la bronca, ésta norecayó sobre él sino sobre Joyce, queera por rango su superior. A Joyce le

habían reprendido por no haber sidocapaz de controlar a sus hombres.

Nelson había estado haciendoguardia el domingo de madrugada, entrelas tres y las siete de la mañana, y Joycese había levantado de la cama para saliry charlar con él. Llevaban juntos desdela época de la instrucción básica ytenían una relación especial, casifamiliar. De hecho, ya se conocían antesde alistarse en el Ejército. Había sidouna curiosa casualidad. El hermanastrode Nelson compartía piso con elhermano mayor de Joyce en Atlanta, ylos dos habían coincidido allí un par deveces de pequeños. Nelson admiraba a

Joyce. Nunca lo había visto decir algofuera de lugar. Cualquiera en unmomento dado había ligado en un bar ohabía fumado droga en secreto, ocriticado a otro, o intentado hacer algoque iba en contra del reglamento. Perono Casey Joyce. Para Nelson, Joyce erael tío más íntegro que jamás habíaconocido, genuino hasta la médula.Joyce había obtenido los galones desargento primero, si bien los dos sabíanque Nelson no iba a tardar en tenerlostambién. A Joyce le resultaba extrañoser el superior de Nelson. Eran amigos.Habían planeado con Pilla y otroscompañeros que, cuando regresaran,

irían hasta Austin en coche y sequedarían unos días en casa de lahermana de Joyce. Nelson se sentía malpor haber metido a su amigo en líos.Hacía sólo veinticuatro horas, estabanjuntos bajo una luna casi llena, sentadosdetrás de una ametralladora y rodeadosde sacos de arena. La garita estabaconstruida sobre un cono que había sidoclavado sobre otro para proporcionar unpunto estratégico. Todo estaba tranquilo.Los tejados bajos de Mogadiscio seextendían ante ellos desplegándosependiente arriba en dirección norte. A lolejos, oían las explosiones rítmicas deunos generadores pequeños que

mantenían aquí y allí una o dosbombillas encendidas. Aparte de esto, laciudad estaba envuelta en la pálida yazul luz de la luna.

—Escucha, estoy tan harto de esamierda de engranaje jerárquico como tú—le dijo Joyce a Nelson—. Pero hazmeun favor. Pase lo que pase, no hagasnada que pueda poner al sargentoprimero Harris y al sargento del EstadoMayor Eversmann contra mí. Hagamoslo que tengamos que hacer para podersalir de aquí. Que todo esto no interfieraentre nosotros.

Joyce no lo había puesto a parir, a loque tenía todo el derecho y lo que habría

hecho la mayoría. Le estabasimplemente pidiendo algo, de hombre ahombre, de amigo a amigo. Lo correctopor parte de Nelson habría sidodisculparse, y tenía las palabras en lapunta de la lengua, pero no las expresó.Le molestaba aquella regla, que leparecía inútil y estúpida, y no se quisotragar el orgullo. Ni siquiera por suamigo. La disculpa seguía aún allí en lapunta de la lengua la tarde anteriorcuando ayudó a su amigo a pertrecharse.Como Joyce era jefe de pelotón y teníaque estar el primero en el helicóptero,Nelson siempre le ayudaba. Habíaestado a punto de pedirle perdón, pero

en cambio dejó marchar a su amigo. Yano tendría una nueva oportunidad dehacerlo.

Le pidieron que llevara a cabo elinventario del equipo de su amigo.Encontró el chaleco de Joyce, el que lehabía ayudado a ponerse el día anterior.Tenía un agujero en la parte posterior,justo en el centro y arriba. Rebuscó enlos bolsillos del chaleco, pues muchosjóvenes guardaban fotos, cartas de amory otros objetos. En la parte frontal delchaleco encontró la bala. Debió dehaber atravesado el cuerpo de su amigohasta frenarse en el Kevlar de delante.Guardó el proyectil en una lata. Entre

las pertenencias de Pilla, encontró unabolsita que contenía los petardos que suamigo solía meter en los cigarrillos delos demás.

El sargento Watson fue al depósitode cadáveres para ver a Smith porúltima vez. Abrió la cremallera de labolsa que envolvía su cuerpo y observóel rostro demacrado, pálido y sin vidade su amigo. Luego se inclinó y le dio unbeso en la frente.

15

Estados Unidos despertó el lunespor la mañana (ya era la tarde enMogadiscio) con la noticia de que habíahabido una batalla muy reñida enSomalia, un lugar que la mayoría nosabía dónde localizar y para lo cual tuvoque acudir al atlas. No era la noticiamás importante. El presidente ruso BorisYeltsin mantenía a raya un golpe deestado. A Washington le preocupaba eldesarrollo de los acontecimientos enMoscú.

No obstante, emparedadas entre losdramáticos informes de Rusia, iban

llegando noticias cada vez másinquietantes procedentes de Somalia.Las informaciones apuntaban a quehabían muerto como mínimo cincosoldados y que había «varios heridos».Incluso estas cifras indicaban el dramavivido en el peor día en Mogadisciodesde que Estados Unidos desplegaraallí sus tropas diez meses atrás. Mástarde, aquel mismo lunes, aparecieronlas imágenes grotescas de unamuchedumbre furibunda que arrastraba avarios soldados estadounidensesmuertos por las polvorientas calles de laciudad.

El presidente Clinton estaba en su

habitación de un hotel de San Franciscocuando vio estas imágenes. Unas horasantes le habían informado de que enMogadiscio se había llevado a cabo conéxito un asalto, pero que los rangershabían tenido problemas. Según cuentaElisabeth Drew en su libro On the Edge,las imágenes de la televisión lehorrorizaron y le enfurecieron.

—¿Cómo ha podido suceder unacosa así? —preguntó.

El goteo de las noticias supuso unaforma peculiarmente moderna de torturapara los familiares de los hombresdesplegados en Somalia. StephanieShughart, la mujer del sargento Delta,

Randy Shughart, recibió una llamadatelefónica el domingo por la noche a lasdiez. Estaba sola en casa, pues ella yRandy no tenían hijos. Una de lasesposas de Fort Bragg le dio una terriblenoticia, imprecisa y escalofriante.

—Ha muerto uno de los muchachos—anunció.

Uno de los muchachos.Stephanie había hablado con Randy

el viernes por la noche. Como decostumbre, él no le contó lo que estabapasando, sólo que hacía mucho calor,que comían bien y que se estabaponiendo moreno. También le dijo quela quería. Era un hombre encantador. A

ella siempre le había parecidoincongruente la forma en que se ganabala vida. Al principio, cuando seconocieron, él no le dijo en quétrabajaba. Unos amigos bienrelacionados le habían dicho que Randyera «operador». Ella se imaginó quetrabajaba en la telefónica.

Uno de los muchachos.En un dormitorio del estado de

Tennessee, justo al otro lado del límitecon el estado de Kentucky, en cuyoborde se hallaba la base de losCazadores Nocturnos en Fort Campbell,Becky Yacone visitaba a Willi Frank.Sus respectivos maridos, Jim Yacone y

Ray Frank, eran pilotos de helicópterosBlack Hawks, y sabían que dos de elloshabían sido abatidos en Mogadiscio. Uncapellán y un comandante de la basehabían ido a visitar a Willi demadrugada. Ella supo de inmediato porqué los hombres estaban en su puerta.Había pasado por lo mismo tres añosantes, cuando el helicóptero de Ray seestrelló durante una misión deejercicios. Conoció a Ray el día de sucumpleaños veintidós años atrás, cuandoella regentaba un bar en Newport News.Los empleados la sorprendieron con unpastel y todo el mundo comió salvo Ray.Ella le preguntó la razón y él le dijo,

como si fuera algo que sabía todo elmundo que tuviera un poco de sentidocomún, que cuando se bebía cerveza nose podía comer pastel. Se casaron enLas Vegas ese mismo año.

—Ray ha desaparecido en acto deservicio —le dijeron los hombres.

—¿Cuánto tardaremos en saber concerteza lo que ha sucedido? —preguntóella.

Ellos se mostraron sorprendidosante la pregunta.

—La última vez lo supimos al cabode dos horas —explicó Willi.

En aquella ocasión iba a hacer faltamás tiempo. Aparecieron las mujeres de

otros dos hombres de la unidad; tambiénBecky, la cual era asimismo piloto deBlack Hawks. Conoció a su maridocuando eran compañeros de clase enWest Point. Tampoco tenía noticias deJim. Todas convinieron que si alguienpodía salir con vida de aquellacatástrofe, abatidos en las calles de unaciudad hostil africana, eran sus maridos.

Luego aparecieron las imágenes enla televisión. La primera llegó justodespués de mediodía. Eran imágenes deestadounidenses muertos. Las fotoshabían sido tomadas de lejos y desdeunos ángulos tan extraños que resultabaimposible identificar a los hombres

muertos.—Aquél tiene las uñas sucias —dijo

una de las mujeres—. Debe de ser unoficial de vuelo.

Discutieron sobre el asunto. Dehecho los cuerpos estaban rodeados desuciedad.

—Todos están sucios —dijo otramujer.

A nadie en casa de Willi se leocurrió grabar el programa para verlodespués. Tal vez resultaba demasiadomacabro. Además, no les hacía faltagrabarlo. La CNN mostraba las mismasimágenes cada media hora. En estoscortos intervalos, cesaba la

conversación y las mujeres se agolpabanansiosas alrededor del aparato.

—Ese es Ray —dijo Willi.La manera en que yacía el cuerpo, la

forma de los hombros y de los brazos…—No, Ray es más alto —afirmó

Becky.Sabían que Randy Shughart y Gary

Gordon habían desaparecido, y los doseran mucho más bajos que Ray.

—No —añadió Willi—. Sé que esRay.

Decía que lo era, pero de hecho noestaba segura. Tenía un malpresentimiento, pero no quería perder laesperanza.

En la base de Mogadiscio, loshombres, al igual que todo el mundo,observaban las imágenes de la turbasomalí que abucheaba y exhibía a suscamaradas muertos. Los hombres quellenaban la sala de la televisión lasveían pasar una y otra vez. Nadie abríala boca. Algunos abandonaron laestancia. Los capitanes Jim Yacone yScott Miller estaban juntos delante delaparato e intentaban discernir si elcuerpo que veían era el de RandyShughart o el de Ray Frank. Los dostenían la misma constitución física y elcabello gris. A Ray se le había vuelto elcabello cano prácticamente de la noche

a la mañana. Contrajo una enfermedadextraña cuando apenas tenía treinta añosy se volvió alérgico al pigmento de supropio cabello. Se le cayó y el que lecreció de nuevo era blanco como lanieve. Ray también tenía unas cicatricesen el pecho, producto de la complicadaoperación a la que había sido sometidodespués del accidente anterior que tuvocon un Black Hawk. Los chicos Destaban convencidos de que se tratabadel cuerpo de Randy. Resultabamortificante ver a los skinniespavonearse en torno a los cuerpos,golpearles con rifles, arrastrarlos. ¿Québestia habría podido…?

Los pilotos querían volar sobre todaaquella turba y borrarla de la faz de latierra, acabar con ella. A la mierda conellos. Luego aterrizar y recuperar loscuerpos. Eran soldados estadounidenses.Sus hermanos.

Garrison y Montgomery dijeron queno. Había muchísima gente alrededor delos cuerpos. Sería una masacre.

Mazo, sargento Macejunas, volvió ala ciudad. Era la tercera vez que eloperador rubio salía al campo de batalladurante las últimas veinticuatro horas.Su coraje ya se volvió legendariodespués de haber conducido a loshombres de a pie hasta el helicóptero de

Durant porque los vehículos ya nopodían acercarse más. En aquellaocasión, fue solo, vestido de civil,haciéndose pasar por periodista.

Los chicos D habían contactado conuna ONG local para que les ayudasen aencontrar a los seis hombres todavíadesaparecidos en las inmediaciones delsegundo aparato abatido: Durant, Frank,Field, Cleveland, Shughart y Gordon.Macejunas era el contacto.

A todos los hombres deldestacamento especial les horrorizaba laperspectiva de volver a la ciudad, sinembargo estaban dispuestos a hacerlo,con el máximo de armamento, blindaje

y munición que pudieran llevar. PeroMazo se marchaba hacia allí sin nada.Iba a buscar a sus hermanos, vivos omuertos. Los rangers que lo vieron partirse admiraron del valor y de la sangrefría de ese hombre.

16

Los carceleros de Durant lepreguntaron si estaría dispuesto a grabarun vídeo.

—No —contestó él.Le sorprendió que se lo preguntaran.

Si querían hacer un vídeo, igualmente loiban a hacer, pero como lo habíanpreguntado…

Durant había recibido la formaciónadecuada para saber cómo debíacomportarse en cautividad. Cómo evitarser de utilidad sin mostrar una actitud deconfrontación. El piloto sabía que sisalía de aquello con vida, iban a

examinar su conducta. Era más segurono ponerse abiertamente a hablar almundo de su cautividad.

De todas formas, aparecieron por lanoche con un equipo de cámaras. Habíantranscurrido más de veinticuatro horasdesde que se había estrellado y laenfurecida turba somalí lo había estadoarrastrando por las calles. Tenía hambre,sed y miedo; una fractura de pronósticoreservado en la pierna derecha, unavértebra aplastada y heridas de bala yde metralla en el hombro y el muslo.Además, tenía el rostro ensangrentado ehinchado a causa de los porrazos que lehabían dado con la culata de un rifle. El

cabello oscuro, que el sudor, laporquería y la sangre habíanapelmazado, se le erizaba en lo altocomo la representación del miedo en losdibujos animados.

El equipo estaba formado por diezhombres jóvenes. Encendieron focos.Sólo le dirigió la palabra un joven quehablaba bien inglés. Durant sabía que laclave para salir con bien de unasituación semejante estaba en ofrecer lamenor información pertinente comofuera posible, mostrarse reservado, peroevitar la confrontación.

Existía un código de conducta queindicaba lo que podía decir y lo que no

podía decir, y Durant estaba decidido aatenerse a él. Los interrogatorios no eranmuy hábiles. Le habían estado haciendopreguntas durante todo el día, en unintento de que les contara más sobre supersona y sobre lo que la unidad hacíaen Somalia. Cuando pusieron la cámaraen funcionamiento, el que le interrogabaempezó a insistir sobre los mismospuntos. Para los somalíes todos losestadounidenses del destacamentoespecial eran Rangers.

—No, yo no soy Ranger, soy piloto—les dijo Durant.

—Tú matar personas inocentes —insistió el hombre.

—No es bueno que mueran personasinocentes —replicó Durant.

Esto fue lo máximo que le sacaron.Fueron éstas la palabras que la gente delmundo entero oyó al día siguiente portelevisión. Durante las semanas queprecedieron a la batalla, Somalia habíasido una noticia de relleno. Ninguno delos periódicos o cadenas de televisiónrelevantes de Estados Unidos teníasiquiera un corresponsal en Mogadiscio.Pero de pronto aquella ciudad costeradel este de África se había convertidoen noticia de primera plana. El golpe deEstado abortado en Moscú y lasimágenes de la turba somalí

ensañándose con los cuerpos de losestadounidenses habían llamado laatención del mundo, y ultrajado aEstados Unidos. El rostro hinchado yensangrentado de Durant, con aquellamirada salvaje y asustada enfrentada ala cinta de vídeo, estaría pronto en losperiódicos y en las portadas de losnoticieros de todo el mundo. Era unaimagen de la impotencia estadounidense.Más de un estadounidense se hacía lamisma pregunta que había formulado elpresidente Clinton: «¿Cómo pudo habersucedido? ¿No hemos ido a Somaliapara alimentar a unas genteshambrientas?»

Willi Frank se puso a gatas y miródetenidamente la televisión.

Trataba de ver más allá de losrincones de la pantalla. Estaba segura deque, si tenían a Durant, debían de tener aotros miembros de la tripulación. Talvez hubieran apresado también a Ray.Quizá estaba sentado junto a Mike,¡fuera de la pantalla!

A Durant no le desagradó laentrevista. Cuando se fue el equipo defilmación, apareció un médico. Eraamable y hablaba bien inglés. Le explicóa Durant que se había graduado en laUniversidad de Carolina del Sur. Sedisculpó por el limitado material que

traía consigo, sólo unas aspirinas, unpoco de solución antiséptica y de gasa.Con la ayuda de los fórceps, gasa y lasolución, examinó despacio la herida dela pierna, donde el fémur roto habíaatravesado la piel, y limpió el extremodel hueso y el tejido que lo rodeaba.

Aunque fue muy doloroso, el pilotosintió cierto alivio. Tenía cierta ideasobre heridas y sabía que una infecciónde fémur era algo relativamente común ymortal, incluso con simples fracturas. Yla suya era grave, porque había estadotumbado sobre un suelo sucio durantetoda una noche y todo un día. Pidió almédico noticias sobre su tripulación y

los chicos D, pero él le dijo que nosabía nada.

Cuando se marchó el médico,sacaron al piloto del cuarto donde sehabía despertado aquella mañana y, enla calle, oyó ruido de pájaros y deniños. Lo metieron de mala manera en elsuelo de un coche y lo taparon con unamanta. Sentía muchísimo dolor. Luegodos hombres subieron al coche y sesentaron sobre él. La pierna se le movíade un lado al otro. Se le había hinchadomucho y el mínimo movimiento era unatortura.

Lo llevaron a un apartamento y lodejaron al cuidado de un hombre

desgarbado y corto de vista al queconocería bien durante los siguientesdiez días. Se trataba de AddullahiHassan, al que llamaban «Firimbi» yque era el ministro de propaganda deljefe del clan, Mohamed Farrah Aidid.

El piloto no lo sabía, pero el señorde la guerra había pagado un rescate porél.

Estados Unidos iban a tener quenegociar con Aidid si querían recuperara Durant.

17

Garrison y el destacamento especialestaban dispuestos a ello, peroWashington no tenía ganas de pelea.

El martes 5 de octubre, el exembajador de Estados Unidos enSomalia, Robert Oakley, asistía a unarecepción en la embajada siria deWashington cuando le llamaron de laCasa Blanca. Era Anthony Lake, elconsejero para la Seguridad Nacionaldel presidente Clinton.

—Tengo que verte mañana a primerahora —dijo Lake.

—¿Por qué tanta prisa, Tony? —

replicó Oakley—. Hace seis meses queestoy aquí.

Oakley, un intelectual adusto y llanocon una distinguida carrera dentro de ladiplomacia, había sido en la época delpresidente George Bush el civil demayor autoridad en Mogadiscio durantela misión humanitaria que se habíainiciado en diciembre. Una vez superadala carestía y dada la nuevaadministración en Washington, abandonóla ciudad en marzo de 1993, en la mismaépoca en que su viejo amigo el almiranteJonathan Howe se hizo cargo de lamayor responsabilidad de NacionesUnidas en Somalia.

Desde su regreso, Oakley observabaconsternado el curso de losacontecimientos en Somalia.Conversaba frecuentemente con excolegas del Departamento de Estado, ysin embargo, a pesar de su largaexperiencia allí, ningún alto oficial de laAdministración se dignó consultarle. Nose sentía ofendido, pero le preocupabanlas perspectivas para el proceso deformación de gobierno que él habíaayudado a poner en marcha. Observócon inquietud creciente que losacontecimientos y las resoluciones deNaciones Unidas llevaban a Aidid adesviarse del proceso de paz, y

consideraba que la idea de intentarapresar al líder del clan como si fueraun proscrito no podía llegar a buen fin.Pero nadie le había pedido su opinión.

—¿Puedes venir a desayunar mañanaa las siete y media? — preguntó Lake.

Claro, tenían problemas. El díasiguiente a la batalla del 3 de octubre,los miembros del Congreso, muyenfadados, sometieron al secretario deDefensa Les Aspin y al secretario deEstado Warren Christopher a un durointerrogatorio. ¿Cómo había ocurridoaquello? ¿Por qué había soldadosestadounidenses muriéndose en la lejanaSomalia cuando se suponía que la

misión humanitaria había terminadomeses atrás? Habían muerto quinientossomalíes, y había miles de heridos.Durant estaba todavía prisionero. Lagente de la calle sentía indignación, y elCongreso exigía la retirada.

El senador Robert C. Byrd,presidente democrático del Comité deAsignaciones, pidió que finalizaran deinmediato aquellas «operaciones depolicías y ladrones».

—Clinton tiene que traerlos a casa—dijo el senador John McCain, unrepublicano miembro del Comité de losServicios Armados y ex prisionero deguerra en Vietnam.

Arriba y debajo de la jerarquía, sepercibían fallos de información.

En Mogadiscio, la violenciacreciente entre el Habr Gidr y lasfuerzas de Naciones Unidas se percibíacomo incidentes individuales, no comoacciones inquisidoras de unadeterminada fuerza enemiga. EnWashington, a los oficiales delPentágono, de la Casa Blanca y delCongreso, les asombró la envergadura,el alcance y la ferocidad delcontraataque de Aidid el 3 de octubre.Mirado de forma retroactiva, cuando enseptiembre el general Montgomerysolicitó tanques y vehículos blindados

Bradley y no hubo reacción por parte deAspin, pareció evidente que se las teníaque haber con una administración que sehabía dormido en los laureles, algo quelos legisladores republicanos podíanutilizar para sacudir a la AdministraciónClinton.

La batalla era también un golpe parauna administración que ya era pocopopular a causa del sistema militar.Hacía que diera la sensación de queClinton carecía de interés por elbienestar de los soldadosestadounidenses. Al presidente le habíaninformado de antemano sobre lasmisiones del destacamento especial

Ranger. La última había sido organizadatan deprisa que no le habían advertido.Clinton se quejó enérgicamente a Lake.Tenía la sensación de que lo habíandejado al margen, y estaba enfadado.Quería respuestas a una amplia serie depreguntas, desde problemas políticoshasta tácticas militares.

El miércoles, alrededor de la mesadel desayuno dispuesto en el ala este,estaban Lake y su ayudante, Samuel R.Berger, y la embajadora de EstadosUnidos para Naciones UnidasMadeleine K. Albright. Charlaron, perode manera informal, sobre lo que habíaocurrido, y luego llevaron a Oakley a la

Sala Oval donde se reunieron con elpresidente, el vicepresidente,Christopher, Aspin, el presidente de laJunta de Jefes de Estado, y algunos otrosconsejeros.

La reunión duró seis horas, y la basefue: ¿y ahora qué hacemos? Permaneceren Mogadiscio para perseguir a Aididestaba totalmente descartado, inclusoaunque el almirante Howe y el generalGarrison ardieran en deseos de hacerlo.Éstos creían que Aidid había recibidoun golpe mortal y que con poco esfuerzose podría terminar el trabajo. Si lainformación de los espías era correcta,algunos de los miembros más poderosos

del clan de Aidid habían huido de laciudad porque temían el inevitablecontraataque por parte de losestadounidenses. Los arsenales de RPGhabían quedado seriamente mermados.Otros lanzaban insinuaciones de paz y seofrecían a convencer a Aidid para queevitase más derramamiento de sangre.Pero lo que resultaba claro al escucharla discusión de aquella mañana en laCasa Blanca era que Estados Unidos notenía intención de iniciar ninguna otraacción militar en Somalia.

Estados Unidos iba a retirarse. Lareunión concluyó con la decisión dereforzar el destacamento especial

Ranger, llevar a cabo una demostraciónde supremacía militar, pero abandonartodo esfuerzo para capturar a Aidid y asus lugartenientes. Después de enviar aMogadiscio suficientes tanques,hombres, aviones y barcos para allanarla ciudad, las fuerzas se limitarían ahacer simplemente acto de presencia allídurante un tiempo. Se iban a reanudarlas negociaciones para conseguir ungobierno somalí estable que contaríacon Aidid, pero Estados Unidos, haciamarzo de 1994, se retiraría de formadigna. El señor de la guerra no lo sabíaaún, pero su clan se acababa de apuntarun buen tanto. Sin el pulso de Estados

Unidos no había forma de que NacionesUnidas pudieran imponer un gobierno enSomalia sin la cooperación de Aidid.

Mandaron a Oakley a Mogadisciopara transmitir este mensaje y para quese ocupase de la liberación de Durant.

Descartada toda negociación conAidid para liberar a Durant, Oakleyrecibió instrucciones para transmitir unmensaje escueto. El presidente deEstados Unidos quería al piloto libre.De inmediato.

18

Firimbi era un hombre alto para lamedia somalí, y tenía brazos largos ymanos grandes. Lucía barriga yentornaba los ojos detrás de unas gafasgruesas, ahumadas y con montura negra.Se sentía orgullosísimo de su posición |en la Alianza Nacional Somalí. CuandoAidid les compró a Durant a losbandidos que lo habían secuestrado, ledijo a Firimbi:

—Cualquier cosa que le pase alpiloto te pasará a ti también.

Cuando Durant llegó aquella noche,Firimbi supo que estaba colérico,

asustado y que sufría de fuertes dolores.La actitud hosca del piloto rivalizabacon su propia y clara hostilidad. EstadosUnidos acababa de provocar unamasacre en su clan, y considerabaresponsables a hombres como aquelpiloto. Resultaba difícil no estarenfadado.

Durant no sabía adonde lotrasladaban. Durante el trayecto por laciudad, iba en el asiento posterior bajouna manta. Tal vez lo habían sacado dela ciudad para matarlo. Los hombres quelo habían llevado, le hicieron subir unasescaleras, atravesar un pasillo y lodejaron en una habitación.

Firimbi le saludó, pero al principioel piloto no le dirigió la palabra. Duranthablaba un poco de español y Firimbi,como la mayoría de las personas cultasen Somalia, dominaba el italiano. Dadoque los dos idiomas tenían ciertasemejanza, podían comunicarsemínimamente. Después de haber pasadojuntos y solos unas cuantas horas, sedecidieron a hablar un poco y estableceresta base para una limitadasconversaciones. Durant se quejó deldolor que le producían las heridas. Apesar de los esfuerzos del médico que loatendió en el otro lugar, se habíanhinchado y reblandecido, además

estaban infectadas. Aunque a desgana,Firimbi le ayudó a lavarlas y se lasvolvió a vendar. Informó de que Durantnecesitaba un médico.

Aquella noche, la del lunes 4 deoctubre, Durant y Firimbi oyeron queunos helicópteros sobrevolaban la zona,y divulgaban unos mensajes de formarepetida.

«Mike Durant, no teabandonaremos.»

«Mike Durant, no hemos dejado deestar contigo.»

«No pienses que te hemosabandonado, Mike.»

—¿Qué dicen? —preguntó Firimbi.

Durant le explicó que sus amigosestaban preocupados por él y que loestaban buscando.

—Pero nosotros te tratamos muybien —dijo su carcelero—. Está dentrode nuestra tradición no hacerle nuncadaño a un prisionero.

En la hinchada y apaleada cara deDurant apareció una sonrisa.

19

Para Jim Smith, el padre del caboJamie Smith, la pesadilla dio comienzoel lunes por la tarde, mientras estaba enuna reunión en la sala del banco de LongValley donde trabajaba. La mujer de sujefe entró de pronto en la sala y, despuésde pedir excusas por la interrupción, sevolvió a Smith.

—Me acaba de llamar Carol —dijo—. Tienes que telefonear a tu casa. Eraevidente que su mujer, Carol, habíaindicado que se trataba de algo urgente.Como durante la reunión no habíanatendido ninguna llamada, Carol

telefoneó al domicilio particular del jefea fin de averiguar cómo podía contactarcon su marido.

Smith llamó a su mujer desde undespacho contiguo a la sala.

—¿Qué pasa? —preguntó.Jamás olvidaría las palabras

siguientes.—Han venido dos oficiales. Jamie

ha muerto. Ven, por favor. Cuando abrióla puerta de su casa, Carol le dijo: —Quizá se han equivocado, Jim. Tal vezJamie esté sólo desaparecido. PeroSmith sabía que no era así. Él había sidocapitán Ranger en Vietnam, donde habíaperdido una pierna en combate. Sabía

que en una unidad hermética como losrangers, no salía una notificación demuerte hasta que no tenían el cuerpo.

—No, si dicen que está muerto esque están seguros —le dijo a su mujeren voz baja.

Al cabo de una hora empezaron allegar periodistas con cámaras. Cuandohubo informado de la desgracia a losmás allegados, Smith salió al porchepara contestar a las preguntas.

Le molestaron tanto la actitud de losperiodistas como el tipo de preguntasque formularon. ¿Cómo se sentía?¿Cómo creían que podía sentirse? Lesdijo que se sentía orgulloso de su hijo y

profundamente triste. ¿Creía que su hijohabía recibido la instrucción apropiaday que lo habían dirigido bien? Sí, su hijocontaba con una instrucción impecable ysiempre le habían conducido muy bien.¿A quién echaba la culpa? Qué sesuponía que debía decir: ¿Al Ejércitode Estados Unidos? ¿A Somalia? ¿A élmismo, por encauzar los intereses de suhijo hacia los rangers? ¿A Dios?

Smith les dijo que no sabía aún losuficiente sobre lo que había ocurridopara culpar a nadie, que su hijo era unsoldado y que había muerto al serviciode su patria.

Dos días después llegó un telegrama

con un escueto mensaje firmado por uncoronel que no conocía. Si bien adivinósu contenido antes de leer las palabras,le conmovió profundamente. Leintrodujo en un triste ritual tan viejocomo la propia guerra y que le unió atodas las personas que desde elprincipio de los tiempos perdieron aalguien en combate.

POR LA PRESENTE QUIEROCONFIRMAR PERSONALMENTE LANOTIFICACIÓN QUE EN SUMOMENTO LE HIZO UNREPRESENTANTE DE LASECRETARÍA DE LAS FUERZASARMADAS, QUE SU HIJO, SPCJAMES E. SMITH, MURIÓ EN

MOGADISCIO, SOMALIA, EL 3 DEOCTUBRE DE 1993. EN CASO DEQUE TENGA ALGUNA PREGUNTADEBE DIRIGIRSE A SU OFICIAL DELA SECCIÓN DE INCIDENCIAS. PORFAVOR, ACEPTE MI MÁS SINCEROPÉSAME.

20

Stephanie Shughart tuvo noticiassobre su marido, Randy, aquel mismolunes por la mañana. Había estadodespierta toda la noche después de quele hubieran dicho que «uno de losmuchachos» había muerto. Como estabaa la espera de más noticias, llamó a sujefa y le dijo que, debido a un problemafamiliar, no podría ir a trabajar. Lasfamilias de Bragg se preparaban para loque estaba por venir. Una familia comomínimo iba a recibir el golpe.

La jefa de Stephanie sabía queRandy estaba en el Ejército y que a

veces realizaba trabajos peligrosos.También sabía que no era típico deStephanie quedarse en casa y no ir atrabajar. Por consiguiente, cogió elcoche y se dirigió a casa de losShughart.

Las dos mujeres bebieron café ymiraron la CNN. Cuando se emitieronlos primeros informes sobre lo quehabía ocurrido en Mogadiscio, aStephanie le corroía la incertidumbre.Ella y su jefa estaban hablando cuandovislumbraron dos siluetas fuera de lapuerta.

Stephanie abrió a dos hombres de launidad de su marido. Uno era un íntimo

amigo. «Lo que me imaginaba, estámuerto», pensó ella.

—Randy ha desaparecido en acción—dijo uno de los hombres.

Así que era una noticia mejor de loque había esperado. Stephanie habíadecidido no dejarse llevar por ladesesperación. A Randy no le iba apasar nada. Era el hombre máscompetente del mundo. Se imaginabaque Somalia era una jungla. Veía a sumarido en un claro de bosque llamandoa un helicóptero por señas. Cuando elamigo le dijo que Randy habíadesaparecido con Gary Gordon, sesintió todavía más aliviada. «Están

luchando por su vida en algún lugar»,pensó. Si alguien podía salir con vida deaquello, eran ellos dos.

Durante los siguientes días, lasnoticias, todas malas, se fueronsucediendo de forma trepidante. Se supode las muertes de Earl Fillmore y GrizMartin. Además estaban aquellasimágenes espantosas de un soldadomuerto al que arrastraban por las calles.Luego llegó la noticia de que habíanencontrado el cuerpo de Gary.

Stephanie estaba desesperada.Cuando aseguraron que Durant estabavivo y que lo tenían prisionero, recobróla esperanza. Sin duda también tenían a

Randy. Pero no lo habían sacado en lacinta. Rezaba y rezaba. Al principiorezaba para que Randy estuviera convida, pero a medida que transcurrieronlos días y su esperanza se desvanecía,empezó a rezar para que no sufriera ypara que, si debía morir, pudiera hacerlodeprisa. A lo largo de la semanasiguiente, asistió a varios funerales.Lloraba junto con otras mujeres. Alfinal, todos los hombres salvo Shughartaparecieron. Todos estaban muertos, ysus cuerpos terriblemente mutilados.

Stephanie pidió a su padre que sequedara con ella. Sus amigas se turnaronpara hacerle compañía. Así estuvieron

días enteros. Un infierno.Lo supo cuando vio que un coche

ocupado por varios oficiales y unsacerdote se acercaba por el sendero.

—Ya están aquí, papá —murmuró.—Los somalíes han devuelto un

cuerpo, que ha sido identificado comoRandy —dijo uno de los oficiales.

—¿Están seguros? —preguntó ella.—Sí —dijo él—, estamos seguros.

La disuadieron de ver el cuerpo deRandy. Y ella, como era enfermera,imaginaba la razón mejor que nadie.Mandó a un amigo a Dover, Delaware,adonde habían llevado el cadáver.Cuando regresó, ella le preguntó: —

¿Has podido comprobar que era él? Elsacudió la cabeza. No podía decirlo concerteza.

21

DeAnna Joyce se sentía afortunada.El viernes por la noche, dos días atrás,en casa del teniente al cargo del puestoen Fort Benning, se sorteó el turno dellamadas para establecer cuándo le iba atocar a cada esposa hablar con sumarido. Hacía meses que no habíanvisto a los hombres, desde que partieranpara la instrucción en Fort Bliss aprincipios de verano. Dieciocho podríandisfrutar de una llamada telefónica elsábado por la noche, otras dieciocho eldomingo y las dos últimas el lunes. ADeAnna le tocó el lunes, pero como

tenía que irse de viaje lo cambió conotra esposa y, por consiguiente, pudohablar con Casey el sábado por lanoche. Después, se cancelaron todas lasllamadas del domingo y del lunes.

Casey siempre tuvo una sonrisaoptimista. Se conocieron en un centrocomercial de Texas. DeAnna eradependienta en una cadena de tiendas deropa, The Limited, y otro chico queconocía se acercó para preguntarle algosobre una muchacha. Él le presentó aCasey. No debieron de intercambiar másde tres palabras.

—Hola.—¿Cómo estás?

Así. Posteriormente supo, sinembargo, que mientras salían de latienda, Casey le dijo a su amigo: «Voy acasarme con esa chica».

Empezaron a salir, e incluso Caseydejó la Universidad de Texas parainscribirse en la Universidad del Nortede Texas, a fin de asistir a la misma queella. Él estudiaba periodismo, pero no legustaba ir a clase y le iba bastante mal.Un día de 1990 le dijo que teníaprevisto dejar la universidad y alistarseen el Ejército. O se lo consultó. Ella ledijo que lo que él decidiera le pareceríabien. Tuvo que pasar por lo elementalantes de ingresar en la escuela de

aviación, donde le pusieron aqueltatuaje espantoso en el hombro derecho;tenía el tamaño de un puño y, aunqueparecía más un gato montés representabaun rottweiler que lucía el gorro marrónde la unidad aerotransportada. Luegodecidió ir más lejos y se inscribió en elprograma de instrucción Ranger.

El padre de Casey, un coronelretirado, jamás llegó a conseguir lacharretera Ranger, por consiguiente eraalgo que Casey no sólo quería hacer,sino que debía hacer. No fue fácil. Tantoél como su amigo Dom Pilla estuvierona punto de abandonar (Casey llegóincluso a llamar a DeAnna para

preguntarle si le parecería mal, y ella ledijo que no), pero luego lo volvieron aconsiderar hablando entre ellos y sequedaron. Los dos lo consiguieron.Volvió a casa hecho un ranger yhaciendo planes para cambiar el gorromarrón del tatuaje por el negro de losrangers. Se casaron el 25 de mayo de1991.

DeAnna se echó a llorar cuandohabló con él por teléfono el sábado porla noche, y no podía parar. TambiénCasey se emocionó.

Y se limitaron a decirse entresollozos lo mucho que se querían. Ellase moría de ganas de que volviera a

casa.El domingo, el teniente reunió en su

casa a todas las esposas, donde seenteraron de que la compañía se habíavisto envuelta en un tiroteo. Todos, loscocineros incluidos. Todas las mujeresfueron presa del pánico, pero DeAnna sesentía afortunada. Las mujeres conmayor experiencia explicaron que, paralos heridos, recibirían una llamada deteléfono. Para los muertos llamarían a lapuerta. DeAnna permaneció toda lanoche despierta pensando en ello.

Hubo una llamada a la puerta a lasseis y media de la mañana. Ella se pusoapresuradamente la bata y corrió a la

puerta. Iba pensando que Casey habíamuerto. Pero cuando abrió la puerta, loque había delante no eran unos soldados,sino los dos niños de la vecina.

—Anoche murió el abuelo y nostenemos que ir. ¿Podrías ocuparte delperro?

Mientras ella se vestía para ir a lacasa contigua, se maldecía por haberpensado aquello tan morboso y terriblesobre Casey. «¿Cómo puedes siquierapensar en ello?» Se dirigió a la casavecina a fin de recibir las instruccionespertinentes sobre el cuidado del perro yconsolar a su amiga, cuyo padre habíamuerto en otro estado. Mientras estaba

allí, otra vecina allí presente dijo haberoído que habían muerto once rangers enSomalia.

Cuando volvió a casa encontró unmensaje de su suegro, Larry Casey, en elcontestador; le pedía que lo llamara.Larry sabía que DeAnna sería la primeraen enterarse si algo ocurría, y latelefoneó después de ver las noticias enla televisión. Ella llamó.

—El presidente Clinton haaparecido en televisión y ha expresadosus condolencias a las familias —leexplicó el suegro.

El presidente había utilizado laexpresión «pérdidas desafortunadas», y

declaró su claro y continuado apoyo a lamisión.

DeAnna le dijo que nadie le habíadicho nada y los dos convinieron queello significaba tal vez buenas noticias.Luego, estaba ella a punto de hacer otrallamada cuando llamaron a la puerta.

Se encaminó escaleras abajo a lavez que se imaginaba que serían denuevo los vecinos con nuevasinstrucciones para el perro, pero en estaocasión eran tres hombres uniformados.

—¿Es usted Dina? —preguntó unode ellos.

—No, no soy yo —contestó ellaconforme se disponía a cerrar la puerta.

Los hombres empujaron la puertacon suavidad.

—¿Es usted la señora Joyce?En un momento de aquella primera

semana llena de conmociones y dolor,DeAnna recibía una muestra de afectode Casey pues llevaban con ellos unacarta que él había escrito justo antes departir para la misión fatal. Ella eraconsciente de que la experiencia enSomalia había trastornado a su marido yque durante los meses que llevaba fuerahabía estado dándole vueltas a unosproblemas menores de su relación.

«Te echo tanto de menos»… —decíala carta que hablaba desde más allá de

la tumba—. Seguramente lo he repetidomiles de veces, pero quiero que lascosas cambien, y sé que así será. ¡Tequiero tanto! No puedo decirlo de unaforma más tajante. Y deseo que mequieras con todo tu corazón. Creo que yaes así, pero te lo digo sólo parademostrarte que me lo merezco. Nopienso volver a casa y ser un carcablandengue, y espero que entiendas loque quiero decir, sino que voy a ser yomismo. Te voy a convertir en la personamás importante de mi vida. Siempretendré esto en cuenta. Quiero que sepasque quiero envejecer contigo. Quieroque me comprendas porque yo no puedo

hacerlo todo solo. Soy consciente de quela mayor parte de los problemas son pormi culpa y quiero cambiar. Quiero ir a laiglesia. Quiero que seamos felices. Entodos los aspectos, y no me cansaré dedecirlo, pero quiero empezar a trabajaren ello. No puedo hacer nada al respectohasta que esté en casa… Cuando recibasesta carta tal vez esté ya de camino, oincluso muy cerca.»

22

Al cabo de unos días de estarprisionero, Durant dejó de tener miedo aser ejecutado o torturado. Después dehaber sido el centro de aquella turbaenfurecida el día en que se estrelló, loque más temía era que lo descubriesenlos somalíes de la calle. Firimbicompartía su temor.

El ministro de propaganda le habíacogido simpatía. Durant habíacontribuido a ello, pues formaba partede la instrucción de supervivencia.Hacía un esfuerzo para ser amable.Aprendió las palabras somalíes «por

favor», pil les an, y «gracias», ma hatsan-e. Los dos hombres estuvieronjuntos día y noche durante una semana.Compartían lo que parecía ser unapartamento pequeño. Afuera había unaterracita, lo cual a Durant le recordabaun motel estadounidense.

La dueña de la casa donde seencontraba Durant insistió en prepararleuna comida especial, como es costumbrecon los invitados en Somalia. Sacrificóuna cabra y preparó un plato a base decarne de este animal y pasta. La comidaestaba deliciosa y era abundante. Durantpensó que el trozo de carne y hueso quehabía en su cuenco podía haber

alimentado a cinco personas. Pero al díasiguiente tanto el piloto como sucarcelero tuvieron diarrea. Firimbiayudó a que el piloto, postrado en lacama, se mantuviera limpio, una tareaincómoda y violenta a la vez para losdos hombres.

Firimbi no paraba de haceresfuerzos para animar al piloto.

—¿Qué quieres? —repetía.—Quiero un billete de avión para

Estados Unidos.—¿Te gustaría una radio?—Claro —contestó Durant.Y le proporcionaron una pequeña

radio negra de plástico cuyo volumen

era tan bajo que tenía que pegársela aloído. La radio se convirtió en algo vitalpara su supervivencia. Podía escuchar laemisora internacional de la BBC, BBCWorld Service, donde emitíaninformaciones sobre su cautiverio. Eramaravilloso oír aquellas voces inglesasprocedentes de su propio mundo.

Durante los días sucesivos, reían ybromeaban entre ellos por lasflatulencias remanentes del trastorno. Laatmósfera de su cautiverio se aligeró.Aunque le habían entablillado la pierna,todavía la tenía hinchada y le dolía.Permanecía tumbado en la pequeñacama día y noche. En ocasiones reinaba

el silencio durante horas. A vecescharlaban los dos. El macarrónico«itañol» con el que se comunicabanmejoró.

Durant le preguntó a Firimbi cuántasesposas tenía.

—Cuatro esposas.—¿Y cuántos hijos?Firimbi mintió.—Veintisiete —dijo.—¿Cómo puedes mantener a tantos?

—quiso saber el piloto.—Soy un hombre de negocios —le

explicó Firimbi—. Tuve una fábrica deharina y pasta —añadió, y en estaocasión no mentía.

Le dijo también que contaba conhijos ya mayores que se habíanmarchado de Somalia y les mandabandinero. (En realidad, Firimbi teníanueve hijos.)

Durant le contó que tenía esposa,una, y un hijo.

Firimbi trató de que entendiera porqué los somalíes estaban tan enfadadoscon él y con los otros rangers. Le hablódel ataque a la casa de Abdi, que desdelos helicópteros habían matado amuchos de sus amigos y compañeros declan. Firimbi se lamentó de todas laspersonas inocentes que habían matadolos estadounidenses, mujeres y niños.

Dijo que eran cientos, tal vez miles. Leexplicó que Aidid era un jefe importantey brillante en su país, y no alguien aquien Naciones Unidas o losestadounidenses pudieran calificar deproscrito y llevárselo sin más ni más.Por lo menos, no sin que mediara unalucha. Firimbi consideraba a Durantprisionero de guerra. Creía que sitrataban al piloto de forma humana, ibana mejorar la imagen de Somalia enEstados Unidos cuando fuese liberado.Durant le seguía la corriente a sucarcelero, le hacía preguntas, cedía asus caprichos. Por ejemplo, a Firimbi leencantaba el khat. Un día le entregó

dinero a un guardia y lo mandó a pormás. Cuando el hombre regresó, se pusoa dividir la planta en tres porcionesiguales, una para él, otra para Firimbi yla tercera destinada al otro guardia.

—No —dijo Firimbi—, haz cuatro.El guardia le lanzó una mirada

interrogadora. Firimbi señaló a Durantmediante un gesto. Éste adivinó deinmediato las intenciones de sucarcelero. Hizo un gesto de asentimientoen dirección al guardia para indicarleque cortase un pedazo para él.

Apenas el guardia abandonó laestancia, Firimbi le guiñó el ojo aDurant y, con una enorme sonrisa,

recogió los dos montones para él.Firimbi se identificó tanto con el

piloto que cuando éste rechazaba lacomida, él también lo hacía. Si Durantno podía dormir a causa del dolor, sucarcelero tampoco descansaba. Hizoprometer a Durant que, cuando loliberaran, le contaría a todo el mundo lobien que lo habían tratado. Durantprometió que diría la verdad.

Después de cinco horribles días decautiverio, Durant recibió una visita. Derepente, limpiaron el cuarto y cambiaronlas sábanas. Firimbi ayudó al piloto alavarse, le volvió a vendar las heridas,le proporcionó una camisa limpia y lo

envolvió de cintura para abajo con unma-awis, la falda suelta que llevabanlos hombres somalíes. Rociaron perfumepor la habitación.

Durant pensó que lo iban a liberar.Por el contrario, Firimbi dejó pasar auna visita. Se trataba de SuzanneHofstadter, una noruega que trabajabapara la Cruz Roja Internacional. Duranttomó su mano y se la estrechó confuerza. No le habían permitido llevarconsigo más que hojas de papel donde élpudo escribir una carta. En ella, Durantdescribió las heridas de que estabaaquejado e indicaba que había recibidotratamiento médico. Le decía a su

familia que estaba bien y les pedía querezaran por él y los demás. Aún no sabíala suerte que había corrido sutripulación o los chicos D, Shughart yGordon.

Escribió que se moría por una pizza.Luego le preguntó a Firimbi si podíaescribir otra carta a sus compañeros dela base, y aquél le dijo que de acuerdo.Escribió que estaba bien, y les dijo queno tocasen la botella de Jack Danielsque había en su mochila. No tenía muchotiempo para inspirarse. Trataba deexpresar de una forma intrascendentalque estaba bien, a fin de aligerar lapreocupación que sentían por él. Al final

de la nota, escribió:

CNNA.

Luego, los oficiales de la Cruz Roja,ante el temor de violar su neutralidadestricta pasando lo que podía ser unmensaje codificado, tacharon las siglas.

Cuando Hofstadter se fue, entrarondos reporteros: Briton Mark Huband delGuardian y Stephen Smith del periódicofrancés Libération. Huband encontró alpiloto tumbado de espaldas, con elpecho desnudo y con signos claros deestar herido y de tener dolores. Durantestaba todavía impresionado por la

sesión con Hofstadter. No quería verlamarchar y le estrechó la mano hasta elúltimo momento.

Huband y Smithilevaban unagrabadora consigo. Le dijeron que notenía que decir nada. Los reporteros secompadecieron de él y trataron detranquilizarlo. Huband le explicó quehabía hecho muchos reportajes enSomalia y que por ello tenía un sextosentido para saber cuándo las cosas ibanmal y cuándo iban bien. Le dijo que susexto sentido le decía que aquella genteno quería hacerle daño.

Durant sopesó si debía hablar conellos y llegó a la conclusión de que era

preferible comunicarse con el mundoexterior que no hacerlo. Aceptócomentar sólo lo que le había sucedidodesde el accidente. Así, con lagrabadora en marcha, describió enpocas palabras el accidente y su captura.Entonces Huband preguntó por qué sehabía llegado a la batalla y por quéhabía muerto tanta gente. Durant dijoalgo de lo que posteriormente se iba aarrepentir:

—Han muerto demasiadas personasinocentes. La gente aquí está enfadadaporque ven morir a civiles. Quien novive aquí no puede comprender lo quepasa. Los estadounidenses van con

buenas intenciones. Hemos intentadoayudar. Pero las cosas han salido mal.

Fueron las últimas palabras «lascosas han salido mal» las que leatormentaron cuando se hubieronmarchado los periodistas. ¿Quién era élpara pronunciar un veredicto sobre lamisión estadounidense? Habría debidolimitarse a decir que él era un soldado yhacía lo que le mandaban.

Se deprimió. Él creía sinceramenteque las cosas habían salido mal, perotenía la sensación de que habíasobrepasado una frontera que no debíaal decirlo.

Estuvo de mal humor hasta que, al

día siguiente, oyó la voz de su mujer,Lorrie, en la BBC. Había hecho unasdeclaraciones a la prensa. Durantescuchó atentamente su voz. Al final dela declaración, Lorrie dijo cuatropalabras que llenaron de lágrimas losojos del piloto. Lo que dijo fueron lascuatro palabras cuyas iniciales él habíaescrito al final de su carta, todavíavisibles a pesar de la tachadura de laCruz Roja. Era el lema de su unidad, eli6o.° Regimiento de OperacionesEspeciales Aéreas.

Lorrie dijo:—Como tú siempre dices, Mike,

«los cazadores nocturnos nunca

abandonan».Su mensaje de desafío había llegado.

23

Durante la semana que siguió a labatalla, los hombres del destacamentoespecial Ranger experimentaron un granabanico de emociones a la vez que sepreparaban para otro combate. Estabanfuriosos con los somalíes y lesembargaba el dolor por la muerte de suscamaradas. Les molestaba que la prensano dejase de mostrar las imágenesespantosas de los soldados muertoshumillados en la ciudad, a poco más deun par de kilómetros de donde estaban.Vieron llegar con frustración a unpelotón Delta y a una compañía Ranger

y, aunque todos y cada uno de loshombres estaban preparados yesperaban que los volvieran a enviar ala ciudad, aceptaron a regañadientessituarse en segundo plano. Con lacansada mirada de la experiencia,observaron a los recién llegadospavonearse y presumir de formadespreocupada. Sabían que silocalizaban a Durant, iban a lanzarsecontra ellos con más fuerza de la queMogadiscio había visto nunca. La ideade entablar esa lucha era a la vezterrorífica e inexorablemente necesaria.Era una perspectiva que temían ydeseaban a la vez. Resultaba extraño

que las dos emociones pudieran ir de lamano. Por consiguiente, los hombres quehabían salido ilesos de la batallaintentaban tener sus armas, vehículos,mentes y corazones preparados.

Dos días después de la batalla, unaráfaga de mortero somalí cayó justofuera de la base y mató al sargento MattRierson, el jefe del equipo Delta quehabía tomado por asalto la casa objetivoy capturado a los somalíes miembros delclan de Aidid, y cuya determinación yexperiencia habían contribuido aapuntalar el convoy perdido durante lopeor de la batalla. Parecía harto injustohaber salido de la pesadilla ileso para

morir mientras charlaba tranquilamentefuera de la base dos días después. Juntocon Rierson, también resultó gravementeherido el doctor Rob Marsh, el cirujanoDelta. Consciente a pesar del gran dolorque sentía y de la mucha sangre queperdía, Marsh fue guiando a losenfermeros que le dieron los primerosauxilios.

Los Rangers hacían esfuerzos paraaceptar todas aquellas pérdidas. Nocabía duda de que habían resistido comolos mejores en la batalla. ¿Qué otrogrupo de noventa hombres habríasobrevivido una tarde larguísima y unanoche entera sitiado por los habitantes

violentos y bien armados de una ciudadde más de un millón? Y, a pesar de ello,cada muerto desafiaba su tradicionalbravuconería y su apetito por la batalla.Toda una generación de soldadosestadounidenses había ejercido sucarrera sin vivir el horror de una luchasin cuartel. Pero otra generación loestaba experimentando. Había esa tomade conciencia en los rostros de lossupervivientes, una sabiduría ganadacon mucho esfuerzo.

Como seguiría haciendo añosdespués, el sargento Eversmann repetíamentalmente todos y cada uno de susmovimientos durante la batalla, desde el

momento en que se le cayeron de formaaccidental los auriculares en el BlackHawk suspendido, pasando por elmomento en que encontró al soldadoBlackburn herido e inconsciente en lacalle, cuando fue viendo que sushombres eran alcanzados, uno despuésde otro, hasta aquel largo y sangrientoviaje en el convoy perdido. ¿Por qué loshabía dejado en la calle cuando eltiroteo se intensificó tanto? ¿No habríadebido ordenarles que forzasen unapuerta y que se pusieran a cubierto?¿Cómo llegaron a perderse de aquellaforma en el camino de vuelta? Perdió aCasy Joyce durante aquel trayecto. No

habría podido hacer nada para evitarlo.Se decía que los doctores podrían salvarel pulgar de Scotty Galentine. Habíancosido la mano de Galentine con elpulgar dentro del estómago, con laesperanza de activar la regeneración delos vasos sanguíneos que necesitaríanpara volver a juntarlo posteriormente. Yparecía ser que Blackburn también iba asalvarse. Si bien no recordaba la caídani nada de lo que ocurrió en la calle,había recobrado el conocimiento. Se ibaa recuperar, pero jamás sería elmuchacho que sus compañerosrecordaban antes de la caída. El resto delos heridos no estaban graves. Pero a

Eversmann sólo le quedaban seis de susmuchachos.

En la Tiza Uno, la que estaba almando del capitán Steele y del tenientePerino, habían perdido a Jamie Smith,cuya agonía cerca del primerhelicóptero siniestrado atormentaba aPerino y al sargento Schmid, elenfermero Delta que había abierto laherida en un intento de salvarlo. Lamuerte de Smith se convirtió en la máscontrovertida de la batalla, porque erala única vida que habría podido salvarsesi se hubiera rescatado antes a la tropaque estaba en las inmediaciones delhelicóptero siniestrado de Wolcott.

Carlos Rodríguez, el ranger al quehabían alcanzado en el escroto cuandoestaba en el lugar antes mencionado,también iba camino de recuperarse.Dale Sizemore había mandado al diabloa los médicos que todavía queríanenviarlo a casa por el codo. Se paseabapor la base en busca de otra oportunidadpara vengar a sus amigos. SteveAnderson era presa de un sentimiento deculpabilidad. ¡Había tantos muertos yheridos! ¿Por qué había él escapado sinun rasguño? No estaba seguro de qué leponía más furioso, si el rechazo quehabía sentido para participar en elcombate, o los políticos de Washington

que habían llevado a la muerte o a lamutilación a sus amigos por querercapturar a un señor de la guerra deSomalia. Cuanto más pensaba en ello,más rabia le daba y, a medida quepasaban los días, le fue dominando ladesconfianza por el sistema que habíaprometido defender al alistarse en elEjército. Mike Goodale, con el muslo yel trasero debidamente vendados y envías de curación, iba a regresar a sucasa en Illinois con su amiga Kira antesde finalizar la semana. La primera vezque habló con ella por teléfono desdeAlemania, le preguntó si quería casarsecon él. Se había dado cuenta de lo

efímera que podía ser la vida y habíadecidido no volver a aplazar algo tanimportante. El teniente Lechner tenía pordelante una larga recuperación, pues losmédicos del hospital del Ejército WalterReed, con muy buen criterio, decidieronintentar estimular el crecimiento delhueso para curar el agujero que le habíahecho una bala de AK-47 al atravesarlela espinilla. Soportando prácticamenteel mismo proceso en la cama contigua,estaba el sargento John Burns, al que unabala había destrozado la parte inferiorde la pierna cuando iba en el convoyperdido. Stebbins iba a estar en casa consu mujer antes de que terminase la

semana. Al parlanchín secretario de lacompañía le iban a conceder la Estrellade Plata por su valiosa aportación, e ibacamino de convertirse en una leyenda enla compañía, como ejemplo de quetambién quienes realizaban los trabajosmenos espectaculares eran rangers.

El convoy terrestre había sidodiezmado. Sólo la mitad de loscincuenta hombres que habían salido el3 de octubre estaban todavía en la base.Sus vehículos estaban destrozados. Casitodos los jefes estaban heridos y, porconsiguiente, los habían mandado a casaen avión, entre ellos el teniente coronelDanny McKnight. Clay Othic y su

compañero Eric Spalding volaron a casadesdé Alemania dentro de la mismasemana, aunque el primero fue durantetodo el largo viaje con el brazo derechovendado y en cabestrillo. Othicgarabateó un último párrafo en su diariode Mogadiscio con la mano izquierda:«A veces uno caza al oso; a veces el osote coge a ti». Al cabo de unos días, él ySpalding, con las heridas vendadas y envías de curación, regresaron a su casa enMissouri, pues se habían prometido noperderse por lo menos el final de latemporada de caza del venado. Mientraspasaban de un estado al otro en lafurgoneta de Spalding, oyeron de vez en

cuando alguna noticia relativa alproblema inacabado en Mogadiscio, unlugar a un millón de kilómetros dedistancia.

Peor suerte corrió el pelotón Delta,el cual perdió al piadoso Dan Busch, aljoven Earl Fillmore, a Randy Shughart, aGary Gordon, Griz, y después Rierson.Brad Hallings, el francotirador Deltaque perdió la pierna dentro del SúperSeis Dos, iba a aprender a caminar tanbien con una pierna artificial que pudovolver a formar parte de la unidad. PaulLeonard, que perdió la pantorrilla de lapierna izquierda mientras manejaba unaMark-19 en el convoy perdido, iba a

acabar haciendo una larga recuperacióny rehabilitación en el Hospital WalterReed junto con Burns, Lechner,Galentine y otros muchachos tambiénheridos de gravedad. El presidenteClinton los visitó dos semanas despuésde la batalla. Acudió sin fanfarria y, alverse enfrentado con las consecuenciassangrientas de la lucha, se mostróimpresionado y, al contrario que decostumbre, poco hablador. Instruyeron alos hombres de forma poco delicadaque, de ser negativa, se guardaran laopinión sobre Clinton para ellos.Galentine posó para una foto con elpresidente, con una camiseta puesta

sobre la mano cosida a su abdomen. Enla instantánea los dos hombres parecíanigualmente asombrados de estar el unoen compañía del otro.

Sin embargo, la guerra enMogadiscio no había terminado. Lossoldados que habían salido ilesosesperaban que la situación empeorase enlugar de mejorar. Ellos hicieron lo quepudieron para rendir homenaje y seguiradelante. En los días que siguieron a labatalla, los Cazadores Nocturnoserigieron un monumento provisionaldelante del Centro de Operaciones enmemoria de los hombres que habíanperdido. El general Garrison reunió a

todos los hombres en un oficioconmemorativo, y despertó sussentimientos de tristeza, miedo ydeterminación con el famoso discursomarcial de Enrique V en la obra deShakespeare:

«Quien no tenga las agallaspara esta lucha, que se marche.Dadle dinero para apresurar supartida porque no queremosmorir en compañía de unhombre semejante. Quiensobreviva al día de hoy yregrese a casa sano y salvodespertará cada año en este

día, mostrará las cicatrices asus vecinos y contará historiasadornadas sobre todas susgrandes hazañas de la batalla.Predicará estas historias a suhijo y desde este día hasta eldía final seremos recordados.Nosotros esos pocos, nosotrosesos felices pocos, nosotros ungrupo de hermanos; pues quienhaya derramado su sangreconmigo será mi hermano. Yaquellos hombres que hantenido miedo de ir seconsiderarán menos hombrescuando oigan cómo hemos

luchado y muerto juntos.»

24

Willi Frank tuvo noticias sobre sumarido justo una semana después dehaber sido declarado desaparecido. Fueuna semana espantosa. Las que nohabían recibido información definitivasobre la suerte de sus hombres habíanseguido escudriñando las fotos y losvídeos de los muertos que aparecían enlas noticias.

Una de las fotos que más habíancirculado, la de un cuerpo arrastradopor las calles, con la pierna izquierdadoblada hacia arriba de una forma poconatural, pertenecía a Tommie Field. El

otro cuerpo arrastrado, el que más habíaaparecido en la televisión, era de RandyShughart. La foto conmovedora de uncuerpo tumbado boca arriba sobre unacarretilla y envuelto en algo parecido auna sábana, correspondía a BillCleveland. No había confirmaciónoficial por parte del Ejército, pero lafamilia lo sabía.

Willi asistía al funeral por CliffWolcott y oyó unos zumbidosprocedentes de dispositivos electrónicostipo busca en distintos puntos de laiglesia. Dos de estos buscas pertenecíana miembros de la unidad de apoyo.

Después del oficio se la llevaron a

un lado. Willi pensó que laacompañaban para que estuviera unosminutos con Chris Wolcott. Pero, encambio, le dijeron que el cuerpo de Rayhabía sido identificado.

—¿Cómo sabéis que se trata deRay? —les preguntó ella—. ¿Tiene elcabello gris?

Le dijeron que no le quedaba nadade cabello en el cuerpo y ledescribieron los restos. El cuerpollevaba ropa. Les pidió que le indicarancómo eran los pantalones, loscalzoncillos. Ray se había ido con tantaprecipitación que Willi no pudo ponerlela ropa interior militar por estar todavía

mojada, sino que le puso en la maletalos calzoncillos de civil. Cuando ledijeron cómo eran los que llevaba, ellalo supo.

25

En la segunda semana de cautiverio,trasladaron de nuevo a Durant, en estaocasión a lo que tenía visos de ser unaresidencia particular rodeada por unavalla. Le dieron una caja con presentesde la Cruz Roja. Uno de ellos era unaBiblia de bolsillo.

Una de las técnicas que habíaaprendido en la instrucción para lasupervivencia era la de mantener lanoción del tiempo. Los prisioneros deguerra de Vietnam descubrieron que elhecho de tener cierto sentido del tiempotranscurrido y ordenar lo que sucedía

cada día, por muy trivial que fuera, lesayudó a no perder la cabeza. Manteneruna relación detallada era un acto de fe.Implicaba que uno iba a ser liberadotarde o temprano y que tenía que contarla historia vivida.

Aunque Durant no era un hombreespecialmente religioso, encontró un usopropio para la Biblia. Empezó areconstruir los detalles de su cautiverioen los márgenes, para ello utilizabapalabras clave y empezó con elaccidente. Escribió:

«Bumba», que le recordaba lasensación que tuvo cuando le alcanzó laRPG.

«Vueltas.»«Horizonte», por la forma en que se

enturbiaron la tierra y el cielo cuando elhelicóptero empezó a descender dandovueltas.

Y así sucesivamente. Fue avanzandohasta que acabó reconstruyendo lassecuencias de su cautiverio casi hora ahora. Sus apuntes empezaron a llenar losmárgenes de la Biblia.

Firimbi veía al piloto estudiar ytomar notas en la Biblia y dedujo que setrataba de un hombre muy religioso.

—Si te conviertes al islam, tepondrán en libertad —le dijo elcarcelero.

—Reza a tu Dios y yo rezaré al mío,y tal vez nos liberen a los dos —bromeóDurant.

En la radio tocaban piezas demúsica que le gustaban a este último.

Durante una de las noches decautiverio tuvo un sueño. Soñó que eraun ranger y que tenía que subir a unhelicóptero con la Tiza Cuatro. Pero, encambio, dio un traspié a ciegas mientraspreguntaba dónde estaba la Tiza Cuatro.Dónde estaba la Tiza Cuatro. Noreconocía los rostros de la gente a laque preguntaba. De pronto, la gente delsueño desapareció. Encima de él, unhelicóptero se elevó en el cielo y se

alejó volando, y él se quedó solo entierra.

26

Cuando Robert Oakley llegó aMogadiscio el 8 de octubre, Aididseguía escondido. Hicieron falta algunosdías para organizarlo, pero al final logróreunirse con el clan del señor de laguerra. Les dijo a los dirigentes delHabr Gidr que la operación militar deEstados Unidos contra Aidid había sidofinalizada y que la misión para la cualoriginariamente se había desplegado aldestacamento especial Ranger habíallegado a su fin. Los somalíes semostraron escépticos.

—Con el tiempo, comprobarán por

sí mismos que es cierto —dijo Oakley.Luego les dijo que el presidente

Clinton quería que Durant fuese liberadode inmediato, sin condiciones. Lossomalíes no daban crédito a lo que oían.Los Rangers se habían apoderado desesenta o setenta dirigentes del clan. Losprincipales, entre ellos los dos hombresmás importantes de entre lossecuestrados el 3 de octubre, OmarSalad y Mohamed Hassan Awale,estaban retenidos en una cárcelimprovisada en una isla situada a laaltura de la costa de Kismayo. Laposible liberación de Durant estabasujeta como mínimo a un canje. Así

actuaban los somalíes.—Haré lo que pueda para que esta

gente sea liberada, pero no puedoprometer nada —dijo Oakley, además deponer de manifiesto que los somalíes,técnicamente, estaban bajo la custodiade Naciones Unidas—. Intercederé conel presidente, pero sólo una vez hayanliberado a Durant. —Acto seguido, el exembajador transmitió un mensajeescalofriante cuyo significado estabaclaro—: Esto no es una amenaza. Notengo planes para ello, y haré todo loposible para evitarlo, pero ¿qué ocurrirási transcurren unas semanas y el señorDurant no es liberado? No sólo perderán

ustedes el crédito que puedan tenerahora, sino que tomaremos la decisiónde rescatarlo. Les garantizo que novamos a pagar o comerciar por él deninguna forma o modo… Porconsiguiente, lo que decidiremos es quedebemos rescatarlo, y acertemos o nocon el lugar, nadie nos librará de unalucha con su pueblo. Apenas se vuelva aabrir fuego, desaparecerá todarestricción por parte de Estados Unidos.No tienen más que echarle una ojeada alo que está llegando. Un portaaviones,tanques, helicópteros de combate… detodo. En cuanto empiece la contienda,todo el odio reprimido saldrá a la luz.

Quedará destruida toda esta parte de laciudad, hombres, mujeres, niños,camellos, gatos, perros, cabras, burros,todo… Sería muy trágico para todosnosotros, pero eso es lo que ocurrirá.

Los somalíes transmitieron estemensaje a Aidid en su escondite, y elseñor de la guerra supo ver lo juiciosodel consejo dado por Oakley. Se ofrecióa entregar a Durant de inmediato.

Como no quería que su viejo amigo,el almirante Howe, quedara eclipsado,el ex embajador les pidió que esperaranunas horas para que él tuviera tiempo deabandonar el país. Les dijo queentregaran al piloto a Howe y subió a un

avión para regresar a Washington.

27

Firimbi dijo a Durant que al díasiguiente lo iban a poner en libertad. Elministro de propaganda estaba muycontento de poder dar esta noticia, perotambién muy nervioso. Estaba contentopor su amigo y por sí mismo. Bromeabadiciendo que los dos iban a ser puestosen libertad. Firimbi podría volver a suvida normal. Opinaba que soltar aDurant sin mediar condición alguna erauna demostración asombrosa de lagenerosidad de Aidid y del Habr Gidr.Se emocionaba al hablar de ello.Comentó luego que este gesto iba a

anular de golpe el efecto causado porlas terribles imágenes de la turbamutilando a los soldadosestadounidenses muertos, una escena queindignaba tanto a Firimbi como a losotros hombres cultos de su clan. Nodejaba de instarle a Durant para que leprometiese que iba a contarle al mundolo bien que lo habían tratado durante sucautiverio.

Se trataba de una decisión tanacertada que Firimbi temía que surgieraalgo que lo echara a perder. ¿Quépasaría si los términos del acuerdollegaban a oídos de alguna faccióniracunda de somalíes y aparecían en

busca de Durant para matarlo? ¿Y sieran los propios estadounidensesquienes los instaban a ello? Podíanmandar a alguien para matar a Durant yel mundo entero creería que lo habíanhecho Aidid y el clan Habr Gidr.Firimbi pidió más protección y el clanmandó a unos hombres armados paraque rodearan la residencia donde teníanprisionero a Durant.

Aquella mañana, Firimbi ayudó aDurant a lavarse. Ese día, en lugar deser arrojado detrás de un coche y quealguien se sentara encima, llegaron unoshombres con una camilla, lo colocaronen ella con delicadeza y lo instalaron en

un camión de transporte de tropa. Durantsupo que la pesadilla había terminado.No estaría tranquilo hasta que llegara amanos estadounidenses, pero Firimbi semostraba tan contento y excitado queintuyó que era cierto.

Lo llevaron a un recinto amuralladoy esperaron. Llegaron unos funcionariosde la Cruz Roja entre los que había unmédico militar que lo examinó. Quisodarle una pastilla para el dolor, peroFirimbi dijo que ni hablar. Tenía miedode que el médico envenenara a Durant.

Lo entregaron sin mayor ceremonia.Los funcionarios de la Cruz Roja ledieron una carta de Lorrie y otra de sus

padres que no habían podido remitirleantes. El médico que lo examinó saliódel recinto y les dijo a los periodistasque el piloto tenía una pierna rota, unpómulo aplastado, una fractura en laespalda y unas heridas de balarelativamente leves en la pierna y en elhombro, pero que sus carceleros lohabían tratado bien.

—La pierna estaba entablillada,pero como no la habían fijado bastantele dolía mucho —explicó el médico.

A continuación se lo llevaron losfuncionarios de la Cruz Roja. Durantestrechaba la carta contra el pecho y desus ojos brotaban lágrimas mientras

pasaban entre los reporteros y loconducían a la base aérea de losrangers, desde donde había despegadoonce días antes.

Todos los estadounidenses quesobrevivieron a la batalla deMogadiscio estuvieron en casa antes definalizar el mes. A la mayoría ledesagradó la decisión de suspender sumisión. Si había sido tan importante y sehabía cobrado dieciocho muertos,setenta y tres heridos, sin mencionar alos somalíes muertos o heridos, ¿cómopodía ser suspendida al día siguiente delcombate? Durante las semanas quesiguieron a la liberación de Durant, los

marines estadounidenses (siguiendoinstrucciones de Oakley)proporcionaron protección a Aidid paraque éste pudiera asistir a las renovadasnegociaciones de paz. El presidenteClinton aceptó la súplica de Oakley ennombre de los dirigentes somalíes. Unosmeses después, quedaron en libertadOrnar Salad, Mohamed Hassan Awale ytodos los hombres capturados por eldestacamento especial de los rangers.

Este destacamento especialreforzado esperaba a Durant a su llegadaal aeropuerto. Se habían dispuesto enformación, era en aquellos momentosuna fuerza de más de mil hombres,

vestidos con uniformes color caqui ysombreros flexibles de campaña, yestaban contentos de poder al fincelebrar algo. Formaron un pasillo queiba desde la base hasta la plataforma delavión de transporte que lo iba a llevarhasta Alemania, donde ya lo esperabaLorrie. Todos los hombres tenían en susmanos vasos de papel con un trago dewhisky estadounidense que,evidentemente, procedía de la botella deJack Daniels que el piloto había metidoen la mochila y sobre el que habíaadvertido a sus compañeros, en la cartaescrita desde el cautiverio, quemantuviesen la manos alejadas.

Era un día de alegría y de granalivio, pero también un día triste. Durantse enteró entonces de que él iba a ser elúnico hombre de la tripulación delSúper Seis Cuatro, y del equipo Deltaformado por los dos valerosos hombresque los habían defendido, que volvíacon vida. Conforme atravesaba elpasillo tumbado en una camilla, con elgotero intravenoso en el brazo yestrechando la gorra roja de la unidadentre las manos, sonrió y se tragó laslágrimas que pugnaban por salir.

Los hombres lo vitorearon y, cuandola camilla se aproximaba a la rampa delavión, se pusieron a cantar. Al principio,

la canción empezó con timidez en un parde puntos, luego se extendió a todas ycada una de las voces.

Cantaban Dios Bendiga a América.

E P Í L O G O

La batalla del Mar Negro, o comolos somalíes la llaman, Ma-alintiRangers (El día de los rangers), es unacontienda que Estados Unidos hapreferido olvidar. Las imágenes que deella resultaron, la muchedumbredesmadrada que arrastraba a lossoldados muertos por las calles deMogadiscio, están entre las másespantosas y molestas de nuestrahistoria, empeoradas por las buenasintenciones que habían impulsadonuestra intervención. No huboperiodistas estadounidenses enMogadiscio durante los días 3 y 4 deoctubre de 1993, y al cabo de

aproximadamente una semana defrenética atención, otros sucesosmundiales no tardaron en requerir elinterés de aquellos en otros lugares. Ladecisión del presidente Clinton, tan sólounos días después del combate, de darpor finalizada la misión deldestacamento especial Ranger enSomalia, alcanzaba el objetivo que seproponía: cerrar la puerta al episodio.En Washington, un atisbo de fracasobasta para que se extienda la amnesia.Hubo una investigación por parte delSenado y dos días de vistas en elCongreso, que dieron como resultado uninforme partidista que echaba la culpa al

presidente y al secretario de Defensa,Les Aspin, que dimitió dos mesesdespués, pero eso fue todo.

Incluso en el ámbito de las FuerzasArmadas, donde uno podía esperarencontrar gran interés profesional por lamayor contienda en la que se habíanvisto implicados soldadosestadounidenses desde Vietnam, noparece que se haya hecho mucho por undetallado postmortem. Se rindió eldebido homenaje a los muertos, se honróformalmente el heroísmo de muchossoldados, pero más allá de esto, a juzgarpor lo que dicen los veteranoscondecorados de la batalla, éste es un

capítulo cerrado.Cuando en 1996 empecé a trabajar

en el proyecto, mi objetivo se basabaúnicamente en escribir una relatodramático de la batalla. La intensidaddel combate y la idea de noventa ynueve soldados estadounidenses sitiadosy atrapados en una antigua ciudadafricana luchando por sus vidas, meobsesionaba. Me disponía a contribuircaptando en palabras la experiencia delcombate a través de los ojos y lasemociones de los soldados implicados,combinando su perspectivaindispensable y humana con una visiónmilitar y política de su peripecia. Salvo

por grandes relatos de ficción y variasbiografías bien escritas, las historiasreales de la guerra moderna que habíaleído habían sido relatadasprincipalmente por historiadores. Yopretendía combinar la autoridad de unanarración histórica con la emoción delrecuerdo, y escribir una historia que seleyera como ficción pero que fueracierta. Como iniciaba mi trabajo tresaños después de la batalla, contaba conque la parte histórica de la tarea yaestuviera hecha. Seguro que, en algúnlugar del Pentágono o de la CasaBlanca, debía de haber un gruesovolumen de informes sobre la acción y

de pruebas donde se detallaba lacontienda y se criticaba la actuación denuestras Fuerzas Armadas. Creía que elreto consistía en luchar para obtener elmayor material desclasificado posible.Estaba equivocado.

No existe un volumen semejante. Sibien la batalla del Mar Negro podía muybien ser el incidente másexhaustivamente documentado en lahistoria militar de Estados Unidos, antemi sorpresa nadie había siquieraempezado a reunir toda aquellainformación en bruto en un relatodefinitivo. Por consiguiente, en lugar delimitarme a escribir una versión más

viva de la historia, me tuve que colocaren la afortunada y excitante posición deabrir caminos nuevos.

En los meses que siguieron a lapublicación de este libro en forma deentregas en el periódico ThePhiladelphia Inquirer, hablé concientos de oficiales militaresestadounidenses en activo a quienesconocí en conferencias o seminarios, oque se pusieron en contacto conmigopara obtener copias de los capítulospublicados en la prensa o unainformación más detallada de ciertosaspectos del combate.

Entre este gran número de personas,

había profesores de las academiasmilitares y del Army War College enCarlisle, Pensilvania, del NationalDefense Analysis Institute, miembros dela Military Operations Research Society,oficiales de la base de instrucciónMarine Corps en Parris Island,participantes en el programa SecurityStudies del MIT, e incluso miembros delCentral Command de Estados Unidos,adonde su comandante, el generalAnthony Zinni, me invitó a participar enun seminario con su equipo en la baseMacDill Air Forcé de Tampa, enFlorida. Todo esto me resultabahalagador, pero también me sentía

incómodo ante la idea de que nuestrasFuerzas Armadas recurrieran a unperiodista sin antecedentes militarespara informarles sobre una batalla quehabían librado muchos hombres queseguían en servicio activo. Comoobservó el ex jefe de un equipo Deltadespués de haberse enterado de otra delas muchas invitaciones que yo recibía:«¿Por qué no nos preguntan anosotros?».

Una de las razones por las cuales nose ha estudiado la batalla con seriedades que las unidades implicadas, sobretodo la Fuerza Delta y los rangers,operaban en secreto, y por consiguiente

mucha información oficial con respectoa ella sigue siendo reservada. Segúnparece, las Fuerzas Armadas son muybuenas guardando los secretos que lasatañen. Sin embargo, yo sospecho que elmotivo principal es el mismo que hizoque los políticos se pusieran a cubierto.Más allá de la comunidad de lasoperaciones especiales, la batalla delMar Negro se percibió como unaderrota.

Pero no lo fue, por lo menos entérminos estrictamente militares. Eldestacamento especial Ranger aterrizóen un atestado mercado del corazón deMogadiscio en medio de una ajetreada

tarde de domingo y arrestaron a doslugartenientes del señor de la guerraMohamed Farrah Aidid. Se trataba de untrabajo difícil y peligroso y, a pesar delos terribles reveses y de las pérdidas, ycontra viento y marea, se cumplió lamisión.

Era por supuesto una victoriapírrica. En principio, la misión debía dedurar una hora. En cambio, una granparte de la fuerza de asalto se quedóatrapada durante una larga noche en unaciudad hostil, rodeados y teniendo queluchar por sus vidas. Dos de sushelicópteros Black Hawks MH-60 dealta tecnología se estrellaron en la

ciudad, y otros dos tuvieron que realizaraterrizajes forzosos en la base. Cuando ala mañana siguiente un enorme convoyinternacional de rescate logró sacar deallí a la fuerza, habían muerto dieciochoestadounidenses y había docenas deheridos graves. A uno de estos últimos,Mike Durant, el piloto de un BlackHawk, lo arrastró una enfurecida turbasomalí por las calles, y luego estuvoprisionero por espacio de once días. Lasnoticias de las víctimas y las imágenesde los somalíes jubilosos humillando loscadáveres de unos estadounidensesprovocaron repugnancia e indignaciónen la patria, pusieron a la Casa Blanca

en una situación embarazosa ylevantaron tantas objeciones en elCongreso que se suspendió de inmediatola misión contra Aidid. Los hombres delgeneral de división William F. Garrisonhabían tal vez ganado la batalla pero,como él mismo había pronosticado,habían perdido la guerra.

La victoria fue todavía más falsapara Somalia, si bien ni siquiera cincoaños después está claro cuánta gente loentiende así. La propia batalla carecióde organización alguna. El número demuertos en su bando fue enorme. Segúncálculos conservadores, las víctimas secifran en mil, entre ellas quinientos

muertos. Aidid pudo, y así lo hizo,proclamar que su clan había ahuyentadoa la máquina militar más poderosa delmundo. El Habr Gidr había logradoresistirse a la intención de NacionesUnidas de obligarlo a compartir elpoder. Para el clan el 3 de octubre esfiesta nacional (si una cosa semejante esposible donde no hay nación). Mesesdespués de la batalla, las nuevas fuerzasestadounidenses allí desplegadasabortaron el intento por parte deNaciones Unidas de establecer allí ungobierno estable de coalición. Aidid,una víctima de las disputas entrefacciones que Naciones Unidas habían

intentado solucionar, murió en 1996 sinhaber unificado Somalia bajo sudominio. Su clan sigue en pugna con susrivales en Somalia, atrapados en elmismo clima sangriento y anárquico.Cuando en verano de 1997 hablé con losdirigentes de los clanes en esa ciudaddestruida, tuve la sensación de quepiensan que el mundo sigue observandocon ansiedad sus progresos. Durante lamayor parte de mi estancia allí, elfotógrafo Peter Tobia y yo fuimos losúnicos huéspedes del Hotel Sahafi.Fuimos los primeros y únicosestadounidenses que regresaron aMogadiscio en un intento de componer

exactamente lo que había ocurrido. Dijea los dirigentes del Habr Gidr, que semostraban hostiles a nuestro proyecto,que con toda probabilidad no iban atener otra oportunidad de contar suversión de la historia, porque no habíani periodistas ni intelectuales haciendocola en la frontera. El gran mundo habíadejado a Somalia en el olvido. El granbuque de la buena voluntad internacionalhabía zarpado. Los sangrientos enredosde los clanes políticos de Somalia nonos preocupan. Sin recursos naturales, niventajas estratégicas, o incluso unmercado potencialmente lucrativo paraproductos susceptibles de ser

exportados, no es probable que Somaliavuelva a tener la oportunidad que lesofreció la UNOSOM para obtener la pazy reconstruir el país. Equivocados o no,se han quedado como un símboloperdurable de la ingratitud y laterquedad del Tercer Mundo, de lo inútilque resulta intentar resolver laanimosidad local con el poderinternacional. A efectos prácticos, sehan borrado ellos mismos del mapa.

Nadie ganó la batalla deMogadiscio, pero al igual que todas lasbatallas importantes, cambió el mundo.El elevado precio que se pagó por lacaptura de dos oscuros funcionarios de

aquel clan, llamados Omar Salad yMohamed Hassan Awale, indignó contoda razón al presidente Clinton, quien,según se afirma, se sintió traicionadopor los consejeros y el equipo militares,en gran medida como el tambiéninexperto presidente Kennedy se sintióen 1961 después de «bahía deCochinos». La batalla de Mogadisciotuvo como consecuencia la dimisión delsecretario de Defensa Les Aspin yarruinó la prometedora carrera delgeneral Garrison, al mando deldestacamento especial Ranger. Acabócon un intento esperanzador y sinprecedentes por parte de la ONU para

ayudar a un país sumido en la anarquía yen guerras civiles donde millones deciudadanos se morían de hambre. Acabócon el breve y emocionante período deinocencia que siguió a la Guerra Fría,una época en que Estados Unidos y susaliados creían poder barrer del planeta alos dictadores corruptos y a la violenciadespiadada de forma tan fácil yrelativamente incruenta como lo habíanhecho con Hussein en Kuwait.Mogadiscio tuvo una influencia profundae instructiva en la política militar, lacual ha cambiado desde entonces.

—Marcó un hito en la historia —dice un oficial del Departamento de

Estado (que ha pedido que nomencionemos su nombre porque suforma de pensar es contraria a nuestrapolítica extranjera actual)—. Antes secreía que estos países terribles eranterribles porque unos dirigentesmalvados y belicosos oprimían a gentebuena, honesta e inocente. Somaliacambió esta idea. Tenemos aquí un paísdonde a casi todo el mundo le alcanza elodio y las rivalidades. Si uno para a unaanciana por la calle y le pregunta siquiere la paz, ella dirá que sí, porsupuesto, que cada día reza por ello.Dice todo lo que uno espera que diga.Pero si a continuación uno le pregunta si

estaría dispuesta a que su clancompartiese el poder con otro a fin deobtener esa paz, ella contestaría: «¿Conesos asesinos y ladrones? Antes prefieromorir». La gente de estos países, yBosnia es un ejemplo más reciente, noquieren la paz. Quieren la victoria.Quieren el poder. Los hombres, lasmujeres y los jóvenes. Somalia supusouna experiencia que nos enseñó que lagente de estos lugares es en gran medidaresponsable de que las cosas sean comoson. El odio y las matanzas continúanporque ellos lo quieren así. O porque nodesean tanto la paz que detuviera estasactuaciones.

Y fue así como, para bien o paramal, una semana después del combate enMogadiscio, mediante un «disturbio»instrumentado y formado por menos decien haitianos, no se permitió que elbarco estadounidense HarLan Countyamarrase en los muelles de PuertoPríncipe. El Gobierno de EstadosUnidos (y la ONU) fue testigo delarranque genocida que costó la vida a unmillón de personas en Ruanda y Zaire,una atrocidad que se sumaba a laexistente en Bosnia. En la Casa Blanca yen el Congreso, después de la batalla deMogadiscio, se adaptó la postura cínicade no volver a poner tropas

estadounidenses bajo el mando de laONU, cuando todo el mundo implicadocomprendía perfectamente bien que eldestacamento especial Ranger, e inclusola QRF estuvieron siempre bajo elmando directo de Estados Unidos.Además, fue el Departamento de Estadoestadounidense el que tomó la decisiónde elegir como blanco a Aidid. Lapersona que con más fuerza abogó por lamisión del destacamento especialRanger en Mogadiscio fue el almiranteJonathan Howe, un ex diputado delConsejo Nacional de Seguridad duranteel mandato de Bush, que era el oficial dela ONU con mayor rango in situ en

Mogadiscio. Aquel destacamentoespecial Ranger fue una produccióntotalmente estadounidense.

El Congreso se apresuró a repartirlas culpas. ¿Acaso no había Aspinrechazado la petición inicial deldestacamento especial de un helicópterode combate AC-130, y luego, tan sólounas semanas antes de la fatídicaincursión, rehusó otra demanda detanques Abrams y vehículos blindadosBradley hecha por el generalMontgomery, comandante de la QRF?Parece bastante obvio que una tropa deinfantería ligera atrapada en una ciudadhostil habría estado mejor preparada

para salir de allí con vehículosblindados, y que pocas plataformasaéreas de fuego son tan mortalmenteefectivas como los Spectre AC-130.Muchos de los hombres que lucharon enMogadiscio creen que algunos de suscompañeros, si no todos, no habríanmuerto en la misión si la AdministraciónClinton hubiera estado más preocupadapor la protección de la fuerza que pormantener una postura política correcta.El propio Aspin, antes de ceder supuesto, reconoció que su decisión conrespecto a las peticiones de la Fuerzahabía sido errónea. El Comité deServicios Armados del Senado, que

investigó la batalla en 1994, llegó a lamisma conclusión. Fue el tenientecoronel Larry Joyce, retirado delEjército de Estados Unidos y padre delsargento Casey Joyce, uno de los rangersmuertos, quien presentó los análisisiniciales de la batalla al comité en unlapidario informe.

«¿Por qué les negaron fuerzasblindadas a esta tropa? De haber habidofuerza blindada, de haber estado allí losBradleys, probablemente mi hijo estaríahoy aún con vida, porque él, al igual quelas otras víctimas que cayeron durante lafase inicial de la batalla, murieronyendo desde la casa blanco del asalto

hasta donde se hallaba el helicópteroabatido, el primero de ellos. Creo quehubo una estructura bélica inadecuadadesde el principio.»

Ésta fue la línea que adoptó DavidHackworth, el coronel retirado delejército de Estados Unidos que hizo unasegunda carrera escribiendo sobre lasFuerzas Armadas. Hackworth dedica uncapítulo del libro que publicó en 1996,Hazardous Duty, a la batalla. Despuésde expresar la decepción que sentía porno haber sido invitado a observar laacción con los rangers, dice de Garrisonque es un «inepto» y acusa a la CasaBlanca y a los jefes militares de «tomar

posturas heroicas» pero de no poner«sus sistemas armamentistas dondeponen sus palabras». Hackworth calculóque la presencia de tanques hubieraevitado seis muertos y treinta heridos.Existen inexactitudes en el relato delmilitar retirado, y tampoco pretende serimparcial, sin embargo la críticaimplícita contribuyó a que secomprendiese la batalla tanto dentrocomo fuera de los ámbitos militares.Garrison es el blanco de su ataque.Sugiere, aunque de forma errónea, que elgeneral dirigía la batalla desde unhelicóptero, e incluso cita a uno de lossargentos al mando de un pelotón en

tierra que dice haber tenido ganas detener una «Stinger» para derribar algeneral (todos lo que participaron en elcombate librado en Mogadiscio aqueldía sabían que Garrison no estaba en elhelicóptero de mando). Hackworthconcluye que Garrison se negó a dirigirla operación cuando el primer grupo dela Fuerza quedó diezmado. Cita a Joycecon las siguientes palabras: «Alprincipio, le di a Garrison el beneficiode la duda, pero cuanto más he idohablando con los rangers, más claro hevisto que no tuvo ninguna buena razónpara lanzar la incursión tal y como lohizo. La táctica fue completamente

errónea. Garrison hizo el papel de unvaquero que iba a por su tercera estrellaa expensas de los muchachos».

Es una terrible acusación, inclusoprocediendo de un hombre que perdió asu hijo en la contienda.

Yo carezco de la autoridad paracriticar las decisiones militares tomadaspor Garrison y sus hombres aquel día,pero el trabajo que he realizado enBlack Hawk derribado me capacita parainformar con imparcialidad acerca delos recuerdos, los sentimientos y lasopiniones de los hombres que lucharon.He entrevistado a más rangers, soldadosDelta y pilotos implicados en la batalla

que ninguna otra persona, y todavíatengo que conocer a un solo hombre queexprese las opiniones que ha transmitidoHackworth sobre la misión o sobreGarrison. Los hombres que llevaron acabo el asalto del 3 de octubreconfiaban en las tácticas empleadas, asícomo en su propia preparación, yestaban a favor de su objetivo. Aunquemuchos han criticado de forma incisivalas decisiones, grandes o pequeñas,tomadas antes y durante el combate, ydifieren sustancialmente de sus mandosen algunos puntos, están orgullosos dehaber concluido la misión con éxito.Resulta sorprendente que haya muy poca

amargura entre los hombres que pasaronpor esta experiencia penosa. La rabiaestá más relacionada con la decisión,tomada al día siguiente de la batalla, desuspender la misión que con lo quehubiera ocurrido durante aquélla. Losinformes muestran que en las semanasque precedieron a esta incursión,Garrison se llevó más reprimendas pormostrarse demasiado cauto en cuanto alanzar misiones que por hacerlo deforma tan temeraria. Los hombres quesirvieron bajo su mando tienen en altaestima al general, quien se retiró en1996 después de haber dirigido laEscuela JFK del Arte de la Guerra en

Fort Bragg.Garrison asumió toda la

responsabilidad del resultado de labatalla mediante una carta manuscritadirigida al presidente Clinton al díasiguiente de la batalla. Los detractoresdel general han dicho que esa carta noera más que una estrategia; sin embargo,un servidor se esfuerza por ver quépodía haber ganado al escribirla. Setrata de un documento que hablasencillamente por sí mismo, un actohonorable de un hombre honorable que,claramente afirma que, no se avergüenzani de su comportamiento ni del de sushombres en la contienda.

I. La potesdad y responsabilidad dela operación recae aquí en Mogadiscioen el destacamento especial de losrangers, no en Washington.

II. Se disponía de informaciónfidedigna sobre el blanco.

III. Las tropas conocían la zonacomo resultado de seis operacionesprevias.

IV. Se conocían todas y cada una delas situaciones: proximidad delmercado Bakara (plaza fuerte delANS); tiempos anteriores de reaccióndel enemigo.

V. La planificación de la operaciónera completa. Los asaltantes confiabanen que se trataba de una operaciónrealizable. El comandante deldestacamento especial Ranger retuvola aprobación del plan.

VI. La técnica, la táctica y elprocedimiento eran los adecuados parala misión/blanco.

VII. Se previeron fuerzas dereacción para las contingencias: CSARpreparados para acción inmediata(UH60 con enfermeros y seguridad).

VIII. La pérdida del primerhelicóptero requirió ayuda. El pilotoatrapado en el fuselaje presentabaproblemas.

IX. La caída del segundohelicóptero requirió respuesta de la10.a División de Montaña, QRF. Lazona del accidente era tan mala que losde la ANS se acercaron al lugar deinmediato, nosotros no pudimos llegaral lugar a tiempo.

X. Los rangers del primerhelicóptero siniestrado no quedaroninmovilizados. Podían seguir luchando.

Nuestro credo no nos permitíaabandonar el cuerpo del pilotoatrapado en el fuselaje.

XI. Una fuerza blindada dereacción habría podido ayudar, pero elnúmero de víctimas podía o no podíahaber sido diferente. No se habríapodido impedir que el tipo de hombresque formaba parte del destacamentoespecial no prestasen asistencia a loscamaradas caídos.

XII. La misión fue un éxito. Secapturó a los individuos blanco delasalto y se les sacó del edificioasaltado.

XIII. En el caso de este blanco enparticular, el presidente Clinton y elsecretario Aspin no tienen ningunaresponsabilidad sobre la elección.

WILLIAM F. GARRISON.MGComandante

Mientras que en términos generaleslos hechos respaldan el informe deGarrison, creo que en esta carta seequivoca en varios puntos. Los hechossólo demuestran parte de los puntos IV yVII Se conocía bien la táctica de Aidid,

y el plan del destacamento especial eraefectivo, pero hasta cierto punto. Quedóprobado que los helicópteros BlackHawks eran más vulnerables a las RPGde lo previsto. Una vez se hubieronestrellado dos de ellos (otros tresquedaron dañados pero lograron llegar aterritorio seguro), se forzaron más alláde sus propios límites «la técnica, latáctica y el procedimiento» deldestacamento especial. Quedó claro quela fuerza de reacción disponible erainsuficiente para rescatar a los pilotos ya la tripulación del Súper Seis Dos, delhelicóptero de Michael Durant. Elhelicóptero CSAR resultó ser de vital

importancia para el primer aparatoaccidentado. Se trataba de unhelicóptero bien provisto, con muchashoras de vuelo e iba lleno derescatadores expertos y soldados deinfantería. Se desplegaron minutosdespués de haberse estrellado el SúperSeis Uno de Cliff Wolcott, y fueron uninstrumento eficaz para rescatar a unaparte de la tripulación y para recuperarlos cuerpos de Wolcott y del copilotoDonovan Briley. Pero cuando se estrellóel Black Hawk de Durant veinte minutosmás tarde, no había una fuerza de rescatea mano. Durant y su tripulación tuvieronque esperar (con trágicos resultados) la

llegada de la fuerza terrestre de rescate.Antes de la misión, Garrison avisó a

la 10.a División de Montaña, la QRF,pero decidió dejar que se quedaran en elrecinto de la ONU, al norte de la ciudad,en lugar de desplazarlos a la base aéreadel destacamento especial. Los llamaronapenas fue abatido el Black Hawk deWolcott, pero como tuvieron que llegar ala base de los rangers por una rutaalternativa (para no tener que cruzar laciudad), llegaron cincuenta minutosdespués de que se estrellara el primerhelicóptero (casi media hora después dehaber caído el de Durant). Porconsiguiente, durante los primeros

treinta minutos en que Durant y sutripulación estuvieron en tierra, la únicafuerza de rescate que pudo reunirGarrison fue un convoy organizadodeprisa y corriendo compuesto en sumayoría por personal de apoyo, todossoldados bien entrenados, pero hombresa los que no se pensaba lanzar alcombate. Al final, ni este convoy ni laQRF pudieron abrirse camino paraentrar en la ciudad. Les impidieron elpaso unas barricadas y emboscadas quelos milicianos de Aidid tuvieron muchotiempo para preparar. El destacamentoespecial era consciente de que podíantener problemas si tardaban más de

treinta minutos en entrar y salir de lacasa a asaltar, pero no previeron cuántasRPG iban a aportar a la lucha loscombatientes de Aidid. El precio sepagó con los Black Hawks abatidos.

El punto X de Garrison también esdiscutible. Los hombres que heentrevistado y que pasaron la noche enlas inmediaciones del primer BlackHawk abatido dicen que sí estabaninmovilizados. En términosestrictamente militares, estarinmovilizado significa que una tropa nopuede hacer nada. Discutible, si losmandos del destacamento especialRanger hubieran querido sacar a la

Fuerza de la ciudad habrían podidohacerlo. Estaba disponible un apoyoaéreo más intensivo en forma de loshelicópteros de ataque Cobra, en poderde la QRF. Pero como no se tomó estadecisión, desde la perspectiva de loshombres en tierra, estabaninmovilizados. Así opinan todos losentrevistados, desde los oficiales de altagraduación hasta los soldados rasos. Sibien habría sido posible seguir luchandohasta llegar a la base a pie, los hombrescreen que habrían soportado un númeroterrible de pérdidas. Los hombres queiban en el convoy perdido tuvieron uncincuenta por ciento menos de víctimas

desplazándose motorizados por lascalles. Los soldados del lugar dondeestaba el aparato siniestrado habríantenido que cargar con los muertos y losheridos. Los hombres que se habíanrefugiado con el capitán Steele en elextremo sur del perímetro en la calleMarehan se resistieron a desplazarseuna manzana en lo más crudo de labatalla. No cabe duda de que loshombres de Garrison, si así se leshubiera ordenado, habrían intentadosalir de allí, pero se quedaron llevadospor unas razones que iban más allá de lalealtad hacia el cuerpo atrapado delsuboficial jefe Cliff Wolcott. Defender

lo contrario proporciona un toque nobleal suceso, pero no corresponde a larealidad.

El resto de las afirmaciones deGarrison coincide con los hechos. Elpresidente y el secretario de Defensason, por supuesto, los últimosresponsables de toda acción llevada acabo por las Fuerzas Armadas deEstados Unidos, pero sin la ventaja dehaber sabido de antemano lo que iba aocurrir, sus decisiones con respecto aldespliegue del destacamento especialRanger son justificables. En especialparece ser así el hecho de habereliminado el helicóptero de combate

solicitado por el destacamento, puesexistía una creciente presión por partedel Congreso para mandar a las tropasde Somalia de vuelta a casa. El propioGarrison consideraba que el helicópterode combate no sólo resultabainnecesario, sino que era probable quefuera una plataforma aérea menos eficaz,sobre una zona urbana densamentepoblada, que los Little Birds AH-6. Silos dos, estos últimos y los helicópterosde combate hubieran estado juntos en elaire, uno u otro se habría visto muylimitado. Los aparatos pequeños, quehubieran tenido que volar por debajo delotro, habrían tenido que apartarse para

no estar en la trayectoria de losproyectiles de aquél. En el terreno, losLittle Birds proporcionaron un apoyoaéreo muy positivo durante la batalla.Todos sin excepción, los soldadosinmovilizados por los alrededores delprimer avión siniestrado, reconocen quelos pilotos de los Little Birds realizaronuna tarea valiente y profesional paramantener a raya a la turba somalí. Loscombatientes somalíes que hemosentrevistado en Mogadiscio coincidencon ellos. Creen que los helicópterosevitaron una derrota aplastante y total dela fuerza inmovilizada. Es comprensibleque los soldados atrapados allí ansiaran

la devastadora potencia de fuego delAC-130, que habría podido formar unpasillo de fuego para que ellos pudieranescapar. Pero es legítimo que losmandos quisieran limitar el dañocolateral. El pasillo de fuego deseadopor los hombres en tierra habríapulverizado una amplia extensión de laciudad, y con toda probabilidad habríamatado a más inocentes quecombatientes de Aidid. Entre los altoscargos, el apoyo fue poco entusiasta,pues el general Colin Powell durante lasúltimas semanas en su cargo depresidente de la Junta de Jefes delEstado Mayor aceptó sin quejarse la

decisión. Cuando se le entrevistó paraeste libro, Powell dijo que si bien élrespaldó la petición del destacamento,incluso desde un punto de vistaretroactivo, no podía criticar la decisiónde Aspin de no entregar el helicópterode combate.

El destacamento especial Ranger deGarrison jamás solicitó o siquieraprevio blindados como parte de suequipo. Su táctica consistía en atacarpor sorpresa y con celeridad y, hastaaquel 3 de octubre, funcionó de estaforma. Es justo que los expertosmilitares critiquen las decisiones deGarrison, pero no que se acuse a Aspin

de rechazar una petición que eldestacamento especial no hizo nunca. Elgeneral Montgomery solicitó vehículosBradley y tanques Abrams a finales deseptiembre para sus QRF, y la peticiónfue rechazada, también a causa de lapresión existente en Washington parareducir, no aumentar, la presenciamilitar estadounidense en Somalia.Parece fácil desechar estas presionespor considerar que son preocupacionesnimias, pero para mantener cualquierdespliegue militar es vital un fuerteapoyo del Congreso. En nuestro sistemade gobierno, todo requiere hacermalabarismos. En este punto, cualquier

medida que pareciese estarintensificando el compromiso deEstados Unidos a la opción militar enMogadiscio, debilitaba su apoyo.Aunque Montgomery hubiera conseguidosus Bradleys, queda la duda de lainfluencia que habrían tenido en labatalla. No es seguro que hubieranpodido llegar antes del 3 de octubre.Además, como hubieran sido destinadosa la 10.a División de Montaña, nohabrían formado parte de la fuerza dereacción terrestre Ranger. El tenientecoronel Joyce argumenta que losBradley habrían podido salvar la vidade su hijo, pero es difícil ver cómo,

pues los blindados hubieran sidoenviados a una unidad apostada al otrolado de la ciudad y que no intervino enla contienda hasta después de habermuerto el sargento Joyce. La fuerza derescate que por fin liberó a los hombresatrapados en el lugar del siniestro llegócon blindados, tanques paquistaníes yvehículos blindados malasios. Tal vezhabría llegado antes si la QRF hubieraestado equipada con los Bradley, sinduda superiores, pero el único soldadoque murió mientras esperaban el rescate,el cabo Jamie Smith, se desangró aprimera hora de la noche. La columna derescate debería haberse puesto en

camino cuatro o cinco horas antes decuando lo hizo para salvar su vida, yello asumiendo que los cirujanoshubieran podido mantenerlo vivo, locual no es en absoluto seguro. De nuevo,la falta de acuerdo está en la petición deGarrison, no con respecto a unospolíticos pusilánimes que regatearonfuerzas en el terreno. Tal vez Garrison,el general Wayne Downing, el generalJoseph Hoar, el general Powell y elresto de los mandos militares habríandebido insistir en los blindados y el AC-130 desde el principio. No lo hicieron.Yo creo que es un asunto sobre el quedifieren los militares bienintencionados.

Pero fue, como el general indica en sucarta, una petición suya.

Cuando me sugirieron que Garrisony sus hombres habrían podido negarse aluchar si no obtenían todo lo que habíasolicitado la Fuerza, me vino a la menteel general George McClellan, cuyoejército de la Unión no se atrevió aentrar en combate y permaneció sincorrer riesgos acampados durante añosmientras exigían más y más recursos. Alfinal el presidente Lincoln lo echó porpadecer un caso terminal de flema. Loshombres del destacamento especialRanger eran unos soldados audaces yambiciosos. Era más propio pensar en

trabajar con lo que tenían que negarse ahacerlo hasta que consiguieran todo loque querían.

En términos de batallas, la deMogadiscio fue un compromiso menor.El general Powell indicó que la muertede dieciocho soldados estadounidensesen Vietnam ni siquiera habría sidoobjeto de una conferencia de prensa. Talvez algunos soldados de una generaciónse hayan incluso quejado del alborotoarmado por este combate, pero dicemucho a favor de Estados Unidos quehaya descendido de forma tansignificativa el límite aceptable parasoldados muertos y heridos. Esto no

quiere decir que ninguna acción militarmerezca el peligro y el precio. NuestrasFuerzas Armadas volverán a serrequeridas para intervenir en oscuraspartes del mundo (como lo han sido enBosnia). Es probable que haya unosestudios más importantes que éste comopreparación para estas misiones delsiglo XXI.

Los errores en Mogadiscio no secometieron porque las personas almando fuesen descuidadas o estúpidas.Resulta demasiado fácil sacarse lasequivocaciones de encima echándoles laculpa a los comandantes. Es comopresumir que existe un cuadro de

oficiales brillantes que conocen todaslas respuestas incluso antes de que seplanteen las preguntas. ¿Cuántos gruposde rescate aerotransportado habríadebido haber? ¿Uno para cada BlackHawk y cada Little Bird en el cielo?Algunos de los fallos merecen unanálisis exhaustivo. Durante la batalla,los esfuerzos para dirigir al convoyperdido desde el aire se convirtieron enuna comedia negra. Incluso a riesgo decaer en un tópico, diré que cómo esposible que una nación capaz de colocarun cochecito de niño sin tripular en lasuperficie de Marte no pueda guiar a unconvoy a lo largo de cinco manzanas por

las calles de Mogadiscio. ¿Por qué tardóla QRF cincuenta minutos en llegar a labase del destacamento especial cuandola situación empezó a complicarse? ¿Nohabría debido estar mejor situada desdeel principio? Pero todas estas preguntassólo son evidentes retrospectivamente.Lo cierto es que el destacamentoespecial Ranger llegó unos minutosdespués de llevarse a cabo la misión el3 de octubre. Si el Black Hawk SúperSeis Uno no hubiera sido alcanzado, lasdecisiones «malas» de Garrison sehabrían convertido en audaces. Jamássabremos si el almirante Howe teníarazón al creer que se hubiera podido

conseguir una paz duradera en Somaliasi se hubiera capturado a Aidid o sehubiese desmantelado su clan comofuerza militar. No parece probable.Durante los años transcurridos desde lamuerte del señor de la guerra, no esmucho lo que ha cambiado en Somalia.El Habr Gidr es un clan grande ypoderoso con profundas raíces en elpasado de Somalia y en la culturapolítica actual. Pensar que cuatrocientoscincuenta excepcionales soldadosestadounidenses pudieran eliminarloviolentamente, es, como dice el generalPowell, «un estallido de democraciajeffersoniana». Al final, la batalla de

Mogadiscio es otra lección de loslímites de lo que puede lograr la fuerza.

Empecé a trabajar en esta historiaunos dos años y medio después dehaberse librado la batalla. Me intrigaronlos primeros relatos del combate, comociudadano y escritor a la vez. No cabíaduda de que era un episodiotrascendental y fascinante, conconsecuencias trágicas para muchos ycon implicaciones duraderas para lapolítica exterior de Estados Unidos.Debido a la naturaleza violenta aunquelimitada del tiroteo (una pequeña fuerzade estadounidenses atrapados durantetoda una noche en una ciudad africana),

consideré que era posible contar toda lahistoria. La tarea me intimidaba. Yo notenía ni fuentes ni antecedentes militares,y por lo tanto suponía que alguien quecontase con ambos podría relatarlomucho mejor que yo.

Sin embargo, sentía muchacuriosidad y leí todos los relatos quepude sobre el incidente. Me intrigabanen especial los esfuerzos subsiguientesdel presidente Clinton para hacer frenteal problema. Particularmente patéticosfueron los artículos de prensa que leísobre los encuentros de Clinton con lospadres de los hombres muertos en labatalla. Larry Joyce y Jim Smith, el

padre del cabo Jamie Smith, segúnparece acosaron a preguntas alpresidente en uno de estos encuentros.Me preguntaba cómo habrían sido lasvisitas informales que hizo el presidentea los soldados heridos en Mogadiscioque se recuperaban en el HospitalWalter Reed. ¿Qué sentían esos hombresal tener frente a frente al hombre que leshabía enviado a la misión, para luegosuspenderla? Leí que en la ceremonia dela medalla de honor para los dossoldados Delta, el padre delpostumamente condecorado sargentoRandy Shughart insultó al presidente y ledijo que no era apto para ser

comandante en jefe.Cuando The Philadelphia Inquirer

me pidió que realizara un reportaje parael dominical sobre el presidente Clintonal presentarse éste a la reelección,intenté contestar a algunas de estaspreguntas. Estuve entrevistando a variasfamilias para que me contasen cómohabía sido la visita a la Casa Blanca, yuna tarde de primavera viajé hasta LongValley, en Nueva Jersey, para visitar aJim Smith, un capitán retirado delejército estadounidense y ex ranger quehabía perdido una pierna en Vietnam.Jim y yo estuvimos varias horascharlando en su estudio. Me describió el

encuentro con Clinton, y luego estuvohablando largo rato sobre su hijo Jamie,de cómo se había sentido al perderlo, yde lo poco que sabía sobre la batalla yde la forma en que había muerto su hijo.Salí de aquella casa decidido adescubrir más sobre el asunto.

Mis peticiones iniciales a la oficinade comunicación del Pentágono fueroningenuas y no llegaron a ninguna parte.Rellené formularios según la ley delderecho a la información para unosdocumentos que, dos años después, nohe recibido. Me dijeron que los hombresa quienes quería entrevistar estaban enunidades fuera de los límites de la

prensa. La única forma que tenía deencontrar a los soldados de infanteríaque quería era preguntar por losnombres de cada uno, y sólo sabía unpuñado de ellos. Estudié lo poco que sehabía escrito sobre la batalla, y sometílos nombres que allí encontré, pero norecibí respuesta alguna. Entonces JimSmith me envió una invitación. ElEjército iba a dedicar un edificio enPixatinny Arsenal, cerca de su casa, a lamemoria de Jamie. Dudé si debía irhasta allí o no. Me ocuparía todo el díay, con el poco éxito que estaba teniendo,la historia había perdido prioridad paramí. No obstante, la conversación con

Jim me había conmovido. Tengo hijosque sólo son unos años más jóvenes queJamie. No podía concebir la idea deperder a uno de ellos, y mucho menos enun tiroteo 'in lugar como Mogadiscio.Hice el viaje.

Y allí, en aquella ceremonia habíaalrededor de una docena de rangers quelucharon con Jamie en Mogadiscio. Jimme los presentó y se desvaneció elrecelo habitual que los soldados sientenhacia los periodistas. Los hombres medieron sus nombres y organizamos lasentrevistas. Aquel otoño, en FortBenning y durante tres días, realicé misprimeras doce entrevistas. Todos tenían

a su vez nombres y números de teléfonode otros que habían luchado aquel día,muchos de los cuales ya no estaban en elEjército. A partir de ahí mi red se fueextendiendo. Casi todos estabandeseosos de hablar. En el verano de1997, el Inquirer nos mandó, a PeterTobia y a mí, a Mogadiscio. Guiadospor Ibrahim Roble Farah, un hombre denegocios de Nairobi y miembro del clan,pasamos siete días en la ciudad, nomucho pero lo suficiente para recorrerlas calles donde se había librado labatalla y entrevistar a algunos hombresque habían luchado contra los soldadosestadounidenses aquel día. Nos

enteramos de cómo los somalíes habíanpercibido las tácticas, a veces brutales,de aquel verano de 1993, cuando lastropas de la ONU encabezaron una torpecaza de Aidid, de que era una ideaextendida que habían llegado a odiar laintervención humanitaria. Peter y yo nosfuimos de allí con una imagen del lugary de la inutilidad de sus políticoslocales, y con una cierta idea de por quélos somalíes lucharon de forma tanviolenta contra los soldadosestadounidenses aquel día.

Durante los meses que siguieron ami regreso, estuve con oficialesmilitares que deseaban vivamente oír lo

que yo pudiera contarles sobre elaspecto somalí, y sobre la batalla.Gracias a mi trabajo de campo conseguípor fin un tesoro de información oficial.Las quince horas de batalla habían sidograbadas desde distintos ángulos, porconsiguiente iba a poder comparar loshechos, que con tanto esfuerzo habíamontado en mi cabeza mediante lasentrevistas, con imágenes de la propialucha. Se habían grabado y transcrito lashoras de tráfico radiofónico durante labatalla. Ello iba a proporcionar eldiálogo habido en medio de la acción yera inestimable para ayudar a ordenar lasecuencia precisa de los sucesos.

También expresaban, con una aterradorainmediatez, su horror, el sentimiento deunos hombres que luchaban por conjurarel pánico y mantenerse con vida. Otrosdocumentos explicaban el desarrollo dela información sobre el asalto,exactamente lo que sabía eldestacamento especial Ranger y lo queéste trataba de llevar a cabo. Ninguno delos hombres que estaban en tierra,totalmente atrapados en su pequeñorincón de lucha, tenía una completavisión de la batalla. Pero lo querecuerdan, combinado con este materialdocumental, que incluye una cronologíaprecisa y los relatos escritos de los

operadores Delta y los SEAL, hicieronposible que yo pudiera reconstruir todoel suceso. Creo que este material me haproporcionado la mejor oportunidad quejamás haya tenido un escritor paracontar la historia de una batalla deforma completa, precisa y adecuada.

Todas las batallas son dramas que serepresentan al margen de problemas másamplios. Los soldados no puedenimplicarse con las fuerzas que los llevana la lucha, ni con su situación posterior.Confían en que sus jefes no los ponganen peligro por demasiado poco. Una veziniciada la batalla, luchan tanto parasobrevivir como para ganar, para matar

antes de que los maten. La historia delcombate es eterna. Ocurren casi lasmismas cosas, en Troya o en Gettysburg,en Normandía o en la Drang. Lanaturaleza extrema y terrible de laguerra afecta a algo esencial que es elser humano, y a los soldados no siempreles gusta lo que aprenden. Para quienessalen con vida, vencedores o vencidos,la batalla vive en sus recuerdos y en suspesadillas, y en el dolor sordo de lasviejas heridas. Sobrevive en calidad decientos de recuerdos privados ypunzantes, recuerdos de derrota y detriunfo, vergüenza y orgullo, luchas quetodo veterano debe volver a librar cada

día de su vida.No importa con cuánto sentido

crítico la historia registre las decisionespolíticas que llevaron a este combate,porque nada puede poner en entredichola profesionalidad y la dedicación de lasunidades de Rangers y de Boinas Verdesque lucharon aquel día. Los BoinasVerdes demostraron en Mogadiscio porqué es importante que las FuerzasArmadas tengan e instruyan a unossoldados altamente motivados, capacesy expertos. Cuando la situación en lascalles se convirtió en un infierno, fueronen gran medida los hombres del cuerpoDelta y del SEAL quienes mantuvieron

la unidad de la tropa y consiguieronevacuar con vida a la mayor parte de lafuerza.

Muchos de los jóvenesestadounidenses que lucharon en labatalla de Mogadiscio son ahora civiles.Están empezando a formar familias y ahacerse un porvenir, y exteriormente nodifieren de los millones de jóvenes deveintitantos de su generación. Sonjóvenes de la cultura pop que crecieroncantando junto con los personajes deBarrio Sésamo, yendo y viniendo de laguardería, y guiando a lahiperadolescencia actual a través de lospeligros de las drogas y del sexo

inseguro. Su experiencia en las batallas,a diferencia de cualquier otrageneración de soldadosestadounidenses, consistió en años dever la sangre vivida de las películas deacción producidas en Hollywood.Durante las entrevistas llevadas a cabocon los que libraron lo más crudo de labatalla, observaban una y otra vez quetenían la sensación de estar «en unapelícula», y que tenían que recordarse así mismos que aquel horror, aquellasangre, aquellas muertes, eran reales.Dicen haberse sentido extrañamentefuera de lugar, como si no lescorrespondiera estar allí, y que luchaban

contra sentimientos de incredulidad,rabia y una sensación poco definida dehaber sido traicionados. Muchosllevaban unas pulseras negras de metalcon los nombres de sus amigos muertos,para acordarse todos los días de que fuereal. Son pocos los que en la actualidadmuestran signos externos de que un día,no hace mucho tiempo, arriesgaron susvidas en una antigua ciudad africana,mataron por su patria, fueron alcanzadospor una bala o vieron morir a su mejoramigo de un disparo. Regresaron a unpaís al que no le importaba lo que habíaocurrido o que no quiso recordar. Sulucha no representó ni un triunfo ni una

derrota, daba igual. Parecía que subatalla hubiera sido una extravaganteaventura de un par de días, unaexperiencia extrema allende los mares,donde la situación se hubieradescontrolado y hubieran muerto unoscuantos muchachos.

Yo he escrito este libro para ellos.

- FIN -

AGRADECIMIENTOS

Quisiera dar las gracias a misamigos Max King y Bob Rosenthal delperiódico The Philadelphia Inquirerpor su excepcional visión de futuro y suinestimable ayuda. Black Hawkderribado empezó como un proyectoperiodístico y es el tipo de historia queningún otro periódico estadounidensehabría publicado. Max y Bob supieronver sus posibilidades desde el principio,y fomentaron mi propia ambición conrespecto al proyecto. David Zucchino,

que me ayudó a convertir el primerborrador de esta historia en fascículospara el periódico, fue el responsable desu primera publicación y contribuyó engran manera a la configuración final deeste libro. Le debo mucho al fotógrafoPeter Tobia, que me acompañó en eldifícil viaje que hice a Mogadiscio elverano de 1997, y volvió con unacolección asombrosa de trabajo quedocumenta esa ciudad maldita.

Durante el proceso de plasmar estahistoria he hecho varios amigos parasiempre. Como yo no contaba conexperiencia militar, los últimos dos añoshe tenido que hacer un curso acelerado

de terminología, táctica y éticamarciales. He aprendido mucho delteniente coronel L.H. Burrus, retiradodel Ejército de EE.UU., un gran soldadoy buen escritor, que tuvo la amabilidadde contactarme y ofrecerse como primerlector y consejero experto. El sargentode Estado Mayor Paul Howe y DanSchilling, un ex técnico de control encombate de las Fuerzas Aéreas, tambiénfueron útiles lectores que hicieronsugerencias atinadas de gran ayuda. Nohabría podido siquiera empezar estahistoria sin la ayuda de Jim Smith, un excapitán ranger cuyo hijo, Jamie, murióen Mogadiscio. Jim tuvo la amabilidad

de presentarme a algunos de loscompañeros rangers de su hijo. WaltSokalski y Andy Lucas de la oficina derelaciones públicas del Comando deOperaciones Especiales de EE.UU.,organizaron los primeros encuentros,base de este proyecto, con los rangers ycon los pilotos de helicópteros del 160°SOAR. Gracias a Jack Atwater delMuseo de Artillería del Ejército deEE.UU. por el curso rápido sobre Armas101 que me dio. Estos no son más queunos pocos de los cientos de militaresque han compartido generosamenteconmigo su tiempo y sus conocimientos,de entre los cuales algunos me han

pedido que no mencione sus nombres.Mi agradecimiento a Ibrahim RoblesFarah por ayudarnos a Peter y a mí asalir de Somalia.

Gracias de nuevo a mi pacienteesposa, Gail, y a nuestra familia, Aaron,Anya, B.J., Danny y Ben, que mepermiten vivir y trabajar de una formaque, a menudo, complica sus propiasvidas. Mi agente, Horda Weyr, ha vueltoa demostrar que su juicio es infalible alpresentarme a Morgan Entrekin, al quetengo la suerte de poder llamar mi editory mi amigo, y a Amy Hundley, suayudante de redacción. Junto con elresto del equipo de Grove/Atlantic, sin

duda inteligente y de gran éxito, hancreado uno de los mejores sistemas deatención y estímulo para los escritoresactualmente con vida.

FUENTES

Dado que muchos de los soldadosque lucharon en esta batalla hanaceptado contarme su historia, lamayoría de los incidentes que se relatanaquí han sido descritos por varios deellos. Por regla general, donde habíadiscrepancias, la memoria de uno de loshombres mejoraba la de los otros. Enalgunos casos, comparar las historiasservía para enriquecerlas. La mayoríade los hombres que entrevisté meparecieron en extremo cándidos. Habían

pasado por aquella experiencia y sehabían entregado a ella. Algunos semostraban tan francos que llegaron arevelar cosas sobre ellos mismos quepodríamos calificar de turbadoras oembarazosas. En un par de ocasiones,cuando no pude corroborar una historiapresioné a la persona en cuestión y ellase retractaba y se excusaba por haberrepetido algo de lo que ella no habíasido testigo directo. No he utilizado lasanécdotas que me han contado terceros.

Salvo raras excepciones, losdiálogos que aparecen en el libroproceden de grabaciones radiofónicas ode palabras de uno o más hombres.

Desde el principio, mi objetivo ha sidorecrear la experiencia del combate através de los ojos de los implicados;habría sido imposible conseguirlo sinsacar a la luz los diálogos. Claro quenunca el recuerdo sobre lo que dijerones perfecto. Me he guiado por los másclaros recuerdos de los involucrados. Sihabía discrepancias en el diálogo,normalmente mínimas, preguntaba una yotra vez hasta dejarlos claros. En variasocasiones he informado sobre diálogos yafirmaciones oídos por terceros queestaban presentes. En general se tratabade más de un testigo o pertenecen arelatos escritos durante los días que

siguieron a la batalla.Por razones fáciles de entender,

fueron pocos los operadores Delta conun papel muy importante en la batallaque quisieron hablar conmigo. Porrazones políticas y por tradición jamáshablan sobre su profesión. A riesgo deque sus antiguos colegas le reprobaranhaber hablado conmigo de forma tanabierta, el sargento mayor Paul Howe,ahora ya fuera de la unidad, obtuvo unpermiso oficial para la entrevista.Algunos miembros que todavíapertenecían a la unidad encontrarontambién la forma de comunicarme susimpresiones. A todos ellos estoy muy

agradecido. Asimismo, recibí relatosescritos de varios miembros clave de lafuerza de asalto Delta. Me permitierontransmitir una imagen, cosa pocofrecuente, de estos consumados soldadosen acción desde su propia perspectiva.Sin embargo, esta contribuciónrepresenta una parte mínima, la historiaestá más influida por las perspectivas deHowe y de los otros de lo que a mí mehabría gustado.

ENTREVISTAS

Hassan Yassin Abokoi; Abdiaziz AlíAden; Aaron Ahlfinger, ahora policíadel Estado en Colorado; Chris Atwater;W.F. «Jack» Atwater; Abdikadir DahirAlí; Steve Anderson; Abdi «Qeybdid»Awale; Mohamed Hassan Awale;Addullahi Ossoble Barre; Alan Barton,que recibió la Estrella de Bronce porméritos al valor y ahora trabaja en unaoficina de correos de Fénix; DeAnnaJoyce Beck; general de división E.R.«Macho» Bedard, Infantería de Marinade Estados Unidos; John Belman, querecibió la Estrella de Bronce porméritos al valor y ahora trabaja para un

periódico de Cincinnati; AntónBerendsen, que recibió la Estrella deBronce al valor y ahora está estudiandoen la universidad de Georgia; MatthewBryden; John Burns, merecedor de laEstrella de Bronce al valor y ahoratambién en la universidad de Georgia;teniente coronel L.H. «Machito»Burruss, retirado del ejército de EstadosUnidos; Tory Carlson, que recibió elCorazón Púrpura, la condecoraciónotorgada a los heridos de guerra y ejerceahora como electricista en Florida;SSGT Raleigh Cash, del ejército deEE.UU. y todavía sirviendo en elregimiento Ranger; John Collett; coronel

Bill David, del ejército de EE.UU., y enla actualidad comandante de guarniciónen Fort Bragg; David Diemer, querecibió la Estrella de Bronce al valor yse dedica a la construcción junto con supadre en Newburgh, Nueva York;capitán Tom DiTomasso, del ejército deEE.UU., que recibió la Estrella de Platay sigue sirviendo en el regimientoRanger; Coronel Peter Dotto, Infanteríade Marina de EE.UU.; general WayneDowning, retirado del ejército deEE.UU.; suboficial Michael Durant, delejército de EE.UU., todavía con el 160°SOAR, y que recibió la Cruz al MéritoAéreo y la Estrella de Bronce;

Abdullahi Haji Elia; Abdi MohamedElmi; Mohamed Mahamud Elmi;sargento de Estado Mayor MattEversmann, que recibió la Estrella deBronce al valor y que todavía sirve en elregimiento Ranger; Abdi Farah; HalimaFarah; Hussein Siad Farah; IbrahimRoble Farah; Mohamed Hassan Farah;David Floyd, que estudia en launiversidad de Carolina del Sur; WilliFrank; Scott Galentine, que recibió unCorazón Púrpura y está ahora en uncentro universitario para una carreracorta en Auburn, Georgia (los cirujanoscosieron su pulgar del que tiene un usoparcial); Hobdurahman Yusef Galle; Jefe

John Gay, de la Marina de EE.UU., queestá todavía en el SEAL; suboficial jefeMike Goffena, del ejército de EE.UU.,que recibió la Estrella de Plata y murióen febrero de 1998 en un accidente dehelicópero; Kira Goodale; MikeGoodale, que recibió el CorazónPúrpura y la Estrella de Bronce al Valory vive ahora con su mujer Kira enIllinois y está terminando los estudiospara ser profesor de estudios sociales enun instituto (sirve aún en la GuardiaNacional); Gregg Gould, que trabajaahora de oficial como policía enCharleston, Carolina del Sur; JimGuelzow; Ali Gulaid; sargento primero

Aaron Hand, ejército de EE.UU.;Abdullahi «Firimbi» Hassan; BintAbraham Hassan; Hassan Adán Hassan;Mohamed Alí Herse; almirante JonathanHowe, armada de EE.UU., retirado;sargento de Estado Mayor Paul Howe,ejército de EE.UU., que recibió laEstrella de Bronce al valor; MarkHuband; Abdullahi Mohamed Hussein;Ali Hussein; Mark Jackson; Ornar Jess;suboficial jefe Ketih Jones, ejército deEE.UU., que recibió la Estrella de Platay que todavía vuela con el 160.a SOAR;teniente coronel Larry Joyce, ejército deEE.UU., retirado; sargento de EstadoMayor Ed Kallman, ejército de EE.UU.;

Jim Séller; Michael Kurth, que estátrabajando como camarero en Huston,Texas; Abdizirak Hassan Kutun; sargentoprimero Al Lamb, ejército de EE.UU.,que recibió la Estrella de Plata y estátodavía con los Boinas Verdes enTampa, Florida; Anthony Lake, ahoraprofesor en la universidad deGeorgetown; capitán James Lechner,ejército de EE.UU., que recibió elCorazón Púrpura (los médicosconsiguieron estimular el crecimientodel hueso y le salvaron la pierna), ahoraen Hawai; Phil Lepre, que en laactualidad trabaja en una agencia depublicidad cerca de Filadelfia; sargento

primero Steven Lycopolus, que trabajacomo instructor jefe en Fort Lewis,Washington; sargento primero BobMabry, ejército de EE.UU.; mayor RobMarsh, doctor en medicina, ejército deEE.UU., retirado; coronel ThomasMatthews, ejército de EE.UU.; tenientecoronel David McKnight, fallecido;sargento Jeffrey McLaughlin, ejército deEE.UU.; teniente James McMahon,ejército de EE.UU., retirado; capitánDrew Meyerowich, ejército de EE.UU.,distinguido con la Estrella de Plata;Yousuf Dahir Mo'alim; Elmi AdenMohamed; Kassim Sheik Mohamed; NurSheik Mohamed; Sharif Alí Mohamed;

Abdi Karim Mohamud; Jasón Moore,actualmente trabajando en una compañíainversora de Nueva Jersey; sargentoartillero Chad D. Moyer, Infantería deMarina; Shawn Nelson, el cual trabajócomo guía en el parque nacional GrandTetons antes de casarse y trasladarse aAtlanta; embajador Robert Oakley; ClayOthic, que recibió la Estrella de Bronceal valor y el Corazón Púrpura y ahoratrabaja como agente para el Servicio deInmigración y Naturalización deWichita, Kansas; capitán Larry Perino,ejército de EE.UU., distinguido con laEstrella de Bronce al valor y quetodavía sirve en el regimiento Ranger;

Rob Phipps, que recibió el CorazónPúrpura y vive ahora en Augusta,Georgia; Benjamín Pilla; general ColinPowell, ejército de EE.UU., retirado;Randy Ramaglia, que recibió la Estrellade Bronce al valor y ahora es elmanager de un grupo de rock enColumbus, Georgia; sargento primeroCarlos Rodríguez, ejército de EE.UU.,Fort Lewis, Washington; Ornar Salad;Daniel Schilling, que trabaja en laadministración de la Universidad deFénix en Provo, UTA, y está ademásterminando su licenciatura; sargentoprimero Kurt Schmid, ejército deEE.UU., destinado en Japón; teniente

coronel Mike Sheehan, ejército deEE.UU., retirado; Stephanie Shughart;sargento de Estado Mayor GeorgeSiegles, que está todavía con elregimiento Ranger; Dale Sizemore;capitán Jim Smith, ejército de EE.UU.,retirado; Eric Spalding, que es agentepara el Servicio de Inmigración yNaturalización de Arizona; tenienteScott Spellmeyer, ejército de EE.UU.;Peter Squeglia, ejército de EE.UU.,distinguido con la Estrella de Plata;mayor Mike Steele, ejército de EE.UU.,que recibió la Estrella de Bronce alvalor y ahora forma parte del 82.oRegimiento de Tropas

Aerotransportadas; mayor DavidStockwell, ejército de EE.UU.; sargentoJeff Struecker, ejército de EE.UU., quefue condecorado con la Estrella deBronce al valor y todavía está en elregimiento Ranger (en 1997, ganóademás el codiciado premio «MejorRanger»); Osman Mohamud Sudi; AbdiTahalil; Keni Thomas, que recibió laEstrella de Bronce al valor y ahoratrabaja con niños delincuentes y toca enun grupo de rock en Columbus, Georgia;Lance Twombly; sargento primero JohnWaddeü, que está haciendo las prácticaspara convertirse en enfermero de losBoinas Verdes y que con toda

probabilidad ingresará en la facultad demedicina; sargento primero SeanWatson, ejército de EE.UU., distinguidocon la Estrella de Bronce al valor;sargento Tim Wilkinson, que recibió laCruz de las Fuerzas Aéreas y todavíaestá en el cuerpo de paracaidistas derescate destinado en Hurlburt Field,Florida; Jason Wind; teniente DamonWright, ejército de EE.UU.; capitánBecky Yacone, ejército de EE.UU.,retirado; capitán Jim Yacone, ejército deEE.UU., retirado, que se distinguió conla Estrella de Plata y que ahora trabajapara el FBI; Jeff Young; sargento deEstado Mayor Ed Yurek, ejército de

EE.UU., que todavía sirve en elregimiento Ranger de Fort Benning;Bashir Haji Yusuf; general de brigadaAnthony Zinni, Infantería de Marina deEE.UU., que ahora es general al mandodel USCENTCOM (Comando Central).

LIBROS

Hazardous Duty, del coronel DavidH. Hackworth del ejército de EstadosUnidos, Avon Books, 1997. El autor

continúa aquí su guerra contra el statuquo del ejército de Estados Unidos, yofrece un breve pero bastante precisorelato de la batalla en el Capítulo Seis,«Víctimas inoportunas». Hayimprecisiones (como se observa másadelante y en el Epílogo) y algunosargumentos evasivos, pero el relato muyporfiado de Hackworth es básicamentecorrecto y su lectura es ágil.

Losing Mogadiscio, de JonathanStevenson, Naval Institute Press, 1995.Tenemos aquí una crítica de toda laoperación ONU/EE.UU. en Somalia ytambién el ejercicio típico de resumirlos errores políticos vistos de forma

retrospectiva, lleno de «interpretacionesfalsas y flagrantes» y planteamientos«claramente erróneos», lo cual es el másfácil de todos los ejerciciosacadémicos. La batalla en sí quedadespachada sin extenderse demasiado enella.

Mogadisshu, Heroism andTragedy!, de Kent Delong y StevenTuckey, Bergin & Garvey, 1994. Unintento irreflexivo y sincero de recrearla batalla en base a unas entrevistas conunos cuantos participantes, la mayoríapilotos. Está lleno de equivocaciones,desde escribir erróneamente losnombres de los soldados hasta cambiar

el orden de los sucesos, pero esbienintencionado y se aleja de la viejatendencia triunfalista de los reportajesmilitares.

On the Edge, de Elisabeth Drew,Simón & Shuster, 1994. El libro deDrew relata los primeros años delpresidente Clinton y es el que ofrece unaidea más clara sobre la decisión tomada(o la falta de la misma) que llevó a labatalla, y la reacción posterior delgobierno.

Out of America, de Keith Richburg,New República Book, Basic Books,1997. El autor es un periodista delWashington Post que escribió sobre los

sucesos de Somalia mientras éstos seproducían. El autor, en su calidad deafroamericano, describe su crecientedesilusión por África después de haberviajado y trabajado como reportero allídurante varios años. Algunas referenciassobre Aidid y la situación que provocóla batalla son excelentes, si bien, aunquede forma comprensible, quedaronbastante coloreadas por la ira que sentíatras las muertes brutales de Dan Eldon yHos Maina a manos de una turba somalíel doce de julio.

The Road to Hell, de MichaelMaren, The Free Press, 1997. Se tratade un libro bien escrito sobre la política

internacional que llevó al colapsocompleto de Somalia, y finalmente a laintervención de la ONU y a la batalla.Maren ofrece una visión fresca sobre elpapel, en ocasiones destructivo, queinterpretó la buena intencióninternacional.

Savage Peace: Americans at War inthe 1900's, de Daniel P. Bolger,Presidio, 1995. Este libro meimpresionó y me pareció muy preciso.El Capítulo Siete está dedicado aSomalia, «Abatido entre los hombresmuertos» es lo mejor que he leído sobrela batalla y toda la intervención desdeun punto de vista militar. Se puede decir

que la versión de Bolger es justa yprecisa.

Somalia and Operation RestoreHope, de John L. Hirsh y Robert B.Oakley, United States Institute of PeacePress, 7995. Tenemos aquí la versiónoficial sobre'la intervención de la ONUy de EE.UU. en Somalia, gran partevivida directamente por el propioOakley (fue embajador de los EEUU enSomalia, así como enviado especial delpresidente Clinton después de labatalla).

The United Nations and Somalia,1992-1996, The United Nations BlueBooks Series, Volumen III, Department

of Public Information, ONU, 1996. Setrata del libro básico para entender laintervención de la ONU en Somalia.

ARTÍCULOS

«Experiencias de un oficialejecutivo de la Compañía Bravo, 3erBatallón, 75.o Regimiento Ranger yDestacamento Especial Ranger durantela batalla de Mogadiscio los días tres ycuatro de octubre de 1993, en Somalia»,

por el capitán Lee Arysewyk (publicadointernamente por la Combined Arms andTactics División, Escuela de Infanteríadel ejército de Estados Unidos, en FortBenning, Georgia). Una buena visión deconjunto sobre la batalla que incluye elhorario oficial de las operaciones.

«Cuerda rápida al infierno», de DaleB. Cooper, Soldier of Fortune, julio de1994. Un relato ágil del combate llenode arrojo y gloria basado en lasentrevistas con los paracaidistas (PJs)de la Fuerza Aérea Fales y Wilkinson.

«Héroes en Mogadiscio», de FrankOliveri, Air Forcé Magazine, junio1994. Un relato sobre las acciones

realizadas por unos miembros de laFuerza Aérea, Wilkinson, Fales y Bray.

«Misión en Somalia», de Patrick J.Sloyan, Neu/sday, del cinco al nueve dediciembre de 1993. Un análisis soberbiosobre cómo y por qué tuvo lugar labatalla, con algunas buenas pinceladassobre la propia batalla.

«Mogadiscio, octubre r993»: Elrelato personal de una Compañía deFusileros», del capitán Charles P Ferry,Infantry, octubre de 1994. Un relatobastante aburrido sobre la actuación dela 10.a División de Montaña.

«La incursión malograda», de RickAtkinson, The Washington Post, 30 de

enero de 1994. Un relato excelente yasombrosamente preciso sobre la batalladesde la perspectiva de los dosadversarios, los estadounidenses y lossomalíes.

«El rescate de los rangers», de EdPerkins, Waterdown Daily Times, 2 deoctubre 1994. Un relato muy ambicioso,de fácil lectura y preciso sobre laactuación de la 10.a División deMontaña.

«La pesadilla de un soldado», dePhilip F. Rodees, Night Flyer, 1994.Otro relato sobre las experiencias deFales, también publicado en forma defascículos bajo el título «Coraje bajo el

fuego» en Airman, mayo 1994.«Operaciones del Destacamento

Especial Ranger en Somalia durante losdías 3 y 4 de octubre de 1993», delUSSOC (Comando de las OperacionesEspeciales de EEUU) y de la Oficina deHistoria del USSOC, 1 de junio de 1994(sin publicar). El resumen oficial sobrela batalla, compuesto de doce páginas, ycon cincuenta y seis páginas adicionalesde relatos breves sobre el heroísmoindividual.

MARK BOWDEN. Escritor y periodistaamericano, ha trabajado para medioscomo Men's Journal, Rolling Stone, oVanity Fair.

La obra más conocida de Bowden esBlack Hawk derribado, una novelasobre el ejército americano en Somalia,que fue adaptada al cine por Ridley

Scott en 2001. Ha escrito también Matara Pablo Escobar.

Notas

[1] Tiza (chalk) hace aquí referencia a ungrupo de soldados. (N. de la T.) <<

[2] Vengadores en español. (N. de la T.)<<


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